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2807. ¿Se debe suprimir la pena de muerte?

Ejecución de Josefa Gómez Pardo mediante garrote vil en Murcia, 1893


Lo que dicen de la pena de muerte un ministro, un abogado y tres profesores.

Albornoz: «No se debe quitar la vida a nadie.»

El señor Albornoz es de todo punto contrario a la pena de muerte.

—Tal respeto me merece la vida de mis semejantes —dice al formularle la pregunta— que no creo se le deba quitar a nadie, por muy grande que sea su crimen.

—¿Entonces usted verá con alegría que la pena de muerte se borre del Código penal español?

—Desde luego.

—¿Y no cree usted posible un aumento de criminalidad al suprimirse la pena de muerte?

—De ningún modo. Tal y como se viene practicando la pena de muerte, no creo que sea medio suficiente para intimidar a nadie.

—Sin embargo, las estadísticas demuestran que en aquellos países en los que se suprimió la pena de muerte ha aumentado considerablemente el número de crímenes.

—Sí; eso aseguran y tratan de confirmarlo, mediante la estadística, los partidarios de la pena capital. Pero no hay que fiarse. También los abolicionistas se apoyan en la estadística para hacer ver que la pena de muerte es inútil. Yo, por mi parte, creo que el asunto está suficientemente debatido y resuelto a favor de los que queremos borrar de los códigos tan terrible pena. La pena de muerte, por tanto, ya no se discute, se suprime.


Jiménez Asúa: «La pena de muerte es incompatible con la sensibilidad actual»

—Muchas son las razones que nos han inclinado a suprimir la última pena en el anteproyecto de reforma del Código penal presentado a las Cortes — me ha dicho el señor Jiménez Asúa—, y se haría interminable esta charla si pretendiera enunciarlas todas.

—¿Su opinión personal?

—Yo creo que la pena de muerte para delitos comunes, incluida en los códigos como sanción normal, es de todo punto incompatible con el progreso jurídico y con la sensibilidad pública de la hora en que vivimos. Prueba de ello es el número de instancias de indulto y las muestras de duelo colectivo que se producen cuando ocurre una ejecución. De ningún modo puede creerse que la pena de muerte sea eficaz e intimidante, dado el escaso número de veces que se ejecuta. Por otra parte, el indulto suprime la intimidación, pues los delincuentes confían en él y no es del todo humano, puesto que a unos se les concede y a otros no.

El padre Montes, agustino, ilustre tratadista, decía en una ocasión, hablando de este tema: «Los que, en cumplimiento de una misión piadosa y cristiana, hemos tenido que asistir a un reo en capilla, sabemos lo difícil que es llevar consuelo y resignación al alma del desgraciado a quien no llega la gracia del indulto, cuando sabe que ha llegado a tantos otros, quizá menos merecedores de ella.»

—¿Cree usted que llegará a imponerse el abolicionismo?

—Estoy seguro. Aunque últimamente ha retrocedido un poco. En los años que precedieron a la Gran Guerra, el abolicionismo se había impuesto en la doctrina, y poco a poco se iba imponiendo en la realidad legislativa.

En casi todos los proyectos de códigos que se componían en Europa y América, quedaba borrada la pena de muerte y no era aventurado predecir su ocaso total. Pero surgió la guerra, entenebreciendo el panorama del mundo, y soplan sobre los pueblos vendavales de reacción. Italia, el país de más fino abolengo jurídico penal, que había borrado de sus códigos la pena de muerte, la ha restablecido.

—¿Cree usted que estos países evolucionarán de nuevo?

—Sin duda, porque la sensibilidad colectiva de nuestro siglo, afortunadamente, repele la crueldad. Las mismas apasionadas muchedumbres que ante un crimen horrendo claman por escarmientos ejemplares, se entenebrecen de espanto el día que se levanta el cadalso y corren presurosas a implorar el indulto. De esto tenemos muchos ejemplos en España.

Todas estas, y muchas más, son las razones que nos han impulsado a suprimir la pena de muerte en la nueva legislación republicana.

—¿No hubo discrepancias en el seno de la Comisión al adoptar este acuerdo?

—Todos votamos a favor, exceptuando a don Ángel Ossorio y Gallardo, entonces presidente, por entender este ilustre abogado que la pena de muerte, aunque no se practique de ordinario, debía ser conservada para evitar mayores males.


Ruiz Funes: «La pena de muerte me repugna me parece inútil.»

También al profesor Ruiz Funes le repugna la pena de muerte, y su voto, como miembro de la Comisión Jurídica Asesora, ha sido, por tanto, favorable a la supresión de esta pena en la reforma del Código penal.

—Yo creo —añade— que este problema ya debía estar resuelto. La Comisión parlamentaria encargada de confeccionar el proyecto de Constitución, y de la cual formé parte, entendió que la pena de muerte para los delitos comunes debió quedar suprimida en la Constitución para mayor garantía. La Cámara no pensó como nosotros y suprimió el artículo, por estimar que no era materia apropiada para figurar en la Constitución. Por esto se aplazó hasta que se discutiera la reforma del Código penal. Por mi parte, estimo un gran error esta postura de la Cámara. Un asunto tan importante, forzosamente ha de ser materia constitucional. Así lo han entendido, al menos, otros muchos países.

—¿Usted es contrario a la pena de muerte por una razón de humanidad o porque la estima inútil?

—Por las dos cosas. Como hombre, siento una gran repugnancia por este tipo de pena. El castigo legal es superior al crimen. No hay proporción entre los sufrimientos de la víctima de un asesinato y los de un reo que va a ser estrangulado.

Como penalista me parece inútil e ineficaz, puesto que no cumple ni el fin de selección ni el de intimidación. Para suprimir a todos los individuos peligrosos habría que aplicarla en gran escala, llevando a cabo verdaderas hecatombes. Por otra parte, la pena de muerte, tal y como se aplica hoy día, no puede intimidar a nadie. Para eso sería preciso rodearla de todo el aparato teatral con que antiguamente la ejecutaban.

—¿Está usted seguro de que se suprimirá en España?

—Si se interpreta el sentir del pueblo, desde luego. ¡Si casi está suprimida! De todos los países que aún la conservan, es el nuestro el que hace de ella un uso más exiguo. Casi se podría decir nulo.


Saldaña: «La pena de muerte suprime un delincuente y engendra mil.»

Don Quintiliano Saldaña, catedrático de Antropología Criminal, hombre que ha dedicado toda su vida a estos estudios, me dice, al acercarme a él en demanda de su opinión sobre la pena de muerte.

—Soy un secuaz resuelto del abolicionismo, y mi cruzada contra la pena de muerte data de una vida entera de apostolado.

—¿Cree usted que el ser o no abolicionista depende de las ideas políticas de cada uno?

—No creo. Por mi parte, aunque muy sinceramente republicano y liberal, esta convicción mía no radica en principios políticos. La ciencia penal no concluye tampoco nada rotundo en pro ni en contra de este tipo de pena. Penalistas ilustres de todos los tiempos, principalmente después de Beccaria, han combatido la pena de muerte. Otros no menos ilustres la han defendido.

—¿Entonces sus convicciones nacen de un principio humanitario?

—Y de un principio filosófico, pragmático. Rechazo la pena de muerte por inútil, por creer que ya no sirve a la causa de la defensa social.

—¿Qué opina usted de la supresión de la pena de muerte en nuestro país?

—Creo que la República debe suprimirla, y estoy conforme con la Comisión Jurídica Asesora que ha dictaminado en este sentido. Hace ya mucho tiempo, en el año 1917, ante el prestigio nacional que gozaba entonces la última pena, yo propuse a los gobernadores solo un ensayo de abolición. Fui desgraciado en mi intento. No desmayé, sin embargo, y cuando el Gobierno nacional, en el año 1921, me encargó redactar una ley de bases para el futuro Código, les propuse una transacción. Yo pasaría por aceptar el indulto en el Código, a cambio de que ellos me permitiesen rayar la pena de muerte en la tabla de las penas. Seis años después —cuando la Comisión de Códigos elaboró el proyecto del año 1927— voté contra la pena capital.

—¿En la Asamblea tuvieron votos los abolicionistas?

—Solamente cuatro —agrega Saldaña—; la mayoría «cavernícola» nos arrolló. Como un estigma, el presidente denunció que yo era «republicano».

—¿Cree usted que desaparecerá por completo la pena de muerte en todos los países?

—Sin duda. Tan pronto se convenzan de que produce efectos «negativos». No es posible escindir la idea y el hecho sociales de la muerte como pena del motivo psicológico y tendenciasindividuales a matar. La fobia homicida es, a veces, corriente inducida de una ejecución capital. La última pena suprime a un delincuente efectivo, pero engendra virtualmente a mil.

Esta es la doctrina de un libro mío, Criminologie Nouvelle, que está de texto en la Universidad de París. Yo creo que no hay que matar al hombre; hay que matar al delincuente en el hombre.


Ossorio: «… Pero es la única intimidativa de veras…»

—Supongo —dice don Angel Ossorio— que no quedará en el mundo ningún «partidario» de la pena de muerte. Solo por excepción se encuentra un hombre a quien le guste matar. Y el ejemplar es más propio de la Psiquiatría que del Derecho.

La cuestión está en determinar cuándo y dónde debe prescindirse de esa herramienta intimidativa. La única intimidativa de veras, digan lo que quieran respetabilísimos hombres de ciencia. Hechos recientes —del tiempo de la dictadura— abonan mi afirmación.

Refiriéndome a España, pienso que, dentro de un par de años, cuando sea redactado un nuevo Código penal, quizá se pueda borrar de él la pena terrible. Ojalá sea así. Veremos lo que para entonces han hecho los demás pueblos.

Pero que la República se precipite «en estos» a suprimir una pena que ella no ha inventado, sino que se ha encontrado establecida…, me parece un caso de suicidio político.


Hacia la abolición

No es este el primer intento de abolición de la pena de muerte que se hace en España.

En el año 1854 se alzó en las Cortes la voz de un diputado, el señor Seoane, que pedía fuese suprimida la última pena. No prosperó su intento, y, pasados cinco años, insistió, en compañía de otro diputado, sin que prosperarse la proposición

Don Nicolás Salmerón trató también de suprimirla, y este era el proyecto de la primera República española, pero los acontecimientos se precipitaron y no fue posible cumplir el deseo largamente manifestado por el ilustre repúblico, en armonía con la opinión española de aquel período.

La República de 1931 parece decidida a suprimir la pena capital, empresa que no le fue posible acometer a la República del siglo pasado.

El primer país que suprimió la pena de muerte en los códigos fue Grecia, en el año 1863. Italia, país de tradición abolicionista, venía, desde el siglo XVIII, tratando de hacerla desaparecer, pero, legalmente, no lo consiguió hasta 1889. Bajo la dictadura de Mussolini se ha restablecido, con el asenso de los profesores que toda la vida habían luchado contra ella. Rusia la mantiene, a pesar de los muchos intentos de abolición.

Suprimida por completo, y sin que se note peligro de restablecimiento, lo está en Suecia, Rumanía, Portugal, Holanda, San Marino, Honduras, Nicaragua, Brasil, Ecuador, Perú. En Bélgica se conserva en el código, pero está sin aplicación desde 1863.

No obstante los nuevos brotes de la pena de muerte, los Estados, al parecer, caminan hacia la abolición. En Inglaterra, país tradicionalista por excelencia, hay una gran corriente de opinión favorable a que desaparezca este tipo de pena para los delitos comunes.

Alemania llevaba muchos años sin aplicarla. No hace mucho se quebrantó la costumbre, por tratarse de un caso excepcional, el vampiro de Dusseldorf, que fue ejecutado, pero no es fácil que vuelva a ocurrir un acontecimiento análogo.

Todos los indicios hacen suponer que la muerte, como pena, va, poco a poco, perdiendo terreno, y que si no sufre retroceso el movimiento en pro de la abolición, dentro de nada habrá desaparecido por completo del mundo lo que Ferri llamó «estúpido modo de hacer justicia».


Josefina Carabias
Estampa, 2 de abril de 1932









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