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2863. Juan Ramón Jiménez y su esposa han instalado un piso para atender a doce chiquillos abandonados

Fotografía de Vicente López Videa/Mundo Gráfico



Juan Ramón Jiménez y su esposa se ofrecieron hace unos cuantos días a los correspondientes organismos oficiales para hacer algo en favor de los chiquillos que ahora quedaban en Madrid desamparados por estar sus padres en el frente, por haberse tenido que marchar de su pueblo de residencia o por haberse interrumpido la vida en el convento en que iban formándose.

El poeta pensó que lo mejor que él podía hacer era atender directamente a unos cuantos de esos niños. Así lo hicieron su esposa y él. Alquilaron un piso en la calle de Velázquez, Instalaron en él, ofrecidas por algunos vecinos de la casa, unas cuantas camas infantiles. Dos mesas pequeñas, unas sillas y los útiles de cocina. Quedó así montada la residencia, sencillamente, improvisadamente, pero con esa íntima y suave emoción de hogar —trato directo sobre los chiquillos— que inútilmente quieren tener las residencias a base de muchos niños, en las que no es posible una acción tan directa y constante sobre los muchachos. 

Doce chiquillos reciben asistencia en este piso ahora alquilado para este fin por Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez. Doce chavales entre los cinco y los ocho años. Sólo uno tiene menos edad: Paquito García Abril. Dos años, un rostro mofletudo y un aire tranquilo y pacífico. He aquí los nombres de los otros once: José Nebrera Álvarez, Joaquín y Antonio Castillo Martínez, Jesús Álvarez Fernández, Juan Sanz Vallejo, Alfonso López Irazusta, Enrique Hernández Berguizez, Narciso Hernández Conde, José Antonio de la Fuente, Luis Alpenseque Martín y Manuel Colina Jiménez

Juan Ramón Jiménez me va enseñando el piso alquilado para recoger a estos chicos. Paredes blancas y desnudas, un comedor con dos mesas pequeñas, tres dormitorios, el cuarto de baño, en que la esposa del poeta, ayudada por algunas amigas, va bañando de dos en dos a los chavales. Sobre los muebles del comedor hay algunos juguetes. 

En el piso los chicos sólo duermen y comen. El resto del día lo pasan en el jardín de un palacio incautado ahora por el Estado, y situado en la misma calle de Velázquez, exactamente frente a la casa. Un jardín en sombra aun en las horas más violentas de sol, con un estanque, con unos árboles altos, con un musical temblor de pájaros. («Medita el ruiseñor, las penas son más bellas, y sobre la tristeza florece la sonrisa», escribió un día el propio Juan Ramón Jiménez). 

Los chiquillos comen a las doce y cenan a las siete. Se bañan antes de comer, y por la tarde, tras de la comida, hacen un poco de reposo. El resto del día, corriendo y jugando por el jardín. Maillots verdes y azules, caras soleadas, piernas infatigables sobre la arena. Cerca de ellos, la compañía afectuosa de Juan Ramón, de su esposa, de las amigas que les ayudan en la noble tarea. Palabras comprensibles para ellos, que vayan formando su sensibilidad y su inteligencia, que vayan siendo surco para el aprendizaje y la enseñanza de más tarde. Cerca de doce niños, esta labor se puede realizar eficazmente, con un resultado incomparablemente mejor que en una de esas enormes bandadas de chicos que hay en otras residencias. Esta ahora instalada por Juan Ramón Jiménez es como un hogar. Una casa de familia numerosa e improvisada, en que se puede conocer el nombre y el espíritu de cada uno de los niños. 

Sencillamente, silenciosamente, con esa honda sencillez y ese silencio luminoso que son toda su vida y toda su obra, ha creado Juan Ramón Jiménez esta residencia, alegre, bella e íntima. Sin gestos espectaculares, sin retórica. Mientras los chiquillos vuelven, en dos grupos, del jardín y empiezan a bañarse, cerca ya de las doce, el escritor va poniendo la mesa de los doce muchachos. Sobre el blanco mantel, la mano pálida del escritor pone el plato, el vaso, la cuchara, la servilleta. No puedo ver sin emoción la escena. Esa mano que lentamente, cuidadosamente, está preparando la mesa de doce chiquillos desvalidos, es la misma que trazó la emoción magistral de Platero y yo. 


J.M.A. 
Mundo Gráfico, 12 de agosto de 1936







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