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2772. Hombres de la Primera Brigada Móvil de Choque





El Campesino

El Campesino, cabeza principal de la Brigada, lleva en su vida una larga historia de hombre de combate. Varón de Extremadura, se levanta contra el cielo ensangrentado de la guerra como un bloque viril y puro. Lo veo como un herrero forjador de temples heroicos, victorias, verdades y justicia. Su presencia da fortaleza y su aliento austero derriba como un huracán las debilidades y los robles que se le ponen por delante. A cada nueva ocasión da nuevas pruebas de sus inmensas capacidades de mando y de organización. Es uno de los dirigentes y defensores más apasionados del pueblo. Lleva muchas heridas por dentro, y no repara en las que las balas le cuelgan sobre su piel blindada. En los momentos difíciles, cuando el ánimo de los combatientes desfallece, surge el Campesino con una voz emocionada y rotunda, una bomba y una pistola y una cara de comerse el mundo sobre las trincheras, y los fusiles marchitos recobran su gallardía fiera, y los movimientos contra el enemigo tienen efectos mortales y victoriosos. Apenas duerme; come con una mano y dispara con la otra; truena y relampaguea contra los cobardes, los retrasados y los bribones. Tiene una palabra que quema, unos ojos que petrifican y una barba revuelta y negra que mete para convencer en todas las bocas y que es el terror de moros y alemanes. A su alrededor, contagiados de su fortaleza, su valor y su fe en la victoria del pueblo se mueven cerca de dos millares de hombres, y van y avanzan donde él ordena y les llena de orgullo caer a su lado heridos o muertos. Uno de ellos ha llegado a gritar con la boca destrozada por una bala explosiva, a punto de callarse para siempre: ¡Viva el Campesino!


José Aliaga

Es de Cartagena este capitán de la Brigada. Su oficio se lo dio el agua: era marino. Acaba de sufrir una herida en los alrededores de Madrid. Se hallaba en su Compañía como reserva en la retaguardia de un frente. El combate era reñidísimo y el enemigo presionaba furiosamente. Aliaga aguardaba impaciente la orden de situarse en primera línea. Pero la orden no llegaba: los facciosos conseguían abrir brecha en un lado de nuestras trincheras y cuatro tanques suyos avanzaban hacia ellas. Aliaga vio en peligro la vida de más de cien hombres nuestros. Se lanzó en plena tempestad de fuego; salta de las zanjas cantando La Internacional y con una bomba en la mano. Un grupo de hombres canta con él, y un sargento de la Compañía, Cándido Pérez, le acompaña y cae con la carne llena de agujeros. Aliaga lo sostiene en su caída; sigue enardecido y emocionado hacia los tanques, cuyas ametralladoras le buscan con fiereza. Se siente herido en un muslo; contiene la sangre, que invade su pantalón verde de soldado; no cesa de cantar; se arrastra junto a uno de los tanques y arroja la bomba contra sus ruedas de engranaje, que se detiene. Los otros tres retroceden ante su vista, que nubla la alegría. Recoge un trozo de hierro del tanque inutilizado y lo agita victoriosamente. Cuando pasa ante el Campesino traído en una camilla se incorpora y le grita orgulloso y alegre:

¡No soy un marino de agua dulce, como tú me has llamado siempre! ¡Soy un marino de Cronstadt! ¡Soy hijo tuyo, Valentín!

Ha hecho que el médico le dé el alta antes de tiempo. No ha estado ni cuatro días en el hospital. Nos abrazamos fuertemente. Recordamos la tierra en que hemos nacido los dos. Recuerda la muerte de Cándido Pérez.

¡Ha muerto como se debe morir! ‒exclama.

Y al recordar nuestras respectivas familias, dice.

Cuando salí de Cartagena, me metí a mi madre en este bolsillo, a mi padre en éste, y a mis hermanos en éstos.

Y se lleva las manos a los bolsillos del pantalón y la guerrera.

Otra vez está en las trincheras, con la herida fresca todavía pero con sus veintidós años secos y decididos. Ahora ya manda un Batallón.


Chocolate

Conduce el coche del Campesino, y le irrita la lentitud. No le gusta que le llamen Chocolate, y por eso lo llamamos por ese nombre. Lleva escrita en la frente la palabra “audacia”, y siempre anda con los labios revueltos de malhumor. Insulta a todos los conductores que encuentra por las carreteras. Los facciosos le han tenido varias veces cerca de sus uñas. Pero Chocolate se da tal maña en esquivar el bulto del coche, con el del Campesino y el suyo propio, que los rebeldes quedan siempre corridos y asombrados de su intrepidez.

El otro día se perdieron Valentín y Chocolate en los campos de acción. Los ojos de éste descubrieron un grupo de soldados y hacia él dirigió el coche. Cuál no sería la sorpresa de ambos al acercarse y ver que los del grupo eran fascistas que les aguardaban con los fusiles echados a a cara. Chocolate, sin destemplarse ni mucho menos, dio la vuelta al volante, saltó por una loma, subió a otra, y cuando el enemigo hizo fuego, las balas ya no pudieron alcanzar otra cosa que aire y tierra.

(Otro intrépido conductor es Manolo, sin apodo conocido hasta la fecha. Ha llegado a cruzar un trozo de carretera custodiada por moritos en acecho y ha salido indemne y sonriendo del trance, por lo que muchos nos vamos afirmando en la creencia de que él y su coche son invulnerables.)


Rosario y Felisa

Entre la docena de mujeres (alguna más hay) que lleva la Brigada en sus filas,  sobresalen Rosario y Felisa. Las dos son muchachas de dieciocho años; aquélla morena de ojos negros y ésta morena de ojos transparentes. Rosario tiene un temperamento fogoso que ha desahogado en el Guadarrama haciendo bombas y arrojándolas al enemigo. La avergüenza que muchas mujeres vayan a presumir y a mujerear a las trincheras. La dinamita le ha comido la mano derecha, y ella dice que aún tiene la izquierda para seguir haciendo bombas, tarea que aprendió de un minero asturiano, ya muerto por el pueblo en los barrancos de la sierra. No puede estar quieta, inactiva. Es más útil con la sola mano que le queda que muchos hombres con dos y con fusil. Se pelea con el Campesino porque no la deja acercarse a las trincheras, donde ella quisiera estar metida a todas horas.

¡Me da una rabia no ser hombre! ‒me ha dicho con la sinceridad de campesina pura. Y la he visto más mujer que nunca.

Felisa habla poco. Trabaja mucho y siempre parece andar envuelta en el resplandor del agua mediterránea de sus largos ojos. Va a todas partes con su máquina de escribir en la mano y no interrumpe su escritura, ni las bombas que la rodean de continuo ni los obuses que entran de cuando en cuando hasta la habitación en que imprime las palabras del Campesino, que le dicta entredormido, después de duros y prolongados combates. Cuando Felisa acaba su trabajo, son las dos y las tres de la madrugada. Entonces se duerme sobre su silla de trabajo y se la oye menos despierta. Lo único ruidoso en ella es su máquina. Pero, a pesar de todo, parece andar descalza y hablar con una lengua de lana dulce.


Candón

Vino de Cuba, donde nació, como el malogrado Pablo de la Torriente. Su voz es más recia que su cuerpo, y su cuerpo no es delgado, sino bastante nutrido. Es el comandante de uno de los batallones de la Brigada, y trata con una seriedad y una atención ejemplares a su gente, que su gente pelea a sus órdenes llena de confianza. Esta confianza se ha traducido en victoria en diferentes ocasiones. Se ve en él al hombre curtido en la lucha y avezado a ella. Saca grandes lecciones de cada combate. Hace malograr muchos estudiados ataques del enemigo, pues siempre está a la observación de los menores movimientos de éste. Lo que más echa de menos es el clima de Cuba, y el invierno cortante y penetrante de Castilla encoge un tanto su figura y le lleva a buscar lumbre por todos los rincones de las comandancias transitorias que ocupa. Alteran un poco su fisionomía tropical los más graves o los más felices acontecimientos. Es, de los hombres serenos, uno. Por eso sus explosiones son terribles de violentas.


Manuel Moral

Otro conductor como Chocolate. Tiene una lengua lírica de pájaro. Ha recibido en otros tiempos rudas palizas de la Guardia Civil de su pueblo de Jaén. Uno de los guardias le malquería grandemente y a todas horas hallaba motivos para apalearlo y hacerle la vida imposible.

¡Las malas noches que me hacía pasar el cabrón! ‒me ha comentado.

En cuanto pudo, que fue al iniciarse el movimiento fascista, acabó con la mala hierba del tal. Y rodando, rodando, dio con el Campesino. Lleva su coche como un potro andaluz, y lo limpia y lo cuida como si fuera de pelo. Va a todas partes cantando, con un chorro de pelo sobre la frente. Antonio Aparicio y yo nos reímos oyendo su palabra llena de gráfica gracia. Suenan o estallan las bombas enemigas a nuestro alrededor alguna vez, y ni él interrumpe sus coplas y su ingenio ni nosotros nuestra risa. El otro día nos encontramos sin caminos que llevaran adonde íbamos y Manuel, sin detener el coche, siguió rodando a campo perdido y dijo:

¡Las carreteras parten de mi alma! ‒Y volvió a sus coplas de costumbre.


Miguel Hernández
Ayuda, portavoz de la solidaridad (Madrid), 23 de enero de 1937














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