París, mayo de 1937. Manifestación contra la no-intervención en la Guerra de España |
Conviene
no escuchar demasiado los cantos de las sirenas, o mejor dicho conviene no
confundirlas con las voces leales. Porque los días se acercan de mayor peligro
para este vasto promontorio de Occidente, ancha cola o rabo, ya no del todo por
desollar, de la vieja Europa.
Por
las puertas de la traición han entrado nuestros enemigos, salvo aquellos que ya
estaban dentro, dedicados a franquearlas. En verdad, no faltaron Laocoontes que
denunciasen a tiempo lo que llevaba en el vientre el caballo de nuestra Troya
republicana. Acaso no gritaron bastante; la verdad es que no fueron oídos. A
costa de mucha sangre, saben hoy casi todos en qué consistía la faena de aquel
infatigable ensanchador de la base de nuestra República. Pero aquello es ya lo
irremediable, y aunque no conviene olvidarlo, fuerza es pensar en otras
traiciones más graves, que todavía puede reservarnos una mañana más o menos,
nunca demasiado, remoto. Por fortuna, los vigías están hoy en sus puestos; y
los oídos son hoy más finos que lo fueron entonces. Conviene no olvidar, sin
embargo, que toda vigilancia es poca, y que los gritos de alerta no son todavía
superfluos.
Conviene
desconfiar, con máxima desconfianza, de todos aquellos que, más allá del
Pirineo, nos hablan todavía de la no intervención en España, sobre
todo cuando simulan ignorar que la no intervención fue, desde un principio, una
groserísima cobertura del convenio entre cuatro gobiernos intervencionistas,
dos de los cuales eran auténticos invasores de España; los otros dos, sus
indirectos coadyuvantes, pues negaban a España sus más legítimos medios de
defensa.
Entre
esos simuladores, hay algunos un tanto arrepentidos de su conducta, no por el
daño que hicieron a España, sino por miedo a ser señalados entre los suyos como
desleales a su patria, porque vendían como política nacional una política de
clase. Entre ellos hay alguno que, no contento de contribuir al asesinato de
España, vendía a su nación, y además, a su clase. De ése, menos que de nadie,
hemos de contribuir nosotros a cohonestar la conducta. Toda nuestra gratitud,
en cambio, será poca para nuestros verdaderos amigos de Francia y de
Inglaterra, y para quienes, como el representante de la URSS, lucharon sin
tregua por entorpecer los manejos hipócritas, y revelar al mundo el cinismo y
mala fe de los cuatro gobiernos aludidos, a saber Inglaterra, Francia, Alemania
e Italia.
El
tiempo continúa su marcha inexorable -fugit irreparabile tempus-, y
del porvenir, la inagotable caja de sorpresas, hemos de confesar que sabemos
muy poco. No tan poco, sin embargo, que todo no sea absolutamente imprevisible:
también lo esperado puede saltar como la liebre, cuando menos se espera; la
caja de sorpresas nos reserva esa sorpresa más. España ha sido, en verdad,
consecuente consigo misma cuando, bajo un diluvio de iniquidades, ha adelantado
el pecho, para pasar el Ebro, y escribir a su margen la más gloriosa gesta de
su historia. Entre las viejas cuentas del astuto abogado de la City, ha surgido
esa cifra inesperada y desconcertante. Nosotros la esperábamos, aunque, al
producirse, nos asombre.
España
ha sido consecuente consigo misma, cuando el doctor Negrín la ha proclamado
como sustentadora de los valores éticos universales, cuando el doctor Negrín y
Álvarez del Vayo han exaltado en Ginebra --la hoy lamentable Ginebra, tantas
veces antaño patria y asilo de la libertad-- el gesto españolísimo, y han
sabido oponer la suprema hombría de bien al despotismo del fascio inverecundo y
a la suprema avilantez del fascio encubierto. España ha sido consecuente
consigo misma cuando, abrumados nosotros por la adversidad y en los momentos de
mayor angustia, nos ha hecho sentir el supremo orgullo de ser españoles. De
suerte que ya sabemos que no todo fue sorpresa en lo pasado, y sospechamos que
no todo ha de serlo en el futuro.
No
hemos tampoco de apartar nuestros ojos de las iniquidades previstas, porque la
mayor parte de todas tal vez se guisa ya en las cocinas de nuestros
adversarios. Fuera de España, en la brumosa Albión, hay alguien que no duerme,
porque, como Macbeth, ha asesinado un sueño, y no precisamente en su castillo
de Escocia, sino en el corazón de la City. Es de esperar que en la pendiente
del crimen y del miedo, también como Macbeth, no pueda detenerse. Por lo demás,
sus brujas lo engañarán con la verdad, hasta el fin. Tampoco él ha de creer en
el milagro del bosque semoviente, ni en el invulnerable ardimiento del hijo de
la loba... romana. No agotemos el símil. Él irá hasta el fin, el suyo, que no
lleva trazas de ser demasiado gallardo. Procuremos nosotros apartarnos de su
camino, mas sin quitarle ojo. Y, cuando gritemos, que se nos oiga más allá del
Atlántico.
Antonio Machado
La Vanguardia, 23 de octubre de 1938
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