Ocupación de la Iglesia del Carmen de Madrid, agosto de 1936 |
El trabajo en nuestra oficina estaba prácticamente
paralizado. La firma estaba enfrentada con el problema de continuar trabajando
en el vacío, o cerrar y correr el riesgo de incautación por uno de los comités
obreros. Porque, por aquel entonces, estos comités habían comenzado a
apoderarse de los negocios privados, fábricas y casas de vecinos en todos los
casos en que se sabía que los propietarios simpatizaban con las derechas, o
cuando los propietarios habían abandonado sus oficinas o sus edificios, bien
por ser realmente culpables de conspiración con los rebeldes o simplemente por
miedo. En estas emergencias, los empleados y los obreros formaron comités de
casa que continuaron el trabajo; pero otros comités se formaron también por los
sindicatos e impusieron su control sobre firmas cuyos propietarios eran sospechosos.
Este movimiento era un acto de autodefensa
contra un colapso económico. Pero se produjeron muchos casos de mala fe y de
puro robo, porque el sistema se desarrolló sin orden ni concierto. Sin embargo,
con todas sus faltas y todos sus errores, evitó que el hambre estallara en Madrid
en una semana y que surgiera un mercado negro.
Nuestro
jefe decidió que mantener el negocio, aun sin producir, era un mal menor. Al
mismo tiempo, parecía que la situación se iba a resolver por sí sola, por
razones ajenas a él: el mismo día 18, un empleado de la oficina desapareció,
sin que ni aun su propia familia supiera dónde estaba. Otros dos de los
empleados, que eran oficiales de la reserva, se presentaron en el Ministerio de
la Guerra y los destinaron fuera de Madrid. Nuestros dos empleados alemanes habían
desaparecido. Habíamos quedado tres hombres y cuatro mujeres, sin contar a
Carlitos, el botones, y a mí mismo. Acordamos que la oficina estaría abierta de
diez a doce. No había más dificultades, ya que el negocio de patentes nada
tenía que hacer con la guerra y su única mercancía eran papeles, una cosa que
no tenía interés para ninguno de los grupos obreros que se habían lanzado a
incautarse de negocios cuyos productos tenían un valor inmediato.
Mi hermano Rafael estaba al frente del
almacén de una gran casa de perfumería al por mayor. Su jefe era un autócrata inteligente
odiado por la totalidad del personal, y dentro de las veinticuatro horas
siguientes al asesinato de Calvo Sotelo cruzó la frontera con toda su familia.
El personal se hizo cargo del almacén, con el apoyo del Partido Comunista al
cual pertenecían la mayoría de los empleados, y trató de continuar el negocio
del que dependía su vida. Como me sobraba tiempo, iba a menudo allí y observaba
cómo se desarrollaba la nueva organización; pero lo mismo ocurría en centenares
de almacenes y tiendas de Madrid.
Simultáneamente, cada sindicato y cada
partido comenzó a organizar su propia milicia. Fue la época en que surgían batallones
de milicianos con nombres rimbombantes tomados de los cuadernos de novelas de
indios y cow-boys, tales como Los Leones Rojos o Las Águilas Negras.
Fue aquélla también la época de los
vales. Cada grupo, cada batallón, cada sindicato, hacía vales, les estampaba un
sello de caucho y los presentaba a canjear por artículos de comer o beber, de
uso personal o material de guerra.
Una mañana, dos milicianos, con el
fusil en bandolera y el pañuelo negro y rojo de los anarquistas atado al
cuello, se presentaron en el almacén de mi hermano y le alargaron, como encargado,
un vale que decía:
Vale
por:
5.000 máquinas de afeitar.
5.000 barras de jabón de afeitar.
100.000 hojas de afeitar (de buenas marcas).
5.000 botellas de agua colonia de marca.
10 damajuanas de cincuenta litros de agua
colonia para barberías.
1.000 kilos de jabón de tocador.
Mi hermano se negó a aceptar el vale:
—Lo siento, pero no os puedo dar lo que
pedís. Y a propósito, ¿para quién es todo esto?
—Puedes mirar el sello: para las
Milicias Anarquistas del Círculo de Bellas Artes... ¿Qué quieres tú decir, que
no nos vas a dar lo que pedimos? Bueno, eso es una broma.
—No hay bromas, compañeros. Un vale así
yo no lo acepto, como no lo autorice el Ministerio de la Guerra.
—Está bien. Entonces, vente con
nosotros.
El que en aquellos días le llevaran a
uno al Círculo de Bellas Artes suponía correr el riesgo de amanecer a la mañana
siguiente en la Casa de Campo con un tiro en la nuca. Los dos milicianos
estaban solos, mientras que en el almacén había hombres de sobra con una
pistola en el bolsillo. Mi hermano dijo a los dos milicianos que esperaran y
llamó por teléfono al Círculo de Bellas Artes. Allí no sabían nada del vale y
le pidieron a mi hermano que llevara a los dos milicianos al Círculo y el vale
con ellos. Los llevaron a la fuerza y resultó que los dos individuos habían
intentado un robo en gran escala. Los anarquistas los fusilaron aquella noche.
Pero los vales corrientes había que
aceptarlos, y comenzaron a amontonarse sobre la mesa de mi hermano papeles
mojados que nadie se hacía responsable de ellos. El único dinero que llegaba a
manos del cajero era el procedente de las órdenes escasas de los comerciantes
al por menor que seguían con su negocio y que, como ya no podían comprar a
crédito, mandaban un muchacho con el dinero en mano a comprar algún artículo
que no tenían en existencia y que alguien había pedido; alguien que también
hubiera entrado en la tienda con el dinero en la mano.
La comida comenzó a escasear de una
manera alarmante.
Y entonces ocurrió que los mismos
sindicatos y grupos que habían hecho obligatorio el aceptar sus vales, se
encontraron con que no podían rehusar el dar de comer a sus propios miembros.
Se habían hecho cargo de la mayoría de los hoteles, cafés y restaurantes de Madrid
y la única solución era, cuando un miembro del grupo quería una comida, darle
un vale en turno y mandarle a uno de los restaurantes. Pero a medida que sueldos
y jornales comenzaron a desaparecer, el vale de comida se convirtió en algo más
valioso aún que el dinero.
Al principio las gentes se apretaban en
las mesas lo mejor que podían, después las mesas se alinearon unas a otras en
largas hileras y se convirtieron en mesas comunales. Las gentes se iban sentando
a medida que llegaban, tratando de encontrar un sitio lo más cerca posible de
la puerta de la cocina para que la comida llegara aún caliente y no deshecha de
hundir el cazo en los grandes calderos. La comida se distribuía a la una en punto.
No se daba pan y algunos traían en su bolsillo panecillos o trozos de pan que a
veces cambiaban por cigarrillos, también escasos. Mientras duraba la comida, pasaba
una larga fila de mujeres y chiquillos con pucheros que recogían la comida para
las casas. El menú era, invariablemente, arroz, patatas y carne, cocidos
juntos, pero la ración era limitada.
Albacete
estaba en las manos del Gobierno, y como consecuencia las comunicaciones con
Valencia estaban aseguradas; Valencia volcaba sobre Madrid arroz y patatas, y
los sindicatos se hacían cargo de estos envíos, cada organización apoderándose
de cuanto podía y distribuyéndolo entre los restaurantes comunales que estaban
bajo su control. Como almacenes comenzaron a utilizarse las iglesias desiertas,
y el olor a cera e incienso se cambió pronto por el olor de tienda de
comestibles sucia que cada atrio echaba en bocanadas a la calle.
En la oficina de mi hermano el personal
se distribuía el dinero a partes iguales al fin de cada mes y los vales de comida
diariamente. Pero sus existencias de género desaparecían rápidamente y
comenzaron a desesperarse.
El Gobierno era impotente ante este
caos, porque no había un solo grupo que aceptara sus órdenes.
Los partidos políticos estaban
divididos en grupos locales y los sindicatos en grupos profesionales, así como
en grupos locales. Todos estos grupos centrales y derivados habían montado su
centro de alimentación comunal, con sus propios comedores, aprovisionamiento y
almacenes; y habían montado también su propio batallón de milicianos, su propia
policía, su propia prisión con sus ejecutores y su lugar especial para las
ejecuciones. Todos, con excepción de la UGT, hacían propaganda para atraer
nuevos miembros. Las paredes de Madrid estaban cubiertas de carteles: «¡Afíliate
a la CNT!». «¡Ingresa en el Partido Comunista!» «¡Incorpórate al POUM!» Los
republicanos, simplemente, no figuraban para nadie. La gente acudía en masa a
los centros de organización, se hacían introducir por uno o dos miembros y obtenían
un carnet.
Los verdaderos fascistas encontraron
útil este sistema. Eligieron los grupos que eran menos rigurosos en sus
exigencias e ingresaron en gran número. Algunos pagaron grandes sumas por
carnets con fecha de dos o tres años antes. Con todo este soporte, los
fascistas conducían sus propios coches y los usaban para salvar a sus amigos y
para matar a sus enemigos. Los criminales se acogieron al mismo procedimiento:
formaron su propia «policía» y se dedicaron con toda impunidad a robar y matar.
No había nadie seguro. Las embajadas y los consulados, después de amparar a sus
conciudadanos, comenzaron a recibir refugiados; algunos de estos representantes
diplomáticos lo convirtieron en una especie de negocio de hostelería en gran
escala y hasta llegaron a comprar casas para este fin.
Simultáneamente con todo este caos, miseria y cobardía, la otra cosa que estaba viva detrás de los retumbantes nombres de Los Leones Rojos y Las Águilas Negras comenzó a tomar forma. Se suprimieron las excursiones de milicianos a la Sierra y se comenzaron a establecer posiciones en las montañas. Oficiales leales se lanzaron a la tarea de construir un ejército. Cada grupo podía crear los batallones que quisiera, pero las armas, las pocas armas que existían, estaban ahora en las manos del Ministerio de la Guerra; se distribuían a las milicias voluntarias, pero, en cambio, éstas tenían que aceptar el mando del Ministerio de la Guerra si querían existir. Y al mismo tiempo, los partidos y los sindicatos entablaron una competencia para mostrarse unos a otros como modelos de disciplina y de valor.
Simultáneamente con todo este caos, miseria y cobardía, la otra cosa que estaba viva detrás de los retumbantes nombres de Los Leones Rojos y Las Águilas Negras comenzó a tomar forma. Se suprimieron las excursiones de milicianos a la Sierra y se comenzaron a establecer posiciones en las montañas. Oficiales leales se lanzaron a la tarea de construir un ejército. Cada grupo podía crear los batallones que quisiera, pero las armas, las pocas armas que existían, estaban ahora en las manos del Ministerio de la Guerra; se distribuían a las milicias voluntarias, pero, en cambio, éstas tenían que aceptar el mando del Ministerio de la Guerra si querían existir. Y al mismo tiempo, los partidos y los sindicatos entablaron una competencia para mostrarse unos a otros como modelos de disciplina y de valor.
El ejército rebelde, a las órdenes del
general Mola, fue rechazado más allá de Villalba; se reconquistó Toledo; se
atacó Zaragoza a través de la provincia de Huesca; se hizo un desembarco en
Baleares y se llevó a cabo un ataque por sorpresa sobre la misma Ceuta. Pero
aunque había entusiasmo de sobra, aún no existía cohesión. El orgullo de cada
partido parecía mucho más fuerte que el sentimiento de defensa común. La victoria
de un batallón anarquista se restregaba en la cara de los comunistas, y la
victoria de una unidad comunista se lamentaba y desvirtuaba por los otros. La derrota
de un batallón se volvía en ridículo para el grupo político a que pertenecía.
Hasta cierto punto esto fortalecía el espíritu de lucha de las unidades aisladas,
pero también creaba un semillero de resentimiento mutuo que perjudicaba las
operaciones militares en su conjunto y anulaba un mando unificado.
Me había ido a ver a Antonio, el
comunista, y a Rubiera, el socialista. Le dije a Antonio que quería trabajar
pero que no quería ingresar en la milicia del Partido; y los líderes de la
Unión de Empleados me dijeron que les podía ayudar en la organización del
batallón de empleados. En desesperación, acepté la tarea. Dudaba mucho de la respuesta
de los trabajadores de cuello planchado.
Nos dieron una casa del barrio de
Salamanca que había sido requisada y que tenía un campo de tenis donde se podía
instruir a cincuenta voluntarios a la vez. La instrucción teórica la dábamos en
el inmenso hall todo en mármol,
sostenido por pretenciosas columnas dóricas, en el cual habíamos alineado bancos
de una escuela cercana, junto con la tarima del profesor, un encerado y un mapa
de España enormes... El Ministerio de la Guerra nos dio dos docenas de fusiles
y un cargador para cada fusil.
Formé los primeros en un pelotón en el
campo de tenis y comencé a explicarles el manejo del fusil. Ante mí tenía una doble
fila de caras anémicas surgiendo de cuellos planchados, aquí y allá una cabeza
burda en lo alto de un blusón de dril o de la guerrera de una librea. La
mayoría de los voluntarios eran empleados, pero había algunos ordenanzas y
mozos. Unos eran demasiado jóvenes y otros demasiado viejos. Muchos tenían
gafas que les hacían brillar los ojos y sus caras aparecían nerviosas.
Después de los dos primeros minutos de
instrucción, uno de los reclutas salió de la fila y dijo:
—Bueno, mira, todo eso que estás contando
son historias. Lo único que necesitamos saber es cómo se tira con un fusil y,
luego, que nos den el fusil y nos digan dónde hay que ir. Aquí no hemos venido
a jugar a los soldados como en el cuartel.
Suspendí la instrucción y los llevé a
todos al hall. Me subí a la
plataforma:
—Bueno, mirad. Todos queréis un fusil y
todos queréis ir al frente para empezar a dispararlo cuanto antes y matar fascistas.
Pero ninguno queréis aprender un poco de instrucción militar. Muy bien, vamos a
suponer que ahora mismo os doy un fusil a cada uno, os meto en un par de
camiones y os planto en un pico de la Sierra, enfrente del ejército de Mola,
con sus oficiales y sargentos que están acostumbrados a mandar y con sus soldados
que están acostumbrados a obedecer órdenes y que saben lo que cada orden
significa. ¿Qué haríais? Supongo que cada uno comenzaría a pegar tiros y
manejárselas como mejor le pareciera. ¿Es que creéis que los hombres con
quienes os vais a enfrentar son conejos? Y aun suponiendo que fuerais a cazar
conejos, no me vais a negar que para ir una partida de diez o doce, es
necesario saber lo que se hace para no acabar matándose unos a otros.
Volvimos al campo de tenis y
continuamos la instrucción. Pero las interrupciones eran constantes:
—Estamos perdiendo el tiempo -exclamaba
uno-, todos sabemos cómo tirarse al suelo cuando hace falta.
Ocurría lo mismo con cada nueva tanda
de voluntarios. A pesar de todo, poco a poco comenzó a formarse una unidad,
aunque aún no teníamos más que las dos docenas de rifles que pasaban de pelotón
a pelotón. Fue el principio del batallón La Pluma.
Durante aquellos días, Ángel,
prácticamente, vivía en mi piso. Desde que se marchó su mujer, ayudaba a
Aurelia en la casa, con los chicos o con la compra, igual que lo había hecho en
las primeras semanas. Conocía tanta gente en el barrio, en el que había nacido y
vivido, que siempre encontraba algo para comer. Un día apareció empujando un
carrito de mano con dos sacos de patatas y seguido por una cola de mujeres. Se
paró a la puerta de casa y comenzó a gritar:
—Ponerse en cola, ¡todas!
Las mujeres se alinearon obedientes y
Ángel sacó, como por arte de magia, un peso:
—Ahora, un kilo para cada una y ¡tener
cuidado vosotras de que nadie se meta dos veces en la cola!
Cuando desaparecieron las patatas del
primer saco, Ángel abrió el segundo y miró a lo largo de la interminable cola:
—Bueno, muchachas, a mí también me
hacen falta patatas. Éstas son para mí. -Pesó diez kilos y los puso en el
primer saco. -Y ahora, vamos a terminar las que quedan, hasta donde lleguen.
Ángel se iba por las patatas al mercado
de los Mataderos, donde se descargaban los trenes de aprovisionamiento. Con su
charla viva, se hizo amigo de los encargados de distribuir las patatas a los
verduleros establecidos.
—Yo también soy un verdulero, aunque
venda en la calle -decía.
Era con lo que se ganaba la vida, y la
gente de Lavapiés tenía también derecho a comer patatas.
—Mira, compañero. Ahora mismo le estás
dando patatas a un frutero del barrio de Salamanca para que pueda dar de comer
a los señoritos y a los fascistas; y a mí, ¿no me vas a dar dos sacos?
Un día, los anarquistas en la calle de
la Encomienda intentaron apoderarse de los dos sacos de patatas, pero las
mujeres se amotinaron contra ellos y el final fue que Ángel obtuvo la protección
de los anarquistas.
Después llegaron los días en que ni aun
Ángel encontraba patatas, por la sencilla razón de que no llegaban más patatas
a Madrid. Aurelia se llevó un día los niños a casa de sus padres para quedarse
allí. Cuando iba a salir de casa, sin saber qué hacer, Ángel me dijo:
—Si quiere usted, véngase conmigo a
casa.
Le acompañé a la calle de Jesús y
María. La calle empieza en la plaza del Progreso, con una serie de casas para
gente algo acomodada y en los primeros cincuenta metros sus habitantes son pequeños
comerciantes, altos empleados y obreros especializados. En toda esta extensión
la calle está pavimentada con adoquines de pórfido perfectamente colocados;
pero allí termina y cambia su fisonomía: el empedrado se convierte en canto redondo,
las casas son escuálidas y raquíticas y la gente que vive allí son simples jornaleros
y prostitutas de lo más bajo. Las mujeres se pasan el día en el umbral de las
puertas llamando a los transeúntes y llenando la calle con sus querellas frecuentes.
Ángel vivía en el piso bajo en una
pequeña casa de vecinos, incrustada entre los prostíbulos. Su piso era una
simple habitación grande y destartalada, convertida en comedor, alcoba y cocina
por unos simples tabiques de panderete. En la alcoba no había más que una cama
de matrimonio y una mesilla de noche; el comedor estaba idénticamente desnudo;
la cocina tenía el tamaño de la alcoba. La luz y el aire entraban allí a través
de la puerta y de una ventana enrejada, ambas abiertas a un patio de cuatro
metros cuadrados, en el que había un retrete para los dos inquilinos del piso y
bajo una fuente para todos los inquilinos de la casa. El cuarto, abandonado
ahora, olía a moho y orines. Esperé, mientras Ángel se cambiaba de ropa en la
alcoba.
De pronto, una explosión bamboleó la
casa. Ángel salió peleándose con la americana. Fuera, en la calle, sonaban
alaridos y carreras de gentes que huían despavoridas. A unos cuantos metros de
la casa, varias mujeres yacían en el suelo gritando. Una de ellas se arrastraba
sobre un vientre del que desbordaban las entrañas. Las paredes de las casas y
los adoquines de la calle estaban salpicados de sangre. Ahora, todos corríamos
hacia los caídos.
En el último edificio de la parte ancha
de la calle había una clínica de la Gota de Leche, para asistir a las embarazadas.
A aquella hora había una larga cola de mujeres, muchas de ellas llevando un
niño, que esperaban la distribución diaria de leche. Unos metros más abajo, las
prostitutas ejercitaban el comercio. Una bomba había caído en medio de la calle
y sus cascos habían rociado por igual a las embarazadas y a las prostitutas.
Una mujer se enderezó sobre un muñón sangriento que había sido un brazo, dio un
grito y se dejó caer pesadamente. Inmediato a mí había un montón revuelto de
faldas y enaguas, entre las que sobresalía una pierna doblada en un ángulo
absurdo sobre el vientre hinchado. Se me fue la cabeza y me puse a vomitar en
medio de la calle. Un miliciano al lado mío blasfemó y comenzó a vomitar;
comenzó a temblar y estalló de pronto en carcajadas. Alguien me dio un vaso
lleno de coñac que bebí automáticamente. Ángel había desaparecido. Ahora algunos
hombres se afanaban en recoger a los heridos y los muertos y meterlos a toda
prisa en la clínica. Un hombre asomó la cabeza en la puerta de la clínica, una
cabeza de pelo blanco y gafas sobre una blusa blanca roja de sangre, pateó y
gritó:
—¡No hay sitio para más! ¡Llevarlos a
la calle de la Encomienda!
De la plaza del Progreso llegaban
también gritos. Ángel estaba a mi lado sin que yo supiera de dónde había
surgido, con el traje y las manos manchados de sangre.
—¡En la plaza del Progreso ha caído
otra bomba!
Llegaban grupos de gente corriendo
calle abajo en franca huida, y pares de hombres llevando entre ellos un cuerpo,
y mujeres con un chico en brazos gritando y llorando. No veía más que brazos y
piernas y manchas de sangre en remolinos y la calle giraba ante mis ojos.
—¡A Encomienda, a Encomienda! ¡Allí han
tirado otra!
El remolino de brazos y piernas,
envuelto en gritos, desapareció por la calle de la Esgrima.
Volvimos a la casa de Ángel y nos
lavamos. Ángel se mudó otra vez. Cuando salimos de la casa, los vecinos nos
contaron que un aeroplano había volado bajo sobre Madrid desde el sur al norte,
regando de bombas el camino. Había dejado un rastro de sangre desde la Puerta
de Toledo a Cuatro Caminos. Por accidente o porque el piloto se guiara él mismo
por los espacios abiertos entre las calles, la mayoría de las bombas habían caído
en las plazas públicas y muchos chiquillos habían sido las víctimas.
Esto fue el 7 de agosto de 1936.
Aquella tarde y aquella noche, los fascistas recomenzaron a disparar desde
balcones y buhardillas. Se hicieron centenares de detenciones y aquella noche
se ejecutó en masa a los sospechosos.
Cuando fui a casa por la tarde me
encontré una llamada de Antonio. El radio estaba organizando piquetes para
pintar aquella misma noche todos los faroles con color azul y organizar la
supresión de luces que pudieran servir de guía a los aviones. Fuimos los tres,
Rafael, Ángel y yo. Trabajábamos en pequeños grupos, cada grupo protegido por
dos milicianos armados; pero era casi imposible organizar la supresión de luces
en Madrid en el mes de agosto. Las casas cerradas eran asfixiantes y en los lugares
públicos era imposible estar con los cierres echados. Hubo que llegar a un
compromiso. Las habitaciones con balcón o ventana se quedarían a oscuras y las
únicas habitaciones alumbradas serían las interiores, y esto sólo con velas.
Las gentes se echaron a la calle como todas las noches, pero eran casi invisibles
en la oscuridad, masas negras sin forma, de las que salían voces y a intervalos
las chispas cegadoras de un encendedor, o la brasa roja de un cigarrillo que
delineaba un grupo de cabezas.
Llegaron algunos camiones llevando milicianos
procedentes de la Sierra y del frente de Toledo y lanzaron sus faros sobre la
multitud; las gentes aparecían lívidas y como desnudas. Se alzó un grito
unánime:
—¡Apagad los faros! -Chirriaron los
frenos y los camiones descendieron despacio entre el ruido de sillas
arrastradas y algunos botijos rotos. La luz roja de la trasera de los camiones
brillaba como ojos malignos inyectados de sangre. En la oscuridad parecía como
si monstruos de pesadilla se deslizaran, prontos a saltar.
A medianoche todo el barrio estaba
sumergido en completa oscuridad. En la calle de la Primavera nos detuvimos bajo
un farol que había sido olvidado. Uno de nosotros gateó, mientras otro le
alargaba una brocha empapada en azul. Sonó un disparo y una bala se estrelló
contra la pared detrás del farol. Alguien había disparado contra nosotros desde
una de las casas de enfrente. Los que tomaban el fresco en la calle se retiraron
a toda prisa al abrigo de los portales. Hicimos salir a todos los inquilinos de
las cuatro casas de donde el disparo podía haber salido. El portero y los vecinos
los iban identificando. Separamos de los otros los que habían estado en la
calle y comenzaron a registrar cada piso. Todos los inquilinos querían venir y
acompañarnos a sus casas; todos querían aparecer inocentes y al mismo tiempo
tenían miedo de que cualquier extraño se hubiera refugiado en su domicilio.
Buscamos a través de buhardillas y de desvanes llenos de telarañas y muebles
viejos, subimos y bajamos escaleras, nos llenamos de polvo y suciedad, nos golpeamos
contra vigas o nos hicimos rotos con viejos clavos. A las cuatro habíamos
terminado; estábamos sucios y dormidos, era de día y no habíamos encontrado el
«paco». Alguien trajo una jarra llena de café hirviendo y una botella de
aguardiente. Bebimos con ansia.
Uno de ellos dijo:
—Este pájaro ha salvado el pellejo.
Como si fuera una respuesta, Ángel
exclamó:
—Vámonos a Mataderos a ver los que han
liquidado esta noche.
Al principio me negué a ir, pero de
pronto accedí. Era más fácil. Le di a Ángel un puñetazo en el costado y le
dije:
—Eres un animal, sobre todo después de
las escenas de ayer.
—Precisamente. Vamos, y se le va a
quitar el amargor de boca de los chiquillos despanzurrados ayer. ¿Se acuerda
usted de la mujer preñada con la pierna doblada sobre el ombligo? Pues aún estaba
viva y parió en la clínica. Después se murió. Parió un chico. Y ahora nadie la
conoce en el barrio, ni saben quién es...
Las ejecuciones habían atraído mucho
más público del que yo hubiera imaginado. Había familias enteras con sus
chicos, excitados y aún llenos de sueño. Milicianos cogidos del brazo de muchachas,
novias o mujeres, y bandadas de chiquillos. Todos yendo Paseo de las Delicias
abajo, todos en la misma dirección. A la entrada del mercado y de los
Mataderos, en la Glorieta, se agolpaba un verdadero gentío. Mientras carros y camiones
cargados de legumbres iban y venían, piquetes de milicianos se mezclaban con
los curiosos y pedían la documentación a quien se les antojaba.
Detrás de los Mataderos había una larga
pared de ladrillo y una avenida con arbolillos resecos, no agarrados aún en la
tierra arenosa, bajo el sol despiadado. La avenida corría a lo largo del río y
el paisaje era árido y frío con la desnudez del canal de cemento, de la arena y
de los parches de hierba seca, amarilla.
Los cadáveres yacían entre los
arbolillos. Los curiosos iban de uno a otro y hacían observaciones humorísticas;
un comentario piadoso hubiera provocado sospechas.
Había esperado los cadáveres y su vista
no me impresionó. Había unos veinte, ninguno profanado. Había visto cosas peores
en Marruecos y el día antes. Pero me impresionó terriblemente la brutalidad
colectiva y la cobardía de los espectadores.
Llegaron los camiones de la limpieza
del Ayuntamiento de Madrid que venían a recoger los cuerpos. Uno de los
chóferes dijo:
-Ahora vamos a regar esto y lo vamos a
dejar como la patena para el baile de esta noche. -Se echó a reír, pero sonaba
a miedo.
Alguien nos dejó montar en un coche
hasta Antón Martín y nos fuimos a desayunar al bar de Emiliano. Sebastián, el
portero del número siete, estaba allí con un fusil arrimado a la pared.
Cuando nos vio, dejó el vaso de café
sobre el platillo y comenzó a explicar con gestos extravagantes:
—¡Vaya una noche! Estoy reventado.
¡Once me he cargado hoy! Ángel le preguntó:
—¿Qué has estado haciendo? ¿De dónde
vienes?
—De la Pradera de San Isidro. He estado
allí con los compañeros del sindicato y nos hemos llevado unos cuantos
fascistas con nosotros. Luego han venido otros amigos de otros grupos y les hemos
echado una mano para acabar antes. Creo que hemos suprimido más de ciento esta
vez.
Se me contrajo la boca del estómago.
Aquí había alguien a quien yo conocía casi desde que era niño. Le conocía como
un hombre alegre y trabajador, enamorado de sus chiquillos y de los chiquillos
de los demás; seguramente un poco rudo, con pocas luces, pero honrado y decente.
Y aquí estaba convertido en un asesino.
—Pero, Sebastián, ¿quién le ha metido a
usted en semejante cosa? -Empleé intencionalmente el «usted» en lugar del «tú»
que todos usábamos.
Me miró con los ojos llenos de
vergüenza:
—Pues, mire usted, don Arturo... -no se
atrevió a hablarme como me había hablado durante veinte años-, no va usted a
empezar con sentimentalidades. Al menos así lo espero. Tenemos que acabar con
todos esos cerdos fascistas.
—No es eso lo que le pregunto,
Sebastián. Lo que le pregunto es ¿quién lo ha metido a hacer esas cosas?
—Nadie.
—Entonces, ¿por qué las está usted
haciendo?
—Bueno, alguien tiene que hacerlas,
¿no? No dije nada, y comenzó a tartamudear:
—La verdad es... la verdad es, para
decirle la verdad en confianza, es así: ¿usted sabe? Hace un año o cosa así,
eché a trabajar con una recomendación de la CEDA que me había dado el casero. Y
como después de las elecciones de febrero ya no me hacía falta la recomendación,
pues volví al sindicato, claro. Los compañeros todos me tomaban el pelo porque
había pertenecido a la CEDA, y decían que me había vuelto un reaccionario y
otras cosas. Y así, un día, pues se llevaban a unos fascistas para darles el
paseo y fue uno y dijo: «Tú, Sebastián, tú que siempre andas hablando de matar
fascistas, vente con nosotros, ahora tienes la ocasión». Y se puede usted imaginar
el resto, estaba entre la espada y la pared, porque era lo uno o lo otro, o yo me
cargaba a uno de esos pobres diablos o los compañeros se me echaban encima y a
lo mejor me daban el paseo a mí. Desde entonces he seguido yendo y cuando hay
algo que hacer, pues me avisan... -Se interrumpió, se quedó pensativo y movió
la cabeza lentamente-: Lo peor de todo, sabe usted, es que acaba uno tomándole
gusto.
Se quedó callado, con la cabeza gacha.
Era repugnante y lastimoso. El hermano de Emiliano se bebió de un golpe un vaso
de coñac y blasfemó. Yo solté otra palabrota.
Después
dije:
—Sebastián, le he conocido toda mi vida
y siempre me ha merecido usted respeto. Pero ahora le digo, y puede denunciarme
si quiere, que en mi vida volveré a cruzar la palabra con usted.
Sebastián levantó los ojos de un perro
azotado, llenos de agua. El hermano de Emiliano blasfemó de nuevo y estrelló el
vaso de coñac contra el mostrador:
—¡A la calle! ¡Fuera de aquí!
Se marchó trompicando, los hombros
hundidos. Ninguno volvió a verle más. Días más tarde supimos que se había ido
al frente. Le mataron de un balazo, en una buhardilla, frente al Alcázar de Toledo.
Aquella misma mañana, hacia las once,
vino a verme a la oficina una mujer de media edad, enlutada. Venía llorosa y
agitada:
—Soy la hermana de don Pedro. Le han
arrestado esta mañana. He venido a verle a usted, porque me ha dicho que
tratara de verle si le pasaba algo... No sé dónde le han llevado. Lo único que
sé es que los hombres que vinieron por él eran comunistas y se lo llevaron en
un coche.
Me fui a ver a Antonio y le expliqué el
caso. Me dijo:
—Si yo estuviera en tu pellejo, no me
metería en ese asunto. Por lo que tú me cuentas es un derechista, y todo el
mundo lo sabe. Así que ni Dios le puede ayudar.
—Mira, si no se le puede salvar, mala
suerte, pero hay que intentarlo, y me tienes que ayudar tú.
—Te ayudaré a encontrarlo si es verdad
que le han detenido los nuestros, pero yo no me meto en nada más. Tengo ya
bastantes quebraderos con esa cuestión.
Encontramos en qué tribunal estaba don
Pedro y nos fuimos allí juntos. Nos dejaron ver la denuncia. Quien la hubiera
escrito, conocía el ministerio bien; describía en gran detalle cómo don Pedro
había obrado el día del asesinato de Calvo Sotelo, explicaba su religiosidad y
que tenía una capilla en su casa y terminaba afirmando que allí había un cura
escondido. Después agregaba, como una posdata, que era un hombre rico y que
poseía una colección de monedas que valía mucho dinero.
—Como ves, camarada, no hay nada que
hacer. Todo esto es verdad -me dijo el que me había enseñado los papeles-. Mañana
le damos el paseo.
Tomé una bocanada honda de aire y dije:
—Le acusáis de pertenecer a las
derechas. Es verdad. Es verdad también que es un católico ferviente y un hombre
rico, si es que esto es delito, y que tiene una colección de monedas de oro. Pero
nada de esto creo que es un crimen.
—No lo es. Sabemos que el fulano que le
ha denunciado es un hijo de mala madre y que ha puesto eso de la colección para
hacernos ir por él. Pero no te apures. Le podremos dar un paseo, pero no somos
ladrones.
—Lo sé, y si no, no estaría trabajando
con vosotros. Pero entonces, como ves, lo único que queda en la denuncia es la
historia de que tiene un cura oculto en su casa. No me extraña. Le creo capaz
de esconderme a mí si los fascistas anduvieran buscándome. Pero dime, ¿es que
el cura ese está mezclado en la rebelión?
—¡Puah! No lo creo. Es un cura de San
Ginés que le ha dado pánico y se ha metido en un agujero como un conejo, pero
no creo que el hombre valga ya para nada, tiene más de setenta años y no puede
con la sotana.
—Entonces tienes que admitir que no era
ningún crimen esconderle. Y ahora voy a contarte yo otra cosa que ese hombre, a
quien vais a dar el paseo, ha hecho. -Y le conté la historia de don Pedro y el
muchacho tísico-. Como ves, sería un crimen fusilar a un hombre semejante -terminé.
A
don Pedro le pusieron en libertad aquella tarde. Me fui a ver a Antonio para
decírselo.
—Lo sabía ya. Y tú no puedes figurarte
las cosas que me han preguntado sobre ti. Tampoco parece que han podido
encontrar nada contra el viejo y le han soltado. Es una lástima que no podamos
investigar cada caso así, pero es imposible, ¡créeme!
Se calló y después de un largo silencio
dijo:
—¿Tú sabes que yo actúo como defensor
en uno de esos tribunales? Vente conmigo esta tarde como si fueras un testigo.
Tenemos media docena de casos para resolver hoy. Personalmente, yo creo que el
Gobierno debía tener la mano en todo esto. El día de las bombas no hubo ni
tribunales, se fusiló a todos los que se detuvo. No había quien escuchara
razones. Lo mismo que pasó en Badajoz cuando cogieron los fascistas y fusilaron
en la plaza de toros a todo el que cogieron. Antes todavía se podían arreglar
algunos casos, pero se va haciendo más difícil cada día. Lo peor de este trabajo
que yo he cogido es que a la larga empiezan a sospechar de ti por defender a
los otros y tratar de que las cosas se hagan decentemente. Al final, creo que
no voy a ir, y allá hagan ellos lo que les dé la gana.
Me llevó a una de las iglesias más
populares de Madrid, que se había convertido en una prisión y un tribunal. El
tribunal se había instalado en la rectoría y la prisión en la cripta. La
iglesia se abría a una calle estrecha y sucia, pero la rectoría, a espaldas de
la iglesia, estaba embebida entre dos edificios modernos en una de las grandes
calles de la ciudad. Entramos por una puertecilla estrecha y seguimos a lo
largo de un pasillo interminable con techo, piso y paredes de piedra, oscuro,
negro, húmedo y opresivo. El pasillo torcía en ángulo recto y de pronto nos encontramos
frente a un amplio patio, embaldosado, con dos alfombras de césped bien cuidado
en el centro e hileras de tiestos de flores a lo largo de las paredes. Frente a
nosotros estaba el ventanal policromado de la pared posterior de la iglesia. El
sol se estrellaba sobre el mosaico de cristales montados en la armadura de
plomo y la vidriera estaba llena de destellos de luz. Chispas de azul, verde,
rojo y púrpura caían sobre las losas, la hierba y las paredes del patio, y la
piedra se moteaba de verde y la hierba de rojos. A medida que andábamos, cada
cristal nos lanzaba a los ojos en turno su propio color en toda su pureza.
Había una vieja parra que cubría la pared de la rectoría cuajada de hojas
verdes y de uvas verde dorado; y había una bandada de gorriones que brincaba
desvergonzadamente ante nuestros pies.
El miliciano de guardia estaba sentado
en una silla de lona a la sombra, fumando y mirando los pájaros.
Subimos Antonio y yo una escalera
estrecha y nos encontramos en una habitación que debió haber sido el despacho
del párroco. Cerca del balcón había un misal abierto sobre un alto atril. La mitad
de su página estaba cubierta por una inmensa Q rodeada de arabescos dorados. El
libro estaba impreso en una vieja letra, pero las iniciales de cada capítulo y
de cada versículo estaban pintadas a mano, las de los capítulos con oro, las de
los versículos solamente en rojo. A mi espalda una voz dijo:
—Se prohíbe llevarse el misal.
Un miliciano estaba sentado en un
sillón tapizado, tras una mesa vieja y sólida cubierta con un paño verde. Era un
muchacho de unos veintitrés años con hombros anchos, una sonrisa amplia y dientes
grandes, blancos como leche.
—Tú no sabes cuántos golosos tiene el
misal ese. Pero ahí hace bonito, ¿no? Uno de nuestros camaradas sabe cantar
misa y a veces lo hace para nosotros.
Mientras charlábamos entró otro, un
hombre de unos cuarenta años con un fiero bigote, dientes negros y roídos y
unos ojos grises chispeantes. Su «¡salud!» sonó más como el gruñido de un perro
que como un saludo, e inmediatamente comenzó a jurar, mostrando una riqueza
inagotable de blasfemias. Cuando hubo desahogado su mal humor, se dejó caer en
una silla y se nos quedó mirando.
—Bueno -dijo al cabo-, hoy nos cargamos
a todos los fascistas que tenemos aquí. Es una lástima que no sean más que
media docena; hoy me gustaría tener seis docenas.
—¿Qué mosca te ha picado hoy, Manitas?
-preguntó el miliciano joven.
Miré las manos del hombre. Eran
enormes, con dedos nudosos y uñas anchas, largas como palas, ribeteadas de
negro.
—Me puedes llamar Manitas y lo que te
dé la gana, pero si cojo yo hoy a uno de esos perros sarnosos y le pego una
bofetada, le descuajo la cabeza. ¿Tú sabes a quién hemos encontrado hoy en la
pradera cuando nos estábamos contando? A Lucio, el lechero, tan frío como su
abuelo. Le habían pegado un tiro en la nuca que le había salido por la nuez. Os
podéis imaginar la que se ha armado. Uno de los camaradas más antiguos
convertido en fiambre bajo nuestras narices; le habían metido en la boca una de
esas pelotas de goma de los chicos para que no pudiera hacer chistes. Y por
todo lo que sabemos, seguramente nosotros mismos nos lo hemos cargado, porque
habíamos estado ayudando a otros camaradas a despachar su lote. Alguien nos
está tomando el pelo. Con que nos fuimos a ver a la madre de Lucio y nos dijo
que ayer por la tarde le habían venido a buscar unos camaradas en un coche del
Partido y que no había vuelto. Nos debió de ver algo en la cara, porque se
empeñó en que le teníamos que contar lo que había pasado. Hubo que decírselo
y... bueno, de esto no quiero hablar más. Ahora tenemos que avisar a todos los
camaradas para que estén sobreaviso y no se dejen coger en la trampa y tenemos
que ver si los cogemos nosotros a ellos. Y aquí, ¿qué ha habido?
—Tres nuevos.
—No es mucho. Bueno, cuando queráis,
nos metemos con los de hoy.
El miliciano joven, Manitas y un tercero,
serio y taciturno, se constituyeron ellos mismos en Tribunal del Pueblo, con
Antonio como defensor. Dos milicianos trajeron el primer prisionero, un muchacho
de veintidós años, la ropa de buen corte llena de polvo y telarañas y los
párpados enrojecidos.
—¡Acércate, pajarito, que no te vamos a
comer! -bromeó Manitas.
El miliciano en el sillón sacó una
lista del cajón de la mesa y leyó en voz alta el nombre y las circunstancias
del acusado; pertenecía a la Falange, varios camaradas le habían visto vendiendo
periódicos falangistas y en dos ocasiones había tomado parte en riñas callejeras.
Cuando le habían arrestado encontraron sobre él una matraca de plomo, una
pistola y un carnet de la Falange.
—¿Tienes algo que decir en tu defensa?
-preguntó el que hacía de juez.
—Nada. Me habéis cogido, mala suerte.
-Y el prisionero se volvió a encerrar en su silencio desdeñoso, la cabeza
caída, frotándose las manos una contra otra. El Manitas se echó adelante en su
silla:
—Está bien. Llevárosle y traeros otro.
El que trajeron después era un hombre
con el cabello gris, en el borde de los cincuenta, con la cara contraída por el
miedo. Antes de que el juez comenzara a hablar, dijo.
—A mí me vais a matar, pero yo soy un
hombre honrado. He trabajado toda mi vida y todo lo que tengo me lo he ganado
con mi propio trabajo. Yo no me he mezclado nunca en política.
El Manitas se levantó de la silla con
un movimiento amenazador y por un momento creí que iba a pegar al hombre:
—Tú te callas, ¡perro sarnoso!
El juez buscó entre los papeles. Junto
con ellos había una cartera de la que se apoderó Antonio, vaciándola de su
contenido. El juez dijo:
—Estáte quieto, Manitas... Mira, tú.
Aquí no matamos a nadie si no es necesario. Pero tienes que explicar unas
cuantas cosas, porque aquí tenemos una denuncia concreta. Lo primero que dice
es que tú eres un carca.
—Soy un católico, pero eso no es un
crimen. También hay curas que son republicanos.
—Sí, es verdad, hay algunos, aunque yo
no me fiaría de ellos ni la uña del dedo. Pero la denuncia dice también que tú
has dado dinero a la CEDA.
—Eso es una mentira.
—Tercero: uno de tus sobrinos viene a
menudo a tu casa y es un falangista y uno de los peores.
—No lo voy a negar. Pero ¿qué tengo yo
que ver con ello? ¿No tenéis ninguno de vosotros un pariente que sea de
derechas?
Antonio, mientras, había estado mirando
y comparando papeles de la cartera. Me hizo una seña para que me pusiera a su
lado, mientras el acusado explicaba que tenía una tienda en la Concepción
Jerónima, que él nunca había salido de su tienda, que nunca se había metido en
política...
Antonio me alargó silenciosamente dos
papeles, uno la denuncia, el otro un pagaré por diez mil pesetas, vencido hacía
ya meses.
—La misma letra -susurré, y Antonio
afirmó con la cabeza.
—Por esto es por lo que quería que
miraras. -Se volvió e interrumpió el chorro de palabras del prisionero-: Vamos
a ver. Explícame qué es esto. -Y le alargó el pagaré.
—Pero esto no tiene nada que explicar, ni
tiene nada que ver con política. Le he prestado el dinero a un viejo amigo mío
que estaba en un apuro. Esperaba que se hubiera arreglado, pero no ha servido
de nada, es un tarambana y simplemente se gastó el dinero. Y ya ni me acordaba
de ello. Así, se ha quedado olvidado en la cartera con otros papeles viejos.
—Tenemos que comprobar esto. ¿Dónde
vive tu amigo? - Cuando dio las señas, Antonio dijo a los dos milicianos que se
lo llevaran. Después puso los dos papeles encima de la mesa, lado al lado-:
Tenemos que aclarar esta historia. Hay que traer en seguida a este fulano. Ya
sabéis que yo estoy en contra de las denuncias anónimas. Si alguien tiene algo
que denunciar, que se presente y que lo diga cara a cara. Y no que lo que
estamos haciendo es matando gente que no ha hecho nada o que son simplemente
unos beatos o unos idiotas.
El juez aprobó, mientras Manitas
murmuraba algo. Para dar tiempo a que trajeran al denunciante, siguieron con
los demás prisioneros. Después llegaron dos milicianos conduciendo entre ellos
al hombre cuya dirección había dado el detenido. Era joven aún, delgado, con
cara cansada, los pies y las manos temblonas. Antonio le puso debajo de los
ojos la denuncia:
—Tú has escrito esto, ¿no? El hombre
tartamudeó:
—Sí... sí... Porque yo soy un buen
republicano, uno de vosotros... -Se le afirmó un poco la voz-. Y ese hombre es
un fascista peligroso, camaradas.
—Oye, tú, aquí no somos camaradas, ni
cosa que se lo parezca. A mí me han dado a mamar mejor leche que a ti -gruñó
Manitas.
Antonio desdobló el pagaré y preguntó:
—Y este papel aquí, «camarada», ¿nos
quieres explicar qué es?
El hombre no pudo responder. Temblaba y
le castañeteaban los dientes. Antonio mandó por el prisionero y esperó hasta
que los dos estuvieron frente a frente. Entonces dijo:
—Bueno, aquí tienes al que te ha
denunciado.
—¿Tú, Juan? ¿Por qué? ¿Qué tienes tú
contra mí? Tú tampoco te mezclas en política. Y yo he sido para ti como un
padre. Aquí tiene que haber un error, señores... Pero, a ver, déjame ver...
pero es tu letra... -De repente gritó, sacudiendo al otro por un brazo-:
—¡Contesta!
El denunciante levantó la cara lívida
con labios morados que temblaban sin dejarle articular palabra. El otro soltó
su brazo y se nos quedó mirando. Nadie dijo una palabra. Entonces se levantó
Manitas y dejó caer su mano sobre el hombro del denunciante, que brincó, y
dijo:
—Te la has liado, amigo.
—¿Qué van ustedes a hacer con él?
--preguntó el prisionero.
—¿Con éste? Nada, meterle una bala en
los sesos, nada más - dijo Manitas-. El cerdo este debe de tener la sangre más
negra que la sotana del cura. -Y señaló con un pulgar sucio hacia la sotana de
seda colgada detrás de la puerta.
El juez se levantó:
—Bueno, ahora que esto está claro,
usted está libre. Éste se queda aquí...
—Pero ustedes no le pueden matar por
esto. Después de todo es a mí a quien ha denunciado, y yo le perdono, para que
Dios me perdone.
—Esto es cuenta nuestra; no se
preocupe.
—No, no. Es cuenta mía. Yo no me puedo
marchar de aquí hasta que no me prometan ustedes que no le va a pasar nada.
—Bueno, mira -interrumpió Manitas-, no
seas imbécil y lárgate de aquí más que a prisa. Nos has pillado en la hora
tonta y no hagas que nos arrepintamos y os demos el paseo a los dos. ¡Eh, vosotros!
¡Llevaros a éste y encerrarle abajo!
Los dos milicianos se llevaron al
denunciante, pero el hombre a quien había denunciado se negaba a marcharse.
Imploró y suplicó ante el tribunal y al final se dejó caer de rodillas sobre la
alfombra:
—Lo pido, caballeros, por sus propias
madres, por sus hijos, ¡por lo que más quieran en el mundo! Me remordería la
conciencia toda mi vida.
—Este fulano debe ir al teatro más a
menudo de lo que conviene -chilló Manitas y le cogió de un codo, levantándole
sin ningún esfuerzo-: ¡Hala!, arrea y vete a casa y si quieres te vas a rezar paternosters
pero déjanos en paz. ¡Se acabó!
Me asomé al balcón y vi al hombre tomar
la calle arriba tambaleándose. Varias personas de las casas vecinas se quedaron
mirándole; después miraban la puerta de la rectoría y cuchicheaban entre ellas.
Una mujer ya vieja le gritó:
—Te has salvado por un pelo, ¿eh?
El hombre la miró vacilante, en verdad,
como un borracho.
El sexto prisionero era un comerciante
de carbones domiciliado en la misma calle. Un hombre primitivo con una fuerza
física tremenda y con una cara brutal, congestionada. El juez le gritó:
—Con que tú has estado pagando dinero a
Gil Robles, a la CEDA, ¿eh?
—¿Quién, yo? -El carbonero abrió sus
ojos enlegañados-. ¡Anda!, ¿para eso me habéis traído aquí? Yo no tengo nada
que ver con ese granuja. A mí me han metido aquí porque alguno me quiere mal,
pero yo no tengo nada que ver con esos piojosos. Yo soy un republicano viejo,
por estas cruces -y estampó un beso sonoro sobre los dos pulgares cruzados. El
juez puso un recibo sobre la mesa:
—Entonces esto, ¿qué es?
El carbonero cogió el papel entre sus
dedazos y comenzó a deletrear trabajosamente:
—«Confederación Española de Derechas
Autónomas. CEDA.» ¿Qué diablos es esto? «Diez pesetas.» -Se nos quedó mirando
idiotamente con la boca abierta-. Pues no sé qué decir. Resulta que los he
gastado. Pero para decir verdad, pues, un pobre fulano como yo, no sabe mucho
de libros y esas cosas y, pues, cuando he visto esos sellos y lo de «Confederación»,
pues me he dicho: «El seguro». Y ahora resulta que estos ladrones me han sacado
dos duros del bolsillo, y encima me han metido en todo este lío.
—Tú te das cuenta de que te podemos dar
el paseo por dar dinero a la CEDA.
—¡Anda, Dios! Pero ¿cuántas veces os
voy a decir la misma cosa? ¡Vosotros estáis peor de la cabeza!
El Manitas le dio un medio en un
costado que le hizo volverse y encararse furioso con él:
—Tú, mírame a los ojos y contesta:
¿sabías o no sabías que ese dinero era para la CEDA?
—Otra vez. Pero ¿cómo lo voy a repetir?
Si os lo digo yo, es como el Evangelio. Me han robado esos dos duros, tan
seguro como mi nombre es Pedro. ¡Y así permita Dios se lo gasten en médico y
botica!
—Tú hablas mucho de Dios -gruñó el
Manitas.
—Según se tercia, muchacho. Es bueno
tenerle a mano, unas veces para decirle algo feo y otras veces por si ayuda un
poco.
Cuando le dijeron al carbonero que
estaba libre, replicó:
—Bueno, eso ya lo sabía yo. La parienta
se quedó llorando como una Magdalena cuando me echasteis mano, pero yo le dije
que no se apurara, que a mí no me ibais a dar el paseo. Todo el barrio me
conoce hace veinte años y ninguno os va a decir que me ha visto rozarme con los
curas. Y fui el primero que votó por la República. Bueno, chicos, no os
apuréis, todos metemos la pata de vez en cuando. ¡Hala, veniros conmigo y
bebemos un vaso abajo!
Le oímos bajar, haciendo crujir la
escalera bajo sus zapatones.
—Esto es todo por hoy -dijo el juez.
—Hoy me la habéis jugado de puño. De
seis, se han escapado dos. Pero al menos nos ha quedado el soplón ese. Esta
noche le voy a arreglar yo las cuentas -dijo el Manitas. Antonio y yo bajamos a
la nave de la iglesia, una gran nave de piedra que nos envolvió en frescura. La
luz formaba charcos de sombra oscura y destellos de colores sobre las baldosas.
Alguien estaba cantando flamenco en lo alto, hundido en la oscuridad; se oía el
tintinear del metal. Un miliciano encaramado en el altar mayor iba recogiendo
candelabros y echándolos a otro miliciano situado al pie del altar; éste los
dejaba caer en un montón informe de ornamentos de metal.
—Esto es para hacer cartuchos -me dijo
Antonio.
La madera de los altares estaba desnuda
y los altares aparecían descarnados. Las imágenes mutiladas, tiradas por
tierra, habían perdido su respetabilidad. Viejas estatuas de madera, apolilladas,
mostraban caras desnarigadas. De algunos trajes de colorines surgía la estopa
impregnada de escayola. De la barandilla dorada frente al altar mayor pendía un
cepillo de limosnas, la tapa cerrada por un grueso candado, la caja deshecha a
martillazos. Un Niño Jesús se erguía sobre uno de los últimos escalones del
altar, pero el Niño no era más de una bola azul celeste con un par de pies
diminutos encima que se prolongaban en dos palos desnudos, para sostener una
cabeza de chiquillo rubio, hecha en cartón piedra, los ojos de cristal azules.
De otro palo, unido al primero, surgía una manita regordeta y rosada, el pulgar
doblado sobre la palma, los otros cuatro dedos elevados en signo de bendición.
La túnica había desaparecido, pero alguien había colgado en el armazón de palo
una vieja gabardina y había convertido la imagen en un espantapájaros, con la
rubia cabeza infantil caída a un lado, sonriendo bobamente.
—Ponle un cigarrillo en la boca, para
que parezca un buen proletario -dijo el miliciano que estaba al pie del altar-.
¡Imagínate las perras que les han sacado a las beatas, con la ayuda del angelito!
Pero si una de ellas le hubiera levantado las faldas y se hubiera encontrado
los palos de escoba se hubiera desmayado. ¿No te parece?
Pensé
en toda la escenografía de la iglesia de San Martín, como yo la había visto
cuando niño: la imagen del santo sacada de su nicho en la víspera de su
festividad; el paisaje rural del fondo con su cerco de bombillas, sostenido
contra tablas y cajas de pescado vacías prestadas por el pescadero de la calle
de la Luna; el cura renegando del olor de pescado, mientras las beatas de turno
cubrían estas cajas con trapos y sábanas en la sacristía; la gran cortina
carmesí, ribeteada de cordones dorados, elevada de una cuerda sobre el altar
mayor y disimulando cuidadosamente en sus pliegues dos agujeros que los ratones
habían roído en el curso de los años. Y el desmontar de todo el escenario al
final de la novena, en una lluvia de polvo y telarañas, mientras el santo
reposaba en el suelo como un maniquí desnudo en un escaparate vacío.
Poco a poco iba reconociendo las piezas
del escenario en la iglesia saqueada. Allí estaban las escalerillas de pino,
apolillado ya, que habían sostenido las velas de los votos. El sagrario abierto
con la pintura desconchada como cuarto desalquilado de una casa diminuta. Olía
a cera rancia y a madera podrida. El espacio vacío tras la hornacina dorada
donde había estado el Niño Jesús, estaba festoneado de telarañas.
Pero por encima de toda aquella
chatarra surgían inaccesibles las columnas de piedra sosteniendo las bóvedas
inmensas, oscuro todo por el humo y los años. El órgano se elevaba como un
castillo a través de la nave y el crucero. Y la última luz de la tarde se
filtraba por la cristalería de la linterna allá en lo alto de la cúpula.
Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - (Primera parte, 1951)
Capítulo IX - La caza del hombre
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