Chamberlain, Daladier, Hitler, Mussolini y Ciano, 1938 |
Un tanto amenguada la cortina
de humo, o la utilización como tal de la cuestión checoeslovaca, adquiere gran
resalto, y tiende a ocupar el puesto que le corresponde, la cuestión del
Mediterráneo. Ella, como las otras, guarda relación con todas las demás; porque
ya no hay compartimentos estancos en la política universal, pero es ella la que
más preocupa, sin duda, en el Occidente europeo y, acaso, la que, por de
pronto, más debe preocupar en todas partes. Claro que toda máxima preocupación
debe llevar consigo un tabú que prohibe mentarla. Será difícil, sin embargo,
mantenerlo por mucho tiempo. En España es y ha sido siempre cuestión de
insuperable importancia. Pero tampoco han fallado en España voces
desorientadoras, descaminantes, como si a nosotros también nos conviniera
silenciarla, eludirla o aparentar que pensamos en otra cosa. Yo, por mi parte,
nunca escuché esas voces, porque siempre me parecieron hijas no de mala
intención, mas sí de error patentísimo.
Que Mr. Chamberlain y lord Halifax, y cuantos hacen en Inglaterra
una política de clase, que pretenden vender por política de Estado, no tengan
mucho prisa por que los ingleses vean con demasiada claridad y sepan a punto
fijo cómo se encuentra la cuestión del Mediterráneo, es algo perfectamente
comprensible. Mucho más si, como algunos sospechan y otros creen saber, la
llave más importante del Imperio británico, el Estrecho de Glbraltar, no está
ya muy segura en la insondable faltriquera de la vieja Albión. La cosa es
perfectamente comprensible, porque nadie que no pueda rendir estrechas cuentas
de algo puede tener prisa por que se le exijan. El que a nosotros, españoles,
nos interese tanto el pellejo y la tranquilidad de esos ilustres
pescadores de caña, el que contribuyamos en la modesta medida de nuestras
fuerzas a guardarles el secreto, en perjuicio de nuestros buenos amigos de
Inglaterra, no es ya tan comprensible. Al menos yo confieso no haberlo
comprendido todavía. Bien entiendo, sin embargo, que se me puede preguntar: ¿Y
cuáles son nuestros buenos amigos de Inglaterra? Yo respondo sin titubear: en
primer lugar, Inglaterra entera como democracia, de la cual hemos aprendido
algo y pudimos aprender mucho más, en segundo lugar, Inglaterra como imperio,
porque mientras haya imperios en el mundo, es el inglés no solamente el más
tolerable sino el más firme puntal de nuestra independencia. No ignoro que se
me puede seguir preguntando: ¿Y cuáles son, entonces, nuestros enemigos?
Nuestros enemigos, respondo, son aquellos que están en la propia Inglaterra, no
sólo contribuyendo a nuestra asfixia, sino comprometiendo su propia democracia
y su imperio —su imperio democrático o su democracia imperial— por salvar los
intereses sin patria de la alta banca y, todo ello, en beneficio de nuestros enemigos y de los suyos, mucho más suyos que nuestros. Y el que nosotros
contribuyamos a que los ingleses vean esto con la acuidad con que nosotros lo
vemos, no es pagarles nuestra amistad en mala moneda, ni mucho menos trabajar
contra nuestros propios intereses.
...
También es incomprensible que
cuantos siguen en Francia, más o menos a remolque, una política semejante a la
inglesa, cualquiera que sea su filiación política, no tengan demasiada prisa
por rendir a Francia cuenta de su conducta. Ellos han trabajado con todas sus
fuerzas y pretenden seguir trabajando no sólo contra la Francia democrática, la
de la gran Revolución y del «affaire» Dreyfus, sino también, y sobre todo,
contra la Francia imperial, que culminó en el Tratado de Versalles. Es
muy comprensible que ellos tampoco quieran mentar la cuestión del
Mediterráneo, y hasta que soporten con santa paciencia y, en el fondo, con mal
disimulado regocijo, que se les acuse de claudicadores en Munich, porque ellos
saben muy bien, están hartos de saber que sus claudicaciones son mucho más
graves. No es sólo que hayan perdido su crédito y su influencia política en la
Europa centrooriental, es que han abandonado las comunicaciones con el África
del Norte, la ruta marítima por donde la metrópoli se comunica con sus
colonias, por donde sus colonias mandarían las fuerzas que habían de defender
la metrópoli contra un enemigo implacable. Han hecho más... Pero, ¿a qué
seguir? ¿A qué mentar la soga del Pirineo y del golfo de Vizcaya en casa de
ahorcado en Mallorca? Ellos saben muy bien que su gran pecado no ha sido en
Praga, ni en Munich, sino en París y en Londres; se llama el Comité de no intervención
en España. Porque, evidentemente, es en España donde debieron intervenir hace
ya más de dos años para impedir que España fuera invadida por los más
implacables enemigos de Francia.
Cuando sir Neville Chamberlain
y su jovial compadre monsieur Daladier, dicen que se ha conseguido que la
guerra de España deje de ser una amenaza para la paz de Europa, no se sabe a
quién pretenden engañar, porque no hay nadie tan palurdo sobre el planeta que
comulgue con esa rueda de molino. Es ahora cuando los intereses vitales de
Francia y de Inglaterra han de aparecer más directamente amenazados.
Y es ahora cuando para
tranquilidad de todos ha dicho Chamberlain que ni Hitler ni Mussolini tienen la
menor ambición en España, ni siquiera de perturbar el equilibrio
mediterráneo.
Lo afirma Chamberlain y,
digámoslo con ironía shakespeariana,
Chamberlain is an honourable
man
Los sinceros amigos de Francia
y de Inglaterra —más amigos aún, claro está, de nuestra España—, vemos con más
repugnancia que terror que la suprema iniquidad contra nosotros se proyecta en
todas las cancillerías donde el fascio se alberga y, por ende, también en las
de Londres y París. De los cuatro fingidos no intervencionistas, los dos
invasores de nuestra patria se quitarán pronto la careta, que ya les sofoca, y
aparecerán sus rostros aborrecibles, sin sorpresa de nadie. Las máscaras eran
inútiles por demasiado transparentes. Los otros dos procurarán conservarlas, no
por miedo a nosotros, sino a sus propias conciencias, quiero decir a sus
propios pueblos, a quienes vienen engañando. Son estos pueblos mismos los que
han de arrancárselas.
Entretanto, el doctor Negrín y
Alvarez del Vayo han elevado la voz de España, sin vanagloria y sin miedo, con
el orgullo modesto, perdonadme la aparente contradictio in adjecto, con que
habla siempre España en los momentos decisivos. España no es una invención de
las cancillerías europeas, la resultante de un tratado de paz más o menos
inepto. Lleva siglos de vida propia perfectamente definida por su raza, por su
lengua, por su geografía, por su historia, por su aportación a la cultura
universal. No es fácil disponer de su presente ni, mucho menos, de su porvenir.
Aun suponiendo—y es mucho suponer— que pueda caer arrollada por la fuerza
bestial de sus enemigos, su deber es caer con dignidad, resistir hasta el fin porque sólo así sería indefectible su resurgimiento futuro. Y, por de pronto,
España piensa en la victoria, porque está segura de merecerlo.
Antonio Machado
La Vanguardia, 10 de noviembre
de 1938
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