Constantes disposiciones oficiales iban cerrando a los judíos,
cerrándose en su torno toda esperanza de salvación. Aquellos que no eran
inmediatamente muertos o deportados veían disminuir gradualmente sus
posibilidades de vida. Ninguna profesión se vio libre del expurgo; primero de
todos los cargos públicos y, más tarde de las empresas privadas, la expulsión
llegó a ser total.
Para evitar un colapso en las industrias de guerra, los directores
militares de éstas tuvieron que secuestrar a aquellos técnicos de origen hebreo
que los alemanes deseaban llevarse. En realidad quienes sufrieron la última
pena fueron los campesinos y los dedicados a profesiones liberales.
Los técnicos eran detenidos para ir a Alemania y emplearse,
obligatoriamente, en el trabajo forzado de las fábricas de guerra. Los
industriales húngaros advirtieron que por este procedimiento iban a quedarse en
cuadro y recurrieron al expediente extremado de colocar centinelas a la puerta
y obligar a los judíos necesarios a no abandonar el recinto, cosa que ellos
acataron con el regocijo imaginable.
En cambio, como decimos, el campesino, el abogado, el artista o el
empleado, fácilmente sustituibles, corrieron peor suerte. En los primeros tres
meses que siguieron a la ocupación alemana, habían sido muertos o deportados
más de medio millón de hebreos residentes en provincias.
En un viaje mío posterior pude advertir que ni siquiera existían las
casas-gueto, por haber desaparecido el motivo que las creó: por haber
desaparecido el elemento semita.
Casi todos los días era posible ver la caravana de hebreos que eran
conducidos hasta la estación del norte. Allí les obligaban a penetrar en
vagones de mercancías -cincuenta personas por vagón, sin distinción de edad o
sexo-, que eran cerrados y sellados a plomo. Partían en dirección desconocida,
pero rumbo a un destino perfectamente presumible.
Al llegar a determinado lugar, los vagones eran desviados hasta una línea
muerta. En ese momento solían llevar varios días de viaje, sin comer, sin más
vestido que el prescrito para este trágico trayecto: los hombres una camisa, un
short, unos calcetines y unos zapatos.
Absolutamente nada más, excepto un paquete de tres kilos donde podían
elegir su contenido: bien comida o vestidos que no les estaba permitido ponerse.
Las mujeres: una blusa, una falda y unos zapatos. Excusado es decir que eran
"intervenidos" los relojes, las plumas estilográficas y cualquier
objeto de algún valor intrínseco.
El fin del viaje era previsto. Dentro de los vagones, algunos niños habían
muerto de inanición y de asfixia; las mujeres enloquecían, los hombres se
desesperaban. Al fin se abría la puerta y una ráfaga de ametralladora les
saludaba. Uno de los viajeros, herido y dado por muerto, me contó la horrenda
escena, que se resiste a toda transcripción.
En otras ocasiones eran trasladados hasta el campo de concentración de
Auswitzch o a cualquier otro, preferentemente en Polonia. Las cámaras de gases
eliminaban el problema del gasto de munición y los cuerpos servían para
experimentos científicos. Recuerdo que en una de mis informaciones -tachada,
por supuesto, por la censura en España- denunciaba yo tales atrocidades.
Justo es decir que estas crónicas las escribí en Suiza, ya que los alemanes
no hubieran tolerado la menor especulación al caso. Decía, con una anticipación
de varios meses, la existencia de esas cámaras de gas y un curioso
procedimiento de autarquía que, hasta la fecha, no ha sido aún hecho público,
por lo que siempre quedará la duda de su existencia.
Cierta persona, perfectamente enterada y solvente, me comunicó, en
Budapest, que los alemanes llegaron a extraer la grasa de los cadáveres
asfixiados, grasas que utilizaban, entre otras cosas, para la fabricación de
jabón. Yo no sé si esto es científicamente posible y ni siquiera si ha sido
cierto, supuesto que no lo vi, pero dejo constancia de ello como información de
segunda mano.
Otro testigo presencial me relató escenas de horror a las que negué el
crédito, porque tales actos de sadismo, sobre inimaginables, me parecían
perfectamente ociosos e innecesarios. Sin embargo, poco más de un año más
tarde, llegada la paz y comenzados los procesos contra los que se denominaron
"criminales de guerra" han salido a relucir, corregidas y aumentadas,
todas las atroces versiones que circulaban al borde de la verosimilitud.
(…)
Eugenio Suárez
Corresponsal en Budapest, Ediciones Aspas 1946
Corresponsal en Budapest, Ediciones Aspas 1946
No hay comentarios:
Publicar un comentario