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2884. Desde el mirador de la Guerra. Viejas profecías de Juan de Mairena

Lo más terrible de la guerra que se avecina —habla Mairena un año antes de morir, hacia 1909— ha de ser de gran vacuidad de su retórica, y, sobre todo, las consecuencias literarias y artísticas que ella ha de tener una vez terminada. Los hombres saldrán algo idiotizados de las trincheras, preguntándose por qué han guerreado y para qué se guerrea. De un modo más o menos consciente, esta pregunta la hará el arte, el arte literario antes que ninguno —(¿para qué se escribe?, ¿para qué se pinta? y usted ¿para qué esculpe?)— y como no ha de saber responderse, el hombre de la post-guerra será un hombre estéticamente desorientado, y dará en el culto del infantilismo, del non sens, del primitivismo rezagado y, por ende, en la copia del arte de razas inferiores, donde acaso encuentre algún elemento fecundo, más nunca lo que él busca. Lo más característico de ese arte, será una total recusación de toda labor de continuidad. «Quien no sea capaz de poner una primera piedra, nada tiene que hacer en el arte». Y como las primeras piedras han sido puestas ya, se hará de las piedras un uso homicida, para tirárselas a la cabeza al primero que pase. Coincidirá todo ello con el auge del cinematógrafo, que es, estéticamente la inanidad misma, el cual, combinado con el fonógrafo, dará un producto estéticamente abominable. No basta moverse; hay que meter ruido.

Yo os aconsejo, amigos míos —sigue hablando Mairena a sus alumnos— que no perdáis la cabeza en esa baraúnda. Porque todo ello será el resultado de una guerra vacía de sentido, o cuyo sentido no habrán alcanzado a comprender la inmensa mayoría de los combatientes, de una guerra preludio de otra mucho más honda, complicada y significativa, que vendrá más tarde. Y aunque todo ello sea estéticamente de escaso valor (nunca de valor nulo), no por eso carecerá de importancia, como tema de reflexión desde otros puntos de mira.

Habrá que reparar en cuan grande ha de ser el resentimiento, y cuan hondo el odió contra la tradición y contra la continuidad histórica de tantos miles de hombres que habrán visto inmoladas, segadas materialmente generaciones enteras en el gran choque de las plutocracias occidentales, cuántos los llevados en alas de una retórica rezagada a una guerra implacable, para defender el predominio del capital que los esclaviza y la forma de convivencia humana que sacrifica al individuo a la estadística. Como una reacción contra la retórica pre-bélica, aparecerá el absurdismo post-bélico, con sus piruetas más o menos macabras, sus futuristas iconoclastas, sus incendiarios de museos... 

Los millones de hombres sacrificados al terrible Moloch de la guerra, despertarán en el alma resentida de los supervivientes una profunda comente maltusiana, que bien pudiera acusarse en la literatura por una defensa más o menos embozada del uranismo y que difícilmente podrá ser compensada por el culto, en verdad gedeónico, al heroísmo anónimo del soldado desconocido. El «¿para qué engendra usted, señor mío?» y el «usted señora ¿para qué da a luz?», serán preguntas post-bélicas mucho menos carentes de sentido que las supradichas (¿para qué escribe?, etc.) y aunque no se formulen de un modo explícito, determinarán la conducta de los hombres y de las mujeres, que en las grandes ciudades se entreguen al abuso de las voluptuosidades infecundas, y a la exaltación del dandysmo prebélico, agravado por la desconcertada ñoñez post-guerrera. 

Yo os aconsejo que os dediquéis a meditar sobre las múltiples manifestaciones de ese arte como fenómenos sociales post-bélicos. Ello no es más que un punto de vista para atisbar un aspecto del problema estético. Enfundad vuestras liras y consagraos a la filosofía, quiero decir a la reflexión, porque la tradición filosófica, menos de superficie que la literaria, no se habrá interrumpido. La continuidad histórica, en el fondo, tampoco. 

Las grandes potencias habrán chocado como carneros —Mairena habla siempre en 1909— o como ciervos enfierecidos hasta partirse el frontal. Pero un pueblo, entre tanto, habrá tenido una ocurrencia genial, de esas que, una vez realizadas, recuerdan la experiencia entre ingenua y cazurra del huevo de Colón. 

Para combatir el imperialismo, es decir, las ambiciones desmedidas y forzosamente homicidas de las plutocracias, empecemos por arrojar nuestro imperio a la espuerta de la basura. Después, con las armas en la mano, las armas que ese imperio nos obligó a empuñar para que le sirviéramos, vamos a servirnos a nosotros mismos y de paso, a la humanidad entera, proclamando nuestra voluntad de estructurar y de construir un orden social más en armonía con nuestras fatalidades y con nuestra libertad, con nuestras necesidades y con nuestras aspiraciones. Desde entonces se habrá iniciado el ocaso, no precisamente de las revoluciones, si no, por el contrario, de las guerras imperiales y nacionalistas, porque toda guerra estará ya más o menos complicada con la Revolución.

En el camino de estas nuevas guerras, menos catastróficas, pero desde luego menos vacías —lanzas contra escudos— en que todo el mundo va a saber por qué y para qué se lucha y hasta para qué se engendra, el arte tomará una actitud profundamente humana. ¿Surgirá un arte nuevo? Esa pregunta, sobradamente inepta, carecerá de sentido. Porque lo primero que ha de borrarse con una esponja empapada en la vieja sangre de los hombres, es el prurito de discontinuidad y de creación ex-nihilo que se engendró en una post-guerra embrutecida y desorientada.


Antonio Machado
La Vanguardia, 24 de agosto de 1938











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