Ilsa Kulcsar y Arturo Barea |
Cuando se corre peligro de muerte se
tiene miedo: antes, en el momento o después. También, en el momento crítico de
peligro, se sufre el fenómeno que yo llamaré de «visibilidad». La percepción de
todos los sentidos y de todos los instintos se aguza hasta un límite que permite
«ver» -es decir, profundizar- en lo más hondo de la propia vida. Pero cuando el
peligro de muerte adquiere caracteres permanentes por un largo período de
tiempo y no es personalmente aislado, sino colectivo, o se cae en la bravura
insensata o en el embrutecimiento pasivo; o la visibilidad subsiste y se aguza
más y más aún, como si fuera a romper las fronteras entre la vida y la muerte.
Aquellos días del mes de noviembre de 1936, todos y cada uno de los habitantes de Madrid estaban en constante peligro de muerte.
El enemigo estaba en las puertas y podía irrumpir de un momento a otro; los proyectiles caían en las calles de la ciudad. Sobre sus tejados se paseaban los aviones impunes y dejaban caer su carga mortífera. Estábamos en guerra y en una plaza sitiada. Pero la guerra era una guerra civil, y la plaza sitiada, una plaza que tenía enemigos dentro. Nadie sabía quién era un amigo leal; nadie estaba libre de la denuncia o del terror, del tiro de un miliciano nervioso o del asesino disfrazado que cruzaba veloz en un coche y barría una acera con su ametralladora. Los víveres no se sabía qué mañana habrían dejado de existir. La atmósfera entera de la ciudad estaba cargada de tensión, de desasosiego, de desconfianza, de miedo físico, tanto como de desafío y de voluntad irrazonada y amarga de seguir luchando. Se caminaba con la muerte al lado.
Noviembre era frío y húmedo, lleno de nieblas, y la muerte era sucia.
La granada que mató a la vendedora de periódicos de la esquina de la Telefónica lanzó una de sus piernas al centro de la calle, lejos del cuerpo. Noviembre recogió aquella pierna, la refregó con sus barros y la convirtió de pierna de mujer en un pingajo sucio de mendigo.
Los incendios chorreaban hollín diluido en humedad: un líquido negro, seboso, que se adhería a las suelas, trepaba a las manos, a la cara, al cuello de la camisa y se instalaba allí persistente.
Los edificios destripados por las bombas exhibían las habitaciones rotas, mojadas por la niebla, sus muebles y sus ropas hinchados, deformes, desfilando los colores en una mezcla sucia, como si la catástrofe hubiera ocurrido años hacía y las ruinas hubieran quedado allí abandonadas. Por los cristales rotos de las casas en pie de los vivos entraba la niebla algodonosa y fría.
Tal vez os habéis asomado en la noche al brocal de uno de esos viejos pozos en el fondo de los cuales dormita el agua. Dentro está todo negro y en silencio y es imposible ver el fondo. Tienen un silencio opaco que sube de la tierra, de lo profundo, oliendo a moho. Si habláis, os responde un eco bronco que surge de lo hondo. Si persistís en mirar y en escuchar, acabaréis por oír el andar aterciopelado de las alimañas por sus paredes. Una cae de súbito al agua, y entonces el agua recoge una chispa de luz de alguna parte y os ciega con un destello fugaz, lívido, metálico; un destello de cuchillo desnudo. Os retiráis del brocal con un escalofrío.
Era esta misma la impresión que se recibía al mirar a la calle desde las ventanas altas de la Telefónica. A veces se desgarraba el silencio de ciudad muerta lleno de estos ruidos pavorosos: el pozo estallaba en alaridos, ráfagas de luz cruzaban las calles acompañando el aullido de las sirenas montadas sobre las motocicletas, y el bordoneo de los aviones llenaba el cielo.
Comenzaba la hecatombe de cada noche; temblaba el edificio en sus raíces, tintineaban sus cristales, parpadeaban sus luces. Se sumergía y ahogaba en una cacofonía de silbidos y explosiones, de reflejos verdes, rojos y blanco-azul, de sombras gigantes retorcidas, de paredes rotas, de edificios desplomados. Los cristales caían en cascadas y daban una nota musical casi alegre al estrellarse en los adoquines.
Estaba en el límite de la fatiga. Había establecido una cama de campaña en el cuarto de censura de la Telefónica y dormía a trozos en el día o en la noche, despertado constantemente por consultas o por alarmas y bombardeos. Me sostenía a fuerza de café negro, espeso, y coñac. Estaba borracho de fatiga, café, coñac y preocupación.
Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de la censura para todos los periódicos del mundo y el cuidado de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del ministerio en Valencia, de la junta de Defensa o del Comisariado de Guerra; corto de personal, incapaz de hablar inglés, ante una avalancha de periodistas excitados por una labor de frente de batalla y trabajando en un edificio que era el punto de mira de todos los cañones que se disparaban sobre Madrid y la guía de todos los aviones que volaban sobre la ciudad.
Miraba los despachos de los periodistas tratando de descubrir lo que querían decir, cazando palabras a través de diccionarios pedantes para descifrar el significado de sus frases de doble sentido, sintiendo y resintiendo la impaciencia y la hostilidad de sus autores. No los veía como seres humanos, sino como muñecos gesticulantes y chillones, manchones borrosos que surgían de la penumbra, vociferaban y desaparecían.
Hacia la medianoche sonó el alerta y salimos al pasillo que en un rincón, al lado de la puerta, ofrecía un resguardo contra los vidrios proyectados por las explosiones. Continuamos allí terminando de censurar unos despachos a la luz de nuestras lámparas de bolsillo.
Por el extremo opuesto del pasillo vino hacia nosotros un grupo de personas.
—¿Es que no pueden parar estos periodistas ni en los alertas? - regruñó alguien.
Era una partida de periodistas que acababa de llegar de Valencia. Alguno de ellos ya había estado en Madrid hasta la mañana del siete. Nos saludamos en la penumbra. Entre ellos venía una mujer.
El alerta pasó pronto y entramos en el despacho. La lámpara, envuelta en papel morado, me impedía ver bien las caras y entre esto y la llegada de otros periodistas con despachos urgentes sobre el bombardeo, tenía una impresión confusa de quiénes habían venido. La mujer se sentó frente a mí al otro lado de la mesa: una cara redonda, con ojos grandes, una nariz roma, una frente ancha, una masa de cabellos oscuros, casi negros, alrededor de la cara, y unos hombros anchos, tal vez demasiado anchos, embutidos en un gabán de lana verde, o gris, o de algún color que la luz violada hacía indefinido. Ya había pasado de los treinta y no era ninguna belleza. ¿Para qué demonios me mandaban a mí una mujer de Valencia? Ya era bastante complicado con los hombres. Mis sentimientos, todos, se rebelaban contra ella.
Tenía que consultar frecuentemente el diccionario, no sólo por mi escaso inglés, sino también por el slang o jerga periodística y las palabras nuevas que creaba la guerra a cada momento con su armamento jamás usado. La mujer me miraba curiosa. De pronto cogió uno de los despachos del montón y dijo en francés:
—¿Quieres que te ayude, camarada?
Le alargué silenciosamente una página llena de una cantidad de «camelos». Me malhumoró y me hizo sospechar ligeramente el ver la rapidez y facilidad con la que recorría las líneas con sus ojos, pero tenía que quitarme de encima un montón enorme de despachos y la consulté varias veces. Cuando nos quedamos solos le pregunté:
—¿Por qué me has llamado «camarada»? Me miró con gran asombro:
—¿Por qué me ha llamado «camarada»?
—No creo que lo diga por los periodistas. Algunos de ellos son fascistas declarados.
—Yo he venido aquí como una socialista y no como corresponsal de un periódico.
—Bueno -dije displicente-, entonces, camaradas. -Lo dije de mala gana; aquella mujer iba a crear complicaciones.
Comprobé y respaldé sus documentos; la mandé alojada al Gran Vía, el hotel exactamente enfrente de la Telefónica, y pedí a Luis el ordenanza que la acompañara a cruzar la oscura calle. Se marchó a lo largo del pasillo, tiesa y terriblemente seria, embutida en su severo gabán. Pero andaba bien. Una voz detrás de mí dijo: «¡Ahí va un guardia de asalto!».
Cuando volvió Luis, exclamó:
—¡Eso es una mujer para usted!
—¡Caray! ¿Le ha gustado, Luis? -pregunté asombrado.
—Es una gran mujer, don Arturo. Tal vez demasiado buena para un hombre. Y vaya una idea. ¡Venir a Madrid precisamente ahora! No sabe ni cinco palabras de español, pero si la dejan sola por la calle no se pierde, no. Ya tiene reaños esa mujer.
Al día siguiente vino a la censura a que le diera un salvoconducto y tuvimos una larga conversación en nuestro francés convencional. Habló francamente de ella misma, ignorando o tal vez no enterándose de mi antagonismo: era una socialista austríaca con dieciocho años de lucha política detrás de ella; había tomado parte en la revolución de los trabajadores de Viena en febrero de 1934 y en el movimiento ilegal que siguió; después había escapado a Checoslovaquia y vivido allí con su marido como una escritora política. Había decidido venir a España cuando estalló la guerra. ¿Por qué? Bueno, a ella le parecía que era la cosa más importante para los socialistas que ocurría en el mundo y quería ayudar. Había seguido los acontecimientos en España a través de los periódicos socialistas españoles, los cuales descifraba con la ayuda de sus conocimientos del francés, del latín y del italiano. Tenía un grado universitario como economista y socióloga, pero por muchos años se había dedicado sólo a trabajo de educación y propaganda en el movimiento obrero.
«¡Buena pieza me había caído en suerte! ¡Revolucionaria, intelectual y sabihonda!», pensé para mis adentros.
Y desde el momento que había decidido venir a España, pues, aquí estaba. Dios sabía cómo: con dinero prestado, con la excusa de que algunos periódicos de la izquierda, en Checoslovaquia y en Noruega, le habían prometido tomarle los artículos para informaciones telefónicas, nada más que unas cuantas cartas que mandara, pero sin darle un sueldo, ni menos aún dinero de presentación. La embajada en París la había mandado al departamento de prensa y éste había decidido pagarle los gastos de estancia. Rubio Hidalgo se la había llevado a Valencia con su convoy, pero, puesto que Madrid no había caído, ella se había empeñado en que al menos tenía que haber un periodista de izquierda en Madrid, y exigió volver. Escribiría sus artículos y serviría como una especie de secretaria-mecanógrafa a unos periodistas franceses e ingleses que estaban dispuestos a pagarle bien. Así que todo lo tenía arreglado. Se había puesto a la disposición del Departamento de Prensa y Propaganda y se consideraba ella misma como bajo nuestra disciplina.
Un discurso bonito. No sabía qué hacer con ella: o sabía demasiado o estaba loca como una cabra. Su historia, a pesar de todas sus cartas de presentación, me parecía un poco fantástica.
Entró en el cuarto un periodista danés, regordete y alegre, que había venido con ella desde Valencia. Quería que le censurara un largo artículo para Politiken. Lo sentía mucho, yo no podía censurar nada en danés, tendría que someterme un texto en francés o en inglés. Se puso a hablar con la mujer y ésta recorrió con la mirada las cuartillas escritas a máquina y se volvió a mí:
—Es un artículo sobre los bombardeos de Madrid. Déjeme que lo lea por usted. Ya he censurado otros artículos de él en danés cuando estaba en Valencia. Sería muy difícil para él y para su periódico si tuviera que traducirlo al inglés o al francés y después retraducirlo allí.
—Pero yo no puedo pasar un idioma que no entiendo.
—Llame a Valencia a Rubio Hidalgo y ya verá cómo me deja hacerlo. Al fin y al cabo es en nuestro propio interés. Luego volveré y ya me dirá lo que Rubio le ha dicho.
No me hizo mucha gracia su insistencia, pero le di cuenta a Rubio Hidalgo en el curso de la conferencia que teníamos siempre a mediodía. Me encontré con que no sabía pronunciar el nombre de la mujer, pero no había otra mujer periodista en Madrid. Y con la mayor sorpresa por mi parte, Rubio Hidalgo dio inmediatamente su conformidad y preguntó:
—¿Y qué está haciendo Ilsa?
—No lo sé exactamente. Va a escribir unos artículos, dice, y parece que va a escribir los despachos de Delmer y Delaprée, para sacar algún dinero.
—Ofrézcale un puesto en la censura. La paga corriente, trescientas pesetas al mes, más el hotel. Puede sernos muy útil. Conoce muchos idiomas, y es muy inteligente. Sólo que es un poco impulsiva, y confiada. Propóngaselo hoy mismo.
Cuando la invité a que se convirtiera en un censor, dudó por unos momentos. Después dijo:
—Sí. No es bueno para nuestra propaganda que ninguno de vosotros no pueda hablar con los periodistas en su lenguaje profesional. Acepto.
Comenzó aquella misma noche. Trabajamos juntos, uno enfrente del otro, sentados a cada lado de la amplia mesa. La sombra de la pantalla caía sobre nuestros perfiles y sólo cuando nos inclinábamos sobre los papeles nos veíamos uno al otro la punta de la nariz y la barbilla, distorsionadas y planas, por el contraste del cono de luz contra las sombras. Trabajaba rapidísimamente. Podía ver que los periodistas estaban encantados y se enzarzaban en rápidas conversaciones con ella como si fuera uno de los suyos. La situación me molestaba. Una vez, dejé el lápiz y me quedé mirándola, absorta en lo que leía. Debía de ser una cosa divertida porque la boca se curvaba en una sonrisa suave.
«Pero... tiene una boca deliciosa», me dije a mí mismo. Y me asaltó de pronto una curiosidad irresistible por verla en detalle.
Aquella noche charlamos por largo rato sobre los métodos de propaganda del Gobierno republicano, tal como los veíamos a través de las reglas de la censura, que le había explicado, y tal como ella había visto el resultado en el extranjero. Las dificultades terribles que atravesábamos, sus causas y sus efectos tenían que suprimirse en las informaciones de prensa. Su punto de vista era que aquello era una equivocación catastrófica, porque así se convertían nuestras derrotas y nuestras querellas internas en algo inexplicable; nuestros éxitos perdían su importancia y nuestros comunicados sonaban a ridículo, dando así a los fascistas una victoria fácil en su propaganda.
Me fascinaba el sujeto. Por mi experiencia personal con propaganda escrita, aunque esta experiencia nunca había sido más que desde un ángulo puramente comercial, creía también que nuestro método era completamente ineficaz. Tratábamos de conservar un prestigio que no poseíamos y estábamos perdiendo la posibilidad y la ocasión de una propaganda efectiva.
Los dos, ella y yo, veíamos con asombro que ambos queríamos la misma cosa, aunque nuestras fórmulas fueran diferentes y sus raíces de origen absolutamente distintas. Acordamos que trataríamos de convencer a nuestros superiores de que cambiaran sus tácticas, ya que para ello estábamos en una posición clave en la censura de prensa del Madrid sitiado.
Ilsa no se marchó a dormir al hotel. Confesó que la noche antes, cuando los Junkers habían sembrado sus bombas incendiarias, la había disgustado encontrarse sola en el cuarto del hotel, aislada e inútil. Le ofrecí la tercera cama de campaña que teníamos en la habitación y me alegré que aceptara. Desde aquel momento comenzó adormir a ratos y censurar a ratos, lo mismo que hacía yo, mientras Luis roncaba suavemente en su rincón.
Al día siguiente trabajamos sin cesar, charlando en cada rato que teníamos libre. Rafael me preguntó qué era lo que podía hablar con ella sin cansarme. Manolo le dijo que su conversación debía de ser fascinante porque me tenía atontado. Luis movía la cabeza afirmativamente con el aspecto de quien posee un secreto. Cuando se marchó, para escribir sus propios artículos en compañía de algunos periodistas ingleses, me quedé inquieto e impaciente. Las noticias del frente eran malas. El ruido de las trincheras había golpeado los cristales de nuestras ventanas todo el día.
A medianoche me eché en la cama de campaña bajo la ventana e Ilsa se hizo cargo de la censura de los despachos de madrugada.
No podía dormir. No sólo porque no dejara de entrar y salir gente, sino porque estaba en ese estado de agotamiento nervioso que le hace a uno girar en un círculo vicioso, sin descanso posible, mental y físicamente. Durante las noches pasadas no había dormido por los bombardeos y hasta me había tocado hacer de bombero cuando comenzaron a caer bombas incendiarias en uno de los patios de la Telefónica. Ahora estaba repleto de café puro y coñac. El no dormir me provocaba una irritación sorda que iba en aumento. Ilsa se levantó de la mesa y se dejó caer en la otra cama puesta a lo largo de la pared de enfrente y se durmió casi inmediatamente. Era la hora más quieta, entre las tres y las cinco. A las cinco vendría uno de los corresponsales de las agencias con su crónica interminable de cada mañana. Me sumergí en un estupor semilúcido.
A través de mis sueños comencé a oír un ronroneo tenue y muy lejano, que se acercaba rápidamente. Así que, ¿tampoco iba a dormir aquella noche porque venían los aviones? A través de la penumbra púrpura del cuarto vi que Ilsa abría los ojos. Los dos nos incorporamos, la cabeza descansando sobre una mano, medio tumbados, medio sentados, frente a frente:
—Al principio me creía que era el ascensor -dijo. Los grandes ascensores habían estado zumbando sin cesar al otro lado del pasillo.
Los aeroplanos estaban trazando círculos sobre nosotros y el sonido se aproximaba más y más. Descendían, bajo y deliberadamente, trazando una espiral alrededor del rascacielos que era el edificio. Escuchaba estúpidamente el doble zumbido de sus hélices, una nota alta y una baja:
«Dor-mir-dor-mir-dor-mir...».
Ilsa preguntó:
—¿Qué hacemos?
«¿Qué hacemos?» Así, con la voz fría. ¿Es que esta mujer se cree que esto es una broma? La cabeza me seguía martilleando con la estúpida frase, acompasada a los motores: «... dor-mir-dor-mir...». Y ahora la pregunta idiota: «¿Qué hacemos?». ¿Se iría a arreglar la cara esta mujer? Había abierto su bolsillo y había abierto una polvera. Contesté bruscamente:
—¡Nada!
Seguimos escuchando el ruido de los motores girando sobre nosotros, inexorable. Aparte de esto había un silencio profundo. Los ordenanzas debían de haberse ido al refugio de los sótanos; todo el mundo debía de haberse ido al refugio. ¿Qué hacíamos allí nosotros, escuchando y esperando?
La explosión me levantó al menos dos centímetros sobre el colchón. Por un momento quedé suspendido en el aire. Las cortinas negras de las ventanas ondearon furiosas hacia el interior de la habitación y dejaron caer de entre sus pliegues una cascada de vidrios rotos sobre la cama. El edificio, que yo no había sentido vibrar, parecía ahora enderezarse lentamente. De la calle subía una algarabía de gritos y cristales rotos. Se oyó caer blandamente una pared, y se adivinaba en su ¡plof! sordo la oleada de polvo invadiendo la calle. Ilsa se levantó y se sentó en el borde de mi cama. Comenzamos a hablar, no recuerdo de qué. De algo. Necesitábamos hablar, sentir la sensación de refugio de animales amedrentados. Por las ventanas entraba en bocanadas la niebla húmeda oliendo a yeso. Sentía el deseo furioso de poseer allí mismo a aquella mujer. Nos envolvimos en los gabanes. El ruido de los aviones había cesado y se oían algunas explosiones muy lejos. Luis asomó a la puerta su cara asustada:
—Pero ¿se han quedado ustedes aquí, los dos solos? ¡Qué locura, don Arturo! Yo me marché a los sótanos y después me sacaron de allí con un grupo para recoger gente cuando aún estaban cayendo las bombas. Así que tal vez han estado ustedes acertados en quedarse aquí. Pero yo no creía que les dejaba solos, creía que, como todos, también ustedes venían abajo, naturalmente que...
Seguía y seguía con su charla nerviosa y espasmódica. Entró uno de los corresponsales de las agencias con el primer despacho sobre el bombardeo. Comunicaba en él que una casa de la calle de Hortaleza, a veinte metros de la Telefónica, había quedado totalmente destruida. Ilsa se sentó inmediatamente a la mesa para censurar la noticia y su cara quedó iluminada por el débil fulgor que pasaba a través del papel carbón gris-púrpura que envolvía la bombilla. El papel se requemaba lentamente y olía a cera, con el olor de una iglesia donde acabaran de apagarse las velas del altar mayor. Me fui con el periodista al piso doce, para ver los fuegos verdosos que rodeaban la Telefónica. Amanecía una mañana de sol y nos asomamos a las ventanas. La calle de Hortaleza estaba cerrada por milicianos en el trozo bajo nuestras ventanas. Los bomberos estaban removiendo los escombros. Los balcones se llenaban de gentes que enrollaban las persianas y corrían las cortinas. Los balcones y el cerco de las ventanas estaban llenos de vidrios rotos. Alguien comenzó a barrer un montón brillante hacia la calle y los cristales cayeron en una cascada de campanitas. De pronto, en cada balcón y en cada ventana aparecieron las figuras de un hombre o de una mujer, adormilados y armados de una escoba, y los cristales rotos comenzaron a llover sobre ambas aceras. El espectáculo era irresistiblemente cómico. Me recordaba la famosa escena de Sous les toits de París, cuando en cada ventana aparece una figura humana y se incorpora al coro. Los cristales tintineaban alegres sobre las baldosas y las gentes que barrían cambiaban bromas con los milicianos en la calle que se refugiaban en los portales.
Contemplaba aquello como algo lejano a mí. Mi mal humor seguía aumentando. Tendría ahora que encontrar otra habitación para oficina, porque no había ni que pensar en tener nuevos cristales para las ventanas.
A las diez de la mañana llegó Aurelia, determinada a convencerme de que me fuera un rato con ella a casa; no había ido por allí al menos en una semana. Ella lo había arreglado ya para que los chicos se quedaran con los abuelos y nosotros estuviéramos solos en la casa. Por dos meses, o más, no habíamos estado solos. Me repelió la proposición y nuestras palabras se volvieron agrias. Sacudió la cabeza en dirección a Ilsa y dijo:
—Claro, ¡como estás en buena compañía!...
Le dije que lo que tenía que hacer era marcharse con los niños fuera de Madrid. Me contestó que lo que yo quería era deshacerme de ella. Y en verdad, a pesar de la preocupación seria que me causaban los niños dentro de los múltiples peligros de la ciudad, sabía que no se engañaba mucho. Traté de prometerle que iría a verla al día siguiente.
A mediodía nos habíamos instalado en el piso cuarto en una enorme sala del consejo. Disponía de una mesa inmensa en medio del cuarto y de cuatro mesas de oficina, una al lado de cada ventana. Alineamos nuestras camas de campaña a lo largo de la pared del fondo y una cuarta en un rincón. Las ventanas se abrían a la calle de Valverde, frente a frente al campo de batalla. La mesa de consejo tenía la cicatriz de un shrapnel; la casa enfrente de nosotros había perdido una esquina de un cañonazo; el tejado de la siguiente estaba roído por el incendio; estábamos en el ala de la Telefónica más expuesta al fuego de artillería, desde los cerros azules de la Casa de Campo. Reemplazamos con cartones algunos cristales rotos y colgamos colchones en las ventanas delante de las mesas en las que íbamos a hacer la censura. Los colchones podrían absorber la metralla, pero nada de aquello detendría una bala de cañón.
Aquellos días del mes de noviembre de 1936, todos y cada uno de los habitantes de Madrid estaban en constante peligro de muerte.
El enemigo estaba en las puertas y podía irrumpir de un momento a otro; los proyectiles caían en las calles de la ciudad. Sobre sus tejados se paseaban los aviones impunes y dejaban caer su carga mortífera. Estábamos en guerra y en una plaza sitiada. Pero la guerra era una guerra civil, y la plaza sitiada, una plaza que tenía enemigos dentro. Nadie sabía quién era un amigo leal; nadie estaba libre de la denuncia o del terror, del tiro de un miliciano nervioso o del asesino disfrazado que cruzaba veloz en un coche y barría una acera con su ametralladora. Los víveres no se sabía qué mañana habrían dejado de existir. La atmósfera entera de la ciudad estaba cargada de tensión, de desasosiego, de desconfianza, de miedo físico, tanto como de desafío y de voluntad irrazonada y amarga de seguir luchando. Se caminaba con la muerte al lado.
Noviembre era frío y húmedo, lleno de nieblas, y la muerte era sucia.
La granada que mató a la vendedora de periódicos de la esquina de la Telefónica lanzó una de sus piernas al centro de la calle, lejos del cuerpo. Noviembre recogió aquella pierna, la refregó con sus barros y la convirtió de pierna de mujer en un pingajo sucio de mendigo.
Los incendios chorreaban hollín diluido en humedad: un líquido negro, seboso, que se adhería a las suelas, trepaba a las manos, a la cara, al cuello de la camisa y se instalaba allí persistente.
Los edificios destripados por las bombas exhibían las habitaciones rotas, mojadas por la niebla, sus muebles y sus ropas hinchados, deformes, desfilando los colores en una mezcla sucia, como si la catástrofe hubiera ocurrido años hacía y las ruinas hubieran quedado allí abandonadas. Por los cristales rotos de las casas en pie de los vivos entraba la niebla algodonosa y fría.
Tal vez os habéis asomado en la noche al brocal de uno de esos viejos pozos en el fondo de los cuales dormita el agua. Dentro está todo negro y en silencio y es imposible ver el fondo. Tienen un silencio opaco que sube de la tierra, de lo profundo, oliendo a moho. Si habláis, os responde un eco bronco que surge de lo hondo. Si persistís en mirar y en escuchar, acabaréis por oír el andar aterciopelado de las alimañas por sus paredes. Una cae de súbito al agua, y entonces el agua recoge una chispa de luz de alguna parte y os ciega con un destello fugaz, lívido, metálico; un destello de cuchillo desnudo. Os retiráis del brocal con un escalofrío.
Era esta misma la impresión que se recibía al mirar a la calle desde las ventanas altas de la Telefónica. A veces se desgarraba el silencio de ciudad muerta lleno de estos ruidos pavorosos: el pozo estallaba en alaridos, ráfagas de luz cruzaban las calles acompañando el aullido de las sirenas montadas sobre las motocicletas, y el bordoneo de los aviones llenaba el cielo.
Comenzaba la hecatombe de cada noche; temblaba el edificio en sus raíces, tintineaban sus cristales, parpadeaban sus luces. Se sumergía y ahogaba en una cacofonía de silbidos y explosiones, de reflejos verdes, rojos y blanco-azul, de sombras gigantes retorcidas, de paredes rotas, de edificios desplomados. Los cristales caían en cascadas y daban una nota musical casi alegre al estrellarse en los adoquines.
Estaba en el límite de la fatiga. Había establecido una cama de campaña en el cuarto de censura de la Telefónica y dormía a trozos en el día o en la noche, despertado constantemente por consultas o por alarmas y bombardeos. Me sostenía a fuerza de café negro, espeso, y coñac. Estaba borracho de fatiga, café, coñac y preocupación.
Había caído de lleno sobre mí la responsabilidad de la censura para todos los periódicos del mundo y el cuidado de los corresponsales de guerra en Madrid. Me encontraba en un conflicto constante con órdenes dispares del ministerio en Valencia, de la junta de Defensa o del Comisariado de Guerra; corto de personal, incapaz de hablar inglés, ante una avalancha de periodistas excitados por una labor de frente de batalla y trabajando en un edificio que era el punto de mira de todos los cañones que se disparaban sobre Madrid y la guía de todos los aviones que volaban sobre la ciudad.
Miraba los despachos de los periodistas tratando de descubrir lo que querían decir, cazando palabras a través de diccionarios pedantes para descifrar el significado de sus frases de doble sentido, sintiendo y resintiendo la impaciencia y la hostilidad de sus autores. No los veía como seres humanos, sino como muñecos gesticulantes y chillones, manchones borrosos que surgían de la penumbra, vociferaban y desaparecían.
Hacia la medianoche sonó el alerta y salimos al pasillo que en un rincón, al lado de la puerta, ofrecía un resguardo contra los vidrios proyectados por las explosiones. Continuamos allí terminando de censurar unos despachos a la luz de nuestras lámparas de bolsillo.
Por el extremo opuesto del pasillo vino hacia nosotros un grupo de personas.
—¿Es que no pueden parar estos periodistas ni en los alertas? - regruñó alguien.
Era una partida de periodistas que acababa de llegar de Valencia. Alguno de ellos ya había estado en Madrid hasta la mañana del siete. Nos saludamos en la penumbra. Entre ellos venía una mujer.
El alerta pasó pronto y entramos en el despacho. La lámpara, envuelta en papel morado, me impedía ver bien las caras y entre esto y la llegada de otros periodistas con despachos urgentes sobre el bombardeo, tenía una impresión confusa de quiénes habían venido. La mujer se sentó frente a mí al otro lado de la mesa: una cara redonda, con ojos grandes, una nariz roma, una frente ancha, una masa de cabellos oscuros, casi negros, alrededor de la cara, y unos hombros anchos, tal vez demasiado anchos, embutidos en un gabán de lana verde, o gris, o de algún color que la luz violada hacía indefinido. Ya había pasado de los treinta y no era ninguna belleza. ¿Para qué demonios me mandaban a mí una mujer de Valencia? Ya era bastante complicado con los hombres. Mis sentimientos, todos, se rebelaban contra ella.
Tenía que consultar frecuentemente el diccionario, no sólo por mi escaso inglés, sino también por el slang o jerga periodística y las palabras nuevas que creaba la guerra a cada momento con su armamento jamás usado. La mujer me miraba curiosa. De pronto cogió uno de los despachos del montón y dijo en francés:
—¿Quieres que te ayude, camarada?
Le alargué silenciosamente una página llena de una cantidad de «camelos». Me malhumoró y me hizo sospechar ligeramente el ver la rapidez y facilidad con la que recorría las líneas con sus ojos, pero tenía que quitarme de encima un montón enorme de despachos y la consulté varias veces. Cuando nos quedamos solos le pregunté:
—¿Por qué me has llamado «camarada»? Me miró con gran asombro:
—¿Por qué me ha llamado «camarada»?
—No creo que lo diga por los periodistas. Algunos de ellos son fascistas declarados.
—Yo he venido aquí como una socialista y no como corresponsal de un periódico.
—Bueno -dije displicente-, entonces, camaradas. -Lo dije de mala gana; aquella mujer iba a crear complicaciones.
Comprobé y respaldé sus documentos; la mandé alojada al Gran Vía, el hotel exactamente enfrente de la Telefónica, y pedí a Luis el ordenanza que la acompañara a cruzar la oscura calle. Se marchó a lo largo del pasillo, tiesa y terriblemente seria, embutida en su severo gabán. Pero andaba bien. Una voz detrás de mí dijo: «¡Ahí va un guardia de asalto!».
Cuando volvió Luis, exclamó:
—¡Eso es una mujer para usted!
—¡Caray! ¿Le ha gustado, Luis? -pregunté asombrado.
—Es una gran mujer, don Arturo. Tal vez demasiado buena para un hombre. Y vaya una idea. ¡Venir a Madrid precisamente ahora! No sabe ni cinco palabras de español, pero si la dejan sola por la calle no se pierde, no. Ya tiene reaños esa mujer.
Al día siguiente vino a la censura a que le diera un salvoconducto y tuvimos una larga conversación en nuestro francés convencional. Habló francamente de ella misma, ignorando o tal vez no enterándose de mi antagonismo: era una socialista austríaca con dieciocho años de lucha política detrás de ella; había tomado parte en la revolución de los trabajadores de Viena en febrero de 1934 y en el movimiento ilegal que siguió; después había escapado a Checoslovaquia y vivido allí con su marido como una escritora política. Había decidido venir a España cuando estalló la guerra. ¿Por qué? Bueno, a ella le parecía que era la cosa más importante para los socialistas que ocurría en el mundo y quería ayudar. Había seguido los acontecimientos en España a través de los periódicos socialistas españoles, los cuales descifraba con la ayuda de sus conocimientos del francés, del latín y del italiano. Tenía un grado universitario como economista y socióloga, pero por muchos años se había dedicado sólo a trabajo de educación y propaganda en el movimiento obrero.
«¡Buena pieza me había caído en suerte! ¡Revolucionaria, intelectual y sabihonda!», pensé para mis adentros.
Y desde el momento que había decidido venir a España, pues, aquí estaba. Dios sabía cómo: con dinero prestado, con la excusa de que algunos periódicos de la izquierda, en Checoslovaquia y en Noruega, le habían prometido tomarle los artículos para informaciones telefónicas, nada más que unas cuantas cartas que mandara, pero sin darle un sueldo, ni menos aún dinero de presentación. La embajada en París la había mandado al departamento de prensa y éste había decidido pagarle los gastos de estancia. Rubio Hidalgo se la había llevado a Valencia con su convoy, pero, puesto que Madrid no había caído, ella se había empeñado en que al menos tenía que haber un periodista de izquierda en Madrid, y exigió volver. Escribiría sus artículos y serviría como una especie de secretaria-mecanógrafa a unos periodistas franceses e ingleses que estaban dispuestos a pagarle bien. Así que todo lo tenía arreglado. Se había puesto a la disposición del Departamento de Prensa y Propaganda y se consideraba ella misma como bajo nuestra disciplina.
Un discurso bonito. No sabía qué hacer con ella: o sabía demasiado o estaba loca como una cabra. Su historia, a pesar de todas sus cartas de presentación, me parecía un poco fantástica.
Entró en el cuarto un periodista danés, regordete y alegre, que había venido con ella desde Valencia. Quería que le censurara un largo artículo para Politiken. Lo sentía mucho, yo no podía censurar nada en danés, tendría que someterme un texto en francés o en inglés. Se puso a hablar con la mujer y ésta recorrió con la mirada las cuartillas escritas a máquina y se volvió a mí:
—Es un artículo sobre los bombardeos de Madrid. Déjeme que lo lea por usted. Ya he censurado otros artículos de él en danés cuando estaba en Valencia. Sería muy difícil para él y para su periódico si tuviera que traducirlo al inglés o al francés y después retraducirlo allí.
—Pero yo no puedo pasar un idioma que no entiendo.
—Llame a Valencia a Rubio Hidalgo y ya verá cómo me deja hacerlo. Al fin y al cabo es en nuestro propio interés. Luego volveré y ya me dirá lo que Rubio le ha dicho.
No me hizo mucha gracia su insistencia, pero le di cuenta a Rubio Hidalgo en el curso de la conferencia que teníamos siempre a mediodía. Me encontré con que no sabía pronunciar el nombre de la mujer, pero no había otra mujer periodista en Madrid. Y con la mayor sorpresa por mi parte, Rubio Hidalgo dio inmediatamente su conformidad y preguntó:
—¿Y qué está haciendo Ilsa?
—No lo sé exactamente. Va a escribir unos artículos, dice, y parece que va a escribir los despachos de Delmer y Delaprée, para sacar algún dinero.
—Ofrézcale un puesto en la censura. La paga corriente, trescientas pesetas al mes, más el hotel. Puede sernos muy útil. Conoce muchos idiomas, y es muy inteligente. Sólo que es un poco impulsiva, y confiada. Propóngaselo hoy mismo.
Cuando la invité a que se convirtiera en un censor, dudó por unos momentos. Después dijo:
—Sí. No es bueno para nuestra propaganda que ninguno de vosotros no pueda hablar con los periodistas en su lenguaje profesional. Acepto.
Comenzó aquella misma noche. Trabajamos juntos, uno enfrente del otro, sentados a cada lado de la amplia mesa. La sombra de la pantalla caía sobre nuestros perfiles y sólo cuando nos inclinábamos sobre los papeles nos veíamos uno al otro la punta de la nariz y la barbilla, distorsionadas y planas, por el contraste del cono de luz contra las sombras. Trabajaba rapidísimamente. Podía ver que los periodistas estaban encantados y se enzarzaban en rápidas conversaciones con ella como si fuera uno de los suyos. La situación me molestaba. Una vez, dejé el lápiz y me quedé mirándola, absorta en lo que leía. Debía de ser una cosa divertida porque la boca se curvaba en una sonrisa suave.
«Pero... tiene una boca deliciosa», me dije a mí mismo. Y me asaltó de pronto una curiosidad irresistible por verla en detalle.
Aquella noche charlamos por largo rato sobre los métodos de propaganda del Gobierno republicano, tal como los veíamos a través de las reglas de la censura, que le había explicado, y tal como ella había visto el resultado en el extranjero. Las dificultades terribles que atravesábamos, sus causas y sus efectos tenían que suprimirse en las informaciones de prensa. Su punto de vista era que aquello era una equivocación catastrófica, porque así se convertían nuestras derrotas y nuestras querellas internas en algo inexplicable; nuestros éxitos perdían su importancia y nuestros comunicados sonaban a ridículo, dando así a los fascistas una victoria fácil en su propaganda.
Me fascinaba el sujeto. Por mi experiencia personal con propaganda escrita, aunque esta experiencia nunca había sido más que desde un ángulo puramente comercial, creía también que nuestro método era completamente ineficaz. Tratábamos de conservar un prestigio que no poseíamos y estábamos perdiendo la posibilidad y la ocasión de una propaganda efectiva.
Los dos, ella y yo, veíamos con asombro que ambos queríamos la misma cosa, aunque nuestras fórmulas fueran diferentes y sus raíces de origen absolutamente distintas. Acordamos que trataríamos de convencer a nuestros superiores de que cambiaran sus tácticas, ya que para ello estábamos en una posición clave en la censura de prensa del Madrid sitiado.
Ilsa no se marchó a dormir al hotel. Confesó que la noche antes, cuando los Junkers habían sembrado sus bombas incendiarias, la había disgustado encontrarse sola en el cuarto del hotel, aislada e inútil. Le ofrecí la tercera cama de campaña que teníamos en la habitación y me alegré que aceptara. Desde aquel momento comenzó adormir a ratos y censurar a ratos, lo mismo que hacía yo, mientras Luis roncaba suavemente en su rincón.
Al día siguiente trabajamos sin cesar, charlando en cada rato que teníamos libre. Rafael me preguntó qué era lo que podía hablar con ella sin cansarme. Manolo le dijo que su conversación debía de ser fascinante porque me tenía atontado. Luis movía la cabeza afirmativamente con el aspecto de quien posee un secreto. Cuando se marchó, para escribir sus propios artículos en compañía de algunos periodistas ingleses, me quedé inquieto e impaciente. Las noticias del frente eran malas. El ruido de las trincheras había golpeado los cristales de nuestras ventanas todo el día.
A medianoche me eché en la cama de campaña bajo la ventana e Ilsa se hizo cargo de la censura de los despachos de madrugada.
No podía dormir. No sólo porque no dejara de entrar y salir gente, sino porque estaba en ese estado de agotamiento nervioso que le hace a uno girar en un círculo vicioso, sin descanso posible, mental y físicamente. Durante las noches pasadas no había dormido por los bombardeos y hasta me había tocado hacer de bombero cuando comenzaron a caer bombas incendiarias en uno de los patios de la Telefónica. Ahora estaba repleto de café puro y coñac. El no dormir me provocaba una irritación sorda que iba en aumento. Ilsa se levantó de la mesa y se dejó caer en la otra cama puesta a lo largo de la pared de enfrente y se durmió casi inmediatamente. Era la hora más quieta, entre las tres y las cinco. A las cinco vendría uno de los corresponsales de las agencias con su crónica interminable de cada mañana. Me sumergí en un estupor semilúcido.
A través de mis sueños comencé a oír un ronroneo tenue y muy lejano, que se acercaba rápidamente. Así que, ¿tampoco iba a dormir aquella noche porque venían los aviones? A través de la penumbra púrpura del cuarto vi que Ilsa abría los ojos. Los dos nos incorporamos, la cabeza descansando sobre una mano, medio tumbados, medio sentados, frente a frente:
—Al principio me creía que era el ascensor -dijo. Los grandes ascensores habían estado zumbando sin cesar al otro lado del pasillo.
Los aeroplanos estaban trazando círculos sobre nosotros y el sonido se aproximaba más y más. Descendían, bajo y deliberadamente, trazando una espiral alrededor del rascacielos que era el edificio. Escuchaba estúpidamente el doble zumbido de sus hélices, una nota alta y una baja:
«Dor-mir-dor-mir-dor-mir...».
Ilsa preguntó:
—¿Qué hacemos?
«¿Qué hacemos?» Así, con la voz fría. ¿Es que esta mujer se cree que esto es una broma? La cabeza me seguía martilleando con la estúpida frase, acompasada a los motores: «... dor-mir-dor-mir...». Y ahora la pregunta idiota: «¿Qué hacemos?». ¿Se iría a arreglar la cara esta mujer? Había abierto su bolsillo y había abierto una polvera. Contesté bruscamente:
—¡Nada!
Seguimos escuchando el ruido de los motores girando sobre nosotros, inexorable. Aparte de esto había un silencio profundo. Los ordenanzas debían de haberse ido al refugio de los sótanos; todo el mundo debía de haberse ido al refugio. ¿Qué hacíamos allí nosotros, escuchando y esperando?
La explosión me levantó al menos dos centímetros sobre el colchón. Por un momento quedé suspendido en el aire. Las cortinas negras de las ventanas ondearon furiosas hacia el interior de la habitación y dejaron caer de entre sus pliegues una cascada de vidrios rotos sobre la cama. El edificio, que yo no había sentido vibrar, parecía ahora enderezarse lentamente. De la calle subía una algarabía de gritos y cristales rotos. Se oyó caer blandamente una pared, y se adivinaba en su ¡plof! sordo la oleada de polvo invadiendo la calle. Ilsa se levantó y se sentó en el borde de mi cama. Comenzamos a hablar, no recuerdo de qué. De algo. Necesitábamos hablar, sentir la sensación de refugio de animales amedrentados. Por las ventanas entraba en bocanadas la niebla húmeda oliendo a yeso. Sentía el deseo furioso de poseer allí mismo a aquella mujer. Nos envolvimos en los gabanes. El ruido de los aviones había cesado y se oían algunas explosiones muy lejos. Luis asomó a la puerta su cara asustada:
—Pero ¿se han quedado ustedes aquí, los dos solos? ¡Qué locura, don Arturo! Yo me marché a los sótanos y después me sacaron de allí con un grupo para recoger gente cuando aún estaban cayendo las bombas. Así que tal vez han estado ustedes acertados en quedarse aquí. Pero yo no creía que les dejaba solos, creía que, como todos, también ustedes venían abajo, naturalmente que...
Seguía y seguía con su charla nerviosa y espasmódica. Entró uno de los corresponsales de las agencias con el primer despacho sobre el bombardeo. Comunicaba en él que una casa de la calle de Hortaleza, a veinte metros de la Telefónica, había quedado totalmente destruida. Ilsa se sentó inmediatamente a la mesa para censurar la noticia y su cara quedó iluminada por el débil fulgor que pasaba a través del papel carbón gris-púrpura que envolvía la bombilla. El papel se requemaba lentamente y olía a cera, con el olor de una iglesia donde acabaran de apagarse las velas del altar mayor. Me fui con el periodista al piso doce, para ver los fuegos verdosos que rodeaban la Telefónica. Amanecía una mañana de sol y nos asomamos a las ventanas. La calle de Hortaleza estaba cerrada por milicianos en el trozo bajo nuestras ventanas. Los bomberos estaban removiendo los escombros. Los balcones se llenaban de gentes que enrollaban las persianas y corrían las cortinas. Los balcones y el cerco de las ventanas estaban llenos de vidrios rotos. Alguien comenzó a barrer un montón brillante hacia la calle y los cristales cayeron en una cascada de campanitas. De pronto, en cada balcón y en cada ventana aparecieron las figuras de un hombre o de una mujer, adormilados y armados de una escoba, y los cristales rotos comenzaron a llover sobre ambas aceras. El espectáculo era irresistiblemente cómico. Me recordaba la famosa escena de Sous les toits de París, cuando en cada ventana aparece una figura humana y se incorpora al coro. Los cristales tintineaban alegres sobre las baldosas y las gentes que barrían cambiaban bromas con los milicianos en la calle que se refugiaban en los portales.
Contemplaba aquello como algo lejano a mí. Mi mal humor seguía aumentando. Tendría ahora que encontrar otra habitación para oficina, porque no había ni que pensar en tener nuevos cristales para las ventanas.
A las diez de la mañana llegó Aurelia, determinada a convencerme de que me fuera un rato con ella a casa; no había ido por allí al menos en una semana. Ella lo había arreglado ya para que los chicos se quedaran con los abuelos y nosotros estuviéramos solos en la casa. Por dos meses, o más, no habíamos estado solos. Me repelió la proposición y nuestras palabras se volvieron agrias. Sacudió la cabeza en dirección a Ilsa y dijo:
—Claro, ¡como estás en buena compañía!...
Le dije que lo que tenía que hacer era marcharse con los niños fuera de Madrid. Me contestó que lo que yo quería era deshacerme de ella. Y en verdad, a pesar de la preocupación seria que me causaban los niños dentro de los múltiples peligros de la ciudad, sabía que no se engañaba mucho. Traté de prometerle que iría a verla al día siguiente.
A mediodía nos habíamos instalado en el piso cuarto en una enorme sala del consejo. Disponía de una mesa inmensa en medio del cuarto y de cuatro mesas de oficina, una al lado de cada ventana. Alineamos nuestras camas de campaña a lo largo de la pared del fondo y una cuarta en un rincón. Las ventanas se abrían a la calle de Valverde, frente a frente al campo de batalla. La mesa de consejo tenía la cicatriz de un shrapnel; la casa enfrente de nosotros había perdido una esquina de un cañonazo; el tejado de la siguiente estaba roído por el incendio; estábamos en el ala de la Telefónica más expuesta al fuego de artillería, desde los cerros azules de la Casa de Campo. Reemplazamos con cartones algunos cristales rotos y colgamos colchones en las ventanas delante de las mesas en las que íbamos a hacer la censura. Los colchones podrían absorber la metralla, pero nada de aquello detendría una bala de cañón.
Estábamos alegres mientras hacíamos nuestros preparativos. La gran sala era amplia y clara comparada con el cuarto que habíamos abandonado. Decidimos que iba a ser nuestra oficina permanente.
Ilsa y yo nos fuimos juntos a almorzar en uno de los restaurantes que aún funcionaban en la Carrera de San Jerónimo; estaba cansado de la comida de la cantina y no tenía ganas de sentarme con periodistas en el comedor del Gran Vía para escuchar una conversación en inglés que no entendía. Mientras pasábamos el cráter profundo que había dejado una bomba que voló la cañería central del gas y la estación del metro, Ilsa se colgó de mi brazo. Cruzábamos la anchura de la Puerta del Sol, cuando alguien me tiró del brazo libre:
—¿Puedes hacer el favor, un momento?
A mi lado estaba María, con la cara descompuesta. Rogué a Ilsa que me aguardara y me separé unos pasos con María, que inmediatamente estalló:
—¿Quién es esa mujer?
—Una extranjera que está trabajando con nosotros en la censura.
—No me cuentes historias. Ésa es tu querida. Y si no lo es, ¿por qué se cuelga del brazo? Y mientras, a mí me dejas sola, ¡como un trapo viejo que se tira a la basura!
Mientras trataba de explicarle que para un extranjero el cogerse del brazo no significaba nada, se desató en un torrente de insultos y se echó a llorar; y así, llorando, se marchó calle de Carretas arriba.
Cuando volví a reunirme con Ilsa tuve que explicarle la situación: le conté brevemente mi fracaso en mi matrimonio, mi estado mental entre las dos mujeres y mi huida de ambas. No hizo comentario alguno, pero vi en sus ojos el mismo asombro y disgusto que había sorprendido en ellos aquella mañana durante mi bronca con mi mujer. Durante la comida me sentí dispuesto a provocarla y enfadarla, queriendo romper la corteza de su calma; después tuve que cerciorarme de que no había destruido la franqueza con que nos hablábamos, y hablé sobre todo de la tortura de ser un español y no poder hacer nada para ayudar a su propio pueblo.
A medianoche, después de una tarde en la que habíamos tenido que soportar el peso mayor de la censura, con muy poca ayuda de los otros poscensores, nuestra fatiga se hizo intolerable. Decidí que desde el día siguiente la censura se cerraría entre la una de la madrugada y las ocho de la mañana, salvo para casos urgentes e imprevistos. Era una liberación el pensar que no tendríamos más que leer a través de largas y fútiles informaciones estratégicas a las cinco de la mañana. Era imposible seguir trabajando dieciocho horas al día.
Mientras uno de los otros censores cabeceaba sobre su mesa, Ilsa y yo tratamos de dormir en nuestras camas de campaña. A través de las ventanas llegaban en oleadas los trallazos de los disparos de fusil y el tableteo de las ametralladoras del frente. Era frío y húmedo y era muy difícil escapar del pensamiento de que estábamos en la línea de tiro de los cañones. Charlamos y charlamos bajito, como si nos quisiéramos sostener el uno al otro. Así me quedé dormido por unas pocas horas.
No recuerdo mucho del día siguiente: estaba atontado por falta de sueño, por exceso de café y coñac, y por desesperación. Me movía en una semilucidez de los sentidos y del cerebro. No hubo bombardeo y las noticias del frente eran malas; Ilsa y yo trabajamos juntos, charlamos juntos e hicimos juntos grandes silencios. Es lo único que recuerdo.
A medianoche Luis hizo las tres camas y zascandileó alrededor del cuarto. Había escogido para él la cama del rincón: colgó en una silla al lado su chaqueta galoneada, se quitó las botas y se envolvió en las mantas. Ilsa y yo nos tumbamos en nuestras camas, a medio metro una de otra, y comenzamos a charlar bajito. De vez en cuando miraba al censor de turno, un perfil pálido bajo el cono de luz. Hablábamos de lo que había pasado en nuestras mentes, a ella durante los largos años de lucha revolucionaria y derrota, a mí en los cortos pero interminables meses de nuestra guerra.
Cuando el censor se marchó a la una, eché el cerrojo a la puerta y apagué las luces, con excepción de la de la mesa del censor con su pantalla de papel carbón. Luis roncaba pacíficamente. Me metí en la cama. Fuera del círculo de luz gris-púrpura sobre la mesa y de la diminuta isla roja que marcaba frente a ella nuestra única estufa eléctrica, el cuarto estaba en la oscuridad. La niebla se filtraba por las ventanas, mezclada con los ruidos del frente, y formaba un halo malva alrededor de la lámpara. Me levanté y arrimé mi cama a la de ella. Después, era la cosa más natural del mundo que se entrelazaran nuestras manos.
Me desperté al amanecer. El frente estaba silencioso y la habitación quieta. La niebla se había espesado y el halo de la lámpara sobre la mesa se había convertido en un globo gris-púrpura translúcido y encendido. Podía ver las siluetas de los muebles. Cuidadosamente retiré el brazo y envolví a Ilsa en sus mantas. Después retiré la cama a su sitio. Una de sus patas de hierro rechinó sobre el entarimado, dado de cera, y me quedé en suspenso. Luis continuaba respirando rítmicamente, apenas sin un ronquido. Rehaciéndome de mi susto, me enrollé bien ceñido en mis mantas y me volví a dormir. En la mañana, la parte más extraordinaria de mi experiencia fue su naturalidad. No tenía el sentimiento de haber conocido por primera vez a una mujer, sino de haberla conocido de siempre. «De siempre» no en el curso de mi vida, sino en el sentido absoluto, antes y fuera de esta vida mía. Era una sensación semejante a la que sentimos algunas veces cuando paseamos las calles de una vieja ciudad: llegamos a una placita silenciosa y de golpe sabemos; sabemos que hemos vivido allí, que lo hemos conocido siempre, que lo único que ha pasado es que ha vuelto a nuestra vida real, y nos sentimos tan familiarizados con las baldosas llenas de musgo como ellas lo están con nosotros. Sabía lo que ella iba a hacer y cómo sería su cara, igual que conocemos algo que es parte de nuestra propia vida, algo que hemos visto sin necesidad de mirarlo.
Volvió del lavabo de las muchachas telefonistas con la cara fresca, un poco de polvo adherido a la piel húmeda, y cuando Luis se marchó en busca de nuestro desayuno, nos besamos alegremente, como un matrimonio feliz.
Tenía una sensación inmensa de liberación y me parecía ver las gentes y las cosas con ojos distintos, en una luz diferente, iluminados por dentro. Habían desaparecido mi cansancio y mi disgusto. Era una sensación etérea, como si estuviera bebiendo champán y riendo con la boca llena de burbujas que estallaran con cosquilieos y se escaparan traviesas a través de mis labios.
Vi que ella había perdido su seriedad y severidad defensivas. Sus ojos verde-gris tenían una luz alegre luciendo en lo más hondo. Cuando Luis puso el desayuno sobre una de las mesas, se detuvo y la miró. En la seguridad de que no entendía español, me dijo:
—Hoy está más bonita.
Se dio cuenta de que hablaba de ella:
—¿Qué dice Luis de mí?
—Que hoy estás más bonita. -Se ruborizó y se echó a reír.
Luis nos miró al uno y al otro y cuando nos quedamos solos me dijo:
—¡Que sea enhorabuena, don Arturo!
Lo dijo sin ironía y sin malicia. En su mente simple, Luis había visto claramente lo que yo aún no conocía con mi cerebro: que ella y yo nos pertenecíamos el uno al otro. Con toda su devoción profunda hacia mí, a quien consideraba el salvador de su vida, se decidió simple y claramente a convertirse en el ángel guardián de nuestros amores. Pero no dijo una palabra más como comentario.
Era verdad que en aquel momento yo no sabía lo que él había visto instantáneamente. Mientras todos mis sentidos e instintos habían visto y sentido que aquélla era «mi mujer», toda mi razón se rebelaba contra ello. A medida que el día avanzaba, me enredaba más y más en uno de esos diálogos mentales, cuidadosamente formulados, que se originan en una batalla razonada contra los propios instintos: «Bueno, ya te has metido de lleno... Ya te has liado con otra mujer... Tanto querer escaparte de tu propia mujer y de una querida de años que sabes que te quiere, para meterte de cabeza con la primera mujer que se te cruza, a quien hace cinco días que conoces y que no sabes quién es. Ni aun tan siquiera habla tu idioma. Ahora te vas a encontrar con ella todo el día sin escape posible. ¿Qué vas a hacer? Eh, ¿qué vas a hacer? Porque desde luego no vas a decir que estás enamorado de ella. En tu vida te has enamorado de nadie».
Me quedé frente a frente de Ilsa, la miré a la cara y exclamé con la voz de duda con la que uno se plantea los problemas que no puede resolver:
—Mais je ne t'aime pas!
Se sonrió y dijo con la voz con que se apacigua a los niños:
—Claro que no, querido.
Aquello me enfadó.
Por aquellos días comenzaron a visitar a Ilsa, y a tener largas conversaciones con ella, miembros de la Brigada Internacional que la habían conocido en su vida anterior o que habían oído hablar de ella. Un día vino Gustav Regler, un alemán con una cara llena de arrugas y pastosa como la de un cómico, con altas botas, una pelliza pesada forrada por dentro con piel de carnero, y un cuerpo vibrante de puros nervios. Ilsa se había echado encima de su cama para descansar un rato y yo estaba censurando en mi mesa. Regler se sentó al pie de la cama y comenzó a hablar. Yo los miraba. La cara de ella se animaba llena de amistad hacia el hombre. Mientras hablaba, él puso una mano sobre el hombro de ella, después la dejó descansar sobre una de sus rodillas. Me estaban entrando unas ganas locas de liarme a patadas con él.
Cuando se marchó con una inclinación de cabeza completamente casual en mi dirección, me levanté y me fui a ella:
—Ése quiere acostarse contigo -dije.
—No exactamente. Mira, la Columna Internacional está metida de lleno en ello y él no es un soldado. Trata de escaparse de sus nervios pretendiendo que lo que él necesita es una mujer, y, claro, yo estoy aquí.
—Eres libre de hacer lo que te dé la gana -dije rudamente, y me senté en el borde de la cama. Por un momento puse mi frente sobre su hombro, después me enderecé y dije furiosamente-: Pero yo no estoy enamorado de ti.
—No. Ya lo sé. Deja que me levante. Yo me haré cargo del turno, ahora me siento descansada. Tú, échate un rato y duerme.
Durante la noche escuchábamos el anillo de explosiones de los morteros. En los amaneceres grises y sucios nos asomábamos a la ventana y escuchábamos cómo el horizonte de ruidos se apagaba. Uno de los hombres del Control Obrero vino y me mostró un fusil mexicano: México había mandado miles de fusiles. Los aviones de caza que volaban sobre nuestras cabezas procedían de Rusia. En la Casa de Campo estaban luchando camaradas franceses y alemanes y se dejaban matar por nosotros. En el Parque del Oeste se estaba atrincherando el batallón vasco. Hacía mucho frío y los cristales de nuestras ventanas estaban salpicados de agujeros diminutos. Los periodistas extranjeros comunicaban los avances lentos, pequeños y costosísimos de las fuerzas de Madrid, y los avances de los sitiadores, también pequeños y comprados a alto precio. Pero dentro de nosotros había una esperanza alegre, por debajo y por encima del miedo, de la amenaza, de la suciedad y de la cobardía mísera que nos acompañaban inevitablemente. Estábamos juntos en el miedo, en la amenaza y en la lucha. Y las gentes eran mucho más sencillas y mucho más llenas de cariño los unos para los otros. No valía la pena presumir, porque había muy pocas cosas que realmente importaran. Estas noches de batalla, estos días de trabajo machacón y aburrido nos estaban enseñando -por un tiempo muy corto, desgraciadamente- a marchar alegremente, lado a lado con la muerte, y a creer que a través de ello resucitaríamos a una vida nueva.
Habían transcurrido veinte días del sitio y defensa de Madrid.
Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Segunda parte (1951)
Capítulo II - En la Telefónica
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