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2862. Una estrella roja

Fotografía de Kati Horna


Las gotas de lluvia le parecía que tenían manos. Aparte de ellas, todo estaba dormido. "Cuarenta gramos de carbón". Los pesó y los echó en un bote. Sobre la mesa, con los papeles alegres de haber sido conservas de tomate, los botes iban recibiendo la carga. Botes recogidos por los hijos. Y oyó perfectamente la respiración de los niños que apenas traspasaba el aire del cuarto. Estaban muy cerca de él. Una mesa, una cama; sobre dos baúles, un colchón. Allí, los niños. En un marco desdorado, Bakunin; en otro, Elíseo Reclús. La ventana, muy chica, daba a unos aleros; pero él pensaba más que en todo esto en las bicicletas. "Las bicicletas se podrían tener fácilmente. Se necesitan bicicletas para llevar esto". Volvió a oír la respiración. Una respiración ensangrienta un cuarto. Se sabe que son hombres los que duermen, y aunque parezcan iguales, cuando despierten entrarán en la lucha de clases. Todos los niños, los ricos y los pobres, están durmiendo. A la pequeña le han salido sabañones. Todos los niños duermen a estas horas. ¡La Humanidad! Se cansó de enternecerse. ¡Bandidos! Sus hijos estaban bien aleccionados. "¿Tú qué eres?" "Comunista." "¿Y tú? " "Anarquista." Todos los niños llevan su destino como un huevo el pollito, aunque coman chocolate que les dan en el bar. Sus hijos serían revolucionarios y no otra cosa. Ya podrían fregar platos, servir salseras, apretar tornillos, desojarse en zurcir. Serian como una doble hoja gemela, servidores del pueblo. "Lo primero ante todo son los principios. No nos vamos a dejar aplastar como cucarachas".

Las macetas habían substituido a los botes. El había sido jardinero; ahora, por aquello que iba transformándose en justicia airada sobre la mesa, ya no podía seguir acariciando alelíes en las tardes de mayo; pero conocía bien la tierra, blanda, grasienta, acre, llena de pajillas de estiércol; tierra donde prendería hasta un fusil sí se sembrase. "La tierra sólo produciría fusiles si conociese la injusticia social". Sobre el baúl se alzaron rebullendo. Se levantó una manta. Sus hijos tendrían derecho a ver lo que él ya no vería. Irían a la Universidad libertaria. El futuro alumno se incorporó en el baúl.

—Padre, ¿dónde es donde los hombres mueren?

—De pie. Rodando por las calles, al subir al tren, en los ascensores de los palacios, en la Revolución.

No comprendía más que los accidentes. Cuando la muerte deja abierta por las calles sus trampas. Era necesario educar a los hijos en el valor. El heroísmo no crece sin estiércol, y allí en las mantas viejas había sembrado heroísmo.

 —Padre, ¿dónde están los traidores?

Se entendían.

—Padre, ¿han traído las cestas?

A los seis años se puede llevar una cesta al brazo sin que nadie sospeche. Un niño pobre puede llevar botellas de aceite, un trozo de jabón, bacalao. Hay que ser valientes.

—Mira, esto para los traidores que no dejan vivir a los hombres del trabajo.

Y cogió la cabeza del niño con la mano negra de pólvora y le refregó los hociquitos tibios.

 —Huele. Pólvora.

El no lo vería; pero ellos, si.

—Padre, los comunistas dijeron en el bar que los anarquistas creemos paparruchas.

—¡Dictadores!

La culpa la tenían los del bar. Se habían llevado la niña a fuerza de bombones. Le pusieron una corbata roja y aprendió a cantar. Bombones, cantos, corbatas rojas; la niña dijo en seguida: "Yo soy comunista". El padre bajó la cabeza: "Bueno, libertad".

Cuando se despertaba, con sus ocho años, ayudaba a la madre, daba su opinión sobre los huelguistas entre mondas de patatas ajadas. Repetía todo el día: "Frente rojo". Los del bar eran su inmediato ideal revolucionario. "¡Frente rojo!" El chico se volvió a arrimar a la chaqueta del padre.


María Teresa León
El Mono Azul núm. 5
Madrid, Jueves 24 de septiembre de 1936 











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