Lo Último

3032. La caída

Arturo Barea Ogazón
(Badajoz, 20 de septiembre de 1897 - Faringdon, Inglaterra, 24 de diciembre de 1957)


Volvíamos a Madrid. El dolor sordo que se había apoderado de mí no me abandonaba. Delante de nosotros, como una especie de burla de la guerra y de los que luchaban, se desarrollaba el conjunto del paisaje español: la llanura de las salinas, deslumbrantes en su blancura, al borde del Mediterráneo azul; el bosque de palmeras de Elche sumergido en la calima de mediodía; las casas morunas, ciegas de ventanas y cegadoras en sus blancos de cal, tendidas en las dunas desnudas y amarillas, con ondulaciones de olas petrificadas; pinos y encinas nudosas agarrados desesperadamente entre rocas, increíblemente solitarios bajo la cúpula infinita del cielo; la alfombra espléndida de los campos y huertas, bien regados, teñidos de verdes, extendiéndose alrededor de las casas viejas, escuálidas y destartaladas, salpicadas de torres chatas, de Orihuela; un río lento, con mujeres alineadas a lo largo de sus orillas, golpeando enérgicas las ropas sobre piedras planas; más cerros desnudos y blanqueados, con sombras azules en sus barrancos como heridas; la profundidad inmensa del cielo encendido convirtiéndose lentamente en una incandescencia de azul suave. La huerta, verde esmeralda, de la llanura murciana, con la roca de basalto de Monteagudo penetrando fantástica en el aire ámbar de la tarde y manteniendo en lo alto un castillo de cuento de hadas, lleno de troneras, erizado de torres; y al fin, la ciudad de Murcia en sí, palacios barrocos y agitaciones de zoco moruno, envuelta en el crepúsculo íntimo y cálido.

Las únicas camas que pudimos lograr en el hotel, rebosante de gentes, fueron dos catres en un cuartucho sin ventilación. Las tres galerías abiertas que rodeaban la enorme escalera estaban llenas de las voces estridentes de hombres y mujeres borrachos. El restaurante estaba invadido por una multitud apiñada de soldados, granjeros ricos y negociantes de víveres; la comida y el vino eran excelentes, pero los precios terriblemente caros. Era fácil distinguir a los verdaderos murcianos, que miraban con odio a estos pájaros de paso. Estaban en pequeños grupos; los huertanos de la vieja casta de propietarios rurales, inquietos, malhumorados y silenciosos; los grupos más numerosos de los huertanos nuevos, hombres que habían sido explotados miserablemente toda su vida y habían llegado, a fuerza de sacrificios crueles, a convertirse a su vez en explotadores implacables y que ahora realizaban ganancias fabulosas en la escasez; y por último los grupos de los trabajadores, torpes, ruidosos, alardeando descaradamente de la libertad que habían ganado, exhibiéndose con sus pañuelos negros y rojos de anarquistas como para asustar con ellos a los amos odiados. Era una atmósfera de alegría forzada y falsa, con una subcorriente de desconfianza mutua, de tensión eléctrica, de disfrute desesperado. Pero la guerra no existía más que en los uniformes, y la revolución consistía únicamente en la exhibición deliberada del dinero y el poder, recientemente adquiridos, por los que hasta entonces no habían sido más que el proletariado de Murcia.

Odiaba el sitio y creo que Ilsa llegó a asustarse del ambiente. No dormimos más de un par de horas en la atmósfera asfixiante de nuestra alcoba improvisada y nos marchamos de madrugada. Nuestro chófer, Hilario, movió la cabeza cuando salimos de la ciudad:

Esto es muchísimo peor que Valencia. ¡Y la comida que están desperdiciando! Pero ¿qué se puede esperar de estos murcianos traicioneros?

Porque para el resto de España, el murciano tiene fama de ser traicionero e hipócrita.

A través de cerros y laderas cubiertas de hierbas secas donde pastaban ovejas, llegamos a las tierras altas ya en Castilla. Grandes nubes en vedijas blancas, marchando lentamente hacia el oeste, vertían sombras errantes sobre los cerros cónicos pelados que surgían del llano. No había árboles, sólo unos pocos pájaros: maricas paseándose en la carretera, cornejas planeando perezosas sobre la tierra. Ningún ser humano. La llanura se teñía a trozos de amarillos y ocres, de grises de pies de elefante, de rojos de ladrillo viejo, de blancos polvorientos, muy raramente de verde. En estos campos inmensos de soledad yo no quería gritar ni llorar: se sentía uno demasiado pequeño.

Pasamos la ciudad de Albacete convertida en cuartel feo, centro de suministros de guerra y de las Brigadas Internacionales: cuarteles, casas estucadas, avenidas de árboles blanquecinos de polvo, tráfico militar, montones de chatarra, basura de guerra. Entramos en las tierras de don Quijote, en La Mancha. La carretera blanca, bordeada por los postes del telégrafo, se extendía en una línea recta sin fin a través de viñedos ondulantes, con sus negras uvas cubiertas de polvo espeso. Un horno de cal mostraba en el corte de la cantera la capa delgada de tierra fértil color ceniza oscuro, no más gruesa de un palmo, sobre la cal blanca y sin vida. El sol quemaba fieramente y la boca se llenaba y sabía a polvo y ceniza. Pero por largas horas no encontramos ni un pueblo, ni un mal ventorro al borde del camino, hasta llegar a La Roda.

Era día de mercado. Mujeres tiesas y rígidas, vestidas en trajes negros polvorientos, estaban sentadas inmóviles tras cajones y tenderetes conteniendo cintas y botones baratos, o detrás de cestas de fruta. Todas parecían viejas antes de tiempo y, sin embargo, sin edad definida, quemadas por el sol despiadado, los hielos y los vientos, en una semejanza desconcertante, menos las más roídas por su trabajo desesperado, con la tierra seca. Contra el fondo de sus casas de adobes descoloridos formaban como un friso de negros, castaños y amarillos de pergamino. Ninguna de ellas parecía interesada en vender sus mercancías. No se dignaban ni hablar. Sus ojos oscuros, semicerrados contra la luz, perseguían a Ilsa con un interés lleno de rabia. Cuando conseguimos comprar un kilo de las uvas moradas que una de ellas vendía, nos pareció haber ganado una victoria sobre su silencio hostil.

Decidí tomar una carretera secundaria y transversal que nos llevara de La Roda a la carretera de Valencia, donde podíamos encontrar un sitio en el cual nos dieran de comer. En La Mancha no había esperanza de encontrar comida. Pero después de haber recorrido un kilómetro, el coche comenzó a hundirse en el polvo blanco y profundo donde las ruedas no agarraban; tuvimos que seguir a no más de diez kilómetros por hora. Al menos había algo de concreto a qué culpar por nuestras desventuras: mi testarudez insistiendo en seguir un camino transversal contra el consejo del chófer. Nuestra reacción fue estallar en bromas infantiles que mostraban qué honda había sido nuestra depresión. Nos parecía cómico ir más lentos que un ciclista que corría haciendo equilibrios sobre el polvo.

Llegamos a un sitio donde había árboles, bosquecillos de pinos y, entre ellos, escondido, un aeródromo con «moscas», los pequeños aeroplanos de caza que nos habían suministrado los rusos. Después, un molino diminuto en el centro de un río y tierras labradas. Allí había vida, y poco importaba que lo primero que Hilario tuvo que hacer al llegar a Motilla del Palancar fuera ir a casa del herrero y remendar una ballesta del coche. Me llevé a Ilsa a las eras, donde el viento dibujaba remolinos con la paja que allí quedara, y después a una posada donde nos dieron huevos fritos y jamón en una cocina enlosada, con una chimenea de campana abierta al cielo. El sol caía a través de su embudo sobre el hogar de ladrillos escrupulosamente barridos y el vasar de la chimenea tenía la alegría de los botijos de barro rojo y las jarras de loza con flores azules. En la cuadra picoteaban grano las gallinas. Nos quedamos mirándolas: Madrid, hambriento, estaba muy cerca de allí.

Después nos alcanzó un convoy de tanques que iba al frente y otro que venía de allí en una mezcolanza de tropas, cañones y bagajes. La carretera de Valencia quedó bloqueada con las dos corrientes y tuvimos que parar largo rato. Aquella noche dormimos en Saelces en viejas camas, con montones de colchones de lana y sábanas sucias de meses. Cenamos un guiso de carnero que apestaba a sebo. Pero en compensación, el ventero regaló a Ilsa un tomate enorme que pesaba más de un kilo, el orgullo de su huerta y, según su frase, «mejor que jamón». Llevando en la mano, como un trofeo, aquella bola roja y deslumbrante, entramos en el ministerio a la mañana siguiente.

Rosario, la muchacha pálida e inhibida que había sido nombrada jefe de la censura y del Departamento de Prensa en mi lugar, se quedó completamente desconcertada al vernos, pero nos recibió con cortesía y procuró ayudarnos lo mejor posible. Una vez más, las gentes nos espiaban detrás de las puertas entreabiertas. El viejo Llizo vino bravamente a decirme cuánto sentía que nuestro trabajo común, que había comenzado en aquel inolvidable 7 de noviembre, se hubiera terminado; él no cambiaría su opinión sobre mí o sobre Ilsa, «que ha hecho de la censura una oficina de importancia diplomática». Mi viejo sargento me estrujó la mano y masculló algo sobre lo que él haría con estos hijos de mala madre. Pero él se quedaba a mis órdenes. A pesar de esto, no me hacía ilusiones ni disminuía las dificultades con que nos íbamos a enfrentar.

Agustín abrió nuestro cuarto:

He tenido que tenerlo cerrado con llave estos últimos días, Rubio quería simplemente tirar todas vuestras cosas Se había corrido una historia, que la policía os había detenido porque os habíais apoderado del coche; y desde luego, ninguno de ellos creía que ibais a volver a Madrid. Ahora Rosario está llamando a Valencia para contarles que estáis de vuelta y ya veréis: no van a dejar a los periodistas que te hablen, y mucho menos a Ilsa. Me presenté a Miaja. Reanudaríamos nuestro trabajo con la radio, pero ya habíamos dejado de ser empleados del Ministerio de Estado. Le conté la historia del coche, del que habían querido hacer una trampa para cazarnos. Miaja gruñó enérgicamente; le asqueaba todo aquel lío. Tenía que tener mucho cuidado, porque esos fulanos de Valencia son capaces de todo:

Nosotros, los de Madrid, no somos para ellos más que mierda, muchacho.

Había hecho bien con el coche y el coche se quedaba con nosotros mientras trabajáramos en la radio; con la radio no habría dificultades, al menos por ahora. El hablaría a Carreño España. Pero debía ganarme al nuevo gobernador de Madrid:

Sí, muchacho, ya me han destituido de ser gobernador y me han dejado tan a gusto. La gente se estaba volviendo demasiado formal: esa chiquilla, Rosario, no vale gran cosa como mujer, ¿eh?, ha sido acreditada oficialmente ante mí, ante el gobernador civil, ante Carreño España, y ante yo no sé quién más, con toda la pompa y todos los honores. Va a tener todas las facilidades que tú no has tenido, pero para eso posee una colección preciosa de nombramientos oficiales, todos en orden. Los periodistas encontrarán que pueden recurrir a ella para todo.

Tendría que mirar las cosas despacio y obrar cautelosamente; si podía. Lo malo era que no iba a poder.

Después de su sermón, Miaja me invitó a beber con él. Lo dejé con el mismo peso, frío y nauseabundo, en la boca del estómago. Sí, nuestra posición era extremadamente precaria. Aún era el censor de la radio de Madrid y responsable de la estación EAQ por orden del general Miaja, pero ni el mismo Miaja creía que sus órdenes se iban a mantener mucho tiempo más. El hecho de que no tenía sueldo, ni gastos, posiblemente me daría algún tiempo más en que pudiera trabajar, pero era indudable que nadie iba a respaldarme. Ilsa no era más que mi ayudante voluntario en lenguajes que yo no comprendía, con conocimiento y aprobación de Miaja, pero sin nombramiento alguno. Seguiría haciendo el trabajo que había comenzado, es decir, la reorganización de las emisiones en idiomas extranjeros, hasta el momento en que uno de los ministerios decidiera convertirlo en un trabajo pagado. Podía ir a ver al nuevo gobernador civil de Madrid. Pero me faltaba el estómago para ir mendigando un favor, cuando yo había creado algo en lo que creía y que estaba dando frutos espléndidos. Cientos de cartas de ultramar llegaban para La Voz Incógnita de Madrid, algunas abusivas, otras simples, la mayoría de ellas emocionantes; y todas mostraban que aquellas gentes escuchaban ávidamente algo personal y humano, que se salía de la rutina. Estaba convencido de haber escogido la manera adecuada de hablarles. Pero estaba determinado a no mover un solo dedo por mí. Si «ellos» -toda esa gente que estaba recreando una burocracia rígida- tenían tan poco interés en la esencia del trabajo, lo mejor que podían hacer era echarme abiertamente, como nos habían echado a Ilsa y a mí de la censura.

No hablaba a nadie sin que me fuera absolutamente necesario y, naturalmente, no hice las cosas más fáciles para quienes querían ayudarme. El día después de nuestra llegada, nos fuimos al hotel Victoria en la plaza del Ángel, donde el Ministerio de Propaganda tenía unas cuantas habitaciones reservadas; mientras trabajáramos para ellos (y el trabajo se amontonó inmediatamente después de nuestra llegada), nos tendrían que pagar la comida y el alojamiento. Como no existía oficina para la censura de la radio, me quedé en un cuarto vacío del Ministerio de Estado, esperando que me desalojaran de allí de un día a otro, aunque nunca lo hicieron. De mala gana, Rosario nos confirmó que tendríamos que seguir haciendo la censura de la radio. Lo hizo de mala gana, porque nuestra presencia en el ministerio creaba una gran dificultad para ella. Los corresponsales veteranos, muchos de los cuales estaban ausentes al tiempo de nuestro despido, tenían bastante experiencia en su trabajo para mantenerse en los mejores términos con las nuevas autoridades, pero seguían buscando a Ilsa como una colega, para discutir con ella las noticias; los censores venían a escondidas a pedirnos consejo; y nos hacíamos cargo de los huéspedes extranjeros para arreglar el que hablaran por radio. Era una división entre la autoridad oficial y la intelectual, dificilísima de sostener por ambas partes.

Rosario hizo cuanto pudo para asegurarme en la plaza: me llevó a un banquete dado por el gobernador civil de Madrid, esperando que yo arreglara con él la cuestión de la radio y pudiera tener una oficina propia, lejos de la censura de prensa. El día antes había estado yo en el frente de Carabanchel, y aquel día había estado luchando contra el sentimiento de náuseas cada vez que una granada había sacudido el ministerio. Me ardía la mente y me ahogaba la rabia contra aquella multitud llena de reverencias que se movía con remilgos de aristócrata, del buffet a las mesitas puestas a lo largo de la pared: todos muy afanosos en desprenderse del último olor de la «canalla» ruda, piojosa y desesperada que había cometido tantas atrocidades y que, incidentalmente, había defendido Madrid, cuando los otros lo abandonaron.

El gobernador civil era un socialista, bien alimentado y bien dispuesto, que estaba preparado a facilitarme el camino cuando Rosario me presentó a él. Pero yo no quería facilidades. Me bebí unas copas de vino, que ni me calentaron ni me enfriaron mi mente excitada, y en lugar de explicar el caso sobre la radio, me desaté en una arenga desesperada e incoherente, en la cual mezclé las ratas que había visto en la trinchera de Carabanchel, las gentes sencillas y estúpidas que creían que la guerra se estaba haciendo para asegurarles su felicidad y su paz futura, y me lancé en acusaciones contra los burócratas insensibles y reaccionarios. Quería ser «imposible», y fui imposible. Yo pertenecía a las gentes imposibles e intratables, no a los administradores untuosos. Cada vez que me encontraba con los ojos angustiados de Ilsa, gritaba más. Sentía que si cesaba de gritar, me echaría a llorar como un niño azotado. Era un consuelo saber que era yo quien me estaba rompiendo el cuello y no dejar que otros me lo rompieran. Después, a las dos y cuarto de la madrugada me enfrenté con el micrófono en la cueva forrada de mantas y describí la trinchera de Carabanchel en la que nuestros hombres se habían instalado desalojando a la Guardia Civil de ella. Describí los refugios apestados a través de los cuales me había llevado Ángel, la carroña podrida del burro encajada por fuerza entre los sacos terreros destripados, las ratas, los piojos, y las gentes que allí vivían y luchaban. El secretario del Comité de Obreros, aquel hombre agrio de La Mancha que hacía pensar en las mujeres enlutadas y trágicas de la plaza del mercado de La Roda, se sonrió levemente y me dijo:

Hoy, casi has hecho nueva literatura.

Mi viejo sargento carraspeaba y parpadeaba sin cesar, y el ingeniero de Vallecas, a cargo del control, llamó al teléfono para decirme que por una vez había hablado como si tuviera reaños.

Me sentía triunfante y alegre. Cuando salimos en la noche llena de estrellas, con su quietud puntuada por las explosiones de las granadas, nuestro coche no quería arrancar y los cuatro de nosotros, el sargento, Hilario, Ilsa y yo, le empujamos cuesta abajo en la desierta calle de Alcalá, cantando a voz en cuello el refrán de La cucaracha: La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar porque le faltan, porque no tiene, las dos patitas de atrás...

Hubo noches en las cuales el éxito rotundo de una emisión ambiciosa, o de una nueva serie de charlas en inglés o italiano, me hicieron creer por un corto tiempo que se nos dejaría seguir con un trabajo que era claramente útil. Carreño España se había avenido a cubrir nuestros gastos básicos y a dejar al portugués Armando que comiera en el hotel Victoria, ya que no tenía casa ni quien pudiera guisar para él. El pan era muy escaso en Madrid entonces y lo mejor que el hotel podía proporcionar era sopa y lonchas delgadas de corned-beef. En las raras ocasiones en que había carne, no podía evitar el recuerdo de la procesión de mulas y burros enfermos a lo largo de la carretera de Valencia: «Carne para Madrid».

Pero en el ministerio, en las escasas horas en que trabajábamos allí para hacer la censura de la radio, el aire estaba cargado de tensión.

Torres, fiel y preocupado, me reprochaba que hubiera perdido la ocasión de convertirnos en empleados del Estado regulares, con todos los derechos de nuestro sindicato. Al mismo tiempo comenzó a hacer alusiones a los peligros que nos amenazaban. El sargento, como un perro grande y torpe, no sabía cómo demostrar su fidelidad; un día nos trajo solemnemente una invitación del cuartel de los guardias de asalto, nos llevó religiosamente a través de cada habitación y taller, y llenó los brazos de Ilsa de las flores llamadas «dragones», amarillos, salmón y escarlata. Nos avisó también de conspiraciones vagas y siniestras contra nosotros. Llizo trató de enseñar a Ilsa la manera andaluza de tocar la guitarra y se excusaba a cada momento de no estar más con nosotros, por no enfrentarse con la oposición de su jefe.

Un día, George Gordon vino, muy dulzón, y me dijo -su español era muy bueno- que se me podía permitir mantener la radio si estaba dispuesto a acercarme al Partido en la forma debida, aunque él pensaba que ya era un poco tarde. Por mucho tiempo habíamos estado haciendo lo que nos daba la gana y esto era una cosa peligrosa que se prestaba a muchas interpretaciones, o, ¡tal vez, a ser interpretado correctamente! La joven canadiense por la cual Ilsa había peleado con uñas y dientes, cuando la muchacha estaba sin trabajo y en situación difícil, recurría a toda clase de expedientes para no tener que saludarnos. La mujer australiana de nuestro locutor inglés, una joven comunista que Constancia había mandado de Valencia a petición nuestra, fue al menos decente: nos hizo ver perfectamente claro que para ella nosotros éramos herejes, peligrosos, como si tuviéramos lepra. Los de más experiencia entre los corresponsales estaban perturbados con lo que pudiera pasar, pero no extrañados de vernos en desgracia, porque cosas semejantes estaban pasando todos los días. Algunos de ellos pidieron a Ilsa que les ayudara en su trabajo, lo cual nos ayudaba financieramente y muchos de ellos se hicieron personalmente más amigos que nunca lo habían sido. Ernest Hemingway, a su regreso de Valencia, dijo con un ceño de preocupación:

No entiendo una palabra de lo que pasa, es un lío indecente.

Y nunca cambió su actitud para con nosotros, en contraste con gentes muchísimo menos importantes, españoles y no españoles. Se estaba cerrando una tupida red sobre nosotros, lo sabíamos y nos teníamos que estar quietos.

Al final, después de semanas de una lucha sorda e intangible, un corresponsal inglés se sintió en la obligación de avisar a Ilsa, quien en los primeros tiempos había arriesgado su posición por defenderle a él de acusaciones políticas que hubieran tenido serias consecuencias. Le explicó lo que se estaba planeando: George Gordon estaba pidiendo a los periodistas que no tuvieran tratos con nosotros, porque éramos sospechosos y estábamos bajo vigilancia de la policía. La historia que había contado a los visitantes extranjeros, ignorantes de la situación, para mantenerlos efectivamente aparte de nuestro contacto, contenía detalles fantásticos: Ilsa era, o bien una trotskista y por lo tanto una espía, o había cometido actos imprudentes, pero de todas maneras se la arrestaría de un momento a otro, y lo menos que le podría pasar era que la expulsaran de España mientras que yo estaba de tal manera complicado con ella que durante mis charlas por la radio se cortaba la transmisión y yo seguía hablando delante de un micrófono desconectado sin darme cuenta de ello.

Lo absurdo e imaginario de estos detalles no podía disminuir la realidad de nuestro peligro. Yo sabía de sobra que si algunas gentes pertenecientes a los grupos comunistas extranjeros querían deshacerse de Ilsa por razones políticas o personales, se unirían con los españoles que, con razón o sin ella, me odiaban, y a través de ellos encontrarían los medios de utilizar la policía política.

Durante aquellos días, el bombardeo de Madrid aumentó en intensidad después de un período flojo. Hubo una noche en la que los servicios de bomberos y socorro dieron el parte de haber caído más de ochocientos obuses en diez minutos. El jugo de la náusea no abandonaba mi boca, pero no sabía si estaba producido por una recaída de mi choque nervioso o por la rabia desesperada e impotente de lo que nos estaba pasando. Me sentía otra vez enfermo, temeroso de estar solo y temeroso de estar entre la multitud, obligando a Ilsa a bajar al refugio de los sótanos del hotel y odiándolo a la vez, porque allí no podía oír las explosiones y sí sólo sentir la vibración de la tierra.

Y no sabía cómo protegerla. Estaba muy quieta, con una cara finamente dibujada y unos ojos grandes, serenos, que me herían más que un reproche. Con su realismo y con todo su poder de frío análisis, ella misma se veía perdida, pero no lo decía; y esto era lo peor. Todos sus amigos trataban de demostrarle que no estaba sola. Torres trajo unos amigos suyos, una pareja, para que le hicieran compañía por las tardes; él, un capitán en un regimiento de Madrid, y su mujer, Luisa, la organizadora de un grupo de las mujeres antifascistas. La muchacha, llena de vitalidad y deseosa de aprender, se sentía feliz de poder hablar con otra mujer sin las subcorrientes de envidia y celos que envenenaban su amistad con las mujeres españolas de su misma edad, e Ilsa estaba contenta de ayudarla, escuchándola y dándole su opinión. Luisa había organizado un taller de costura y de arreglos de ropa para los soldados en el mismo edificio que las oficinas del regimiento, y se torturaba cuando veía que su marido gastaba bromas a una de sus oficialas que era muy guapa. Se encontraba cogida entre las viejas leyes de conducta y las nuevas, mitad pensando que, como un macho, su hombre tenía que seguir el juego con las otras mujeres, y mitad esperando que él y ella pudieran ser amigos completos y amantes. Las mujeres viejas de la casa de vecindad donde vivían le decían que no la quería él mucho cuando la dejaba ir sola por las tardes a sus mítines de Partido; y Luisa nunca estaba cierta de si no tenían un fondo de razón.

A ti te lo puedo contar -decía-, porque eres una extranjera. Si fueras española, tratarías de quitármelo. Estoy segura de que me quiere y que quiere que trabaje con él. Tú sabes que a veces pasa así. Arturo te quiere mucho, ¿no? -Y miraba a Ilsa llena de esperanza de aprender el secreto.

En las tardes vacías, Ilsa se sentaba al enorme piano del hotel y cantaba canciones para los camareros y para mí. Tenía una voz grave, sin educar, amplia y suave cuando no la forzaba, y a mí me gustaba oírla cantar Schubert. Pero los anarquistas entre los camareros se sintieron felices de que sabía cantar su himno, después de no oír más que la Intenacional y el Himno de Riego, y era obligado que accediera a sus peticiones. Después, cuando nos sentábamos en el comedor, los camareros nos contaban historias de todos los recién llegados. Recuerdo una delegación americana que produjo un revuelo porque una de las mujeres, la humorista Dorothy Parker, se sentó a la mesa con un sombrero color ciclamen que tenía la forma de un pilón de azúcar, seguramente el único sombrero existente aquel día en Madrid. El camarero se inclinó hacia mí y me dijo bajito:

¿Qué crees tú que le pasa que no se puede quitar el sombrero? A lo mejor tiene la cabeza como un pepino puesto de punta.

Pero los días eran largos. El trabajo que Ilsa tenía que hacer para la radio no bastaba a llenarlos, ni a agotar sus energías. Comenzó a traducir al alemán y al inglés algunas de mis charlas y a coleccionar material de propaganda, y todavía proporcionaba a muchos periodistas, que venían a verla, comentarios sobre los acontecimientos o su visión de la situación política. Parecía ser imposible para ella el no ejercer su influencia intelectual en una forma u otra, pero todo aquello tenía que volverse en su contra. Cortada de la censura, rechazada por todos los que temían contagiarse de la infecciosa enfermedad de caer en desgracia, aún tenía una gran influencia sobre la propaganda extranjera de Madrid, lo que no era ningún secreto.

Torres me trajo recado de un amigo suyo que era capitán de guardias de asalto en la sección política de la policía. Me ofrecía uno de sus jóvenes agentes como protección para que vigilara a Ilsa, que corría el riesgo de ser detenida bajo un pretexto u otro y «que le dieran el paseo». El capitán, a quien conocí entonces por primera vez, era un comunista; el muchacho policía, que desde entonces acompañó a Ilsa cada vez que salía a la calle y que hacía guardia a la puerta del hotel cuando estaba dentro, había ingresado también en el Partido Comunista; y ¡era de los comunistas de donde amenazaba a Ilsa el peligro! Los dos policías estaban furiosos por la idea de que con intrigas complicadas de «unos cuantos extranjeros y unos cuantos burócratas semifascistas» -como ellos decían-, se tratara de hacer daño a alguien que había pasado por la gran prueba de noviembre en 1936, fuera miembro del Partido o no. Era curioso el ver cómo la creciente antipatía contra los «extranjeros metijones» desaparecía en el caso de Ilsa, a quien consideraban como uno de ellos y atada a ellos a través de la terrible experiencia de la primera defensa de Madrid.  Era tan amargo tener que aceptar esta protección, que no podía discutirse sobre ello; y era aún peor el pensar en la posibilidad que tratábamos de evitar. Luchaba por no pensar en ello y no podía hablar de ello abiertamente con Ilsa, para no descubrirle mis miedos. Ella seguía quieta, más quieta que nunca, y a mí me ahogaban la rabia y la desesperación. Cuando se marchaba con Pablo -el policía- hablando del libro que John Strachey había publicado sobre el fascismo y el cual ella le había prestado en la reciente traducción española, me sentía de alguna manera más aliviado. El muchacho estaba dispuesto a luchar por ella. Cuando regresaban, regresaba con ellos todo lo absurdo y falto de sentido de la situación.

¿Qué podía hacer? Traté de hacer algo. Fui a ver a Miaja y le expliqué la situación. Y Miaja me contestó que nadie tenía nada personalmente en contra mía, pero que había gente que estaba dispuesta a inutilizar a Ilsa y que yo era un estorbo para lograrlo; si no me mezclaba más con ella no había duda de que se me protegería y ascendería. No se atrevió a ir más lejos con su consejo. Me fui a ver a Antonio, mi viejo amigo, que por entonces había llegado a un puesto importante en la secretaría provincial del Partido Comunista. Se azoró profundamente al verme y comenzó a murmurar recuerdos sobre los tiempos de Asturias en que yo le había protegido escondiéndole en mi propia casa. Él seguía siendo mi amigo y lo sería siempre... y, hablando como tal, francamente, ¿por qué se me había ocurrido divorciarme? ¿Era necesario? Yo siempre había tenido mis líos antes, sin dar escándalo. Lo que había hecho con el divorcio no era una buena cosa en alguien recomendado por el Partido para un puesto tan importante como la censura. Y en cuanto a aquella mujer extranjera -él no sabía nada oficialmente, pero había oído que algunos camaradas alemanes o austríacos, de todas maneras gentes que la conocían-, la consideraban una especie de trotskista, aunque esto no se había podido probar porque ella era demasiado inteligente para dar ningún paso en falso dentro de España. Era la dificultad: era demasiado inteligente para poder tener confianza en ella. Y yo me había dejado coger por ella. Debía dejarla; al fin y al cabo no era más que mi querida.

Le pregunté si ésta era la opinión y el consejo oficial del Partido. Lo negó ansiosamente: no, no era más que su opinión y un consejo de buen amigo. Le contesté de mala manera y después me alegré de no haberme dejado llevar del impulso de abofetearle; me di cuenta de que, en su manera estúpida, en realidad estaba asustado e infeliz y trataba honestamente de ayudarme. Pero en aquel momento no lo creía así.

Hasta entonces había encontrado mi consuelo en las charlas que radiaba noche tras noche. En ellas olvidaba el lado personal de las cosas que bullían en mi cabeza y hablaba del pueblo que encontraba en casa de Serafín, en las calles, en las tiendas, en el frente o en el jardincito de la plaza de Santa Ana, donde los obuses no conseguían echar a las parejas de enamorados, ni a las viejas haciendo calceta, ni a los gorriones. Pero cuando las noches se volvieron frías, en uno de los primeros días del mes de octubre, se presentó en la oficina, preguntando por mí, un hombre que traía instrucciones escritas de Valencia: era el nuevo censor y responsable de la radio.

Era un comunista alemán llamado Albin, a mis ojos muy prusiano, algo como un puritano inquisidor a juzgar por su cara huesuda. Con Ilsa escasamente se dignó ser cortés: escuchó su información sobre las emisiones extranjeras que estaban anunciadas, hizo sus notas y se marchó. Hablaba un español bueno, pero recortado y seco. «Haría el favor de someterle mi próxima charla, ¿no?» Lo hice y la aprobó. Di dos charlas más antes de preguntarle si iba a seguir dándolas o no, para aclarar la situación. Si hubiera dicho que sí, seguramente hubiera seguido, porque estaba enamorado de mi trabajo. Pero me replicó fríamente que se había acordado suprimir las charlas de La Voz Incógnita de Madrid.

Algunos días más tarde se presentaron dos agentes de policía a registrar nuestra habitación, mientras Ilsa aún estaba en el lecho. Pablo, su guardián, subió inmediatamente y les dijo claramente que estaba allí porque su sección estaba dispuesta a que se nos tratara con toda legalidad, ya que ellos nos garantizaban. Los agentes habían llevado con ellos a un muchacho alemán flacucho y azorado que debía traducir cada papel que encontraran escrito en alemán o francés. Mientras lo hacía, nos dirigía a Ilsa y a mí miradas agonizantes, contorsionando brazos y piernas en gestos lastimosos. Los documentos, que ilustraban la clase de trabajo que Ilsa y yo habíamos hecho durante el sitio, impresionaron y desconcertaron a los agentes. Se llevaron algunos de mis manuscritos, la mayoría de nuestra correspondencia, todas las fotografías y mi copia de una fábula mexicana Rin-rin, renacuajo, un poema que me había entusiasmado oyéndolo recitar durante la visita de los mexicanos intelectuales a Madrid, pocas semanas antes. Pero el presidente Azaña había hecho famosa la frase de «los sapos que croaban en sus charcas» y ¡seguramente la fábula contenía un doble sentido político! Se llevaron también un ejemplar de Paralelo 42 de John Dos Passos, porque estaba dedicado a nosotros por el autor y Dos Passos se había declarado en favor de los anarquistas y del POUM catalanes. Y esto era sospechoso. Me confiscaron la pistola y el permiso de uso de armas. Pero después ya no sabían qué hacer. No se atrevían a arrestarnos. La denuncia que estaban investigando apuntaba a graves conspiraciones organizadas por Ilsa, pero encontraban nuestros antecedentes impecables, todos los documentos hablando en nuestro favor, y a mí, un viejo y ejemplar republicano. Además, no querían tener disgustos con otro grupo de policía. Miraron a Pablo, nos miraron a nosotros, y decidieron que lo mejor era que bajáramos a comer juntos y después ya verían lo que hacían. Al final de la comida nos estrecharon las manos y se marcharon.

Se había aclarado la nube amenazadora y el anticlímax nos hacía reír. No era fácil que en adelante usaran ya la policía para deshacerse de Ilsa. Yo presenté una queja airada contra los denunciantes y no escatimé mis opiniones sobre las personas que sospechaba estaban detrás de todo. En aquella comida, mientras charlábamos amistosamente con los agentes, había visto a George Gordon enrojecer y rehuir el mirarnos de frente. Un par de días más tarde hizo un movimiento como si fuera a saludarnos y le volvimos la espalda. Quería alegrarme un poco. Me llevé a Ilsa a la vuelta de la esquina del hotel, al colmado Villa Rosa, donde el viejo camarero Manolo me recibió como un hijo perdido que vuelve, examinó escrupulosamente a Ilsa, le dijo que yo era un calavera, pero no de los genuinos, y que ella era la mujer exacta para meterme en cintura. Se bebió con nosotros un chato de manzanilla, temblándole el pulso, porque la guerra le había hecho viejo de golpe. No tenía comida bastante, tenía hambre. Cuando le di unas cuantas latas de conservas que nos había dado un amigo de las Brigadas, se mostró tan humildemente agradecido que me daban ganas de llorar. Por la tarde fuimos a casa de Serafín y nos sumergimos en la atmósfera cálida de los viejos amigos. Vinieron con nosotros, «para celebrarlo», Torres, Luisa y su marido. Pensaban todos que nuestras dificultades se habían terminado y en breve tendríamos otra vez trabajo en Madrid.

Pero Agustín, que cada día venía a visitarnos, le gustara a Rosario o no, me dijo brutalmente que tenía que marcharme de Madrid. En tanto que nos quedáramos allí, habría gente que lo resentiría. Las intrigas no siempre iban por caminos oficiales y a lo mejor se encontraba uno un tiro detrás de una esquina; por otra parte, no íbamos a tener un guardia de vigilancia para siempre. Además, en su opinión, yo me estaba volviendo loco allí.

Sentía en los huesos que tenía razón. Pero aún no quería dejar Madrid. Me sentía atado a él con todas mis fibras, aunque dolorosamente. Estaba escribiendo una historia sobre Ángel. Si no me dejaban hablar más por la radio, hablaría a través de la letra impresa. Creía que podía hacerlo. Mi primer cuento -la historia del miliciano y su mosca- había sido publicado en el Daily Express de Londres y lo que habían pagado por ello me había desconcertado, conociendo cómo se pagaba a los escritores españoles. Me daba cuenta de que la historia se había publicado sobre todo porque Delmer se había entusiasmado con ella y le había dado la ocasión de hacer una crónica suya, presentándola: «Esta Historia Se Escribió Bajo Los Obuses Por El Censor De Madrid», en grandes tipos y con un irónico comentario sobre el censor que había perdido sus inhibiciones de escritor censurando sus despachos. Pero de todas maneras, mi cuento había llegado a gentes que tal vez, a través de él, tendrían una visión de la mente de «tal pobre bruto», el miliciano. Quería seguir, pero lo que quería decir tenía sus raíces en Madrid. No iba a dejarlos que me echaran, y no podía marcharme antes de que se disipara de mi cabeza la niebla roja de ira que me invadía cada vez que miraba a Ilsa, aunque tuviera el consuelo de que estaba viva, libre y conmigo. Toda mi violencia interna surgía a la superficie cuando la veía aún amarrada a su galera y aún azotada por la actitud repugnante de gentes de su mismo credo. Y aún tan serena.

El hombre que me ayudó más entonces, como me había ayudado a través de todas las semanas infernales que habían pasado antes, fue un sacerdote católico, y de todos a quienes he encontrado a través de nuestra guerra, es el hombre para quien guardo mi mayor amor y respeto: don Leocadio Lobo.

No recuerdo cómo fue que llegáramos a hablar por primera vez. El padre Lobo vivía también en el hotel Victoria, y poco después de instalarnos nosotros allí, se convirtió en un concurrente habitual a nuestra mesa, juntamente con Armando. La confianza mutua entre él e Ilsa fue instantánea y profunda; yo sentí inmediatamente la gran atracción de un hombre que había sufrido y aún seguía creyendo en los seres humanos con una fe simple y grande. Sabía, porque yo mismo se lo había contado, que yo no era un católico practicante, sabía que me había divorciado y que vivía con Ilsa «en pecado mortal» y que intentaba casarme con ella en cuanto el divorcio fuera firme. No le ahorré mis discursos violentos sobre la clerecía política en complicidad con los poderes ocultos, ni mis discursos sobre la ortodoxia estúpida que me habían inculcado en mi edad escolar y me habían obligado a rechazar violentamente. Nada de esto pareció afectarle, ni impresionarle, ni menos aún cambiar su actitud hacia nosotros, que era la de un amigo cariñoso y cálido.

No llevaba sotana, sino un traje de alpaca negra que acentuaba su aspecto sacerdotal. Sus facciones regulares y bien modeladas habían sido surcadas por sus pensamientos y luchas; su cara tenía un sello de profundidad íntima que le colocaba aparte, aun en sus momentos de mayor expansión. Era una de esas gentes que os dan la impresión de que sólo dicen lo que es su verdad interior y no están dispuestos a hacerse cómplices de lo que creen una mentira. Me parecía una reencarnación del padre Joaquín, el sacerdote vasco que había sido mi mejor amigo durante mi niñez. Curiosamente, el origen de ambos era similar: el padre Lobo, al igual que el padre Joaquín, era el hijo de simples campesinos, de una madre que había parido muchos hijos y que había trabajado sin descanso toda su vida. A él también le habían mandado al seminario, niño aún, bajo la protección de los señores, porque en la escuela era un chiquillo que descollaba y porque sus padres se alegraban de verle escapar de la miseria de ellos. Él también había dejado el seminario con la ambición, no de vestir la púrpura, sino de ser un sacerdote cristiano al lado de los que tienen hambre y sed de pan y de justicia.

Su historia era bien conocida en Madrid. En lugar de quedarse en una parroquia elegante, eligió una parroquia de obreros pobres, rica en rebelión y blasfemias. No dejaron de blasfemar por él, pero le querían porque pertenecía a su pueblo. Al principio de la rebelión había tomado su lado, el lado del Gobierno republicano y había continuado su ministerio. Durante los más salvajes días de agosto y septiembre había ido, de día o de noche, a oír la confesión o a dar la comunión a quien se lo pidiera. La única concesión que hizo fue suprimir la sotana para no provocar incidentes. Había una historia famosa de que una noche dos anarquistas llamaron a la casa donde estaba viviendo, con sus fusiles montados y un coche a la puerta. Preguntaron por el cura que vivía allí. El amo de la casa negó que allí hubiera cura alguno. Insistieron amenazadores y el padre Lobo salió de su habitación.

Sí, aquí hay un cura y soy yo. ¿Qué pasa?

Pues, hala, echa a andar con nosotros. Pero antes métete en el bolsillo una de tus hostias.

Sus amigos le imploraron que no saliera. Dijeron a los anarquistas que Lobo estaba garantizado por el Gobierno, que no permitirían que saliera, que iban a llamar a la policía. Al final, uno de los anarquistas dio dos patadas en el suelo, blasfemó furiosamente y dijo:

¡Re... tales! ¡No le va a pasar nada! Lo que pasa es que la vieja, mi madre, se está muriendo y no quiere marcharse al otro barrio sin confesarse con uno de éstos. Es una desgracia para mí, pero ¿qué puedo hacer más que llevarme a éste?

Y el padre Lobo se marchó en el coche con los anarquistas, en una de aquellas madrugadas grises en las que se fusilaba a la gente contra la pared.

Mucho más tarde se fue durante un mes a vivir en las trincheras, entre los milicianos. Volvió agotado y profundamente conmovido. Muy pocas veces le oí hablar de sus experiencias en las trincheras. Una noche exclamó: «¡Qué brutos, Dios mío, pero qué hombres!».

Tenía su propia batalla mental. Lo que le hería más hondo no era la furia desatada contra las iglesias y los curas por gentes brutales, enloquecidas y llenas de rencores, sino el conocimiento de la culpabilidad de su propia casta, la clerecía, en la existencia de esta brutalidad y en la ignorancia y la miseria abyectas que existían en el fondo de ellos. Debía ser infinitamente duro para él el saber que los príncipes de su Iglesia estaban haciendo lo mejor para mantener a su pueblo oprimido, que estaban bendiciendo las armas de los generales y los señores, y los cañones que bombardeaban Madrid.

El Gobierno le había dado una tarea que no era precisamente una canonjía: la de investigar los casos de miseria entre clérigos escondidos. Pronto se vio confrontado con que algunos sacerdotes, cuyo «asesinato» por los rojos se había voceado en todas las propagandas, venían a ampararse en él, sanos y salvos, pidiendo ayuda.

A mí me hacía falta un hombre a quien pudiera hablar de lo más profundo de mi mente. Don Leocadio era el más humano y el más comprensivo. Sabía que no iba a contestar mis quejas con admoniciones o consuelos ñoños. Y así, volqué sobre él todos los pensamientos túrgidos que atascaban mi mente. Le hablé de la ley terrible que nos hacía herir a otros cuando no queríamos hacer daño. Aquí estaba el caso de mi matrimonio y su terminación: yo había herido a la mujer con quien no podía compartir mi vida, y había herido a los chicos porque odiaba el tener que vivir con aquella mujer que era su madre. Al encontrar a mi verdadera mujer, Ilsa, no había podido evitar hacer el daño final. Le conté que yo e Ilsa nos pertenecíamos uno al otro, nos complementábamos, sin superioridad de uno sobre otro, sin saber el porqué, sin quererlo saber tampoco, simplemente porque para los dos aquello era la única verdad de nuestra vida. Pero esta nueva vida que no podíamos rechazar, ni escapar a ella, significaba dolor, porque no podíamos ser felices sin causar daño a otros.

Le hablé de la guerra, repugnante porque enfrentaba a hombres de la misma sangre unos contra otros, en una guerra de dos Caínes. Una guerra en la cual sacerdotes eran fusilados en las afueras de Madrid y sacerdotes daban su bendición al fusilamiento de pobres labradores, hermanos del propio padre de don Leocadio. Millones como yo, que amaban sus gentes y su pueblo, estaban destruyendo, o ayudando a destruir, aquel pueblo y aquellas gentes tan suyas. Y lo peor era que ninguno de nosotros tenía el derecho de permanecer neutral.

Yo había creído, y aún creía, en una España libre con un pueblo libre. Había querido que esto llegara sin derramamientos de sangre, a fuerza de trabajo y de buena voluntad.

¿Qué podía hacer si esta esperanza, este futuro se estaba destruyendo? Tenía que luchar por ello. Y así, ¿tenía que matar a otros? Sabía que la mayoría de los que estaban luchando con las armas en la mano, matando o muriendo, no pensaban en ello, sino estaban animados por las fuerzas desatadas de su propia fe. Pero yo estaba obligado a pensar, para mí esta matanza era un dolor agudo que no podía olvidar ni calmar. Cuando oía el ruido de la batalla, no veía más que españoles muertos en ambos lados. ¿A quién tenía que odiar? ¡Ah, sí!, a Franco, a Juan March, a sus generales y monigotes partidarios y a los que cimentaban negocios sobre la sangre, a las gentes privilegiadas del otro lado. Pero entonces tenía que odiar también a ese Dios que les había dado a ellos callos en el corazón que les permitía organizar la matanza, y que me torturaba a mí con la tortura de odiar el matar, y que dejaba mujeres y niños sufrir su raquitismo y sus jornales de hambre, para acabar despedazándolos con obuses y bombas. Estábamos cogidos todos en un mecanismo monstruoso que nos trituraba entre sus ruedas dentadas; y si nos rebelábamos, toda la violencia y todo el odio se volvía en contra nuestra, arrastrándonos a la violencia.

Me sonaba en los oídos como si hubiera pensado y dicho las mismas cosas cuando era niño. Me excitaba yo mismo hasta llegar a una fiebre, hablando sin parar, con rabia, dolor y protesta. El padre Lobo me escuchaba pacientemente, diciendo sólo de vez en cuando:

¡Despacio, despacio!

Es posible que en mi memoria estén mezcladas respuestas que yo me daba a mí mismo en las horas quietas en que me sentaba al balcón y me quedaba mirando las ruinas de la iglesia de San Sebastián, partida en dos por una bomba, con palabras que el padre Lobo me dijo. Puede ser que insensiblemente le haya convertido en el otro «yo» de mis diálogos internos sin fin. Pero así es como yo recuerdo lo que él me dijo:

Y tú, ¿quién eres? ¿Quién te da a ti el derecho de erigirte en juez universal? Lo único que tú quieres es justificar tu miedo y tu cobardía. Tú eres bueno, pero quieres que todos sean buenos también, para que el ser bueno no te cueste ningún trabajo y sea un placer. Tú no tienes el coraje de predicar en lo que crees en medio de la calle, porque te fusilarían. Y como una justificación de este miedo, echas la culpa a los otros. Tú crees que eres decente y que piensas limpiamente, e intentas contármelo a mí y a ti mismo, afirmando que lo que pasa a los otros es culpa tuya y los dolores que tú sufres también. Todo eso es una mentira. La falta es tuya. Te has unido a esta mujer, a Ilsa, contra todo y contra todos. Vas con ella del brazo por las calles y la llamas «mi mujer». Y todos pueden ver que es verdad, que estáis enamorados uno de otro y que juntos sois completos. Ninguno de nosotros nos atrevemos a llamar a Ilsa tu querida, porque vemos que es tu mujer. Es verdad que habéis hecho daño a otros, a tus gentes, y es justo que sufras por ello. Pero ¿te das cuenta de que también has sembrado una buena semilla? ¿Te das cuenta de que cientos de gentes que desesperan de encontrar jamás lo que se llama amor os miran y aprenden a creer que existe y es verdad, y que pueden tener esperanza? Y esta guerra. Tú dices que es repugnante y sin sentido. Yo no. Es una guerra bárbara y terrible con infinitas víctimas inocentes. Pero tú no has vivido en las trincheras como yo. Esta guerra es una lección. Ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a las gentes de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias. En nuestras trincheras, los analfabetos están aprendiendo a leer y hasta a hablar y están aprendiendo lo que significa hermandad entre hombres. Están viendo que existe un mundo y una vida mejores que deben conquistar y están aprendiendo también que no es con el fusil con lo que lo tienen que conquistar, sino con la voluntad. Matan fascistas, pero aprenden la lección de que no se ganan guerras matando, sino convenciendo. Podemos perder esta guerra, pero la habremos ganado. Ellos aprenderán también que pueden someternos, pero no convencernos. Aunque nos derroten, seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad. Todos tenemos nuestro trabajo que hacer, así que haz el tuyo en lugar de hablar de un mundo que no te sigue. Sufre y aguántate, pero no te encierres en ti mismo y comiences a dar vueltas dentro. Habla y escribe lo que tú creas que sabes, lo que has visto y pensado, cuéntalo honradamente con toda tu verdad. No hagas programas en los que no crees, y no mientas. Di lo que has pensado y lo que has visto y deja a los demás que, oyéndote o leyéndote, se sientan arrastrados a decir su verdad también. Y entonces dejarás de sufrir ese dolor de que te quejas.

En las noches claras y frías de octubre me parecía a veces como si estuviera conquistando mi cobardía y mis miedos, pero encontraba muy difícil escribir lo que pensaba. Me es difícil aún. Encontré, sin embargo, que podía escribir la verdad de lo que había visto y que había visto mucho. Cuando el padre Lobo vio una de mis historias exclamó:

¡Qué bárbaro eres! Pero sigue, es bueno para ti y para nosotros.

Una tarde llamó a nuestra puerta y nos invitó a que fuéramos a su cuarto para mostrarnos una sorpresa. En el cuarto estaba uno de sus hermanos, un obrero quieto, y un labrador de su pueblo. Yo sabía que cada vez que alguno de su pueblo venía a Madrid le traían vino para consagrar y vino para beber, y pensé que iba a invitarnos a un vaso de vino añejo. Pero nos condujo a su cuarto de baño. Un pavo enorme estaba allí, sosteniéndose torpemente sobre los baldosines, hipnotizado por la luz eléctrica. Cuando se marchó el campesino, hablamos de estas gentes sencillas que venían a ofrecerle lo mejor que tenían, sin pensar si era absurdo o no sepultar un pavo vivo en el cuarto de baño de un hotel de lujo.

No es fácil para nosotros el entenderlos -dijo el padre Lobo-. Cuando se logra, se tiene la base de arte como el de Bruegel o Lorca. Sí, como Lorca. Escuchad. -Cogió un ejemplar de la edición de guerra del Romancero gitano y comenzó a recitar:

Y que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido...

Leía con una voz llena de macho, sin titubear sobre las frases del amor físico crudo, sólo comentando:

Esto es bárbaro, pero es tremendo.

A mí me pareció entonces mucho más un hombre, y mucho más un sacerdote de hombres y de Dios que nunca.

En las semanas peores, cuando hacía falta algún coraje para mostrarse con nosotros en público, prolongaba su estancia durante horas en nuestra mesa, consciente del soporte moral que nos proporcionaba. Sabía mucho más de lo que pasaba entre bastidores con referencia a nosotros que nosotros mismos, pero nunca descubrió lo que había oído a otros. Sin embargo, yo no dudé de sus palabras cuando, después de haber llegado a la crisis máxima la campaña contra nosotros, nos dijo un día:

Ahora escucha la verdad, Ilsa. A ti no te quieren aquí. Sabes demasiado, conoces mucha gente y haces sombra a los otros. Eres demasiado inteligente y aquí no estamos aún acostumbrados a mujeres inteligentes. Tú no puedes evitar el ser como eres, así que te tienes que marchar; y te tienes que llevar contigo a Arturo, porque te necesita y porque os pertenecéis uno al otro. En Madrid ya no podéis hacer nada bueno, como no sea el estaros quietos sin hacer nada como ahora, y ¡aun así! Pero esto no es bueno para ti, porque tú quieres trabajar. Así que marcharos.

Lo sé -replicó ella-. La única cosa que ahora puedo hacer por España es no dejar a la gente de fuera convertir mi caso en un arma contra el Partido Comunista, no porque yo quiera a los comunistas, que no los quiero aunque haya trabajado con ellos, sino porque esto sería un arma contra España y contra Madrid. Es por lo que me estoy quieta y no muevo ni un dedo por mí y por lo que digo a mis amigos que no hagan escándalo.

¡Tiene gracia! La única cosa que puedo hacer es no hacer nada.

Lo dijo secamente. El padre Lobo la miró lentamente y respondió:

Perdónanos, Ilsa. Somos tus deudores.

Así, el padre Lobo fue quien nos convenció de que debíamos abandonar Madrid. Cuando lo acepté, quise que lo hiciéramos en seguida, para sentirlo menos. Otra vez era un día de noviembre, gris y lleno de niebla. Agustín y Torres fueron a despedirnos. El camión de guardias de asalto, con tablas desnudas por asientos, rebrincaba en el empedrado de las afueras. Aquella mañana los obuses eran escasos.


El padre Lobo nos había mandado a casa de su madre, en un pueblecito cerca de Alicante. En su carta le pedía ayudarme a mí, su amigo, y a «mi mujer, Ilsa». No quería chocar a su madre y había puesto -dijo- la verdad esencial. Cuando me enfrenté con su madre, la vieja mujer pesada ya, con los cabellos grises, que no podía leer -su marido descifró la carta del hijo-, y miré su cara sencilla y curtida, comprobé con gratitud la fe que don Leocadio había puesto en nosotros. Su madre era una mujer muy buena.


Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Segunda parte (1951)
Capítulo VIII - La caída








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