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2928. Desde el mirador de la Guerra. Cuando sir Neville Chamberlain y su jovial compadre monsieur Daladier

Chamberlain, Daladier, Hitler, Mussolini y Ciano, 1938


Un tanto amenguada la cortina de humo, o la utilización como tal de la cuestión checoeslovaca, adquiere gran resalto, y tiende a ocupar el puesto que le corresponde, la cuestión del Mediterráneo. Ella, como las otras, guarda relación con todas las demás; porque ya no hay compartimentos estancos en la política universal, pero es ella la que más preocupa, sin duda, en el Occidente europeo y, acaso, la que, por de pronto, más debe preocupar en todas partes. Claro que toda máxima preocupación debe llevar consigo un tabú que prohibe mentarla. Será difícil, sin embargo, mantenerlo por mucho tiempo. En España es y ha sido siempre cuestión de insuperable importancia. Pero tampoco han fallado en España voces desorientadoras, descaminantes, como si a nosotros también nos conviniera silenciarla, eludirla o aparentar que pensamos en otra cosa. Yo, por mi parte, nunca escuché esas voces, porque siempre me parecieron hijas no de mala intención, mas sí de error patentísimo.

Que Mr. Chamberlain y lord Halifax, y cuantos hacen en Inglaterra una política de clase, que pretenden vender por política de Estado, no tengan mucho prisa por que los ingleses vean con demasiada claridad y sepan a punto fijo cómo se encuentra la cuestión del Mediterráneo, es algo perfectamente comprensible. Mucho más si, como algunos sospechan y otros creen saber, la llave más importante del Imperio británico, el Estrecho de Glbraltar, no está ya muy segura en la insondable faltriquera de la vieja Albión. La cosa es perfectamente comprensible, porque nadie que no pueda rendir estrechas cuentas de algo puede tener prisa por que se le exijan. El que a nosotros, españoles, nos interese tanto el pellejo y la tranquilidad de esos ilustres pescadores de caña, el que contribuyamos en la modesta medida de nuestras fuerzas a guardarles el secreto, en perjuicio de nuestros buenos amigos de Inglaterra, no es ya tan comprensible. Al menos yo confieso no haberlo comprendido todavía. Bien entiendo, sin embargo, que se me puede preguntar: ¿Y cuáles son nuestros buenos amigos de Inglaterra? Yo respondo sin titubear: en primer lugar, Inglaterra entera como democracia, de la cual hemos aprendido algo y pudimos aprender mucho más, en segundo lugar, Inglaterra como imperio, porque mientras haya imperios en el mundo, es el inglés no solamente el más tolerable sino el más firme puntal de nuestra independencia. No ignoro que se me puede seguir preguntando: ¿Y cuáles son, entonces, nuestros enemigos? Nuestros enemigos, respondo, son aquellos que están en la propia Inglaterra, no sólo contribuyendo a nuestra asfixia, sino comprometiendo su propia democracia y su imperio —su imperio democrático o su democracia imperial— por salvar los intereses sin patria de la alta banca y, todo ello, en beneficio de nuestros enemigos y de los suyos, mucho más suyos que nuestros. Y el que nosotros contribuyamos a que los ingleses vean esto con la acuidad con que nosotros lo vemos, no es pagarles nuestra amistad en mala moneda, ni mucho menos trabajar contra nuestros propios intereses.


...


También es incomprensible que cuantos siguen en Francia, más o menos a remolque, una política semejante a la inglesa, cualquiera que sea su filiación política, no tengan demasiada prisa por rendir a Francia cuenta de su conducta. Ellos han trabajado con todas sus fuerzas y pretenden seguir trabajando no sólo contra la Francia democrática, la de la gran Revolución y del «affaire» Dreyfus, sino también, y sobre todo, contra la Francia imperial, que culminó en el Tratado de Versalles. Es muy comprensible que ellos tampoco quieran mentar la cuestión del Mediterráneo, y hasta que soporten con santa paciencia y, en el fondo, con mal disimulado regocijo, que se les acuse de claudicadores en Munich, porque ellos saben muy bien, están hartos de saber que sus claudicaciones son mucho más graves. No es sólo que hayan perdido su crédito y su influencia política en la Europa centrooriental, es que han abandonado las comunicaciones con el África del Norte, la ruta marítima por donde la metrópoli se comunica con sus colonias, por donde sus colonias mandarían las fuerzas que habían de defender la metrópoli contra un enemigo implacable. Han hecho más... Pero, ¿a qué seguir? ¿A qué mentar la soga del Pirineo y del golfo de Vizcaya en casa de ahorcado en Mallorca? Ellos saben muy bien que su gran pecado no ha sido en Praga, ni en Munich, sino en París y en Londres; se llama el Comité de no intervención en España. Porque, evidentemente, es en España donde debieron intervenir hace ya más de dos años para impedir que España fuera invadida por los más implacables enemigos de Francia. 

Cuando sir Neville Chamberlain y su jovial compadre monsieur Daladier, dicen que se ha conseguido que la guerra de España deje de ser una amenaza para la paz de Europa, no se sabe a quién pretenden engañar, porque no hay nadie tan palurdo sobre el planeta que comulgue con esa rueda de molino. Es ahora cuando los intereses vitales de Francia y de Inglaterra han de aparecer más directamente amenazados. 

Y es ahora cuando para tranquilidad de todos ha dicho Chamberlain que ni Hitler ni Mussolini tienen la menor ambición en España, ni siquiera de perturbar el equilibrio mediterráneo. 

Lo afirma Chamberlain y, digámoslo con ironía shakespeariana,

Chamberlain is an honourable man 

Los sinceros amigos de Francia y de Inglaterra —más amigos aún, claro está, de nuestra España—, vemos con más repugnancia que terror que la suprema iniquidad contra nosotros se proyecta en todas las cancillerías donde el fascio se alberga y, por ende, también en las de Londres y París. De los cuatro fingidos no intervencionistas, los dos invasores de nuestra patria se quitarán pronto la careta, que ya les sofoca, y aparecerán sus rostros aborrecibles, sin sorpresa de nadie. Las máscaras eran inútiles por demasiado transparentes. Los otros dos procurarán conservarlas, no por miedo a nosotros, sino a sus propias conciencias, quiero decir a sus propios pueblos, a quienes vienen engañando. Son estos pueblos mismos los que han de arrancárselas. 

Entretanto, el doctor Negrín y Alvarez del Vayo han elevado la voz de España, sin vanagloria y sin miedo, con el orgullo modesto, perdonadme la aparente contradictio in adjecto, con que habla siempre España en los momentos decisivos. España no es una invención de las cancillerías europeas, la resultante de un tratado de paz más o menos inepto. Lleva siglos de vida propia perfectamente definida por su raza, por su lengua, por su geografía, por su historia, por su aportación a la cultura universal. No es fácil disponer de su presente ni, mucho menos, de su porvenir. Aun suponiendo—y es mucho suponer— que pueda caer arrollada por la fuerza bestial de sus enemigos, su deber es caer con dignidad, resistir hasta el fin porque sólo así sería indefectible su resurgimiento futuro. Y, por de pronto, España piensa en la victoria, porque está segura de merecerlo.


Antonio Machado 
La Vanguardia, 10 de noviembre de 1938







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