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2959. También retamas para la hoguera de la guerra

I

De siempre había trabajado la tierra, esa tierra enjuta que exhala sequedad, que se cubre de trigos más que pajizos, de yerbajos silvestres; esa tierra bordoneada de angustioso silencio, de inhumana soledad; esa tierra que compone la llanura de los Monegros.

Sufriente alma de España en los surcos, riñones quebrados en su áspero cultivo. El cielo, recio de azules, tan indiferente. Todas sus generaciones se partieron allí el espinazo, toda su atalaya era una casa cenicienta, con techo desmantelado, todo su panorama del mundo fuera la distante serpentina de la calzada que conduce a Caspe. Se palpó la cara amasada de duros perfiles, crujió los brazos y se sentó en un montón de piedras. Escuchaba el vago zumbido de la atmósfera, aquel desfile siniestro de autos militares, la sensación doliente que traían los ecos.

Un leve viento mañanero reproducía el estampido de los cañones y se le figuró oír el remoto temblor de los ayes y que las propias raíces de sus pocas hectáreas se estremecían.

¿Y él qué pito tocaba en el baile? Se rumoreaba que los de Franco le fusilaron a un hermano, allá por la linde de Zaragoza. Pero la vida entera no podía separarla del trozo raquítico de la heredad, odiada y amada al propio tiempo. Y sin embargo, algo hondo, que palpitaba en el curso de los aires, que hallaba asilo en sus entrañas, le advertía, como cosa del instinto, de la proximidad de la Muerte, no física, no de la carne, sino en la máscara de un régimen que le provocaba náuseas, que se identificaba con la inclemencia de los campos agostados, los que se pudren con lentitud, con desesperación, los que se ennegrecen.

Se quedó mirando fijamente el bien adusto que pisaba, adherido a las suelas remendadas de las abarcas labriegas.

Constituía su imagen. Y pensó en los cuarenta y cinco años que contaba, en los guitarreos de mozo, en la boda insípida, en la única hija que engendró en la edad madura, que apenas rebasaba sus rodillas huesosas. Luego, el ansia de las cosechas magras, el recuerdo extraño, vinoso, de una fiesta, la vez dulce en que ella se unció con tibio calor, con sutil desmayo, a su cuello. Más tarde le torturó el quejido de los matojos que levantaban, en espirales de polvo, los obuses.


II

La mujer doblaba la ropa mientras él aparejaba el carro. Sin hablarse, escogieron lo más indispensable, abandonando el viejo quinqué, la mesa de camilla, la loza desportillada, los cántaros de poros alegres. Colocó los colchones en la red del vehículo y con apremio les pidió que se instalaran en él. Un mohín de la niña le previno de que se olvidaba un objeto precioso. Regresó a la cocina y de la repisa de la chimenea bajó la muñeca de ocho reales, vestida con tela tosca, leve peso para sus manos rudas. Emprendieron el camino. Él a pie, aguijoneando al animal, sin querer retornar la vista. Pues en la frente le centelleaban el paño del sembrado, las cuatro paredes. Deseaba olvidarlos, como fuese. Se cruzaron con otros grupos en la ceñuda huida y al mediodía hízose el alto, a la vera de unos árboles, para tomar un bocado. Masticaron pan y tasajo sin despegar los labios y reanudaron la marcha. Simple amargamente.

A la niña el vaivén de las ruedas se le adentraba en los ojitos de pájaro, le mecía las sienes, le aligeraba la presión. Empezó a cabecear y la muñeca, rebotando en el estrafalario cargamento de enseres, cayó en la carretera, con imperceptible rumor de cartón herido. Y así recorrieron medio kilómetro más, hasta que la criatura al despertarse reparó en la pérdida, la reclamó con lloros caprichosos y hubo que regresar la corta distancia.

Explotó la bomba en el instante en que divisaban el camión. Como empujando la portezuela se desplomó de su interior un muchacho de barba rubia, de cuyo pecho se desprendía un chillón manantial de sangre fresca, hirviente.

Se achicaba ya el aeroplano en lontananza al decidirse Martín a reconocer el cuerpo exánime. Lo arrastró a la cuneta y aguardó el paso de un auto para que le aliviase de aquella presencia obsesionante del cadáver desconocido.

La niña se había adelantado con expresión pueril, contemplaba perpleja su juguete en abandono, con violentas manchas rojas en los pómulos regordetes, irreales.

El padre, con movimiento maquinal, recogió la muñeca del bache, le limpió precipitadamente las salpicaduras y se la entregó.


III

Martín, a medida que avanzaba el crepúsculo, que se sucedían los mojones indicadores, que continuaba el tránsito frenético, más y más intentaba distraerse con la proyección grotesca de su sombra, con el reflejo de sus largas piernas, con el rechinar de sus pantalones de pana.

Procuraba no darse cuenta de las parideras, del descenso de la vía, de las verdes franjas que anunciaban el gozoso aliento del Cinca.

Las gentes que iban a su zaga, que espoleaban impacientes las cabalgaduras, parecían haber extraviado el habla. Martín se representó claramente sus hombros abatidos y al surgir el relente lió un pitillo de tabaco de hojas, chascó el pedernal y le divirtió el brillo del ascua gualda, su tufo agrio, íntimo.

La higuera está sin frutos: la han sacado de cuajo. No crecerá el pasto: le robaron el jugo. El hombre no se ríe para su fuero libre, le amenaza una nube que despide endiabladas asechanzas, como el parpadeo de los faros, como la noche indecisa, como la fuga.

—Debemos irnos. Arréglalo todo.

—¿Los fachas?

—Pon un par de camisas de hilo.

—¿Y la tierra?

—La tierra... La tierra... Pues sí, con tres mantas tendremos bastante.

He aquí toda la conversación que sostuvieron al acordar la partida. Se la repetía, al igual que un estribillo matalón. Se le descubrió en cada sílaba, en cada pausa desvanecida, una significación reveladora, tremenda. Momento excepcional en que él resolvía, mandaba en su destino. Con una rara certidumbre, mezclada la desazón con finísimas virutas de fortaleza.


IV

Se bifurca la carretera. Término municipal de Fraga. Por distintas direcciones afluyen las familias campesinas, idénticas a la suya. Ensordecedor estrépito de ejes, rígida somnolencia en los rostros.

Se deslizó junto a la hija y comprobó que en la cara de la muñeca se habían coagulado las escasas gotas de sangre, a modo de imprevista piel. Con gesto severo, disimulado, las acarició. Y crujió el látigo para la última etapa de la jornada.

Ahora su carro y su hacienda, su fatiga y su respiración se unían a otras tantas, formando un mar ambulante, sin fronteras. Un mar de espigas ariscas, de retamas para las hogueras de la guerra, de nervios, de muy callados juramentos.


Manuel Andújar
Cuentos completos, 1989









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