Ejecución de Josefa Gómez Pardo mediante garrote vil en Murcia, 1893 |
Lo que dicen de la pena de muerte un ministro, un abogado y tres
profesores.
Albornoz: «No se debe quitar la
vida a nadie.»
El señor Albornoz es de todo
punto contrario a la pena de muerte.
—Tal respeto me merece la vida
de mis semejantes —dice al formularle la pregunta— que no creo se le deba
quitar a nadie, por muy grande que sea su crimen.
—¿Entonces usted verá con
alegría que la pena de muerte se borre del Código penal español?
—Desde luego.
—¿Y no cree usted posible un aumento
de criminalidad al suprimirse la pena de muerte?
—De ningún modo. Tal y como se
viene practicando la pena de muerte, no creo que sea medio suficiente para
intimidar a nadie.
—Sin embargo, las estadísticas
demuestran que en aquellos países en los que se suprimió la pena de muerte ha
aumentado considerablemente el número de crímenes.
—Sí; eso aseguran y tratan de
confirmarlo, mediante la estadística, los partidarios de la pena capital. Pero
no hay que fiarse. También los abolicionistas se apoyan en la estadística para
hacer ver que la pena de muerte es inútil. Yo, por mi parte, creo que el asunto
está suficientemente debatido y resuelto a favor de los que queremos borrar de
los códigos tan terrible pena. La pena de muerte, por tanto, ya no se discute,
se suprime.
Jiménez Asúa: «La pena de muerte es incompatible con la
sensibilidad actual»
—Muchas son las razones que nos
han inclinado a suprimir la última pena en el anteproyecto de reforma del
Código penal presentado a las Cortes — me ha dicho el señor Jiménez Asúa—, y se
haría interminable esta charla si pretendiera enunciarlas todas.
—¿Su opinión personal?
—Yo creo que la pena de muerte
para delitos comunes, incluida en los códigos como sanción normal, es de todo
punto incompatible con el progreso jurídico y con la sensibilidad pública de la
hora en que vivimos. Prueba de ello es el número de instancias de indulto y las
muestras de duelo colectivo que se producen cuando ocurre una ejecución. De
ningún modo puede creerse que la pena de muerte sea eficaz e intimidante, dado
el escaso número de veces que se ejecuta. Por otra parte, el indulto suprime la
intimidación, pues los delincuentes confían en él y no es del todo humano,
puesto que a unos se les concede y a otros no.
El padre Montes, agustino,
ilustre tratadista, decía en una ocasión, hablando de este tema: «Los que, en
cumplimiento de una misión piadosa y cristiana, hemos tenido que asistir a un
reo en capilla, sabemos lo difícil que es llevar consuelo y resignación al alma
del desgraciado a quien no llega la gracia del indulto, cuando sabe que ha
llegado a tantos otros, quizá menos merecedores de ella.»
—¿Cree usted que llegará a
imponerse el abolicionismo?
—Estoy seguro. Aunque
últimamente ha retrocedido un poco. En los años que precedieron a la Gran Guerra,
el abolicionismo se había impuesto en la doctrina, y poco a poco se iba
imponiendo en la realidad legislativa.
En casi todos los proyectos de
códigos que se componían en Europa y América, quedaba borrada la pena de muerte
y no era aventurado predecir su ocaso total. Pero surgió la guerra,
entenebreciendo el panorama del mundo, y soplan sobre los pueblos vendavales de
reacción. Italia, el país de más fino abolengo jurídico penal, que había
borrado de sus códigos la pena de muerte, la ha restablecido.
—¿Cree usted que estos países
evolucionarán de nuevo?
—Sin duda, porque la
sensibilidad colectiva de nuestro siglo, afortunadamente, repele la crueldad.
Las mismas apasionadas muchedumbres que ante un crimen horrendo claman por
escarmientos ejemplares, se entenebrecen de espanto el día que se levanta el
cadalso y corren presurosas a implorar el indulto. De esto tenemos muchos
ejemplos en España.
Todas estas, y muchas más, son
las razones que nos han impulsado a suprimir la pena de muerte en la nueva
legislación republicana.
—¿No hubo discrepancias en el
seno de la Comisión al adoptar este acuerdo?
—Todos votamos a favor,
exceptuando a don Ángel Ossorio y Gallardo, entonces presidente, por entender
este ilustre abogado que la pena de muerte, aunque no se practique de
ordinario, debía ser conservada para evitar mayores males.
Ruiz Funes: «La pena de muerte me repugna me parece inútil.»
También al profesor Ruiz Funes
le repugna la pena de muerte, y su voto, como miembro de la Comisión Jurídica
Asesora, ha sido, por tanto, favorable a la supresión de esta pena en la
reforma del Código penal.
—Yo creo —añade— que este
problema ya debía estar resuelto. La Comisión parlamentaria encargada de confeccionar
el proyecto de Constitución, y de la cual formé parte, entendió que la pena de
muerte para los delitos comunes debió quedar suprimida en la Constitución para
mayor garantía. La Cámara no pensó como nosotros y suprimió el artículo, por
estimar que no era materia apropiada para figurar en la Constitución. Por esto
se aplazó hasta que se discutiera la reforma del Código penal. Por mi parte,
estimo un gran error esta postura de la Cámara. Un asunto tan importante,
forzosamente ha de ser materia constitucional. Así lo han entendido, al menos,
otros muchos países.
—¿Usted es contrario a la pena
de muerte por una razón de humanidad o porque la estima inútil?
—Por las dos cosas. Como
hombre, siento una gran repugnancia por este tipo de pena. El castigo legal es
superior al crimen. No hay proporción entre los sufrimientos de la víctima de
un asesinato y los de un reo que va a ser estrangulado.
Como penalista me parece inútil
e ineficaz, puesto que no cumple ni el fin de selección ni el de intimidación.
Para suprimir a todos los individuos peligrosos habría que aplicarla en gran escala,
llevando a cabo verdaderas hecatombes. Por otra parte, la pena de muerte, tal y
como se aplica hoy día, no puede intimidar a nadie. Para eso sería preciso
rodearla de todo el aparato teatral con que antiguamente la ejecutaban.
—¿Está usted seguro de que se
suprimirá en España?
—Si se interpreta el sentir del
pueblo, desde luego. ¡Si casi está suprimida! De todos los países que aún la
conservan, es el nuestro el que hace de ella un uso más exiguo. Casi se podría
decir nulo.
Saldaña: «La pena de muerte suprime un delincuente y engendra
mil.»
Don Quintiliano Saldaña,
catedrático de Antropología Criminal, hombre que ha dedicado toda su vida a
estos estudios, me dice, al acercarme a él en demanda de su opinión sobre la
pena de muerte.
—Soy un secuaz resuelto del
abolicionismo, y mi cruzada contra la pena de muerte data de una vida entera de
apostolado.
—¿Cree usted que el ser o no
abolicionista depende de las ideas políticas de cada uno?
—No creo. Por mi parte, aunque
muy sinceramente republicano y liberal, esta convicción mía no radica en
principios políticos. La ciencia penal no concluye tampoco nada rotundo en pro
ni en contra de este tipo de pena. Penalistas ilustres de todos los tiempos,
principalmente después de Beccaria, han combatido la pena de muerte. Otros no
menos ilustres la han defendido.
—¿Entonces sus convicciones
nacen de un principio humanitario?
—Y de un principio filosófico,
pragmático. Rechazo la pena de muerte por inútil, por creer que ya no sirve a
la causa de la defensa social.
—¿Qué opina usted de la
supresión de la pena de muerte en nuestro país?
—Creo que la República debe suprimirla,
y estoy conforme con la Comisión Jurídica Asesora que ha dictaminado en este
sentido. Hace ya mucho tiempo, en el año 1917, ante el prestigio nacional que
gozaba entonces la última pena, yo propuse a los gobernadores solo un ensayo de
abolición. Fui desgraciado en mi intento. No desmayé, sin embargo, y cuando el
Gobierno nacional, en el año 1921, me encargó redactar una ley de bases para el
futuro Código, les propuse una transacción. Yo pasaría por aceptar el indulto
en el Código, a cambio de que ellos me permitiesen rayar la pena de muerte en
la tabla de las penas. Seis años después —cuando la Comisión de Códigos elaboró
el proyecto del año 1927— voté contra la pena capital.
—¿En la Asamblea tuvieron votos
los abolicionistas?
—Solamente cuatro —agrega
Saldaña—; la mayoría «cavernícola» nos arrolló. Como un estigma, el presidente
denunció que yo era «republicano».
—¿Cree usted que desaparecerá
por completo la pena de muerte en todos los países?
—Sin duda. Tan pronto se
convenzan de que produce efectos «negativos». No es posible escindir la idea y
el hecho sociales de la muerte como pena del motivo psicológico y tendenciasindividuales
a matar. La fobia homicida es, a veces, corriente inducida de una ejecución
capital. La última pena suprime a un delincuente efectivo, pero engendra
virtualmente a mil.
Esta es la doctrina de un libro
mío, Criminologie Nouvelle, que está de texto en la Universidad de París. Yo creo
que no hay que matar al hombre; hay que matar al delincuente en el hombre.
Ossorio: «… Pero es la única intimidativa de veras…»
—Supongo —dice don Angel Ossorio—
que no quedará en el mundo ningún «partidario» de la pena de muerte. Solo por
excepción se encuentra un hombre a quien le guste matar. Y el ejemplar es más
propio de la Psiquiatría que del Derecho.
La cuestión está en determinar
cuándo y dónde debe prescindirse de esa herramienta intimidativa. La única
intimidativa de veras, digan lo que quieran respetabilísimos hombres de
ciencia. Hechos recientes —del tiempo de la dictadura— abonan mi afirmación.
Refiriéndome a España, pienso
que, dentro de un par de años, cuando sea redactado un nuevo Código penal,
quizá se pueda borrar de él la pena terrible. Ojalá sea así. Veremos lo que
para entonces han hecho los demás pueblos.
Pero que la República se
precipite «en estos» a suprimir una pena que ella no ha inventado, sino que se
ha encontrado establecida…, me parece un caso de suicidio político.
Hacia la abolición
No es este el primer intento de
abolición de la pena de muerte que se hace en España.
En el año 1854 se alzó en las
Cortes la voz de un diputado, el señor Seoane, que pedía fuese suprimida la
última pena. No prosperó su intento, y, pasados cinco años, insistió, en
compañía de otro diputado, sin que prosperarse la proposición
Don Nicolás Salmerón trató
también de suprimirla, y este era el proyecto de la primera República española,
pero los acontecimientos se precipitaron y no fue posible cumplir el deseo
largamente manifestado por el ilustre repúblico, en armonía con la opinión
española de aquel período.
La República de 1931 parece
decidida a suprimir la pena capital, empresa que no le fue posible acometer a
la República del siglo pasado.
El primer país que suprimió la
pena de muerte en los códigos fue Grecia, en el año 1863. Italia, país de
tradición abolicionista, venía, desde el siglo XVIII, tratando de hacerla
desaparecer, pero, legalmente, no lo consiguió hasta 1889. Bajo la dictadura de
Mussolini se ha restablecido, con el asenso de los profesores que toda la vida
habían luchado contra ella. Rusia la mantiene, a pesar de los muchos intentos
de abolición.
Suprimida por completo, y sin
que se note peligro de restablecimiento, lo está en Suecia, Rumanía, Portugal,
Holanda, San Marino, Honduras, Nicaragua, Brasil, Ecuador, Perú. En Bélgica se
conserva en el código, pero está sin aplicación desde 1863.
No obstante los nuevos brotes
de la pena de muerte, los Estados, al parecer, caminan hacia la abolición. En
Inglaterra, país tradicionalista por excelencia, hay una gran corriente de
opinión favorable a que desaparezca este tipo de pena para los delitos comunes.
Alemania llevaba muchos años
sin aplicarla. No hace mucho se quebrantó la costumbre, por tratarse de un caso
excepcional, el vampiro de Dusseldorf, que fue ejecutado, pero no es fácil que
vuelva a ocurrir un acontecimiento análogo.
Todos los indicios hacen
suponer que la muerte, como pena, va, poco a poco, perdiendo terreno, y que si
no sufre retroceso el movimiento en pro de la abolición, dentro de nada habrá desaparecido
por completo del mundo lo que Ferri llamó «estúpido modo de hacer justicia».
Josefina Carabias
Estampa, 2 de abril de 1932
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