El mundo es lo que es, es
decir, poca cosa. Es lo que desde ayer todos sabemos gracias al formidable
concierto que la radio, los diarios y las agencias noticiosas acaban de
desencadenar con respecto a la bomba atómica. En efecto, nos enteramos, en
medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de
mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba del tamaño de
una pelota de fútbol. Los diarios norteamericanos, ingleses y franceses se extienden
en elegantes disertaciones sobre el porvenir, el pasado, los inventores, el
costo, la vocación pacífica y los efectos bélicos, las consecuencias políticas
y aun la índole independiente de la bomba atómica. En resumen, la civilización
mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir
en un futuro más o menos cercano entre el suicidio colectivo o la utilización
inteligente de las conquistas científicas.
Mientras tanto, es lícito
pensar que hay cierta indecencia en celebrar así un descubrimiento que se pone,
primeramente, al servicio de la más formidable furia destructora de que el
hombre haya dado pruebas desde siglos. Nadie, sin duda, a menos que sea un idealista
impenitente, se asombrará de que, en un mundo entregado a todos los
desgarramientos de la violencia, incapaz de ningún control, indiferente a la
justicia y a la sencilla felicidad de los hombres, la ciencia se consagre al
crimen organizado.
Estos descubrimientos deben
ser registrados, comentados según lo que son, anunciados al mundo para que el
hombre tenga una idea precisa de su destino. Pero rodear estas terribles
revelaciones de una literatura pintoresca o humorística, no es soportable.
Ya se respiraba con
dificultad en un mundo torturado. Y he aquí que se nos ofrece una nueva
angustia, que tiene todas las posibilidades de ser definitiva. Sin duda se le
brinda al hombre su última posibilidad. La bomba atómica puede servir, en
rigor, para una edición especial. Pero debiera ser, con toda seguridad, motivo
de algunas reflexiones y de mucho silencio.
Además, hay otras razones
para acoger con reserva la novela de ciencia ficción que los diarios nos
ofrecen. Cuando se ve al redactor diplomático de la Agencia Reuter anunciar que
esta invención vuelve caducos los tratados e incluso las decisiones de Postdam,
señalar que es indiferente que los rusos estén en Koenigsberg o los turcos en
los Dardanelos, no se puede evitar atribuirle a tal concierto intenciones
bastante ajenas al desinterés científico.
Entiéndase bien. Si los
japoneses capitulan después de la destrucción de Hiroshima y por efectos de la
intimación, nos alegramos. Pero nos rehusamos a sacar de tan grave noticia otra
conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún en favor de
una verdadera sociedad internacional, en la que las grandes potencias no tengan
derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, en que la
guerra, azote hecho definitivo por el solo efecto de la inteligencia humana, no
dependa más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual estado.
Ante las perspectivas
aterradoras que se abren a la humanidad, percibimos aún mejor que la paz es la
única lucha que vale la pena entablar. No es ya un ruego, sino una orden que
debe subir de los pueblos hacia los gobiernos, la orden de elegir
definitivamente entre el infierno y la razón.
Albert Camus
Combat, 8 de agosto de 1945
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