Lo Último

2895. El largo viaje




El largo viaje había llegado a su término.

Como si procedieran del otro lado del mundo.

—Ahora sí, venga, que papá nos estará esperando. —Era la orden de puesta en marcha.

El hombre de la mirada huidiza y la gorra calada hasta las cejas fue el primero en recoger la vieja maleta atada con una cuerda, y enfilar hacia la puerta de salida. La mujer de los ojos enrojecidos y el semblante pálido cargó sin ayuda las dos enormes bolsas formadas por hatos de ropa. La pareja estrechamente unida y temerosa se ocupó de dos maletas y un cesto cubierto por una mantita raída. El quinto de rostro enjuto, en cambio, se acercó a ellos. Había deslizado no pocas miradas en dirección a Fuensanta y Úrsula antes de decantarse por la primera, la mayor, ya muy mujer.

Mucho.

—¿Puedo ayudarlas?

—No, gracias. Somos cuatro. Podemos con todo.

—Como quieran.

Una última mirada. Fuensanta apartó los ojos. Barcos en la noche. Era la más alta, así que se ocupó de bajar las tres maletas y los dos hatillos de la parte de arriba. Para cuando enfilaron el pasillo, el quinto ya no se encontraba a la vista y el vagón se estaba vaciando.

—Cuidado, no les des golpes, no sea que se abran y se desparrame todo por el suelo —le dijo Carmen a su hijo.

—Yo cargo ésta, que es la que más pesa —se ofreció Úrsula.

—Deja, ya la llevo yo. Tú coge la otra y este hatillo —decidió Fuensanta.

Llegaron a la plataforma, descendieron los tres escalones y pusieron su primer pie en tierra. La Estación de Francia era inmensa, bulliciosa. Olía a trenes y vida. Olía a máquinas y tiempo.

Allí, en alguna parte, tras los andenes, estaría Antonio.

Cuatro años.

Otra vida perdida.

Carmen elevó la cabeza, como si pudiera verlo de buenas a primeras. Fuensanta se dio cuenta de ello y la imitó. Úrsula y Salvador, en cambio, contemplaban la estación, el alto techo, los contornos de su primera Barcelona, asimilando toda aquella descarga de energía brutal que nunca olvidarían.

Carmen tomó una vez más el mando.

—No os separéis, ¿eh?

Caminaron unos metros, no demasiados.

La pareja de hombres, serios, trajeados, salió de alguna parte.

Ni siquiera se dieron cuenta de nada hasta que uno les cortó el paso y el otro levantó la solapa de su chaqueta para mostrarles el distintivo.

—Papeles.

—¿Cómo dice?
—Papeles.

—Mi marido está…

—Señora, papeles. —El tono fue cortante.

Seco.

—Perdone.

Tuvo que agacharse, desanudar su hatillo, revolver por entre las dos cajas de recuerdos, lo más indispensable, porque el resto se había quedado atrás. Cuando se levantó les entregó toda la documentación que llevaban encima. Incluido el libro de familia.

—¿De dónde vienen?

—De Murcia.

—¿De qué parte?

—De Isla Plana. Bueno, de Mazarrón, aunque yo nací en…

—¿Y los salvoconductos?

—¿Cómo dice?

—¿Está sorda, señora? Los salvoconductos.

—No tengo nada más que eso. —Señaló lo que acababa de entregarle.

—Entonces tienen que acompañarnos. —El hombre le puso la mano en el brazo.

—¿Acompañarles? ¿Adónde?

—Ya lo verá.

La mano se convirtió en una zarpa. El otro hombre le puso la suya a Salvador en el hombro.

—Oiga, venimos a trabajar… —Carmen sintió que un enorme peso lastraba su cuerpo y convertía en inconexas sus palabras—. Mi marido y su primo nos han encontrado trabajo a mis hijas y a mí, porque el niño va a estudiar. Si me dejan ir a buscarle… Él les contará… Tenemos casa. Tenemos donde ir… Por favor…

El hombre tiró de ella. Ya no la escuchaba.

—Tú vigila que no echen a correr —le dijo a su compañero.

—Mamá… —se asustó Salvador.

—¡Andando!

—No pueden hacer esto… ¿Qué es lo que pasa? ¿Adónde nos llevan?

—No sé a qué vienen todos aquí, por Dios, con una mano delante y otra atrás. —El hombre no parecía dirigirse a ella, sino hablar en voz alta—. Como les dé por hacerlo en masa…

—Venimos porque aquí hay trabajo —habló por primera vez Fuensanta—. Allí sólo hay hambre.

El primer hombre se detuvo. No soltó el brazo de Carmen. Se encaró con la muchacha y su rostro grave se convirtió en una máscara seca y endurecida.

—En esta España nadie se muere de hambre, niña.

Fue como si se lo escupiera a la cara, palabra por palabra.


Jorsi Serra i Fabra
Sombras en el tiempo, 2011










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