El Campesino
El Campesino,
cabeza principal de la Brigada, lleva en su vida una larga historia de hombre
de combate. Varón de Extremadura, se levanta contra el cielo ensangrentado de
la guerra como un bloque viril y puro. Lo veo como un herrero forjador de
temples heroicos, victorias, verdades y justicia. Su presencia da fortaleza y
su aliento austero derriba como un huracán las debilidades y los robles que se
le ponen por delante. A cada nueva ocasión da nuevas pruebas de sus inmensas
capacidades de mando y de organización. Es uno de los dirigentes y defensores
más apasionados del pueblo. Lleva muchas heridas por dentro, y no repara en las
que las balas le cuelgan sobre su piel blindada. En los momentos difíciles,
cuando el ánimo de los combatientes desfallece, surge el Campesino con una voz
emocionada y rotunda, una bomba y una pistola y una cara de comerse el mundo
sobre las trincheras, y los fusiles marchitos recobran su gallardía fiera, y
los movimientos contra el enemigo tienen efectos mortales y victoriosos. Apenas
duerme; come con una mano y dispara con la otra; truena y relampaguea contra
los cobardes, los retrasados y los bribones. Tiene una palabra que quema, unos
ojos que petrifican y una barba revuelta y negra que mete para convencer en
todas las bocas y que es el terror de moros y alemanes. A su alrededor,
contagiados de su fortaleza, su valor y su fe en la victoria del pueblo se mueven
cerca de dos millares de hombres, y van y avanzan donde él ordena y les llena
de orgullo caer a su lado heridos o muertos. Uno de ellos ha llegado a gritar
con la boca destrozada por una bala explosiva, a punto de callarse para
siempre: ¡Viva el Campesino!
José Aliaga
Es de
Cartagena este capitán de la Brigada. Su oficio se lo dio el agua: era marino.
Acaba de sufrir una herida en los alrededores de Madrid. Se hallaba en su
Compañía como reserva en la retaguardia de un frente. El combate era reñidísimo
y el enemigo presionaba furiosamente. Aliaga aguardaba impaciente la orden de
situarse en primera línea. Pero la orden no llegaba: los facciosos conseguían
abrir brecha en un lado de nuestras trincheras y cuatro tanques suyos avanzaban
hacia ellas. Aliaga vio en peligro la vida de más de cien hombres nuestros. Se
lanzó en plena tempestad de fuego; salta de las zanjas cantando La Internacional y con una bomba en la
mano. Un grupo de hombres canta con él, y un sargento de la Compañía, Cándido
Pérez, le acompaña y cae con la carne llena de agujeros. Aliaga lo sostiene en
su caída; sigue enardecido y emocionado hacia los tanques, cuyas ametralladoras
le buscan con fiereza. Se siente herido en un muslo; contiene la sangre, que
invade su pantalón verde de soldado; no cesa de cantar; se arrastra junto a uno
de los tanques y arroja la bomba contra sus ruedas de engranaje, que se
detiene. Los otros tres retroceden ante su vista, que nubla la alegría. Recoge
un trozo de hierro del tanque inutilizado y lo agita victoriosamente. Cuando
pasa ante el Campesino traído
en una camilla se incorpora y le grita orgulloso y alegre:
- ¡No soy un marino de agua dulce, como tú me has llamado
siempre! ¡Soy un marino de Cronstadt! ¡Soy hijo tuyo, Valentín!
Ha
hecho que el médico le dé el alta antes de tiempo. No ha estado ni cuatro días
en el hospital. Nos abrazamos fuertemente. Recordamos la tierra en que hemos
nacido los dos. Recuerda la muerte de Cándido Pérez.
‒¡Ha muerto como se debe morir! ‒exclama.
Y al
recordar nuestras respectivas familias, dice.
‒Cuando salí de Cartagena, me metí a mi madre en este
bolsillo, a mi padre en éste, y a mis hermanos en éstos.
Y se
lleva las manos a los bolsillos del pantalón y la guerrera.
Otra
vez está en las trincheras, con la herida fresca todavía pero con sus veintidós
años secos y decididos. Ahora ya manda un Batallón.
Chocolate
Conduce
el coche del Campesino, y le irrita
la lentitud. No le gusta que le llamen Chocolate, y por eso lo llamamos por ese
nombre. Lleva escrita en la frente la palabra “audacia”, y siempre anda con los
labios revueltos de malhumor. Insulta a todos los conductores que encuentra por
las carreteras. Los facciosos le han tenido varias veces cerca de sus uñas.
Pero Chocolate se da tal
maña en esquivar el bulto del coche, con el del Campesino y el suyo propio, que los
rebeldes quedan siempre corridos y asombrados de su intrepidez.
El
otro día se perdieron Valentín y Chocolate en los campos de acción. Los
ojos de éste descubrieron un grupo de soldados y hacia él dirigió el coche.
Cuál no sería la sorpresa de ambos al acercarse y ver que los del grupo eran
fascistas que les aguardaban con los fusiles echados a a cara. Chocolate, sin destemplarse ni mucho menos,
dio la vuelta al volante, saltó por una loma, subió a otra, y cuando el enemigo
hizo fuego, las balas ya no pudieron alcanzar otra cosa que aire y tierra.
(Otro
intrépido conductor es Manolo, sin apodo conocido hasta la fecha. Ha llegado a
cruzar un trozo de carretera custodiada por moritos en acecho y ha salido
indemne y sonriendo del trance, por lo que muchos nos vamos afirmando en la
creencia de que él y su coche son invulnerables.)
Rosario y Felisa
Entre
la docena de mujeres (alguna más hay) que lleva la Brigada en sus filas,
sobresalen Rosario y Felisa. Las dos son muchachas de dieciocho años;
aquélla morena de ojos negros y ésta morena de ojos transparentes. Rosario
tiene un temperamento fogoso que ha desahogado en el Guadarrama haciendo bombas
y arrojándolas al enemigo. La avergüenza que muchas mujeres vayan a presumir y
a mujerear a las trincheras. La dinamita le ha comido la mano derecha, y ella
dice que aún tiene la izquierda para seguir haciendo bombas, tarea que aprendió
de un minero asturiano, ya muerto por el pueblo en los barrancos de la sierra.
No puede estar quieta, inactiva. Es más útil con la sola mano que le queda que
muchos hombres con dos y con fusil. Se pelea con el Campesino porque no la deja acercarse
a las trincheras, donde ella quisiera estar metida a todas horas.
‒¡Me
da una rabia no ser hombre! ‒me ha dicho con la sinceridad de campesina
pura. Y la he visto más mujer que nunca.
Felisa
habla poco. Trabaja mucho y siempre parece andar envuelta en el resplandor del
agua mediterránea de sus largos ojos. Va a todas partes con su máquina de
escribir en la mano y no interrumpe su escritura, ni las bombas que la rodean
de continuo ni los obuses que entran de cuando en cuando hasta la habitación en
que imprime las palabras del Campesino, que le dicta entredormido,
después de duros y prolongados combates. Cuando Felisa acaba su trabajo, son
las dos y las tres de la madrugada. Entonces se duerme sobre su silla de
trabajo y se la oye menos despierta. Lo único ruidoso en ella es su máquina.
Pero, a pesar de todo, parece andar descalza y hablar con una lengua de lana
dulce.
Candón
Vino
de Cuba, donde nació, como el malogrado Pablo de la Torriente. Su voz es más
recia que su cuerpo, y su cuerpo no es delgado, sino bastante nutrido. Es el
comandante de uno de los batallones de la Brigada, y trata con una seriedad y
una atención ejemplares a su gente, que su gente pelea a sus órdenes llena de
confianza. Esta confianza se ha traducido en victoria en diferentes ocasiones.
Se ve en él al hombre curtido en la lucha y avezado a ella. Saca grandes
lecciones de cada combate. Hace malograr muchos estudiados ataques del enemigo,
pues siempre está a la observación de los menores movimientos de éste. Lo que
más echa de menos es el clima de Cuba, y el invierno cortante y penetrante de
Castilla encoge un tanto su figura y le lleva a buscar lumbre por todos los
rincones de las comandancias transitorias que ocupa. Alteran un poco su
fisionomía tropical los más graves o los más felices acontecimientos. Es, de
los hombres serenos, uno. Por eso sus explosiones son terribles de violentas.
Manuel Moral
Otro
conductor como Chocolate. Tiene una
lengua lírica de pájaro. Ha recibido en otros tiempos rudas palizas de la
Guardia Civil de su pueblo de Jaén. Uno de los guardias le malquería
grandemente y a todas horas hallaba motivos para apalearlo y hacerle la vida
imposible.
‒¡Las malas noches que me hacía pasar el cabrón! ‒me
ha comentado.
En
cuanto pudo, que fue al iniciarse el movimiento fascista, acabó con la mala
hierba del tal. Y rodando, rodando, dio con el Campesino. Lleva su coche como un potro
andaluz, y lo limpia y lo cuida como si fuera de pelo. Va a todas partes cantando,
con un chorro de pelo sobre la frente. Antonio Aparicio y yo nos reímos oyendo
su palabra llena de gráfica gracia. Suenan o estallan las bombas enemigas a
nuestro alrededor alguna vez, y ni él interrumpe sus coplas y su ingenio ni
nosotros nuestra risa. El otro día nos encontramos sin caminos que llevaran
adonde íbamos y Manuel, sin detener el coche, siguió rodando a campo perdido y
dijo:
‒¡Las carreteras parten de mi alma! ‒Y
volvió a sus coplas de costumbre.
Miguel Hernández
Miguel Hernández
Ayuda, portavoz de la solidaridad (Madrid), 23 de enero de 1937
No hay comentarios:
Publicar un comentario