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2910. Josefa Martínez Agulla


Josefa Martínez Agulla
(24.12.1927, Cangas de Morrazo)

A estas horas de la mañana la sala del Hogar del Jubilado de Trintxerpe en la que hemos fijado la cita está vacía. Este clima de silencio y tranquilidad resulta de gran ayuda para que Pepita se sumerja en sus recuerdos y nos haga partícipes de ellos. Cuando llega, del brazo de su marido Antonio, aparece ante mí una mujer menuda, como la mayoría de las mujeres gallegas de su generación, pero, a pesar de sus 80 años, sus ojos vivos expresan claramente la fuerza de voluntad y la inteligencia del superviviente.

Una vez hechas las presentaciones, sus palabras salen rápidas  de su boca. 

“Mi vida es una historia bonita y  la vez penosa.

Mi padre era maquinista naval y trabajaba para una empresa noruega, pero cuando estalló la guerra, como buen republicano que era, se movilizó y fue al frente. Allí le hicieron prisionero, pero mi padrino, que era primo suyo y falangista, le salvó de morir en la cárcel. Desde allí le escribió a mi madre para que nos mandara a alguno de los 3 hijos a Rusia.

Cuando entraron las tropas nacionales nos fuimos de Trintxerpe a Bilbao y estuvimos una temporada viviendo muy cerca del Ayuntamiento. El 13 de junio de 1937 nuestra madre nos llevó a mi hermano de 4 años,Teófilo, a mi hermana y a mí al muelle de Santurce y nos embarcó en el “Habana”.

Cuando llegamos allí estuvimos 3 años en el sanatorio Epatoria Proletal, en Crimea, al sur de la URSS. Al principio, al vernos sin padres ni madres, nos pasábamos todo el rato llorando, pero luego, con el tiempo, lo pasamos muy bien. Los rusos nos trataban muy bien, eran muy cariñosos y no tengo ninguna queja de ellos. Estábamos internos, separados por edades. En Rusia había 10 colegios como el nuestro, con niños y niñas españolas.

Allí nos daban clases de castellano,de ruso,etc. Además teníamos algunos maestros españoles. Poco a poco nos fuimos adaptando, comenzamos a conocer y a jugar con los niños rusos…Vivíamos muy cerca de un aeródromo militar. Los aviadores rusos venían y nos apadrinaban y nos traían paquetes.

Pero luego vino lo peor. Cuando empezó la 2ª Guerra Mundial, en 1940, nos trasladaron a Moscú, al centro Onisko. Estuvimos allí hasta el 41. Los alemanes estaban atacando Moscú y nosotras creíamos que no saldríamos vivas de allí. De Moscú nos trasladaron a Saratov, una localidad situada en el Canal del Volga. Los alemanes ya habían llegado hasta allí, pero cuando los soviéticos consiguieron echarles, envenenaron todos los pozos, los animales…

Durante aquellos años de la guerra murieron muchos compañeros y compañeras. Los rusos mandaban la comida para las que estábamos en aquel colegio, pero el director se adueñaba de gran parte de aquellos alimentos y se los pasaba a los alemanes, y a nosotros nos iban dejando sin comida. Luego se descubrió que era un espía alemán. Para poder alimentarnos a veces teníamos que comer peladuras de patatas, etc… Yo era como una ardilla y me metía por cualquier agujero para buscar comida y compartirla con mis hermanos. Por suerte, algunos mayores consiguieron escapar un día del colegio y decirles a los rusos lo que estaba sucediendo con nosotros. Muchos nos salvamos gracias a ellos.

Más tarde, cuando acabó la guerra, nos llevaron a todos a un sanatorio, para reponernos, pues casi todos estábamos enfermos, sobre todo mi hermano y mi hermana, con tuberculosis. Al salir del sanatorio, mi hermana me encontró trabajo en una fábrica textil. Yo entonces tenía 18 años y después de trabajar íbamos a clases de ruso, para mejor adaptarnos a la vida de allí. Entonces ya éramos más independientes pero teníamos que compartir el apartamento con otras familias. Así pude ganar un poco de dinero y ayudarle a mi hermano, que tuvo más suerte que yo, pues al ser más joven, pudo estudiar y hacer la carrera de ingeniero agrónomo.

A los 22 años me casé con un catalán y tuve un hijo, Avelino, aunque luego me divorcié de mi marido.

Franco no quería que volviésemos pues temía que los que habíamos estado en Rusia quisiéramos introducir aquellas ideas en España, pero todo se arregló y al final en 1957 volví a Trintxerpe, en la segunda expedición. Cuando llegué no conocía a nadie y estaba desesperada. Tenía 30 años, y tenía un niño de 7. La verdad es que lo pasé muy mal. Vivíamos con mi madre, pero con ella nunca me entendí bien. Me acordaba mucho de Rusia. Luego me puse a trabajar, primero en Antxo, en Orlando, limpiando anchoas. Aquello no me gustaba nada y lo dejé y me puse a limpiar una casa. Por fin, un día conseguí trabajo en el Hotel San Ignacio, que estaba en la Calle Easo, de San Sebastián.

Al cabo de unos años, me fui a trabajar al Hospital Militar, como  auxiliar de enfermería.

En el Hospital había monjas y algunas me miraban mal por haber estado en Rusia, sobre todo Sor Tránsito.

Una vez mi madre se empeñó en que teníamos que ir a Galicia, a conocer a la familia. Llegamos allí y al cabo de una semana la policía nos reclamó, pues, al parecer, no podíamos salir de aquí hasta que pasara un año. Tuvimos que ir a Irún y presentarnos ante Melitón Manzanas. Le tenía pánico…

A veces nos invitan a las reuniones de expatriados en Bilbao, en San Sebastián, etc., pero sólo saben hablar de lo que pasaron en Rusia y a mí no me gusta recordar todo aquello. A mí me gusta vivir el presente”.


Pasaia 1931-1936. La Memoria de los vencidos, de Xabier Portugal Artega, 2007


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Fotografía: Josefa Martínez posa con su hijo Avelino en brazos. 







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