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2854. Desde el mirador de la Guerra. «Las más de las veces al vencedor lo hace el vencido»





Hay demasiado polemismo en la paz —decía Juan de Mairena a sus alumnos,— para que, de cuando en cuando, no estalle la guerra entre los pueblos, parte como suma y homogenización total de copiosas rencillas, parte también, como acuerdo pacífico o tregua dentro de casa, para que todos los moradores de que puedan consagrarse, con cierta alegría, a la demolición de la casa vecina. (Donde decimos «casa» léase «nación»). El hombre, en su aspecto de «Homo faber», es constructor de máquinas, y las fabrica de guerra, con lo cual atiende a dos fines que él estima humanos: Primero. Consagrar los trabajos de la paz a la preparación de la gran contienda. Segundo aquietar su conciencia, objetivando sus malas pasiones, desubjetivizándolas hasta hacerlas individualmente inocuas. Cierto que esas máquinas serán mucho más destructoras que la quijada asnal que esgrimió Caín; pero no ha de haber más odio en el técnico que las ponga en movimiento que hubo en su constructor. El hombre sobradamente batallón de la civilización occidental va para buena persona, excelente padre de familia, que gana el pan cotidiano contribuyendo, en la modesta medida de sus fuerzas, al futuro aniquilamiento de la especie humana.


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La hipocresía inglesa, —decía Juan de Mairena, buen amigo de los ingleses— es la vara con que suelen medir a Inglaterra sus enemigos. Ello implica una grave injusticia. Porque la hipocresía es la sombra de la virtud; y tanto más la sombre de cuerpos acentúa, cuanto más intensa es la luz que los ilumina. La hipocresía inglesa es la sombra del puritanismo inglés. Inglaterra es todavía, y acaso ha sido siempre, puritana. Aunque Shakespeare es su mayor poeta, y el más grande acaso de todos los pueblos, su poeta especifico es Jhon Milton, que a sí mismo parece retratarse por boca de su Jesús: «born to promote all truth all righteons things». El puritanismo es un aspero culto a la virtud, hondamente religioso, de estirpe cristiana. Si Inglaterra dejase algún día de ser puritana, alguien diría: ya se quitó la careta. Yo diría más bien, que se ha quitado el rostro, para mostrarnos la abominable jeta de pueblo de presa de lo que algún día llamaremos, con expresión un tanto equívoca, pero irremediable: una gran potencia totalitaria. Y en el peor caso, siempre será un consuelo para la humanidad el saber que este día coincide con la total decadencia del imperio británico.


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En agudo contraste con Shakespeare, ese gigante creador de conciencias, y con Milton el puritano, dos grandes poetas que son, sin duda, dos grandes hombres, aparece en Inglaterra más tarde, en la cumbre del dieciocho, Alejandro Pope, un excelente poeta, a través de cuyos escritos, algunos impecables, se trasluce una mala persona, mejor diré un hombre pequeño, esquinado, resentido, el espolón de cuyo ingenio se afila en la carne del prójimo. Una degeneración suya es el literato de tipo «acreedor», quiero decir de hombre a quien, no sabemos porqué, parece que siempre se le debe algo. Se diría que este hombre —que rara vez logra objetivar sus motivos— no coge la pluma sino para vengar algún pequeño agravio personal o reclamar una pequeña deuda. Su agresividad es siempre «ad hominen», pero nunca de radio metafísico, como en nuestro Miguel de Unamuno. Este hombre segrega una cierta baba difusa que todo lo mancha, y en la cuál es él mismo quien se anega. Visto a la luz de la guerra, ha de aparecer como un ave de otro clima. En verdad, pertenece al pequeño mundo polémico de la paz.


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«Las más de las veces al vencedor lo hace el vencido», ha dicho el doctor Negrín en su magnífico discurso a la nación española, pronunciado en Madrid hace unos días. La frase, realmente lapidaria del doctor Negrin tiene hoy un valor de circunstancias que iguala a su valor de verdad universal. Al vencedor lo hace, en efecto el éticamente vencido, el que se adelanta a su derrota con el convencimiento de merecerla. Por fortuna, en la España auténtica, en este rabo por desollar del Viejo Continente, no domina el hombre de esta laya. Tampoco abunda el puro pragmatista, que rinde culto al éxito que hace del éxito la vara con que se miden verdad y virtud, y a quien Cervantes definió con estas palabras de Don Quijote. «Bien se ve, Sancho, que eres villano, de los que dicen: viva quien vence». 

El doctor Negrín no mienta en su discurso a nuestro Don Quijote; pero bien claro se ve que como buen español lo lleva en el alma. ¿Quién habla de rendirse —viene a decirnos— cuando estamos luchando contra los traidores de casa y la codicia de fuera? Y estos otros conceptos de estirpe platónica: cuando se lucha por la justicia, ¿quién puede estar «an dessus de la malee» ?


Antonio Machado
La Vanguardia, 25 de junio de 1938









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