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2883. El teniente Manuel Alba Vilanova

También Valencia tiene su héroe popula. El teniente Manuel Alba, entre una lluvia de balas de los rebeldes, abrió al pueblo las puertas del cuartel de Caballeria.

La noche del sábado 

Son las últimas horas del sábado. Por la ciudad se ha extendido un rumor alarmante: la oficialidad de los cuarteles de Infantería y Caballería se ha sublevado. Un trajinar intenso de gente armada poblaba las calles. Frente a los dos cuarteles, que se hallan casi juntos, desembocan las Milicias, dispuestas ellas solas a cortar la rebelión, ya hace tiempo incubada en el seno de los dos regimientos, aunque sin arrestos de lanzarla a la calle.

Noche del sábado. Tableteo de ametralladoras y fusil. Las Milicias obreras, al pie. de la brecha, en la barricada, con armas de toda especie, resisten heroicamente el combate. Los disparos pespuntean extraños signos sobre el manto de la noche. Crece el diálogo de los fusiles frente a frente, al compás triste de las horas. Amanece. El sol mañanero hace guiños en la boca de los fusiles, que ya se debilitan. Y las puertas de los cuarteles se abren de par en par. La batalla la ganó el pueblo. 


Otro héroe 

Este alférez —hoy por méritos de guerra teniente—, don Manuel Alba Vilanova, es un hombre francote, simpático y bonachón. Hay todavía en su voz un temblor de emoción por el recuerdo de las horas vividas. Horas de angustia, de incertidumbre y de peligro; pero templadas  por un firme sentimiento republicano una exacta idea del deber. 

—Estuve acuartelado —me dice—  todo el tiempo que duró el movimiento. Mi vida estaba separada del resto de la oficialidad. Esta que era absolutamente enemiga del régimen republicano, me llenaba de amenazas porque conocían mi sentimiento liberal. Estuve a punto de ser fusilado, y creo que esto no se celebró por precipitarse los acontecimientos ocurridos. 

—¿Cuántos hombres había en el cuartel? 

—No recuerdo la cifra; pero de ellos desertaron casi la mitad de los soldados, porque sabían lo que se tramaba en el cuartel. Algunos de ellos escaparon arriesgando la vida. Otros estaban encerrados en los calabozos por negarse a secundar la obra de la oficialidad subversiva. Y por ser yo lo mismo que estos soldados estaba vigiladísimo. 

Momentos dramáticos 

—Al sonar las primeras descargas en el cuartel de Infantería, toda la oficialidad del de Caballería movilizó hombres y armamento, estableciendo dos ametralladoras en la pared fronteriza del edificio y disparando desde la terraza y por los enrejados de las puertas. Dominada la situación en Infantería, las Milicias, Guardia civil, fuerzas de Carabineros y de Asalto, acudieron frente a nuestro cuartel. Empezó la batalla. 

—Yo —y aquí el alférez habla emocionado—, que vi lo absurdo de la resistencia, que me percaté del número mero infinito de víctimas que caerían barridas por los reaccionarios, puesto que éstos disparaban resguardados por el edificio, y aquéllos, a pecho descubierto, no pudiendo contener en mi sangre el grito de protesta, levanté la voz, y a gritos les dije; «¿Pero no veis que es inútil resistir? ¡No disparéis un solo tiro contra el pueblo!. Pero vi que no me hacían caso. Es más: se me amenazó con matarme. Rápidamente cruzó por mi mente una idea, y con la misma rapidez la puse en práctica. De un salto me lancé, pistola en mano, a por las llaves de la verja que cierra el cuartel. Las cogí, y entre una lluvia de balas salí, dispuesto a morir o a salvar la vida de los que luchaban, como yo, por la República. Los minutos, segundos, mejor, que transcurrieron fueron para mí siglos. No llegó a tocarme una bala. Abrí las puertas de par en par, y mientras las Milicias del pueblo entraban triunfantes en el cuartel, los enemigos del régimen huían despavoridos. Trémulo, vacilante, amarillo de emoción, un viejo luchador se abrazó fuertemente a mí.  Por sus mejillas rodaban unas lágrimas. Cuando, después de unos minutos, entramos en el cuartel, los soldados habían sido libertados de su encierro, y juntos con el pueblo armado, alzaban el puño y vitoreaban a la República. ¡La victoria era nuestra!


Texto y fotografía: Vicente Vidal Corella

Mundo Gráfico, 26 de agosto de 1936







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