Lo Último

2954. Retaguardia

Fotografía de Gerda Taro


El coche que me llevó a Valencia pertenecía a la FAI y conducía a tres líderes de las milicias anarquistas. Uno de ellos, García, era el comandante del frente de Andalucía. Aunque sabían que yo no era un anarquista y aunque les había dicho que había colaborado con los comunistas, me aceptaron como un amigo, puesto que sus compañeros en Madrid me habían proporcionado el uso de su coche. Y yo los acepté desde el principio porque no se mordían la lengua para censurar a los hombres que abandonaron Madrid vergonzosamente a su destino. Estaba convencido de que los que se habían escapado a Valencia el 7 de noviembre, ahora hacían todo lo posible para volver a apoderarse del mando de la capital, pero sin tener que volver a ella. Yo era uno de los testigos principales de su cobardía y de su falta de sentido de responsabilidad y era obvio que tratarían de deshacerse de mí de una manera impecable. Era por lo que se me llamaba a Valencia; y era también por lo que yo iba.

Comencé a hablar de los problemas que me atormentaban. García escuchó cuidadosamente y sus preguntas sutiles me empujaron a hablar más y más. Era un consuelo. Les conté la historia tal como yo la había visto, la censura antes del 7 de noviembre, el funcionamiento de la oficina en la Telefónica, el papel de la junta de Defensa, las órdenes de Valencia, la confusión, la negligencia, la fatiga de esta batalla estúpida. El camino a Valencia es largo, y yo hablé y hablé, para aclarar mi mente, para desahogarme, mientras García escuchaba y hacía preguntas. Cuando llegamos a la ciudad, fuimos directamente a un bar para comer algo y para beber un vaso juntos antes de separarnos. Y fue únicamente entonces cuando García dijo:

Bueno, compañero, ahora dame las señas del fulano ese. Esta noche le vamos a hacer una visita.

-Caray, ¿para qué?

Ah, no te preocupes, aquí en Valencia a veces la gente desaparece de la noche a la mañana. Se los llevan a Malvarrosa, al Grao o a la Albufera, se ganan un tiro en la nuca y el mar se los lleva. Bueno, algunas veces los devuelve porque le dan asco.

Lo dijo con la cara tan seria como la había tenido durante todo el viaje. Me asusté:

No creo que merezca ni aun eso. Primero, no creo que Rubio sea un traidor a la República. Ha trabajado muchos años con Álvarez del Vayo, ¿sabes? Además, es uno de los pocos que conocen algo sobre la prensa extranjera. Perderíamos una ayuda y provocaríamos un escándalo fuera. Y por último, esto es una cuestión mía, personal. García se encogió de hombros:


Bueno, como quieras. Tú te lo guisas y tú te lo comes, pero yo te digo que un día te va a pesar. Conozco el tipo y por causa de ellos vamos a perder la guerra. ¿O tú crees que nosotros no sabemos las cosas que la censura deja pasar? Ese hombre es un fascista y ya le tenemos marcado hace mucho tiempo. Además, le hemos avisado más de una vez. Tú podrás decir lo que quieras, pero a ése le damos el paseo más tarde o más temprano. Aquello me liberó de mi resentimiento apasionado contra el ministerio. Yo sabía demasiado bien que la censura de prensa extranjera cometía muchos más disparates por suprimir que por dejar pasar, noticias o comentarios. Veía ahora qué lejos estaba también de estos anarquistas y de sus sentimientos, a pesar del resentimiento y de la indignación que nos unía.


Fui solo a la oficina de prensa.

Era temprano en la mañana. Brillaba el sol en un cielo sin nubes. Después de las nieblas y de los vientos de Madrid, el aire de Valencia era como un vino fuerte. Marchaba despacio a través de un mundo extraño en el que la guerra no existía más que en unos carteles antifascistas, enormes, y en los uniformes de milicianos paseantes. Las calles estaban abarrotadas de gentes y de automóviles, las gentes bien vestidas, orgullosas y chillonas, con tiempo y dinero a su disposición. Las terrazas de los cafés estaban llenas. Una banda de música tocaba una marcha en una plaza. Los vendedores de flores llevaban manojos de claveles blancos, rojo y rosa. Los puestos del mercado estaban llenos de comida, pavos y gallinas, bloques de turrón, uvas, naranjas, granadas, dátiles, piñas. Me asaltó un limpiabotas y le dejé que puliera mis zapatos con polvo de Madrid. Las granadas no zumbaban en el aire, no. Pasó un camión lleno de evacuados de Madrid, y brinqué. Quería hablar a los chiquillos asombrados, tan asombrados como yo. La oficina de prensa se había instalado en un viejo palacio. Sorbí la suntuosa y sucia escalera de mármol y me encontré en un hall con las paredes tapizadas de brocado, descolorido por los años; desde allí, un ordenanza me mandó a través de un laberinto de pasillos en el que se encadenaban habitaciones llenas de máquinas de escribir, de multicopistas, de sellos de caucho, de montañas de papel. Las gentes no me reconocían, ni yo conocía a la mayoría de ellas. Como un paleto di vueltas de un lado a otro hasta que Peñalver me encontró y me saludó como si fuera un resucitado de entre los muertos. Peñalver había sido ordenanza en Madrid.


Tiene usted que vivir en casa mientras esté en Valencia -me dijo-. No se encuentra una habitación, y además su hermano duerme con nosotros. Voy a decirle a don Luis que está usted aquí.


Me recibió con toda solemnidad, como la verdadera cabeza del departamento a pesar de que la pompa era escuálida y llena de desorden. Afable, pulido, ni frío ni caluroso, los ojillos de lagarto escondidos a medias detrás de las gafas ahumadas, la punta oscura de su lengua paseándose veloz por sus labios. Y yo no dije nada de lo que pensaba decir cuando abandoné la Telefónica. En Madrid había planeado perfectamente cómo enfrentarme con sus palabritas suaves; aquí, en Valencia, él estaba en su propio campo, y yo no era más que un Quijote loco, incapaz de someterme, de conformarme o de tomar la decisión salvaje que me había ofrecido el anarquista García.


Rubio Hidalgo me dijo blandamente que lo sentía mucho, pero que no tenía tiempo aquella mañana para discutir conmigo la situación; que me marchara a ver la ciudad y que volviese al día siguiente. Me marché. En la valla de un solar estaban mirándome los ojos abiertos de los niños asesinados en Getafe, las caritas trágicas cuyas fotografías yo había salvado. Un cartel de propaganda. Un llamamiento eficaz a todos. Me lo había imaginado diferente, tal vez porque era yo el que pudo haberlos asesinado por segunda vez y había escogido darles vida nueva.


No sabía qué hacer conmigo.


Por la tarde me fui a ver a mis hijos y a Aurelia en el pueblecillo donde estaban alojados. El ferrocarril de vía estrecha que me llevó allí era tan lento como un carro de mulas. El pueblo estaba bajo la administración de un comité de anarquistas que había requisado las casas más grandes para alojar a los refugiados de Madrid. Encontré a Aurelia en una vieja casa solariega de vigas gruesas y paredes de piedra y yeso desconchadas, grandes salas enladrilladas, un número fantástico de escaleras, un jardín húmedo y sombrío y una huerta llena de ortigas con un puñado de manzanos y naranjos. No había allí más que madres con sus hijos, veintidós familias, componiendo un ciento de personas. El comité había requisado camas y ropas de cama y había convertido en dormitorios las habitaciones mayores. Parecía un hospital o una de esas viejas posadas que tienen dormitorios comunales.


En la sala donde estaba Aurelia se alineaban diez camas a lo largo de las dos paredes principales. Ella y los tres niños compartían dos camas de matrimonio a cada lado de un balcón por el que entraba un sol cegador. La habitación estaba encalada y muy limpia, las cuatro madres que allí estaban parecían llevarse muy bien. En el próximo cuarto de hora descubrí que entre los distintos dormitorios existía un antagonismo de grupo feroz. Las mujeres no tenían nada que hacer, más que limpiar la habitación, preocuparse de sus chicos y cotillear entre ellas. El comité proporcionaba leche para los chicos y la comida para todos. Una de las mujeres que estaba en el dormitorio de Aurelia, cuyo marido había sido muerto en los primeros días de la lucha, estaba atendida totalmente por el comité y recibía cada día una lluvia de regalos de la gente del pueblo ropas para los niños, flores, dulces.


Los chiquillos se habían adaptado felices al medio extraño que los rodeaba y jugaban todos en la huerta. Aurelia exhibió su marido a través de los dormitorios, «un marido que era algo en el Ministerio de Estado». Ya tarde me preguntó:


¿Qué planes tienes para esta noche?


Me vuelvo a Valencia en el último tren. Peñalver me deja una cama en su casa. En cuanto pueda vendré otra vez a veros.


-No. Esta noche te quedas aquí. Ya lo he arreglado todo.


Pero aquí no tengo sitio.


Te digo que sí. Ya lo he arreglado yo. Las mujeres se van dormir a otro dormitorio esta noche, en cuanto sus chicos se queden dormidos, y nosotros nos quedamos solos.


Quédate, papá...


Me subía a la garganta una repugnancia infinita y al mismo tiempo una ola de cariño y de piedad. Habíamos perdido la casa en Madrid, habíamos perdido todo lo que hace agradable la vida; me rodeaban los chicos, me tiraban del pantalón, no me dejaban ir. Los ojos de Aurelia suplicaban.


Me quedé.


Pero aquella noche no dormí. Mentir es muy difícil.


El cuarto inmenso estaba alumbrado por dos lámparas de petróleo cuyo resplandor llenaba el cuarto de sombras. Al alcance de mi mano los niños dormían plácidamente en la otra cama. Aurelia lado a lado de mí. Estaba mintiendo cada momento que estaba allí. Había mentido a los niños pretendiendo una armonía con su madre que no existía. Había mentido a la madre, mintiendo una ternura que estaba muerta y que ya no era más que repulsión física. Había mentido a Ilsa, allá en Madrid. Me mentía a mí mismo construyéndome, una a una, justificaciones falsas de por qué estaba en una cama donde no quería estar, donde no debía estar, donde no podría estar más.


En la mañana tomé el primer tren a Valencia y dormí en el compartimiento cerrado y asfixiante, hasta que los otros viajeros me despertaron. Me fui a la casa de Peñalver y me acosté hasta la hora de comer. Por la tarde Rubio Hidalgo me repitió que no tenía tiempo y que dejaríamos el hablar para el día siguiente. Al día siguiente se había ido a Madrid. Cuando volvió, me enteré por otros que había nombrado a Ilsa la cabeza oficial de la oficina de Madrid. No me dijo nada, sólo que hablaríamos y arreglaríamos mi situación un día u otro. Esperé sin forzar las cosas; esperé un día y otro. Otra vez Rubio Hidalgo se marchó a Madrid en un viaje urgente. Cuando volvió era abiertamente hostil hacia mí, con un tono insolente en su voz. Tuvimos una bronca agria, pero al fin me callé y esperé. Mi batalla, tan clara en Madrid, en Valencia era sin esperanza y sin finalidad; en Valencia estaba solo y desesperado.


Se pasó una semana, lenta y tensa. El cielo estaba uniformemente claro, las noches uniformemente pacíficas, la vida de la ciudad inalterablemente divertida y alegre. Cada noche, mi anfitrión Peñalver, con su cara tallada a escoplo, sacaba después de cenar una baraja y una botella de aguardiente. Mi hermano Rafael, que había ido a Valencia después de la evacuación de su familia, se sentaba, silencioso y serio. A medianoche, Peñalver se iba a la cama un poquitín borracho. Yo seguía sin poder dormir.


Iba coleccionando historias de unos y otros: con el peso de Madrid en mi mente, trataba de entender el proceso de organización de la guerra. Pero mientras estaba esperando, desocupado y excedente, no podía encontrarme con las gentes que sin duda estaban entonces trabajando febriles. No veía más que los emboscados, los peces chicos de la burocracia tratando de justificar su existencia para sentirse seguros en su refugio, los empleados insignificantes del Ministerio de Estado que habían salido de Madrid, porque se lo habían mandado o porque tenían miedo. No tenían nada que hacer y criticaban y contaban historias llenas de malicia. A veces esta malicia se volvía contra nosotros, los que nos habíamos quedado en Madrid, los «locos» que habían echado las cosas a perder. Me hablaban así porque estaban convencidos de que yo había venido a Valencia para quedarme, después de intrigas sin fin para escapar de aquel infierno. Según ellos, los altos empleados del Estado estaban muy disgustados de que los que habían organizado la defensa de Madrid se portaran como si ellos fueran héroes y los evacuados oficialmente a Valencia cobardes. «Tiene usted que admitir que esas gentes se han arrogado poderes que no tenían», me dijo alguien muy redicho. «Sí, porque ustedes habían dado a Madrid por perdido», contesté. Pero era claro que, dijera lo que dijera, caería en el vacío, porque sonaba hueco y declamatorio. Me acordaba del anarquista García con un sentimiento inquieto, mezcla de camaradería y de odio; caía en largos silencios, escuchaba y miraba.

Me contaron que Rubio Hidalgo había afirmado que me iba a mandar a la censura de correos de Valencia «para que me pudriera allí» y que no se me permitiría volver a Madrid. Me contaron que había contado indignado cómo yo había usurpado su sillón en el ministerio. Decían que a Ilsa la dejarían en Madrid hasta que las cosas se arreglaran, si antes «no metía la pata hasta el corvejón». Rubio la manejaría perfectamente, porque no era más que una extranjera sin nadie que la garantizara y sin ningún conocimiento de España, y tendría que depender de él. Otros me contaron que políticamente era sospechosa y que se la expulsaría de España en seguida, si continuaba siendo tan amistosa con los periodistas extranjeros. De todas formas, Ilsa se había convertido en una leyenda.


Visitaba a mis chicos regularmente pero no volví a quedarme otra noche en el pueblo. Después de un altercado serio no hablé más con Aurelia y ella sabía que todo había terminado definitivamente.


Me sentaba con mi hermano en la terraza de un bar, atontado por el ruido. Me iba a la playa a contemplar las gentes revolotear alrededor de los restaurantes de moda o me quedaba contemplando las enormes sartenes en la cocina al aire libre de La Marcelina, donde se cocían las paellas bajo guirnaldas de mariscos rojo-cromo y trozos de pollos dorados a la sartén. El arroz que yo había comido días y días en Madrid había sido una masa rojiza como vomitona de borracho. Sobre las plataformas de tabla elevadas en la arena de la plaza, frente al mar, donde las mesas se pedían con anticipación, las mujeres evacuadas de Madrid mantenían una batalla furiosa de lujo exhibicionista con sus colegas valencianas. Se derrochaban fortunas en mantener una alegría ficticia, una seguridad que nadie tenía. Infinidad de gentes se habían hecho ricas de la noche a la mañana, contra el fondo de los cartelones gigantes que pedían sacrificios para ganar la guerra y para salvar Madrid.


Las oficinas estaban invadidas por una legión de nuevos organizadores: Peñalver, un ordenanza del Ministerio de Estado toda su vida, se despertó una mañana con una idea: crear un batallón ciclista. Los reclutas serían los ordenanzas ciclistas de los innumerables ministerios. No irían al frente, claro. Se entrenarían y organizarían para cuando hicieran falta. Él tenía bicicleta y sabía montar en ella; sus dos hijos eran ciclistas del Departamento de Prensa. Comenzó a divulgar la idea en otras oficinas, y al cabo de unos pocos días apareció en casa vestido con un flamante uniforme de capitán, una orden escrita autorizándole a organizar el batallón ciclista y otra orden autorizándole los gastos necesarios. Desde aquel momento comenzó a pensar en abandonar el ministerio en cuanto tuviera reclutas bastantes. ¡Y las bicicletas que iba a comprar! Bueno, por el momento tenía su sueldo de capitán.


Me enteré de que había muerto Louis Delaprée. Durante los últimos días de mi estancia en Madrid había tenido una cuestión seria con su periódico, Paris-Soir, porque éste se había negado a publicar una información sobre los bombardeos de Madrid y la matanza de mujeres y niños, con el título, prestado de Zola, J'accuse. Cuando yo me había despedido de él, estaba sentado en mi cama de campaña, la cara más pálida que nunca, un tapaboca color ladrillo alrededor del cuello. Me dijo que iba a tener unas palabras serias con sus amigos del Quai d'Orsay sobre la conducta abiertamente fascista del consulado francés: «Odio la política, como usted sabe, pero yo soy un hombre liberal y un humanista».


Se marchó a Francia por avión. Iban con él un corresponsal de la agencia Havas y un delegado de la Cruz Roja Internacional que había estado investigando el asesinato de prisioneros en la cárcel Modelo al principio de los bombardeos de Madrid. No lejos de la ciudad, el aeroplano francés fue atacado y ametrallado por un avión desconocido. Hizo un aterrizaje forzoso. El hombre de Havas perdió una pierna, el delegado de la Cruz Roja resultó ileso, el piloto lleno de cardenales, y Louis Delaprée murió en un hospital de Madrid con una muerte lenta y dolorosa. Se corrían rumores de que el avión atacante era un avión republicano, pero el mismo Delaprée lo negó en sus horas interminables de agonía lúcida. Yo tampoco podía creerlo.


Para atender al entierro, fue por lo que Rubio Hidalgo se había ido a Madrid sin avisar a nadie, con una corona de flores frescas en el coche. Cuando volvió me contaron esto y todas las historias acerca de la situación de Ilsa y de mi destierro inmediato en la censura de correos.


Venían a Valencia los periodistas para un descanso, y sus alabanzas efusivas de Ilsa me asustaron mucho más que los rumores. La veía expuesta a la envidia, enredándose ella misma en una telaraña de reglas burocráticas que no conocía ni podía conocer, lejos de mí, sola.


Comencé a escribirle una carta en francés, en forma de un diario; una cosa rígida y artificial que era más una justificación de mí mismo estúpida. Como había entrado en la censura con la recomendación del Partido Comunista y había tomado las riendas de este servicio el 7 de noviembre con su aprobación, me fui un día a la secretaría general que se había instalado en Valencia y pedí una entrevista con una de las primeras figuras. Me dijo que toda la confusión que existía en la censura tenía que aclararse por el Gobierno, que todos teníamos que soportar y que apoyar la reorganización de la maquinaria del Estado que estaba en marcha, que yo indudablemente tenía razón, pero que debía esperar una decisión oficial. Me resigné a esperar. Todo aquello era muy razonable y yo no era más que un intruso.


Llegó entonces una carta de Ilsa contestando una nota que yo le había enviado pidiéndole que viniera a Valencia. Iba a venir en unos días, después de Navidad, con un permiso corto que le había ofrecido Rubio Hidalgo. Tenía la esperanza de que yo volvería a Madrid con ella. Luis, nuestro ordenanza, me daría más detalles sobre ello, pues le mandaba al día siguiente a Valencia para que pasara unos días con su mujer y su hijita. Fui al ministerio a preguntar si esperaban algún coche de Madrid, pero no había llegado ninguno ni tenían noticias. Volví al atardecer y alguien dijo que había oído de un coche que había sufrido un accidente cerca de Valencia, y que dos periodistas y un ordenanza del ministerio estaban heridos, pero no sabían quiénes eran. Los habían llevado al hospital.


El hospital de Valencia era un edificio enorme de aspecto conventual, con salas abovedadas, paredes de piedra fría, rincones oscuros donde se ocultaba a los moribundos, y una baldosa con el nombre de un santo encima de la puerta de cada sala. El piso, de losas de piedra o de viejas baldosas de barro cocido, resonaba con el pataleo de una multitud habladora y gesticulante; había en el aire un tintineo constante de cristal y loza y el olor del ácido fénico lo impregnaba todo. La guerra había invadido el hospital destruyendo el viejo orden. No había nadie que pudiera oponerse a la voluntad de los visitantes y éstos habían invadido el hospital, se habían instalado en sillas y a los pies de las camas, a veces la familia entera, y hablaban y discutían incansables con enfermos y heridos. Bajo las bóvedas, el zumbido era como el de una colmena gigante. Las enfermeras y los ordenanzas se habían vuelto groseros y estaban exasperados. Se abrían paso a empujones sin hacer caso a preguntas. Por fin pude encontrar un periodista inglés; no tenía más que unas contusiones y aquella noche iba a dormir al hotel. Me pidió que me ocupara de Susana, que era con quien había venido; ella tenía una brecha en la frente y la habían tenido que coser. Susana me dijo que Luis estaba gravemente herido, pero no podía decirme dónde le habían llevado. Nadie sabía dónde estaba, ni aun si estaba en el hospital. Alguien me guió a uno de los lechos escondidos en los rincones de las bóvedas; el lecho estaba vacío, deshecho y sucio de haber sido recién ocupado. Luis o había muerto o aquello era un error. Me lancé a través de un laberinto de pasillos, en los que estaban las dependencias del hospital, y le encontré, al fin, tendido sobre una camilla a la puerta de la sala de rayos X.


La ternura de su cara fue tan intensa cuando me vio que la emoción se me subió a la garganta. Vi instantáneamente que no tenía salvación. De la comisura de los labios le caía un hilito fino de baba mezclada con sangre, sus encías eran verdosas y parecían haberse contraído dejando los dientes desnudos, la piel era cenicienta y las piernas estaban insensibles y paralizadas. Lo único que vivía eran los ojos, los labios y los dedos. El doctor me dejó entrar con él y en silencio, en lo oscuro, me señaló las sombras que se dibujaban en la pantalla fluorescente: la columna vertebral, rota en su mitad, dos de las vértebras separadas una de otra tres o cuatro centímetros.


Después me senté a la cabecera de su cama. Luis hacía esfuerzos por hablar y por último consiguió decir:


La carta. En mi chaqueta. -En la guerrera del uniforme que colgaba a los pies de la cama encontré un sobre abultado-. Ahora todo está bien. ¿Sabe usted que me voy a morir? -Se sonrió y la sonrisa se transformó en mueca-. Tiene gracia, yo que tenía tanto miedo de las bombas. ¿Se acuerda usted aquella noche del bombardeo? Quiere uno escaparse de la muerte y se cae de boca en sus brazos. Así es la vida. Lo siento por mi chica, no por mi mujer. - Acentuó el «no»-. Ella se quedará muy contenta y yo también. Deme usted un pitillo, ¿quiere?


Le encendí un cigarrillo y se lo puse entre los labios. De vez en cuando sus dedos se cerraban lentos y torpes alrededor del cigarrillo, lo retiraban de la boca y hablaba:


Don Arturo, no deje perder esa mujer. Yo tenía razón. Es una gran mujer. ¿Se acuerda usted la noche que llegó a Madrid? Y está enamorada de usted. Hemos hablado, ya sabe hablar español. Bueno, por lo menos, nos hemos entendido los dos muy bien. Ella está enamorada de usted y usted lo está de ella. Lo sé. Hay muchas cosas que ahora las veo claramente: dicen que hasta que uno no está a punto de morirse no se ven. No la pierda, sería un crimen, por ella y por usted. Llegará el 26. Van ustedes a ser muy felices los dos y un día se acordarán del pobre Luis. Tiene usted la carta, ¿no? Es lo que me preocupaba todo el tiempo, que me la quitaran.


La agonía de la peritonitis es horrible. El vientre levanta la sábana hinchándose lenta e inexorablemente. Las entrañas se trituran bajo la tremenda presión y al final surgen expulsadas por la boca, en una masa repugnante de sangre y excremento, llena de burbujas que estallan soltando gas fétido. La mujer de Luis no pudo soportarlo y se marchó. Me quedé solo con él largas horas limpiándole incesantemente los labios. Hasta el último momento, sus ojos estuvieron vivos, llenos de resignación y de cariño. Me dijo adiós, muy bajito, atragantado de espumas.


Ilsa llegó a Valencia el 26 de diciembre. La sección de prensa llenó de flores su cuarto en el hotel, porque era una «heroína». Estaba rendida de fatiga, pero fuerte y llena de alegría. Cuando me reuní con ella, todas las cosas en el mundo volvieron a su sitio.


La mañana siguiente, cerca de mediodía, su amigo Rolf vino a buscarme en el smoking room del hotel: un agente de la policía política había venido a buscarla y se la había llevado detenida. Había encontrado a Rolf y le había encargado que me avisara y que avisara a Rubio Hidalgo.


Veía el Paseo de los Mataderos con sus arbolillos raquíticos y polvorientos, con los cuerpos desplomados en la luz gris del alba; me resonaban en los oídos las risitas nerviosas de los curiosos, las blasfemias horrendas de los cínicos. Recordaba a la vieja a quien había visto, tirando de la mano de un chiquillo adormilado y metiendo un trozo de churro en la boca entreabierta del hombre muerto. Veía al Manitas reclamando más víctimas a quienes dar el paseo. Veía a Ilsa ante un tribunal de hombres capaces de creer cualquier cosa de un extranjero y me la figuraba extendida en la playa, el mar mojándole los pies. El reloj del salón batía los segundos lentamente. Tenía una pistola. Todos teníamos pistolas.


Llamé a la oficina de prensa y pregunté por Rubio Hidalgo. No me dejó hablar. Le habían informado; haría todo lo que estuviera en su poder y averiguaría qué había pasado. Sí, le contesté, era mejor que lo averiguara pronto. Me dijo que vendría inmediatamente al hotel. Había otros extranjeros a mi alrededor: Rolf había traído a Julio Deutsch, el austríaco, que la conocía bien. Creo que él llamó al secretario de Largo Caballero. Llegó Rubio y se apoderó del teléfono. Puse la pistola sobre la mesa, ante mí. Todos me miraron como pensando si me habría vuelto loco y me dijeron que me calmara.


Yo les contesté que no se preocuparan; aparecería o no aquella noche, pero si no, había otros que iban a morir también en Valencia, y puse dos cargadores llenos lado a lado de la pistola. Rubio llamó al ministerio.


De pronto me dijeron que todo se había aclarado: no había sido más que una denuncia estúpida y dentro de un rato estaría allí. No les quería creer. El reloj seguía marchando lentamente. Llegó dos horas más tarde, sonriendo y muy dueña de sí. Yo no podía hablarle. Los otros se agruparon a su alrededor y ella les contó su historia con gusto e ironías. El agente que la había detenido le había hecho algunas preguntas en el camino que hacían; claro que se la había denunciado como una espía trotskista. No le habían hecho ninguna acusación concreta pero su amistad con el líder socialista Otto Bauer había pesado mucho. Mientras dos personas la estaban interrogando -en una forma muy insegura y torpe, dijo, lo cual la hacía sentirse el ama de la situación, y ésta más ridicula que peligrosa-, el teléfono había comenzado a sonar. Después de la primera llamada le habían preguntado si quería comer algo; después de la tercera o cuarta le habían presentado una comida verdaderamente suntuosa; después de la sexta o séptima le habían preguntado su opinión sobre un tal Leipen que, aparentemente, era quien la había denunciado, un periodista insignificante de Centroeuropa que por un tiempo había trabajado con Rubio Hidalgo y a quien yo no había llegado a conocer. Ella les había dicho la verdad, que le consideraba un tipo escurridizo, pero nada más. Al final la habían tratado muy cariñosamente, como una amiga de la familia.


No importaba que no se hubiera dado cuenta del peligro que había corrido. Había vuelto salva. Me quedé con ella.


Aquella noche, la luna sobre Valencia brillaba como plata fundida. Hay en Valencia jardines y fuentes, anchos paseos flanqueados de palmeras, viejos palacios e iglesias. Por miedo a los aviones, todo estaba sumido en la oscuridad y la luna era aquella noche la reina de la ciudad. El disco pequeño y brillante rodaba en un cielo de terciopelo azul- negro salpicado de llamitas blancas, temblonas, y la tierra era un campo de negro y plata.


Después de cenar nos fuimos a pasear a través de los trozos de luz y de sombra. El aire estaba lleno del olor de la tierra húmeda y fría, de las raíces sedientas chupando ansiosas el jugo fresco, de aliento de árboles, de flores abriéndose en lo oscuro o bajo la caricia de la luna. Paseamos entre las columnatas de palmeras cuyas hojas anchas crujían como pergaminos; y la arena crujiente bajo nuestros pies arrancaba chispas a la luna como si el mundo se hubiera vuelto de vidrio. Hablábamos bajito para que la luna no se asustara y cerrara los ojos y dejara ciego al mundo.


No sé lo que decíamos. Cosas hondas como las que se murmuraban en noches nupciales. No sé cuánto duró nuestro paseo. El tiempo había perdido su compás y se había quedado quieto, mirándonos marchar fuera de su órbita. No sé por dónde fuimos: jardines, luna, arena, fuentes saltarinas, crujidos de hojas secas en estanques de sombra; y seguíamos, las manos entrelazadas, sin cuerpos, persiguiendo el murmullo de una canción de cuna.


Por la mañana nos fuimos hacia el mar, hablando seriamente de la lucha que nos esperaba hasta que volviéramos a nuestros puestos en Madrid y volviéramos a trabajar juntos. Pasamos el Cabañal, blanco, con sus casitas de obreros y pescadores, y donde la playa se curva, lejos de hombres y casas, nos sentamos en la arena. Era amarilla y fina, caliente como una piel humana. El mar y el cielo eran dos tonos distintos de un mismo azul suave que se fundían en un resplandor lejano, sin líneas que los dividiera. El mar quieto lanzaba a la playa ondas dormidas que llevaban granos de arena en sus crestas de cristal. La arena cabalgaba sobre las crestas alegremente como legión de enanitos traviesos, hasta que la onda se rompía sobre ellos con un chasquido leve y los dejaba alineados en hileras inmóviles, en rizos que eran la huella de los labios del mar.


Tenía mi cuello sobre su brazo desnudo, piel sobre piel, y sentía las corrientes que corrían bajo ambas pieles, fuertes o imperiosas como las fuerzas bajo la azul superficie del agua.


No sé más dónde acabo yo y dónde empiezas tú, como si fuéramos uno.


Era una paz profunda. No necesitábamos hablar de nosotros mismos. No habíamos dicho más que unas pocas frases: ella tenía que escribir a su marido y decirle que su matrimonio se había terminado. Yo tenía que arreglar mis cuestiones privadas con el menor daño posible para los que estaban envueltos en ellas.


Tú, ¿sabes que vamos a producir daño a los otros y a nosotros mismos, para poder ser felices? Y esto siempre se paga.


Lo sé.


Pero todo parecía fuera de nuestra vida juntos, la única vida que podíamos sentir. Todas las cuestiones complicadas, revueltas, inescapables, que vislumbraba y conocía tan bien dentro de mi cerebro no pertenecían a mí, se referían a otro. Le conté cosas de mi infancia y de mi madre: la delicia con que enterraba mi cabeza entre sus muslos y sentía sus dedos ligeros acariciar mis cabellos. Aquello sí era yo. Pertenecía a mi mundo junto con la sonrisa de Ilsa, con las conchas pequeñitas que estaba ella desenterrando de la arena blancas como leche, tostadas como pan de campesinos, rosa agudo como pezones de mujer, suaves y pulidas como escudos, rizadas y abiertas en abanicos perfectos. Teníamos hambre y nos fuimos a una tabernita en el borde de la playa, zanqueando lentos por la arena. Nos sentamos en el balconcillo de madera, una baranda frente al mar, y hablamos de Madrid. El camarero nos trajo una cazuela de barro colmada de arroz, amarillo de azafrán, y nos señaló dos langostinos extendidos encima:


De parte de aquellos camaradas.


Se levantó un hombre con tipo de pescador de una mesa en el rincón opuesto; se quitó la gorra y dijo:


Pensábamos que la camarada extranjera debería probar la real cosa. Hace un ratito que hemos cogido esos langostinos, así que no pueden estar más frescos.


El arroz olía a mar. Bebimos con él un vino rojo, áspero, también vivo.

¿No ha empezado hoy el año?


Faltan aún tres días.


-¿Sabes? Es extraño, pero es sólo hoy cuando he visto que podemos compartir una vida limpia, a la luz del día, alegres; una vida normal.


¿Es que siempre me vas a decir lo mismo que estoy pensando?

Era hermoso sentirse infantil. Me sentía fuerte como nunca. Nos volvimos a la playa cogidos de la mano como niños, y como niños cogimos más conchas oro y rosa. Cuando volvíamos a la ciudad, en el tranvía abarrotado y ruidoso, las conchas en los bolsillos de Ilsa sonaban como castañuelas.


Arturo Barea

La Forja de un rebelde III La Llama - Segunda parte (1951)
Capítulo IV - Retaguardia







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