Antonio Machado en Soria, 1932 |
Mis
pobres huesos andaban de tumbo en tumbo por las inquietas arenas del campo de
concentración de Argelès-sur-Mer, cuando una mañana con viento mistral
sacudiendo chabolas y barracas me sorprendió la noticia de la muerte de
Machado. No sé si la leí en un periódico o si alguien me la dio de palabra. No sé tampoco si la recibí el mismo día 22, o al día siguiente. Lo que sí
recuerdo es que la desaparición de don Antonio resonó como un golpe seco en mi
corazón, como el primer golpe terrible que la España desterrada recibía. Y, bajo esta amarga impresión, como si la muerte diera vida a los
entrañables fantasmas todavía cercanos, comenzaron a desfilar por los ojos de
mi alma los entumecidos campos de Castilla, los olivares andaluces, las
plazuelas provinciales con su rumor de fuente y de chiquillería retozona,
los silenciosos huertos de limoneros y mirlos, el alfanje del
Guadalquivir y la lengua legendaria del Duero... Todo el sensible mundo que
acabábamos de perder, recreada con mágica simplicidad por el poeta.
De un
diario poético del campo de concentración que entonces escribí en apuntes,
nació poco después este pequeño poema:
22 de febrero
Ha
muerto
Ya
estoy más solo.
Lo
escuché en la voz del viento.
Puedo
decirlo sin lágrimas.
No
puedo decirlo: ha muerto.
Tuvo
una espina clavada
en el
corazón. Fue bueno.
Cantó.
Soñó. Un amor tuvo
y se le
fue pronto. Viejo,
solo y
pensativo, andaba
de
noche por algún pueblo.
Amor,
no puedo escribirlo
y puedo
escribirte: ha muerto.
Dicen
que al morir le hallaron
a
España dentro del pecho.
Juan
Rejano
Recuerdo de Antonio Machado a los veinte años de su muerte en A Don
Antonio Machado, 1961
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