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2724. Noticiario de un poeta en la U.R.S.S. VI - Unter den Linden/ Balada de primavera

UNTER DEN LINDEN. BALADA DE PRIMAVERA 
 
La primavera, violenta de verdes y aguaceros, ha estallado en Berlín, arrojando a las calles una legión de hombres sin trabajo, que disfrazan el hambre, el gesto humilde de la mano mendiga, con el ofrecimiento de ínfimas mercancías, comprables por un precio equivalente al de la más mínima limosna. Niños, muchachos, jóvenes y viejos ofrecen, a lo largo de las aceras, en la linde de las terrazas del restaurante y los cafés, lápices, cordones para los zapatos, cajetillas de fósforos, tafetán, algodón, cosas a veces invendibles, pero que siempre hay que tomar para justificar la razón de este comercio, y sobre todo para que los enormes guardias alemanes no lleven a la cárcel al vendedor que acepte la miseria de unos cuantos pfennig sin entrega de lo vendido. Algunas veces, y de manera misteriosa, ciudadanos con cuello y traje correctísimos, como rompiendo la línea imaginaria del más despreocupado paseo, se destacan para dejar a la altura de nuestro hombro, en un murmullo imperceptible, la petición de una moneda, y todo esto ha de realizarse en muy pocos segundos, sin detenerse, conservando el más riguroso perfil, por evitar, claro es, la bruta intervención instantánea de los desmesurados vigilantes. También, en la mañana, a esa hora en que por las rendijas de las puertas se meten entre el sueño de los cuartos finales de palabras confundidas con el rastreo velado de escobas y cubos, pequeños grupos de estudiantes despiertan en las ventanas cerradas de los patios, ya con la voz de auxilio de sus guitarras y violines, o con el grito de socorro de sus acordeones, el recuerdo de esta primavera parada, que intenta en vano, y por todos los medios, disimular su mala suerte de mendigo.

Pero esta pobreza, este desastre progresivo, latente ya en el cuplé, en el canto más hermoso o en el ofrecimiento cortés de unas simples cerillas, conserva siempre, no sé si por temor, la misma dignidad, el mismo gesto urbano que los árboles de la calle. Una miseria pública, de apariencia todavía serena.

Sólo un momento, el que tarda un relámpago en arrancarnos de los ojos la presencia del mundo, una noche se levantaron ante mí, surgidos de no sé dónde, el odio, la ira, la sangre hecha protesta, la locura, la fiebre, toda la desesperación y dolores del globo, congestionados, resumidos en la cara descompuesta de un hombre.

Desgarrándoselos, volcó a tirones los forros de sus bolsillos: de su chaleco, su pantalón, su chaqueta. Insultándome, casi saltándosele las venas de los puños, me gritó que le diese algo. Le di.

—Esto hago con su limosna. Esto.

Y escupió en ella hasta ocho o diez veces. Después se lo tragó la calle.

Había flores en la terraza del café, flores de primavera, que se agrandaron y enrojecieron, llenas de saliva.

Pero, como ya dije, esto duró lo que un relámpago. Todavía la rebelión no se ha volcado en masa sobre las aceras.

Mientras...

Oíd el estribillo de la última balada que Johannes R. Becher, poeta comunista, publica en Die Rote Fahne, periódico del partido:

El tornea granadas en Sühl,
granadas,
en la fábrica de armas de Turingia:

Balada delatora, estribillo que se repite diez, doce, quince veces, como un timbre de alarma. Verso a verso, todo el poema es una denuncia, una advertencia continua del peligro de guerra. También una demanda de paz, que en la conciencia del obrero, del que tornea granadas, va martillando a golpes secos hasta abrirse los ojos. Escuchad, en resumen, la delación de Becher, gritada en medio de esta primavera alemana de más de seis millones de parados:

«Cientos y cientos de granadas atraviesan los mares, embarcados en el puerto de Hamburgo. Hacia China van los barcos pesados de granadas. El, el obrero que las tornea, ya tiene que comer. Su trabajo le salva, y a los de su familia, de mendigar con fósforos, algodón o cordones para los zapatos por las calles de la ciudad. Cuando llega a su casa arroja su jornal sobre la mesa. Ya su mujer puede comprar. Y la mujer compra pan fresco, que a él no le sabe bien.

Mira su cuarto limpio, la estufa roja de fuego, su traje en orden. La mujer le sonríe, pero esto a él no le causa alegría. Da una vuelta contemplándose. Y esta vuelta le hace recordar el torno de la fábrica. El brazo se le queda rígido y, entonces, grita: «¡Cien granadas torneamos cada día, cien granadas! Nos torneamos a nosotros mismos. ¿No veis? En cada torno hay un muerto que pregunta: «Dime, hombre, ¿sabéis cuántos matáis cada día?» Y del muerto que hay en cada torno se va formando un montón. Sujetan a los obreros por las manos, y abren la boca: «¿No veis cómo se preparan los cañones apuntando hacia vosotros, y lanzan, lanzan granadas? Y cuando preguntáis: «¿Quién las lanza?», silban las granadas:

Trabajadores de Suhl,
Trabajadores
de la fábrica de armas de Turingia.»


Rafael Alberti 
Berlín, mayo 1932

El Sol, Madrid, 5 de junio, 1932









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