Mientras los hombres toman puesto en los
frentes, las mujeres, que cumplen así una misión de combatientes también, se
aprestan a sustituirlos en la retaguardia. Las máquinas de las industrias no
pueden quedarse paradas; los motores de los talleres no pueden dejar de zumbar;
los servicios de transportes urbanos han de seguir prestándose regularmente...
Y ahí, junto a las máquinas, junto a los motores, en los lugares de trabajo que
el hombre abandonó, tienen las mujeres combatientes su puesto.
—Lina Odena —me dice un activo militante
obrero— no puede ser la imagen que se repita frecuentemente en las mujeres,
siquiera sean las de ánimo más resuelto y decididamente antifascista. Y así, su
actuación resultará más eficaz en la retaguardia, en los servicios que el
hombre hubo de desatender al tomar un arma para pelear en los frentes, que
entre las unidades armadas empuñando un fusil... Un fusil pesa demasiado. Las
armas, incluso las pistolas más pequeñas, pesan demasiado para las manos de las
mujeres cuando estas mujeres no poseen, como Lina Odena, como algunas otras
aguerridas muchachas que se han batido ya admirablemente, ese espíritu
combativo excepcional. Y exigírselo a todas sería tan insensato como negarles a
las que no lo poseyeran la posibilidad de ser también útiles en la lucha.
Los batallones auxiliares femeninos
A ese pensamiento responde la creación —por
diferentes organismos y simultáneamente— de diversas unidades, como batallones
auxiliares, constituidos solamente por mujeres. Uno de ellos, bajo la
denominación de La Pluma, está dispuesto ya para cubrir aquellas vacantes
provisionales de varones que se produzcan en los despachos de oficinas. Pero
las oficinas actuales —con un espacio reservado para el espejito y la barrita
roja perfumada en el primer cajón de la mesa de la máquina de escribir— habían
empezado a dejar de ser, desde hace algunos años, un coto varonil, y a
convertirse para las mujeres en su mejor ambiente, para ganarse
risueñamente la vida.
—Ahora no serán solamente mecanógrafas o
escribientes —explican—. En La Pluma hay contables, y redactoras de
correspondencia, y archiveras, y muchachas con capacidad suficiente para
encargarse de cualquier organización comercial...
Pero mientras La Pluma organiza su batallón
de oficinistas, otras agrupaciones sindicales van encuadrando sus unidades, de
las que habrán de salir las suplentes carpinteras, ebanistas, metalúrgicas,
dependientas del comercio, peluqueras, vidrieras, pintoras y fabricantes de
pan.
—Se trata de que, si las necesidades de la
guerra lo impusieran así, todo el trabajo, todas las actividades de la capital
pudieran quedar entregadas en las manos de las mujeres—dicen.
El servicio de tranvías, al cuidado
de las mujeres
Ahora se está reclutando el cuadro femenino
que habrá de encargarse de los servicios de tranvías. Y centenares de mujeres
acuden a solicitar su inclusión en ese cuadro, en los locales del Partido
Comunista Español.
—Muchachas del servicio doméstico, de las
clasificadas en nuestras organizaciones sindicales como obreras del hogar,
operarías de diversas industrias, actualmente en paro forzoso; jovencitas
formadas en nuestros grupos de «pioneros», la mayoría. Pero no faltan entre las
solicitantes estudiantes de formación burguesa, mujercitas de las que en su
padrón de vecindad sólo podían hacer constar el vago concepto de «sus labores»
en la casilla destinada a designar su profesión— advierten los camaradas
encargados de este reclutamiento.
Y funcionarías del Estado, prestando
servicios en distintos departamentos ministeriales y que a la primera llamada
del Partido Comunista, del que son afiliadas, acuden sin vacilación. Del
Ministerio de Agricultura han respondido inmediatamente las compañeras Estrella
Monreal, adscrita a la Secretarla del ministro; María Cruz López, de la
Dirección de Agricultura; Dolores Zoilo, de la Secretaría de Seguros del
Campo... Y del Ministerio de Instrucción Pública: Carmen Cristóbal, de la
Dirección de Enseñanza, y Zulima Herrero, auxiliar de la Sección Central (sobre
cuyas tareas en la oficina se acumulan todavía los cargos de responsable del
taller instalado en el Ministerio), la vicesecretaría del Sindicato y la
secretaría del Frente Popular de aquel departamento.
—Las condiciones que deberán reunir las
aspirantes a este trabajo del servicio de tranvías —dice el responsable de esta
labor previa de reclutamiento— son hallarse en la edad comprendida entre los
veinte y los treinta años; saber leer y escribir y conocer las cuatro reglas
elementales de la aritmética, y pertenecer a las organizaciones sindicales de
la U.G.T. o C.N.T., o a los partidos integrantes del Frente Popular. Por de
pronto, de entre todas ellas vamos a movilizar cien muchachas, que cubrirán
otras tantas plazas de cobradores de tranvías. Pero más adelante, y a medida
que las circunstancias lo hicieran preciso, movilizaríamos otras muchas más,
para emplearlas también en la conducción o en otras actividades que tuvieran
que abandonar los hombres y que no pudieran quedar paralizadas.
Las primeras aspirantes a cobradoras
del tranvía
Las aspirantes a cobradoras del tranvía han
comenzado ya a practicar y recorren apresuradamente el vehículo, cajetín del
billetaje en la mano, simulando ágilmente la entrega del billete y el cobro de
su importe a unos viajeros imaginarios.
—Veremos —dice uno de los cobradores que
van a ser sustituidos— lo que puede hacer una de estas chicas en un 49, cuando
baja por Goya con los viajeros desbordando de las plataformas, para cobrar a
todos antes de llegar a Colón.
Pero las chicas no parecen muy desconfiadas
de su propia capacidad.
—Cada una hará lo que pueda... Pero todo lo
que pueda. Y ese todo, ya es mucho— promete Julia Gallego, que ya tiene
del todo posible una valiosa experiencia.
Antes de la guerra, Julia trabajaba en su
oficio de guarnecedora. Su compañero era mecánico de Telégrafos.
—¡Y lo que luchamos en Febrero, defendiendo
las elecciones los dos!—recuerda.
Pero ahora, su compañero está en un frente,
en la unidad de Transmisiones. Y ella, en su oficio, no tiene nada que hacer.
Se movilizó voluntariamente apenas comenzó la guerra. Y donde creyó que podría
ser útil, acudió. El domingo pasado estuvo trabajando en las obras de
fortificación, portando, hasta donde se la ordenaba, sacos de arena.
Otra aspirante a cobrador del tranvía es
Dolores Cañizares, viuda de un tranviario, cuya vacante ninguna como ella
merecería ocupar. Y otra, Carlota del Pino, movilizada desde los primeros días
de la lucha.
—Al principio, en los frentes, y luego, en
Madrid, como sanitaria, con el 5.º Regimiento—puntualiza Carlota.
Antes era estudiante. Con ella, en su casa
eran cinco hijos. Tres chicas y dos muchachos. Los cinco están movilizados en
la actualidad.
—¿Y tú, ahora...? —la pregunto.
—Ahora, a cobrar en el tranvía. Después,
donde pueda rendir una utilidad. Mientras esto no acabe —esto es la guerra—, la
vocación hay que dejarla a un lado. El deber es dejarse llevar. Tanto da ser
tranviaria como estudiante, panadera o albañil.
—Pero tú estudiabas...
—Antes. Y acaso vuelva a estudiar después.
Pero sólo después —responde, con voz tranquila, Carlota,
José Romero Cuesta
Mundo Gráfico, 4 de noviembre de 1936
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