Pablo Ruiz Picasso (Málaga, 25 de octubre de 1881 . Mougins, 8 de abril de 1973) |
¿Recuerdan ustedes a Picasso?
Sí, sí, naturalmente. Está fijo ya, nada puede moverlo, no ha caído, sino
que su “entonces” se ha quedado inmóvil, roca para siempre, muerto. Muerto es
como tenía que pasar a la historia definitiva. Hoy todo el mundo conoce su
muerte (menos esos que son, ¡ay!, tan numerosos); pero decir aquí muerto
no es decir derrumbado y sin trono; digo muerto para juntar acabado, final,
límite y llegada en las menos letras posibles.
Frente a Picasso había tres preguntas siempre: ¿es pintor?, ¿es
artista?, ¿es sincero? Hoy frente a Picasso hay una sola respuesta: es el más
grande caso de Poderío. Cada hombre viene con unas dotes y unos valores
especiales para todo o aquello (Juan Ramón, para decir con palabras apasionadas
y carnosas lo que escapa a los nombres; Falla, para revelarnos lo que tiene la
música popular oculto dentro); pero Picasso viene con unos valores sin
qué ni dónde.
Picasso es un valor, pero su valor es una isla inhabitable;
por eso han muerto él y su obra juntos, quedando en pie tan sólo sus virtudes,
su valor genial, su gran poder, su Poderío. Lo que diferencia a Picasso de las
demás figuras altas es que todos “son esto o aquello genialmente”,
mientras que él es sólo genio en principio y fin. ¿Está bien clara
nuestra comprensión del más traído y llevado de los
españoles?
Y ahora ya, una nueva pregunta: ¿se puede ejercer el “genio”
como oficio único? ¿Ser “genio” puede considerarse finalidad?
Preferimos no contestarla nosotros mismos. Lo cierto es que a Picasso ya
no se le puede discutir el derecho al trono, al lugar que ocupa; si acaso, el
lugar o trono es lo que puede oscilar entre admitirlo o no. Siempre tendrá
partidarios y enemigos (me refiero a enemigos enterados, no a esos vientres del
Círculo de Bellas Artes); enemigos como los tiene también Napoleón, aunque
todos coincidan en reconocerle un gran genio a caballo.
En 1928, un día de primavera y sol en la rue de la Boëtie tres
pintores españoles fuimos recibidos por Picasso en su casa (nos llevaba de la
mano el pintor catalán Francisco Domingo), y nos llamábamos Esteban Vicente,
Pedro Flores y R.G. Yo iba con diecisiete años deslumbrados. Subimos. Hundir el
botón del timbre era en ese momento mío adolescente como apretar la carne de la
dicha misma; mis días de encierro en Murcia me parecían premiados con una
generosidad lujosa. No hablé (nunca he hablado dichoso); miraba y escuchaba
solamente; miraba lento a ese personaje de la mitología que había alimentado
toda mi niñez grande. Con amabilidad sencilla, nos enseñó dos cuadros del
Aduanero, que quizás son lo más graciosos que he visto de este pintor,
demasiado decorativo y demasiado aplaudido por los “snobs”. Después subimos al
piso de arriba que utiliza íntegro como estudio: en las paredes, blancas,
ni un solo cuadro; en las habitaciones, ni un solo mueble; solamente las
telas que está pintando, vueltas de espaldas y como de rodillas en espera de
bajar a la galería Rosemberg, a su cuartito de siempre, frente al de Braque.
Fue volviendo los cuadros, sacó dibujos del olvido, revolvió allí donde no
había que revolver; esto, sin terminar; aquello, fracasado. Y entonces, en este
hombre bajito, andaluz, con ojos encendidos como dos cerezas, con todo ese
rostro ágil y fácil al guiño de la mejor gracia y traspasado por un fino puñal
irónico, pude ver su deseo limpio de no decepcionar (no por él, sino por
nosotros), y cuando se acercaba con un nuevo hallazgo entre las manos
parecía ofrecer unas pastas o servirnos azúcar en el té. Yo no había supuesto
el estudio de Picasso así, pero tampoco lo supuse de otro modo, y
viéndolo se comprende que es como únicamente podía ser: algo clínica,
limpia, frío y claro, sin “pátina”, sin ambiente, sin bohemia y, sobre
todo, sin lujo. ¿Dónde tiene sus colores y sus pinceles? ¿Y el caballete? ¿Y el
trapo de limpiar el color? No hay, no existen; porque Picasso hemos dicho
que no es pintor (¡qué escándalo!), y lo que él hace en su gran piso vacío es
“manipular”.
Todos salimos a la calle llenos de admiración por un talento tan
vivo, pero lo que no supe decir entonces (las desgracias nos duelen siempre un
poco después de recibirlas) es que dentro de mi pozo más ignorado se había
quebrado un agua dolorosamente. Porque mi inteligencia y mi alma acababan de
divorciarse, y mientras la primera aplaudía con estruendo, la segunda
decía en voz muy baja: “el más grande pintor de hoy resulta que no es
pintor”. Y esto quizá no le importe a un músico, pero a un pintor
sí le importa, y no perdonará nunca esta infidelidad, este desertar por juego o
por defecto. ¿Y cómo vamos a pedirle fidelidad a quien necesita ser infiel a sí
mismo si quiere existir? Picasso se va comiendo la cola para alimentarse. Su
cambiar continuado no es corregirse, sino destrucción total de lo que ha sido.
El éxito entre los poetas y los escritores se debe a que pudo
resistir los más bellos, los más ingeniosos, los más absurdos piropos.
Partiendo de su obra se podía inventar una moral y hasta una filosofía. ¡Y qué
gran comilona para psiquiatras!
Pero no seamos rigurosos; hay muchos nombres en el más vivo pasado
que necesitaríamos preguntarnos si pertenecen a pintores: Fray Angélico,
Rafael, Leonardo, Botticelli. Porque Constable, Velázquez, Murillo y
Rembrandt (pintores en redondo) no bastan quizá a un apetito variado.
Frente a Picasso hay una respuesta: es el más grande caso de
Poderío. Y es que Poderío es la suma de esas virtudes que él tiene, es decir,
el nervio, la invención, la valentía, la sorpresa, la agilidad, el talento.
Ramón Gaya
Madrid, 1934
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