Fotografía de Vicente López Videa/Mundo Gráfico |
Juan Ramón Jiménez y su esposa se
ofrecieron hace unos cuantos días a los correspondientes organismos oficiales
para hacer algo en favor de los chiquillos que ahora quedaban en Madrid
desamparados por estar sus padres en el frente, por haberse tenido que marchar
de su pueblo de residencia o por haberse interrumpido la vida en el convento en
que iban formándose.
El poeta pensó que lo mejor que él podía
hacer era atender directamente a unos cuantos de esos niños. Así lo hicieron su
esposa y él. Alquilaron un piso en la calle de Velázquez, Instalaron en él,
ofrecidas por algunos vecinos de la casa, unas cuantas camas infantiles. Dos
mesas pequeñas, unas sillas y los útiles de cocina. Quedó así montada la
residencia, sencillamente, improvisadamente, pero con esa íntima y suave
emoción de hogar —trato directo sobre los chiquillos— que inútilmente quieren
tener las residencias a base de muchos niños, en las que no es posible una acción
tan directa y constante sobre los muchachos.
Doce chiquillos reciben asistencia en este
piso ahora alquilado para este fin por Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez.
Doce chavales entre los cinco y los ocho años. Sólo uno tiene menos edad:
Paquito García Abril. Dos años, un rostro mofletudo y un aire tranquilo y
pacífico. He aquí los nombres de los otros once: José Nebrera Álvarez, Joaquín
y Antonio Castillo Martínez, Jesús Álvarez Fernández, Juan Sanz Vallejo,
Alfonso López Irazusta, Enrique Hernández Berguizez, Narciso Hernández Conde,
José Antonio de la Fuente, Luis Alpenseque Martín y Manuel Colina Jiménez
Juan Ramón Jiménez me va enseñando el piso
alquilado para recoger a estos chicos. Paredes blancas y desnudas, un comedor
con dos mesas pequeñas, tres dormitorios, el cuarto de baño, en que la esposa
del poeta, ayudada por algunas amigas, va bañando de dos en dos a los chavales.
Sobre los muebles del comedor hay algunos juguetes.
En el piso los chicos sólo duermen y comen. El resto del día lo pasan en el jardín de un palacio incautado ahora por el
Estado, y situado en la misma calle de Velázquez, exactamente frente a la casa.
Un jardín en sombra aun en las horas más violentas de sol, con un estanque, con
unos árboles altos, con un musical temblor de pájaros. («Medita el ruiseñor,
las penas son más bellas, y sobre la tristeza florece la sonrisa», escribió un
día el propio Juan Ramón Jiménez).
Los chiquillos comen a las doce y cenan a
las siete. Se bañan antes de comer, y por la tarde, tras de la comida, hacen un
poco de reposo. El resto del día, corriendo y jugando por el jardín. Maillots
verdes y azules, caras soleadas, piernas infatigables sobre la arena. Cerca de
ellos, la compañía afectuosa de Juan Ramón, de su esposa, de las amigas que les
ayudan en la noble tarea. Palabras comprensibles para ellos, que vayan formando
su sensibilidad y su inteligencia, que vayan siendo surco para el aprendizaje y
la enseñanza de más tarde. Cerca de doce niños, esta labor se puede realizar
eficazmente, con un resultado incomparablemente mejor que en una de esas
enormes bandadas de chicos que hay en otras residencias. Esta ahora instalada
por Juan Ramón Jiménez es como un hogar. Una casa de familia numerosa e improvisada,
en que se puede conocer el nombre y el espíritu de cada uno de los niños.
Sencillamente, silenciosamente, con esa
honda sencillez y ese silencio luminoso que son toda su vida y toda su obra, ha
creado Juan Ramón Jiménez esta residencia, alegre, bella e íntima. Sin gestos
espectaculares, sin retórica. Mientras los chiquillos vuelven, en dos grupos,
del jardín y empiezan a bañarse, cerca ya de las doce, el escritor va poniendo
la mesa de los doce muchachos. Sobre el blanco mantel, la mano pálida del
escritor pone el plato, el vaso, la cuchara, la servilleta. No puedo ver sin
emoción la escena. Esa mano que lentamente, cuidadosamente, está preparando la
mesa de doce chiquillos desvalidos, es la misma que trazó la emoción magistral
de Platero y yo.
J.M.A.
Mundo Gráfico, 12 de agosto de 1936
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