Federico García Lorca y Luis Buñuel, en la verbena de San Antonio de la Florida de Madrid en 1923 |
Poco antes de Un chien andalou, una disensión superficial nos separó durante algún tiempo. Luego, como andaluz, susceptible, creyó, o fingió creer, que la película era contra él. Decía:
—Buñuel ha hecho una peliculita así (gesto de los dedos), se llama Un chien andalou, y el perro (chien) soy yo.
—Buñuel ha hecho una peliculita así (gesto de los dedos), se llama Un chien andalou, y el perro (chien) soy yo.
En 1934, nos habíamos reconciliado totalmente. Aunque yo
encontraba a veces que se dejaba sumergir por un número demasiado grande de
admiradores, pasábamos juntos largos ratos. Frecuentemente, acompañados por
Ugarte, subíamos a mi «Ford» para relajarnos durante unas horas en la soledad
gótica de El Paular. El lugar se hallaba en ruinas, pero seis o siete
habitaciones, muy escasamente amuebladas, estaban reservadas a las Bellas
Artes. Se podía incluso pasar la noche en ellas, a condición de llevar un saco
de dormir. El pintor Peinado —con el que, cuarenta años más tarde, volvería a
encontrarme por causalidad en este mismo lugar— acudía con frecuencia al viejo
monasterio desierto.
Era difícil hablar de pintura y poesía cuando sentíamos
aproximarse la tempestad. Cuatro días antes del desembarco de Franco, García
Lorca —que no podía apasionarse por la política— decidió de pronto marcharse a
Granada, su ciudad. Yo intenté disuadirle, le dije:
—Se están fraguando auténticos horrores, Federico. Quédate aquí.
Estarás mucho más seguro en Madrid.
Otros amigos ejercieron presión sobre él, pero en vano. Partió muy
nervioso, muy asustado.
El anuncio de su muerte fue una impresión terrible para todos
nosotros.
De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero.
No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él.
Me parece, incluso, difícil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano
para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena
teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba
siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama.
Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un
atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad, él me
transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría
expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas
leyendas sobre su muerte, y Dalí —innoblemente— ha hablado incluso de un crimen
homosexual, lo que es totalmente absurdo. En realidad, Federico murió porque
era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: «¡Muera la
inteligencia!»
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange,
el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos
hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alfonso fueron a
detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo
imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el
olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
A finales del mes de setiembre, me fue concertada una cita en
Ginebra con el ministro de Asuntos Exteriores de la República, Álvarez del
Vayo, que quería verme. En Ginebra se me diría por qué.
Salí en un tren absolutamente abarrotado, un verdadero tren de
guerra. Me encontré sentado delante de un comandante del P.O.U.M., obrero
ascendido a comandante, personaje del lenguaje feroz que no cesaba de repetir
que el Gobierno republicano era una porquería y que, ante todo, era preciso
destruirlo. Hablo de él solamente porque, más tarde, en París, habría de
utilizarlo como espía.
En Barcelona, hice trasbordo y me encontré con José Bergamín y
Muñoz Suay, que se dirigían a Ginebra con una decena de estudiantes para
participar en una reunión política. Me preguntaron qué clase de documentos
llevaba, se lo dije, y Muñoz Suay, exclamó:
—¡No podrás cruzar la frontera! ¡Para pasar, hace falta el visado
de los anarquistas!
Llegamos a Port Bou, bajo el primero del tren y, en la estación
repleta de hombres armados, veo una mesa a la que se hallan sentados con aire
majestuoso tres personajes, como los miembros de un pequeño tribunal. Son
anarquistas. Su jefe es un italiano barbudo.
A su petición, les muestro mis documentos, y me dicen:
—No puedes pasar con eso.
El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo.
A diferencia de otros idiomas, en los que juramentos y blasfemias son, por
regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la
forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas
principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos
Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases
escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español. En México, por
ejemplo, donde sin embargo, la cultura española se halla presente desde hace
cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente. En España, una buena
blasfemia puede ocupar dos o tres líneas. Cuando las circunstancias lo exigen,
puede, incluso, convertirse en una letanía al revés.
Una blasfemia de este tipo, proferida con la más intensa
violencia, es lo que escucharon sin inmutarse los tres anarquistas de Port
Bou.
Después de lo cual, me dijeron que podía pasar.
Y, ya que hablo de blasfemia, añadiré que en las ciudades antiguas
de España, en Toledo por ejemplo, se veía escrito en la puerta principal de
acceso: Prohibido mendigar y blasfemar, y ello bajo pena de multa o de un breve
período de arresto. Prueba de la fuerza y la omnipresencia de las exclamaciones
blasfemas. Cuando regresé a España, en 1960, me pareció que la blasfemia se oía
mucho más raramente en las calles. Pero quizá me equivocaba... y oía con menos
claridad que antes.
En Ginebra, sólo estuve unos veinte minutos con el ministro. Me
pidió que fuese a París para ponerme a disposición del nuevo embajador que iba
a nombrar la República. Este embajador sería Araquistain, un socialista de
izquierda que yo conocía, antiguo periodista y escritor. Necesitaba hombres de
confianza.
Salí inmediatamente para París.
Luis Buñuel
Mi último suspiro, 2008
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