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2961. Desde el mirador de la guerra. La política de Chamberlain

Neville Chamberlain, septiembre de 1938, tras regresar de la conferencia de Munich


La política de Chamberlain se caracteriza por su incansable pertinacia para navegar en aguas turbias, por la ocultación constante de sus motivos y por la gran ceguera para el porvenir de Europa y, en primer término, para el porvenir de Inglaterra. Lo menos malo que puede pensarse de Chamberiain es que, convencido de la fatalidad de la guerra, considera el tiempo empleado en la fabricación de armamentos como una ventaja mayor para Inglaterra que la suma de sus claudicaciones puede serlo para sus adversarios.

En este caso sólo podría acusársele de un cálculo que parece implicar un error monstruoso. Por muy abundantes que sean los elementos bélicos que Inglaterra y Francia puedan acumular en el plazo que sus adversarios les consientan, es evidente que una España totalmente sometida a Italia y a Alemania, la ocupación de Mallorca, el emplazamiento de las fuerzas enemigas en el norte de África y en el contorno de Gibraltar, de una línea ofensiva a lo largo del Pirineo y la existencia  de todo un ejército en la Península perfectamente aguerrido y con hondas raíces en nuestro territorio, dueño de todas las posiciones estratégicas (todo esto supone el nuevo Munich a que parece encaminarse la política filofascista de Inglaterra y Francia), son desventajas enormes de compensación imposible. A esto hay que añadir que la política de claudicación ante el fascio, aunque sólo sea temporal, restará a Inglaterra y a Francia el apoyo de las dos grandes democracias del mundo.

Es evidente que el viaje de Chamberlain a Roma, si llega a realizarse, abrigará el propósito de entregar España a la codicia italiana, como fue en Munich entregada Checoeslovaquia a los manejos imperialista de Alemania. Y el hecho es doblemente monstruoso porque no hay la más leve razón, ni aún la más mínima apariencia de razón, para que sea mermada la independencia española. Pero el hecho es también infinitamente más grave para el porvenir de Inglaterra y de Francia. La sola concesión de la beligerancia a Franco, sin la retirada total de las fuerzas italianas invasoras de España, es a todas luces, la aquiescencia a los propósitos del fascio y a su total dominio en el Mediterráneo occidental, la entrega definitiva de la más importante llave- de un Imperio y de las rutas marítimas de otro. Cuesta trabajo pensar que nadie, de buena fe, pueda en Inglaterra y en Francia  amparar esta política.

Mas no exageremos nuestra extrañeza. Gran parte de la Prensa, a cuyo cargo está la labor de formar la opinión, sirve a intereses de clase sin patria, cuando no a intereses fascistas, literalmente vendida al adversario. En Francia no es un secreto para nadie ta cantidad que invierte Alemania en la compra de plumas mercenarias. Pero no es esto todo, ni sería suficiente. En las esferas del Gobierno y de la plutocracia anglo-francesa imperante reina el terror a un despertar verdadero de la conciencia de los pueblos. El error monstruoso, o la iniquidad sin ejemplo, que supone la llamada no intervención en España, enderezada toda ella a hacer creer que la lucha en nuestra península es una mera guerra civil promovida por Rusia, una lucha de opiniones encontradas, cuya repercusión más allá de nuestras fronteras, sólo podría contribuir a precipitar la revolución social; la ocultación del hecho verdadero que es, a todas luces, la invasión constante, sistemática y progresiva de nuestro territorio por quienes aspiran a un nuevo reparto del mundo en detrimento de los dos imperios democráticos del occidente europeo, es algo que no admite el total desenmascaramiento, sin una repulsa de fondo, ajena a todo juego polémico de partido, que llevaría a los pueblos de Inglaterra y de Francia, despiertos, a pedir cuentas demasiado estrechas, a imponer las más terribles sanciones a los culpables. Cierto que en Inglaterra y Francia han sonado ya voces acusadoras que suponen conciencias vigilantes; más todo ello no ha roto la espesa costra del engaño. Para muchos, los más, estas voces cantan de falsete, responden a intereses políticos y sociales no siempre legítimos, simulan peligros inexistentes. Se ignora que, aún en el caso de que las voces apocalípticas no fuesen enteramente sinceras, coinciden con la realidad de los hechos, que en política se miente muchas veces con la verdad y que no falta quien señale peligros verdaderos sin creer en ello.

La turbia política de Chamberlain aprovecha el equívoco y lo cultiva. Contra lo que se cree, la opinión de Inglaterra está menos adormilada que en Francia, sin duda  también contra lo que se cree porque el problema de Inglaterra es mucho más grave que el de Francia. Francia podría sobrevivir a su Imperio colonial; Inglaterra, no. Se dice, además, que el inglés es más tardo de comprensión que el francés, y esto es sólo cierto con una limitación, que suele omitirse: de cuanto pasa fuera de Francia, suele ser el francés el último en enterarse, porque su política y su diplomacia suelen estar en manos de hombres mediocres; Las de Inglaterra —en cambio— han venido siendo hasta hace poco el patrimonio de una élite. Con todo, aun en la misma Francia la opinión despierta en el momento preciso en que los Gobiernos filofascistas meditan la suprema iniquidad contra España y la suprema traición al porvenir de sus pueblos.

Si, contra lo que nosotros creemos, ambas realizan el naufragio moral de las llamadas democracias del occidente europeo sería un hecho irremediable; Inglaterra y Francia habrían perdido no sólo sus posiciones estratégicas para la inevitable contienda futura, sino su razón de ser en la Historia. Ni dignidad ni precio; ni honra ni provecho. Les quedaría una fuerza disminuida y degradada y una retórica manida, sin valor ideal, que no podría convencer a nadie. Porque entre el deshonor y la guerra recordemos las palabras de Churchill— habrían elegido el deshonor y tendrían la guerra, una guerra sin honor —añadimos nosotros— y que de ningún modo merecería la victoria.

España, por fortuna, la España leal a nuestra gloriosa República, cuantos combaten la invasión extranjera, sin miedo a lo abrumador de la fuerza bruta, habrán salvado, con el honor de la Europa occidental, la razón de nuestra continuidad en la Historia.


Antonio Machado
La Vanguardia, 6 de enero de 1938










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