Lo Último

2914. La caza del hombre

Ocupación de la Iglesia del Carmen de Madrid, agosto de 1936


El trabajo en nuestra oficina estaba prácticamente paralizado. La firma estaba enfrentada con el problema de continuar trabajando en el vacío, o cerrar y correr el riesgo de incautación por uno de los comités obreros. Porque, por aquel entonces, estos comités habían comenzado a apoderarse de los negocios privados, fábricas y casas de vecinos en todos los casos en que se sabía que los propietarios simpatizaban con las derechas, o cuando los propietarios habían abandonado sus oficinas o sus edificios, bien por ser realmente culpables de conspiración con los rebeldes o simplemente por miedo. En estas emergencias, los empleados y los obreros formaron comités de casa que continuaron el trabajo; pero otros comités se formaron también por los sindicatos e impusieron su control sobre firmas cuyos propietarios eran sospechosos.

Este movimiento era un acto de autodefensa contra un colapso económico. Pero se produjeron muchos casos de mala fe y de puro robo, porque el sistema se desarrolló sin orden ni concierto. Sin embargo, con todas sus faltas y todos sus errores, evitó que el hambre estallara en Madrid en una semana y que surgiera un mercado negro.

Nuestro jefe decidió que mantener el negocio, aun sin producir, era un mal menor. Al mismo tiempo, parecía que la situación se iba a resolver por sí sola, por razones ajenas a él: el mismo día 18, un empleado de la oficina desapareció, sin que ni aun su propia familia supiera dónde estaba. Otros dos de los empleados, que eran oficiales de la reserva, se presentaron en el Ministerio de la Guerra y los destinaron fuera de Madrid. Nuestros dos empleados alemanes habían desaparecido. Habíamos quedado tres hombres y cuatro mujeres, sin contar a Carlitos, el botones, y a mí mismo. Acordamos que la oficina estaría abierta de diez a doce. No había más dificultades, ya que el negocio de patentes nada tenía que hacer con la guerra y su única mercancía eran papeles, una cosa que no tenía interés para ninguno de los grupos obreros que se habían lanzado a incautarse de negocios cuyos productos tenían un valor inmediato.

Mi hermano Rafael estaba al frente del almacén de una gran casa de perfumería al por mayor. Su jefe era un autócrata inteligente odiado por la totalidad del personal, y dentro de las veinticuatro horas siguientes al asesinato de Calvo Sotelo cruzó la frontera con toda su familia. El personal se hizo cargo del almacén, con el apoyo del Partido Comunista al cual pertenecían la mayoría de los empleados, y trató de continuar el negocio del que dependía su vida. Como me sobraba tiempo, iba a menudo allí y observaba cómo se desarrollaba la nueva organización; pero lo mismo ocurría en centenares de almacenes y tiendas de Madrid.

Simultáneamente, cada sindicato y cada partido comenzó a organizar su propia milicia. Fue la época en que surgían batallones de milicianos con nombres rimbombantes tomados de los cuadernos de novelas de indios y cow-boys, tales como Los Leones Rojos o Las Águilas Negras.

Fue aquélla también la época de los vales. Cada grupo, cada batallón, cada sindicato, hacía vales, les estampaba un sello de caucho y los presentaba a canjear por artículos de comer o beber, de uso personal o material de guerra.

Una mañana, dos milicianos, con el fusil en bandolera y el pañuelo negro y rojo de los anarquistas atado al cuello, se presentaron en el almacén de mi hermano y le alargaron, como encargado, un vale que decía:

Vale por:
5.000 máquinas de afeitar.
5.000 barras de jabón de afeitar.
100.000 hojas de afeitar (de buenas marcas).
5.000 botellas de agua colonia de marca.
10 damajuanas de cincuenta litros de agua colonia para barberías.
1.000 kilos de jabón de tocador.

Mi hermano se negó a aceptar el vale:

Lo siento, pero no os puedo dar lo que pedís. Y a propósito, ¿para quién es todo esto?

Puedes mirar el sello: para las Milicias Anarquistas del Círculo de Bellas Artes... ¿Qué quieres tú decir, que no nos vas a dar lo que pedimos? Bueno, eso es una broma.

No hay bromas, compañeros. Un vale así yo no lo acepto, como no lo autorice el Ministerio de la Guerra.

Está bien. Entonces, vente con nosotros.

El que en aquellos días le llevaran a uno al Círculo de Bellas Artes suponía correr el riesgo de amanecer a la mañana siguiente en la Casa de Campo con un tiro en la nuca. Los dos milicianos estaban solos, mientras que en el almacén había hombres de sobra con una pistola en el bolsillo. Mi hermano dijo a los dos milicianos que esperaran y llamó por teléfono al Círculo de Bellas Artes. Allí no sabían nada del vale y le pidieron a mi hermano que llevara a los dos milicianos al Círculo y el vale con ellos. Los llevaron a la fuerza y resultó que los dos individuos habían intentado un robo en gran escala. Los anarquistas los fusilaron aquella noche.

Pero los vales corrientes había que aceptarlos, y comenzaron a amontonarse sobre la mesa de mi hermano papeles mojados que nadie se hacía responsable de ellos. El único dinero que llegaba a manos del cajero era el procedente de las órdenes escasas de los comerciantes al por menor que seguían con su negocio y que, como ya no podían comprar a crédito, mandaban un muchacho con el dinero en mano a comprar algún artículo que no tenían en existencia y que alguien había pedido; alguien que también hubiera entrado en la tienda con el dinero en la mano.

La comida comenzó a escasear de una manera alarmante.

Y entonces ocurrió que los mismos sindicatos y grupos que habían hecho obligatorio el aceptar sus vales, se encontraron con que no podían rehusar el dar de comer a sus propios miembros. Se habían hecho cargo de la mayoría de los hoteles, cafés y restaurantes de Madrid y la única solución era, cuando un miembro del grupo quería una comida, darle un vale en turno y mandarle a uno de los restaurantes. Pero a medida que sueldos y jornales comenzaron a desaparecer, el vale de comida se convirtió en algo más valioso aún que el dinero.

Al principio las gentes se apretaban en las mesas lo mejor que podían, después las mesas se alinearon unas a otras en largas hileras y se convirtieron en mesas comunales. Las gentes se iban sentando a medida que llegaban, tratando de encontrar un sitio lo más cerca posible de la puerta de la cocina para que la comida llegara aún caliente y no deshecha de hundir el cazo en los grandes calderos. La comida se distribuía a la una en punto. No se daba pan y algunos traían en su bolsillo panecillos o trozos de pan que a veces cambiaban por cigarrillos, también escasos. Mientras duraba la comida, pasaba una larga fila de mujeres y chiquillos con pucheros que recogían la comida para las casas. El menú era, invariablemente, arroz, patatas y carne, cocidos juntos, pero la ración era limitada.

Albacete estaba en las manos del Gobierno, y como consecuencia las comunicaciones con Valencia estaban aseguradas; Valencia volcaba sobre Madrid arroz y patatas, y los sindicatos se hacían cargo de estos envíos, cada organización apoderándose de cuanto podía y distribuyéndolo entre los restaurantes comunales que estaban bajo su control. Como almacenes comenzaron a utilizarse las iglesias desiertas, y el olor a cera e incienso se cambió pronto por el olor de tienda de comestibles sucia que cada atrio echaba en bocanadas a la calle.

En la oficina de mi hermano el personal se distribuía el dinero a partes iguales al fin de cada mes y los vales de comida diariamente. Pero sus existencias de género desaparecían rápidamente y comenzaron a desesperarse.

El Gobierno era impotente ante este caos, porque no había un solo grupo que aceptara sus órdenes.

Los partidos políticos estaban divididos en grupos locales y los sindicatos en grupos profesionales, así como en grupos locales. Todos estos grupos centrales y derivados habían montado su centro de alimentación comunal, con sus propios comedores, aprovisionamiento y almacenes; y habían montado también su propio batallón de milicianos, su propia policía, su propia prisión con sus ejecutores y su lugar especial para las ejecuciones. Todos, con excepción de la UGT, hacían propaganda para atraer nuevos miembros. Las paredes de Madrid estaban cubiertas de carteles: «¡Afíliate a la CNT!». «¡Ingresa en el Partido Comunista!» «¡Incorpórate al POUM!» Los republicanos, simplemente, no figuraban para nadie. La gente acudía en masa a los centros de organización, se hacían introducir por uno o dos miembros y obtenían un carnet.

Los verdaderos fascistas encontraron útil este sistema. Eligieron los grupos que eran menos rigurosos en sus exigencias e ingresaron en gran número. Algunos pagaron grandes sumas por carnets con fecha de dos o tres años antes. Con todo este soporte, los fascistas conducían sus propios coches y los usaban para salvar a sus amigos y para matar a sus enemigos. Los criminales se acogieron al mismo procedimiento: formaron su propia «policía» y se dedicaron con toda impunidad a robar y matar. No había nadie seguro. Las embajadas y los consulados, después de amparar a sus conciudadanos, comenzaron a recibir refugiados; algunos de estos representantes diplomáticos lo convirtieron en una especie de negocio de hostelería en gran escala y hasta llegaron a comprar casas para este fin.

Simultáneamente con todo este caos, miseria y cobardía, la otra cosa que estaba viva detrás de los retumbantes nombres de Los Leones Rojos y Las Águilas Negras comenzó a tomar forma. Se suprimieron las excursiones de milicianos a la Sierra y se comenzaron a establecer posiciones en las montañas. Oficiales leales se lanzaron a la tarea de construir un ejército. Cada grupo podía crear los batallones que quisiera, pero las armas, las pocas armas que existían, estaban ahora en las manos del Ministerio de la Guerra; se distribuían a las milicias voluntarias, pero, en cambio, éstas tenían que aceptar el mando del Ministerio de la Guerra si querían existir. Y al mismo tiempo, los partidos y los sindicatos entablaron una competencia para mostrarse unos a otros como modelos de disciplina y de valor.

El ejército rebelde, a las órdenes del general Mola, fue rechazado más allá de Villalba; se reconquistó Toledo; se atacó Zaragoza a través de la provincia de Huesca; se hizo un desembarco en Baleares y se llevó a cabo un ataque por sorpresa sobre la misma Ceuta. Pero aunque había entusiasmo de sobra, aún no existía cohesión. El orgullo de cada partido parecía mucho más fuerte que el sentimiento de defensa común. La victoria de un batallón anarquista se restregaba en la cara de los comunistas, y la victoria de una unidad comunista se lamentaba y desvirtuaba por los otros. La derrota de un batallón se volvía en ridículo para el grupo político a que pertenecía. Hasta cierto punto esto fortalecía el espíritu de lucha de las unidades aisladas, pero también creaba un semillero de resentimiento mutuo que perjudicaba las operaciones militares en su conjunto y anulaba un mando unificado.

Me había ido a ver a Antonio, el comunista, y a Rubiera, el socialista. Le dije a Antonio que quería trabajar pero que no quería ingresar en la milicia del Partido; y los líderes de la Unión de Empleados me dijeron que les podía ayudar en la organización del batallón de empleados. En desesperación, acepté la tarea. Dudaba mucho de la respuesta de los trabajadores de cuello planchado.

Nos dieron una casa del barrio de Salamanca que había sido requisada y que tenía un campo de tenis donde se podía instruir a cincuenta voluntarios a la vez. La instrucción teórica la dábamos en el inmenso hall todo en mármol, sostenido por pretenciosas columnas dóricas, en el cual habíamos alineado bancos de una escuela cercana, junto con la tarima del profesor, un encerado y un mapa de España enormes... El Ministerio de la Guerra nos dio dos docenas de fusiles y un cargador para cada fusil.

Formé los primeros en un pelotón en el campo de tenis y comencé a explicarles el manejo del fusil. Ante mí tenía una doble fila de caras anémicas surgiendo de cuellos planchados, aquí y allá una cabeza burda en lo alto de un blusón de dril o de la guerrera de una librea. La mayoría de los voluntarios eran empleados, pero había algunos ordenanzas y mozos. Unos eran demasiado jóvenes y otros demasiado viejos. Muchos tenían gafas que les hacían brillar los ojos y sus caras aparecían nerviosas.

Después de los dos primeros minutos de instrucción, uno de los reclutas salió de la fila y dijo:

Bueno, mira, todo eso que estás contando son historias. Lo único que necesitamos saber es cómo se tira con un fusil y, luego, que nos den el fusil y nos digan dónde hay que ir. Aquí no hemos venido a jugar a los soldados como en el cuartel.

Suspendí la instrucción y los llevé a todos al hall. Me subí a la plataforma:

Bueno, mirad. Todos queréis un fusil y todos queréis ir al frente para empezar a dispararlo cuanto antes y matar fascistas. Pero ninguno queréis aprender un poco de instrucción militar. Muy bien, vamos a suponer que ahora mismo os doy un fusil a cada uno, os meto en un par de camiones y os planto en un pico de la Sierra, enfrente del ejército de Mola, con sus oficiales y sargentos que están acostumbrados a mandar y con sus soldados que están acostumbrados a obedecer órdenes y que saben lo que cada orden significa. ¿Qué haríais? Supongo que cada uno comenzaría a pegar tiros y manejárselas como mejor le pareciera. ¿Es que creéis que los hombres con quienes os vais a enfrentar son conejos? Y aun suponiendo que fuerais a cazar conejos, no me vais a negar que para ir una partida de diez o doce, es necesario saber lo que se hace para no acabar matándose unos a otros.

Volvimos al campo de tenis y continuamos la instrucción. Pero las interrupciones eran constantes:

Estamos perdiendo el tiempo -exclamaba uno-, todos sabemos cómo tirarse al suelo cuando hace falta.

Ocurría lo mismo con cada nueva tanda de voluntarios. A pesar de todo, poco a poco comenzó a formarse una unidad, aunque aún no teníamos más que las dos docenas de rifles que pasaban de pelotón a pelotón. Fue el principio del batallón La Pluma.

Durante aquellos días, Ángel, prácticamente, vivía en mi piso. Desde que se marchó su mujer, ayudaba a Aurelia en la casa, con los chicos o con la compra, igual que lo había hecho en las primeras semanas. Conocía tanta gente en el barrio, en el que había nacido y vivido, que siempre encontraba algo para comer. Un día apareció empujando un carrito de mano con dos sacos de patatas y seguido por una cola de mujeres. Se paró a la puerta de casa y comenzó a gritar:

Ponerse en cola, ¡todas!

Las mujeres se alinearon obedientes y Ángel sacó, como por arte de magia, un peso:

Ahora, un kilo para cada una y ¡tener cuidado vosotras de que nadie se meta dos veces en la cola!

Cuando desaparecieron las patatas del primer saco, Ángel abrió el segundo y miró a lo largo de la interminable cola:

Bueno, muchachas, a mí también me hacen falta patatas. Éstas son para mí. -Pesó diez kilos y los puso en el primer saco. -Y ahora, vamos a terminar las que quedan, hasta donde lleguen.

Ángel se iba por las patatas al mercado de los Mataderos, donde se descargaban los trenes de aprovisionamiento. Con su charla viva, se hizo amigo de los encargados de distribuir las patatas a los verduleros establecidos.

Yo también soy un verdulero, aunque venda en la calle -decía.

Era con lo que se ganaba la vida, y la gente de Lavapiés tenía también derecho a comer patatas.

Mira, compañero. Ahora mismo le estás dando patatas a un frutero del barrio de Salamanca para que pueda dar de comer a los señoritos y a los fascistas; y a mí, ¿no me vas a dar dos sacos?

Un día, los anarquistas en la calle de la Encomienda intentaron apoderarse de los dos sacos de patatas, pero las mujeres se amotinaron contra ellos y el final fue que Ángel obtuvo la protección de los anarquistas.

Después llegaron los días en que ni aun Ángel encontraba patatas, por la sencilla razón de que no llegaban más patatas a Madrid. Aurelia se llevó un día los niños a casa de sus padres para quedarse allí. Cuando iba a salir de casa, sin saber qué hacer, Ángel me dijo:

Si quiere usted, véngase conmigo a casa.

Le acompañé a la calle de Jesús y María. La calle empieza en la plaza del Progreso, con una serie de casas para gente algo acomodada y en los primeros cincuenta metros sus habitantes son pequeños comerciantes, altos empleados y obreros especializados. En toda esta extensión la calle está pavimentada con adoquines de pórfido perfectamente colocados; pero allí termina y cambia su fisonomía: el empedrado se convierte en canto redondo, las casas son escuálidas y raquíticas y la gente que vive allí son simples jornaleros y prostitutas de lo más bajo. Las mujeres se pasan el día en el umbral de las puertas llamando a los transeúntes y llenando la calle con sus querellas frecuentes.

Ángel vivía en el piso bajo en una pequeña casa de vecinos, incrustada entre los prostíbulos. Su piso era una simple habitación grande y destartalada, convertida en comedor, alcoba y cocina por unos simples tabiques de panderete. En la alcoba no había más que una cama de matrimonio y una mesilla de noche; el comedor estaba idénticamente desnudo; la cocina tenía el tamaño de la alcoba. La luz y el aire entraban allí a través de la puerta y de una ventana enrejada, ambas abiertas a un patio de cuatro metros cuadrados, en el que había un retrete para los dos inquilinos del piso y bajo una fuente para todos los inquilinos de la casa. El cuarto, abandonado ahora, olía a moho y orines. Esperé, mientras Ángel se cambiaba de ropa en la alcoba.

De pronto, una explosión bamboleó la casa. Ángel salió peleándose con la americana. Fuera, en la calle, sonaban alaridos y carreras de gentes que huían despavoridas. A unos cuantos metros de la casa, varias mujeres yacían en el suelo gritando. Una de ellas se arrastraba sobre un vientre del que desbordaban las entrañas. Las paredes de las casas y los adoquines de la calle estaban salpicados de sangre. Ahora, todos corríamos hacia los caídos.

En el último edificio de la parte ancha de la calle había una clínica de la Gota de Leche, para asistir a las embarazadas. A aquella hora había una larga cola de mujeres, muchas de ellas llevando un niño, que esperaban la distribución diaria de leche. Unos metros más abajo, las prostitutas ejercitaban el comercio. Una bomba había caído en medio de la calle y sus cascos habían rociado por igual a las embarazadas y a las prostitutas. Una mujer se enderezó sobre un muñón sangriento que había sido un brazo, dio un grito y se dejó caer pesadamente. Inmediato a mí había un montón revuelto de faldas y enaguas, entre las que sobresalía una pierna doblada en un ángulo absurdo sobre el vientre hinchado. Se me fue la cabeza y me puse a vomitar en medio de la calle. Un miliciano al lado mío blasfemó y comenzó a vomitar; comenzó a temblar y estalló de pronto en carcajadas. Alguien me dio un vaso lleno de coñac que bebí automáticamente. Ángel había desaparecido. Ahora algunos hombres se afanaban en recoger a los heridos y los muertos y meterlos a toda prisa en la clínica. Un hombre asomó la cabeza en la puerta de la clínica, una cabeza de pelo blanco y gafas sobre una blusa blanca roja de sangre, pateó y gritó:

¡No hay sitio para más! ¡Llevarlos a la calle de la Encomienda!

De la plaza del Progreso llegaban también gritos. Ángel estaba a mi lado sin que yo supiera de dónde había surgido, con el traje y las manos manchados de sangre.

¡En la plaza del Progreso ha caído otra bomba!

Llegaban grupos de gente corriendo calle abajo en franca huida, y pares de hombres llevando entre ellos un cuerpo, y mujeres con un chico en brazos gritando y llorando. No veía más que brazos y piernas y manchas de sangre en remolinos y la calle giraba ante mis ojos.

¡A Encomienda, a Encomienda! ¡Allí han tirado otra!

El remolino de brazos y piernas, envuelto en gritos, desapareció por la calle de la Esgrima.

Volvimos a la casa de Ángel y nos lavamos. Ángel se mudó otra vez. Cuando salimos de la casa, los vecinos nos contaron que un aeroplano había volado bajo sobre Madrid desde el sur al norte, regando de bombas el camino. Había dejado un rastro de sangre desde la Puerta de Toledo a Cuatro Caminos. Por accidente o porque el piloto se guiara él mismo por los espacios abiertos entre las calles, la mayoría de las bombas habían caído en las plazas públicas y muchos chiquillos habían sido las víctimas.

Esto fue el 7 de agosto de 1936. Aquella tarde y aquella noche, los fascistas recomenzaron a disparar desde balcones y buhardillas. Se hicieron centenares de detenciones y aquella noche se ejecutó en masa a los sospechosos.

Cuando fui a casa por la tarde me encontré una llamada de Antonio. El radio estaba organizando piquetes para pintar aquella misma noche todos los faroles con color azul y organizar la supresión de luces que pudieran servir de guía a los aviones. Fuimos los tres, Rafael, Ángel y yo. Trabajábamos en pequeños grupos, cada grupo protegido por dos milicianos armados; pero era casi imposible organizar la supresión de luces en Madrid en el mes de agosto. Las casas cerradas eran asfixiantes y en los lugares públicos era imposible estar con los cierres echados. Hubo que llegar a un compromiso. Las habitaciones con balcón o ventana se quedarían a oscuras y las únicas habitaciones alumbradas serían las interiores, y esto sólo con velas. Las gentes se echaron a la calle como todas las noches, pero eran casi invisibles en la oscuridad, masas negras sin forma, de las que salían voces y a intervalos las chispas cegadoras de un encendedor, o la brasa roja de un cigarrillo que delineaba un grupo de cabezas.

Llegaron algunos camiones llevando milicianos procedentes de la Sierra y del frente de Toledo y lanzaron sus faros sobre la multitud; las gentes aparecían lívidas y como desnudas. Se alzó un grito unánime:

¡Apagad los faros! -Chirriaron los frenos y los camiones descendieron despacio entre el ruido de sillas arrastradas y algunos botijos rotos. La luz roja de la trasera de los camiones brillaba como ojos malignos inyectados de sangre. En la oscuridad parecía como si monstruos de pesadilla se deslizaran, prontos a saltar.

A medianoche todo el barrio estaba sumergido en completa oscuridad. En la calle de la Primavera nos detuvimos bajo un farol que había sido olvidado. Uno de nosotros gateó, mientras otro le alargaba una brocha empapada en azul. Sonó un disparo y una bala se estrelló contra la pared detrás del farol. Alguien había disparado contra nosotros desde una de las casas de enfrente. Los que tomaban el fresco en la calle se retiraron a toda prisa al abrigo de los portales. Hicimos salir a todos los inquilinos de las cuatro casas de donde el disparo podía haber salido. El portero y los vecinos los iban identificando. Separamos de los otros los que habían estado en la calle y comenzaron a registrar cada piso. Todos los inquilinos querían venir y acompañarnos a sus casas; todos querían aparecer inocentes y al mismo tiempo tenían miedo de que cualquier extraño se hubiera refugiado en su domicilio. Buscamos a través de buhardillas y de desvanes llenos de telarañas y muebles viejos, subimos y bajamos escaleras, nos llenamos de polvo y suciedad, nos golpeamos contra vigas o nos hicimos rotos con viejos clavos. A las cuatro habíamos terminado; estábamos sucios y dormidos, era de día y no habíamos encontrado el «paco». Alguien trajo una jarra llena de café hirviendo y una botella de aguardiente. Bebimos con ansia.

Uno de ellos dijo:

Este pájaro ha salvado el pellejo.

Como si fuera una respuesta, Ángel exclamó:

Vámonos a Mataderos a ver los que han liquidado esta noche.

Al principio me negué a ir, pero de pronto accedí. Era más fácil. Le di a Ángel un puñetazo en el costado y le dije:

Eres un animal, sobre todo después de las escenas de ayer.

Precisamente. Vamos, y se le va a quitar el amargor de boca de los chiquillos despanzurrados ayer. ¿Se acuerda usted de la mujer preñada con la pierna doblada sobre el ombligo? Pues aún estaba viva y parió en la clínica. Después se murió. Parió un chico. Y ahora nadie la conoce en el barrio, ni saben quién es...

Las ejecuciones habían atraído mucho más público del que yo hubiera imaginado. Había familias enteras con sus chicos, excitados y aún llenos de sueño. Milicianos cogidos del brazo de muchachas, novias o mujeres, y bandadas de chiquillos. Todos yendo Paseo de las Delicias abajo, todos en la misma dirección. A la entrada del mercado y de los Mataderos, en la Glorieta, se agolpaba un verdadero gentío. Mientras carros y camiones cargados de legumbres iban y venían, piquetes de milicianos se mezclaban con los curiosos y pedían la documentación a quien se les antojaba.

Detrás de los Mataderos había una larga pared de ladrillo y una avenida con arbolillos resecos, no agarrados aún en la tierra arenosa, bajo el sol despiadado. La avenida corría a lo largo del río y el paisaje era árido y frío con la desnudez del canal de cemento, de la arena y de los parches de hierba seca, amarilla.

Los cadáveres yacían entre los arbolillos. Los curiosos iban de uno a otro y hacían observaciones humorísticas; un comentario piadoso hubiera provocado sospechas.

Había esperado los cadáveres y su vista no me impresionó. Había unos veinte, ninguno profanado. Había visto cosas peores en Marruecos y el día antes. Pero me impresionó terriblemente la brutalidad colectiva y la cobardía de los espectadores.

Llegaron los camiones de la limpieza del Ayuntamiento de Madrid que venían a recoger los cuerpos. Uno de los chóferes dijo:

-Ahora vamos a regar esto y lo vamos a dejar como la patena para el baile de esta noche. -Se echó a reír, pero sonaba a miedo.

Alguien nos dejó montar en un coche hasta Antón Martín y nos fuimos a desayunar al bar de Emiliano. Sebastián, el portero del número siete, estaba allí con un fusil arrimado a la pared.

Cuando nos vio, dejó el vaso de café sobre el platillo y comenzó a explicar con gestos extravagantes:

¡Vaya una noche! Estoy reventado. ¡Once me he cargado hoy! Ángel le preguntó:

¿Qué has estado haciendo? ¿De dónde vienes?

De la Pradera de San Isidro. He estado allí con los compañeros del sindicato y nos hemos llevado unos cuantos fascistas con nosotros. Luego han venido otros amigos de otros grupos y les hemos echado una mano para acabar antes. Creo que hemos suprimido más de ciento esta vez.

Se me contrajo la boca del estómago. Aquí había alguien a quien yo conocía casi desde que era niño. Le conocía como un hombre alegre y trabajador, enamorado de sus chiquillos y de los chiquillos de los demás; seguramente un poco rudo, con pocas luces, pero honrado y decente. Y aquí estaba convertido en un asesino.

Pero, Sebastián, ¿quién le ha metido a usted en semejante cosa? -Empleé intencionalmente el «usted» en lugar del «tú» que todos usábamos.

Me miró con los ojos llenos de vergüenza:

Pues, mire usted, don Arturo... -no se atrevió a hablarme como me había hablado durante veinte años-, no va usted a empezar con sentimentalidades. Al menos así lo espero. Tenemos que acabar con todos esos cerdos fascistas.

No es eso lo que le pregunto, Sebastián. Lo que le pregunto es ¿quién lo ha metido a hacer esas cosas?

Nadie.

Entonces, ¿por qué las está usted haciendo?

Bueno, alguien tiene que hacerlas, ¿no? No dije nada, y comenzó a tartamudear:

La verdad es... la verdad es, para decirle la verdad en confianza, es así: ¿usted sabe? Hace un año o cosa así, eché a trabajar con una recomendación de la CEDA que me había dado el casero. Y como después de las elecciones de febrero ya no me hacía falta la recomendación, pues volví al sindicato, claro. Los compañeros todos me tomaban el pelo porque había pertenecido a la CEDA, y decían que me había vuelto un reaccionario y otras cosas. Y así, un día, pues se llevaban a unos fascistas para darles el paseo y fue uno y dijo: «Tú, Sebastián, tú que siempre andas hablando de matar fascistas, vente con nosotros, ahora tienes la ocasión». Y se puede usted imaginar el resto, estaba entre la espada y la pared, porque era lo uno o lo otro, o yo me cargaba a uno de esos pobres diablos o los compañeros se me echaban encima y a lo mejor me daban el paseo a mí. Desde entonces he seguido yendo y cuando hay algo que hacer, pues me avisan... -Se interrumpió, se quedó pensativo y movió la cabeza lentamente-: Lo peor de todo, sabe usted, es que acaba uno tomándole gusto.

Se quedó callado, con la cabeza gacha. Era repugnante y lastimoso. El hermano de Emiliano se bebió de un golpe un vaso de coñac y blasfemó. Yo solté otra palabrota.

Después dije:

Sebastián, le he conocido toda mi vida y siempre me ha merecido usted respeto. Pero ahora le digo, y puede denunciarme si quiere, que en mi vida volveré a cruzar la palabra con usted.

Sebastián levantó los ojos de un perro azotado, llenos de agua. El hermano de Emiliano blasfemó de nuevo y estrelló el vaso de coñac contra el mostrador:

¡A la calle! ¡Fuera de aquí!

Se marchó trompicando, los hombros hundidos. Ninguno volvió a verle más. Días más tarde supimos que se había ido al frente. Le mataron de un balazo, en una buhardilla, frente al Alcázar de Toledo.

Aquella misma mañana, hacia las once, vino a verme a la oficina una mujer de media edad, enlutada. Venía llorosa y agitada:

Soy la hermana de don Pedro. Le han arrestado esta mañana. He venido a verle a usted, porque me ha dicho que tratara de verle si le pasaba algo... No sé dónde le han llevado. Lo único que sé es que los hombres que vinieron por él eran comunistas y se lo llevaron en un coche.

Me fui a ver a Antonio y le expliqué el caso. Me dijo:

Si yo estuviera en tu pellejo, no me metería en ese asunto. Por lo que tú me cuentas es un derechista, y todo el mundo lo sabe. Así que ni Dios le puede ayudar.

Mira, si no se le puede salvar, mala suerte, pero hay que intentarlo, y me tienes que ayudar tú.

Te ayudaré a encontrarlo si es verdad que le han detenido los nuestros, pero yo no me meto en nada más. Tengo ya bastantes quebraderos con esa cuestión.

Encontramos en qué tribunal estaba don Pedro y nos fuimos allí juntos. Nos dejaron ver la denuncia. Quien la hubiera escrito, conocía el ministerio bien; describía en gran detalle cómo don Pedro había obrado el día del asesinato de Calvo Sotelo, explicaba su religiosidad y que tenía una capilla en su casa y terminaba afirmando que allí había un cura escondido. Después agregaba, como una posdata, que era un hombre rico y que poseía una colección de monedas que valía mucho dinero.

Como ves, camarada, no hay nada que hacer. Todo esto es verdad -me dijo el que me había enseñado los papeles-. Mañana le damos el paseo.

Tomé una bocanada honda de aire y dije:

Le acusáis de pertenecer a las derechas. Es verdad. Es verdad también que es un católico ferviente y un hombre rico, si es que esto es delito, y que tiene una colección de monedas de oro. Pero nada de esto creo que es un crimen.

No lo es. Sabemos que el fulano que le ha denunciado es un hijo de mala madre y que ha puesto eso de la colección para hacernos ir por él. Pero no te apures. Le podremos dar un paseo, pero no somos ladrones.

Lo sé, y si no, no estaría trabajando con vosotros. Pero entonces, como ves, lo único que queda en la denuncia es la historia de que tiene un cura oculto en su casa. No me extraña. Le creo capaz de esconderme a mí si los fascistas anduvieran buscándome. Pero dime, ¿es que el cura ese está mezclado en la rebelión?

¡Puah! No lo creo. Es un cura de San Ginés que le ha dado pánico y se ha metido en un agujero como un conejo, pero no creo que el hombre valga ya para nada, tiene más de setenta años y no puede con la sotana.

Entonces tienes que admitir que no era ningún crimen esconderle. Y ahora voy a contarte yo otra cosa que ese hombre, a quien vais a dar el paseo, ha hecho. -Y le conté la historia de don Pedro y el muchacho tísico-. Como ves, sería un crimen fusilar a un hombre semejante -terminé.

A don Pedro le pusieron en libertad aquella tarde. Me fui a ver a Antonio para decírselo.

Lo sabía ya. Y tú no puedes figurarte las cosas que me han preguntado sobre ti. Tampoco parece que han podido encontrar nada contra el viejo y le han soltado. Es una lástima que no podamos investigar cada caso así, pero es imposible, ¡créeme!

Se calló y después de un largo silencio dijo:

¿Tú sabes que yo actúo como defensor en uno de esos tribunales? Vente conmigo esta tarde como si fueras un testigo. Tenemos media docena de casos para resolver hoy. Personalmente, yo creo que el Gobierno debía tener la mano en todo esto. El día de las bombas no hubo ni tribunales, se fusiló a todos los que se detuvo. No había quien escuchara razones. Lo mismo que pasó en Badajoz cuando cogieron los fascistas y fusilaron en la plaza de toros a todo el que cogieron. Antes todavía se podían arreglar algunos casos, pero se va haciendo más difícil cada día. Lo peor de este trabajo que yo he cogido es que a la larga empiezan a sospechar de ti por defender a los otros y tratar de que las cosas se hagan decentemente. Al final, creo que no voy a ir, y allá hagan ellos lo que les dé la gana.

Me llevó a una de las iglesias más populares de Madrid, que se había convertido en una prisión y un tribunal. El tribunal se había instalado en la rectoría y la prisión en la cripta. La iglesia se abría a una calle estrecha y sucia, pero la rectoría, a espaldas de la iglesia, estaba embebida entre dos edificios modernos en una de las grandes calles de la ciudad. Entramos por una puertecilla estrecha y seguimos a lo largo de un pasillo interminable con techo, piso y paredes de piedra, oscuro, negro, húmedo y opresivo. El pasillo torcía en ángulo recto y de pronto nos encontramos frente a un amplio patio, embaldosado, con dos alfombras de césped bien cuidado en el centro e hileras de tiestos de flores a lo largo de las paredes. Frente a nosotros estaba el ventanal policromado de la pared posterior de la iglesia. El sol se estrellaba sobre el mosaico de cristales montados en la armadura de plomo y la vidriera estaba llena de destellos de luz. Chispas de azul, verde, rojo y púrpura caían sobre las losas, la hierba y las paredes del patio, y la piedra se moteaba de verde y la hierba de rojos. A medida que andábamos, cada cristal nos lanzaba a los ojos en turno su propio color en toda su pureza. Había una vieja parra que cubría la pared de la rectoría cuajada de hojas verdes y de uvas verde dorado; y había una bandada de gorriones que brincaba desvergonzadamente ante nuestros pies.

El miliciano de guardia estaba sentado en una silla de lona a la sombra, fumando y mirando los pájaros.

Subimos Antonio y yo una escalera estrecha y nos encontramos en una habitación que debió haber sido el despacho del párroco. Cerca del balcón había un misal abierto sobre un alto atril. La mitad de su página estaba cubierta por una inmensa Q rodeada de arabescos dorados. El libro estaba impreso en una vieja letra, pero las iniciales de cada capítulo y de cada versículo estaban pintadas a mano, las de los capítulos con oro, las de los versículos solamente en rojo. A mi espalda una voz dijo:

Se prohíbe llevarse el misal.

Un miliciano estaba sentado en un sillón tapizado, tras una mesa vieja y sólida cubierta con un paño verde. Era un muchacho de unos veintitrés años con hombros anchos, una sonrisa amplia y dientes grandes, blancos como leche.

Tú no sabes cuántos golosos tiene el misal ese. Pero ahí hace bonito, ¿no? Uno de nuestros camaradas sabe cantar misa y a veces lo hace para nosotros.

Mientras charlábamos entró otro, un hombre de unos cuarenta años con un fiero bigote, dientes negros y roídos y unos ojos grises chispeantes. Su «¡salud!» sonó más como el gruñido de un perro que como un saludo, e inmediatamente comenzó a jurar, mostrando una riqueza inagotable de blasfemias. Cuando hubo desahogado su mal humor, se dejó caer en una silla y se nos quedó mirando.

Bueno -dijo al cabo-, hoy nos cargamos a todos los fascistas que tenemos aquí. Es una lástima que no sean más que media docena; hoy me gustaría tener seis docenas.

¿Qué mosca te ha picado hoy, Manitas? -preguntó el miliciano joven.

Miré las manos del hombre. Eran enormes, con dedos nudosos y uñas anchas, largas como palas, ribeteadas de negro.

Me puedes llamar Manitas y lo que te dé la gana, pero si cojo yo hoy a uno de esos perros sarnosos y le pego una bofetada, le descuajo la cabeza. ¿Tú sabes a quién hemos encontrado hoy en la pradera cuando nos estábamos contando? A Lucio, el lechero, tan frío como su abuelo. Le habían pegado un tiro en la nuca que le había salido por la nuez. Os podéis imaginar la que se ha armado. Uno de los camaradas más antiguos convertido en fiambre bajo nuestras narices; le habían metido en la boca una de esas pelotas de goma de los chicos para que no pudiera hacer chistes. Y por todo lo que sabemos, seguramente nosotros mismos nos lo hemos cargado, porque habíamos estado ayudando a otros camaradas a despachar su lote. Alguien nos está tomando el pelo. Con que nos fuimos a ver a la madre de Lucio y nos dijo que ayer por la tarde le habían venido a buscar unos camaradas en un coche del Partido y que no había vuelto. Nos debió de ver algo en la cara, porque se empeñó en que le teníamos que contar lo que había pasado. Hubo que decírselo y... bueno, de esto no quiero hablar más. Ahora tenemos que avisar a todos los camaradas para que estén sobreaviso y no se dejen coger en la trampa y tenemos que ver si los cogemos nosotros a ellos. Y aquí, ¿qué ha habido?

Tres nuevos.

No es mucho. Bueno, cuando queráis, nos metemos con los de hoy.

El miliciano joven, Manitas y un tercero, serio y taciturno, se constituyeron ellos mismos en Tribunal del Pueblo, con Antonio como defensor. Dos milicianos trajeron el primer prisionero, un muchacho de veintidós años, la ropa de buen corte llena de polvo y telarañas y los párpados enrojecidos.

¡Acércate, pajarito, que no te vamos a comer! -bromeó Manitas.

El miliciano en el sillón sacó una lista del cajón de la mesa y leyó en voz alta el nombre y las circunstancias del acusado; pertenecía a la Falange, varios camaradas le habían visto vendiendo periódicos falangistas y en dos ocasiones había tomado parte en riñas callejeras. Cuando le habían arrestado encontraron sobre él una matraca de plomo, una pistola y un carnet de la Falange.

¿Tienes algo que decir en tu defensa? -preguntó el que hacía de juez.

Nada. Me habéis cogido, mala suerte. -Y el prisionero se volvió a encerrar en su silencio desdeñoso, la cabeza caída, frotándose las manos una contra otra. El Manitas se echó adelante en su silla:

Está bien. Llevárosle y traeros otro.

El que trajeron después era un hombre con el cabello gris, en el borde de los cincuenta, con la cara contraída por el miedo. Antes de que el juez comenzara a hablar, dijo.

A mí me vais a matar, pero yo soy un hombre honrado. He trabajado toda mi vida y todo lo que tengo me lo he ganado con mi propio trabajo. Yo no me he mezclado nunca en política.

El Manitas se levantó de la silla con un movimiento amenazador y por un momento creí que iba a pegar al hombre:

Tú te callas, ¡perro sarnoso!

El juez buscó entre los papeles. Junto con ellos había una cartera de la que se apoderó Antonio, vaciándola de su contenido. El juez dijo:

Estáte quieto, Manitas... Mira, tú. Aquí no matamos a nadie si no es necesario. Pero tienes que explicar unas cuantas cosas, porque aquí tenemos una denuncia concreta. Lo primero que dice es que tú eres un carca.

Soy un católico, pero eso no es un crimen. También hay curas que son republicanos.

Sí, es verdad, hay algunos, aunque yo no me fiaría de ellos ni la uña del dedo. Pero la denuncia dice también que tú has dado dinero a la CEDA.

Eso es una mentira.

Tercero: uno de tus sobrinos viene a menudo a tu casa y es un falangista y uno de los peores.

No lo voy a negar. Pero ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿No tenéis ninguno de vosotros un pariente que sea de derechas?

Antonio, mientras, había estado mirando y comparando papeles de la cartera. Me hizo una seña para que me pusiera a su lado, mientras el acusado explicaba que tenía una tienda en la Concepción Jerónima, que él nunca había salido de su tienda, que nunca se había metido en política...

Antonio me alargó silenciosamente dos papeles, uno la denuncia, el otro un pagaré por diez mil pesetas, vencido hacía ya meses.

La misma letra -susurré, y Antonio afirmó con la cabeza.

Por esto es por lo que quería que miraras. -Se volvió e interrumpió el chorro de palabras del prisionero-: Vamos a ver. Explícame qué es esto. -Y le alargó el pagaré.

Pero esto no tiene nada que explicar, ni tiene nada que ver con política. Le he prestado el dinero a un viejo amigo mío que estaba en un apuro. Esperaba que se hubiera arreglado, pero no ha servido de nada, es un tarambana y simplemente se gastó el dinero. Y ya ni me acordaba de ello. Así, se ha quedado olvidado en la cartera con otros papeles viejos.

Tenemos que comprobar esto. ¿Dónde vive tu amigo? - Cuando dio las señas, Antonio dijo a los dos milicianos que se lo llevaran. Después puso los dos papeles encima de la mesa, lado al lado-: Tenemos que aclarar esta historia. Hay que traer en seguida a este fulano. Ya sabéis que yo estoy en contra de las denuncias anónimas. Si alguien tiene algo que denunciar, que se presente y que lo diga cara a cara. Y no que lo que estamos haciendo es matando gente que no ha hecho nada o que son simplemente unos beatos o unos idiotas.

El juez aprobó, mientras Manitas murmuraba algo. Para dar tiempo a que trajeran al denunciante, siguieron con los demás prisioneros. Después llegaron dos milicianos conduciendo entre ellos al hombre cuya dirección había dado el detenido. Era joven aún, delgado, con cara cansada, los pies y las manos temblonas. Antonio le puso debajo de los ojos la denuncia:

Tú has escrito esto, ¿no? El hombre tartamudeó:

Sí... sí... Porque yo soy un buen republicano, uno de vosotros... -Se le afirmó un poco la voz-. Y ese hombre es un fascista peligroso, camaradas.

Oye, tú, aquí no somos camaradas, ni cosa que se lo parezca. A mí me han dado a mamar mejor leche que a ti -gruñó Manitas.

Antonio desdobló el pagaré y preguntó:

Y este papel aquí, «camarada», ¿nos quieres explicar qué es?

El hombre no pudo responder. Temblaba y le castañeteaban los dientes. Antonio mandó por el prisionero y esperó hasta que los dos estuvieron frente a frente. Entonces dijo:

Bueno, aquí tienes al que te ha denunciado.

¿Tú, Juan? ¿Por qué? ¿Qué tienes tú contra mí? Tú tampoco te mezclas en política. Y yo he sido para ti como un padre. Aquí tiene que haber un error, señores... Pero, a ver, déjame ver... pero es tu letra... -De repente gritó, sacudiendo al otro por un brazo-:

¡Contesta!

El denunciante levantó la cara lívida con labios morados que temblaban sin dejarle articular palabra. El otro soltó su brazo y se nos quedó mirando. Nadie dijo una palabra. Entonces se levantó Manitas y dejó caer su mano sobre el hombro del denunciante, que brincó, y dijo:

Te la has liado, amigo.

¿Qué van ustedes a hacer con él? --preguntó el prisionero.

¿Con éste? Nada, meterle una bala en los sesos, nada más - dijo Manitas-. El cerdo este debe de tener la sangre más negra que la sotana del cura. -Y señaló con un pulgar sucio hacia la sotana de seda colgada detrás de la puerta.

El juez se levantó:

Bueno, ahora que esto está claro, usted está libre. Éste se queda aquí...

Pero ustedes no le pueden matar por esto. Después de todo es a mí a quien ha denunciado, y yo le perdono, para que Dios me perdone.

Esto es cuenta nuestra; no se preocupe.

No, no. Es cuenta mía. Yo no me puedo marchar de aquí hasta que no me prometan ustedes que no le va a pasar nada.

Bueno, mira -interrumpió Manitas-, no seas imbécil y lárgate de aquí más que a prisa. Nos has pillado en la hora tonta y no hagas que nos arrepintamos y os demos el paseo a los dos. ¡Eh, vosotros! ¡Llevaros a éste y encerrarle abajo!

Los dos milicianos se llevaron al denunciante, pero el hombre a quien había denunciado se negaba a marcharse. Imploró y suplicó ante el tribunal y al final se dejó caer de rodillas sobre la alfombra:

Lo pido, caballeros, por sus propias madres, por sus hijos, ¡por lo que más quieran en el mundo! Me remordería la conciencia toda mi vida.

Este fulano debe ir al teatro más a menudo de lo que conviene -chilló Manitas y le cogió de un codo, levantándole sin ningún esfuerzo-: ¡Hala!, arrea y vete a casa y si quieres te vas a rezar paternosters pero déjanos en paz. ¡Se acabó!

Me asomé al balcón y vi al hombre tomar la calle arriba tambaleándose. Varias personas de las casas vecinas se quedaron mirándole; después miraban la puerta de la rectoría y cuchicheaban entre ellas. Una mujer ya vieja le gritó:

Te has salvado por un pelo, ¿eh?

El hombre la miró vacilante, en verdad, como un borracho.

El sexto prisionero era un comerciante de carbones domiciliado en la misma calle. Un hombre primitivo con una fuerza física tremenda y con una cara brutal, congestionada. El juez le gritó:

Con que tú has estado pagando dinero a Gil Robles, a la CEDA, ¿eh?

¿Quién, yo? -El carbonero abrió sus ojos enlegañados-. ¡Anda!, ¿para eso me habéis traído aquí? Yo no tengo nada que ver con ese granuja. A mí me han metido aquí porque alguno me quiere mal, pero yo no tengo nada que ver con esos piojosos. Yo soy un republicano viejo, por estas cruces -y estampó un beso sonoro sobre los dos pulgares cruzados. El juez puso un recibo sobre la mesa:

Entonces esto, ¿qué es?

El carbonero cogió el papel entre sus dedazos y comenzó a deletrear trabajosamente:

«Confederación Española de Derechas Autónomas. CEDA.» ¿Qué diablos es esto? «Diez pesetas.» -Se nos quedó mirando idiotamente con la boca abierta-. Pues no sé qué decir. Resulta que los he gastado. Pero para decir verdad, pues, un pobre fulano como yo, no sabe mucho de libros y esas cosas y, pues, cuando he visto esos sellos y lo de «Confederación», pues me he dicho: «El seguro». Y ahora resulta que estos ladrones me han sacado dos duros del bolsillo, y encima me han metido en todo este lío.

Tú te das cuenta de que te podemos dar el paseo por dar dinero a la CEDA.

¡Anda, Dios! Pero ¿cuántas veces os voy a decir la misma cosa? ¡Vosotros estáis peor de la cabeza!

El Manitas le dio un medio en un costado que le hizo volverse y encararse furioso con él:

Tú, mírame a los ojos y contesta: ¿sabías o no sabías que ese dinero era para la CEDA?

Otra vez. Pero ¿cómo lo voy a repetir? Si os lo digo yo, es como el Evangelio. Me han robado esos dos duros, tan seguro como mi nombre es Pedro. ¡Y así permita Dios se lo gasten en médico y botica!

Tú hablas mucho de Dios -gruñó el Manitas.

Según se tercia, muchacho. Es bueno tenerle a mano, unas veces para decirle algo feo y otras veces por si ayuda un poco.

Cuando le dijeron al carbonero que estaba libre, replicó:

Bueno, eso ya lo sabía yo. La parienta se quedó llorando como una Magdalena cuando me echasteis mano, pero yo le dije que no se apurara, que a mí no me ibais a dar el paseo. Todo el barrio me conoce hace veinte años y ninguno os va a decir que me ha visto rozarme con los curas. Y fui el primero que votó por la República. Bueno, chicos, no os apuréis, todos metemos la pata de vez en cuando. ¡Hala, veniros conmigo y bebemos un vaso abajo!

Le oímos bajar, haciendo crujir la escalera bajo sus zapatones.

Esto es todo por hoy -dijo el juez.

Hoy me la habéis jugado de puño. De seis, se han escapado dos. Pero al menos nos ha quedado el soplón ese. Esta noche le voy a arreglar yo las cuentas -dijo el Manitas. Antonio y yo bajamos a la nave de la iglesia, una gran nave de piedra que nos envolvió en frescura. La luz formaba charcos de sombra oscura y destellos de colores sobre las baldosas. Alguien estaba cantando flamenco en lo alto, hundido en la oscuridad; se oía el tintinear del metal. Un miliciano encaramado en el altar mayor iba recogiendo candelabros y echándolos a otro miliciano situado al pie del altar; éste los dejaba caer en un montón informe de ornamentos de metal.

Esto es para hacer cartuchos -me dijo Antonio.

La madera de los altares estaba desnuda y los altares aparecían descarnados. Las imágenes mutiladas, tiradas por tierra, habían perdido su respetabilidad. Viejas estatuas de madera, apolilladas, mostraban caras desnarigadas. De algunos trajes de colorines surgía la estopa impregnada de escayola. De la barandilla dorada frente al altar mayor pendía un cepillo de limosnas, la tapa cerrada por un grueso candado, la caja deshecha a martillazos. Un Niño Jesús se erguía sobre uno de los últimos escalones del altar, pero el Niño no era más de una bola azul celeste con un par de pies diminutos encima que se prolongaban en dos palos desnudos, para sostener una cabeza de chiquillo rubio, hecha en cartón piedra, los ojos de cristal azules. De otro palo, unido al primero, surgía una manita regordeta y rosada, el pulgar doblado sobre la palma, los otros cuatro dedos elevados en signo de bendición. La túnica había desaparecido, pero alguien había colgado en el armazón de palo una vieja gabardina y había convertido la imagen en un espantapájaros, con la rubia cabeza infantil caída a un lado, sonriendo bobamente.

Ponle un cigarrillo en la boca, para que parezca un buen proletario -dijo el miliciano que estaba al pie del altar-. ¡Imagínate las perras que les han sacado a las beatas, con la ayuda del angelito! Pero si una de ellas le hubiera levantado las faldas y se hubiera encontrado los palos de escoba se hubiera desmayado. ¿No te parece?

Pensé en toda la escenografía de la iglesia de San Martín, como yo la había visto cuando niño: la imagen del santo sacada de su nicho en la víspera de su festividad; el paisaje rural del fondo con su cerco de bombillas, sostenido contra tablas y cajas de pescado vacías prestadas por el pescadero de la calle de la Luna; el cura renegando del olor de pescado, mientras las beatas de turno cubrían estas cajas con trapos y sábanas en la sacristía; la gran cortina carmesí, ribeteada de cordones dorados, elevada de una cuerda sobre el altar mayor y disimulando cuidadosamente en sus pliegues dos agujeros que los ratones habían roído en el curso de los años. Y el desmontar de todo el escenario al final de la novena, en una lluvia de polvo y telarañas, mientras el santo reposaba en el suelo como un maniquí desnudo en un escaparate vacío.

Poco a poco iba reconociendo las piezas del escenario en la iglesia saqueada. Allí estaban las escalerillas de pino, apolillado ya, que habían sostenido las velas de los votos. El sagrario abierto con la pintura desconchada como cuarto desalquilado de una casa diminuta. Olía a cera rancia y a madera podrida. El espacio vacío tras la hornacina dorada donde había estado el Niño Jesús, estaba festoneado de telarañas.

Pero por encima de toda aquella chatarra surgían inaccesibles las columnas de piedra sosteniendo las bóvedas inmensas, oscuro todo por el humo y los años. El órgano se elevaba como un castillo a través de la nave y el crucero. Y la última luz de la tarde se filtraba por la cristalería de la linterna allá en lo alto de la cúpula.


Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - (Primera parte, 1951)
Capítulo IX - La caza del hombre









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