Al sol de la mañana la bomba de aviación que cae es una pompita de jabón
que en un instante raya el cielo azul de arriba abajo. Vibra al sentirse herido
el gran diapasón del espacio y, luego, si se está cerca, se sufre en las
entrañas un tirón de descuaje como si le rebanasen a uno por dentro y le
quisieren volcar fuera. El estómago, que se sube a la boca, y el tímpano,
demasiado sensible para tan gran ruido, son los que más agudamente protestan.
Esto es todo. Mientras, el pajarito niquelado que ha puesto en medio del cielo
su huevecillo brillante y fugaz como una centella, remonta el vuelo y pronto no
es más que un punto perdido en la distancia.
Después, comienza el espectáculo de la tragedia. ¿Dónde ha caído la bomba?
Nadie lo sabe, pero todos suponen que ha sido muy cerca, allí mismo, dos casas
más allá a lo sumo. Resulta que siempre es un poco más lejos de lo que se
suponía. La gente acude presurosa al lugar de la explosión. Los milicianos han
cortado la calle con sus fusiles, y los curiosos han de contentarse con ver
desde lejos los vidrios hechos añicos de balcones y ventanas y los cierres
metálicos de las tiendas arrancados de cuajo. Se espera el paso de las
ambulancias sanitarias venteando con malsana fruición el olor de la sangre. En
el casco de la ciudad las bombas de los aviones hacen carne siempre. Cuando en
una camilla llevan a una pobre muy despanzurrada o a un niño que ya no es más
que un revoltijo de trapos y sangre, la muchedumbre de curiosos se siente
estremecida por el horror. Cuando el que pasa exánime en las parihuelas es un
varón adulto, el hecho, por esperado, parece naturalísimo y nadie se siente
obligado a conmoverse. La capacidad de emoción, limitada, exige también
economías. En la guerra no se administra el sentimiento con la misma largueza
que en la paz.
Ocurre también que para este pueblo de jugadores de lotería que es Madrid,
el albur del avión en el cielo dejando caer sobre una pacífica familia su carga
de metralla tan a ciegas como el bombo de la Lotería Nacional dispara la bolita
de los quince millones de pesetas sobre un grupo de gente humilde y oscura, es
un azar al que todos se someten sin gran repugnancia. Los bombardeos aéreos son
una lotería más para los madrileños. Una lotería en la que resultan premiados
los miles y miles de jugadores a quienes no ha tocado la metralla. El júbilo
general de los que en este horrendo sorteo no han sido designados por el
destino se advierte en las caras alegres de la gente que anda por las calles a
raíz de cada bombardeo. ¡No nos ha tocado!, parece que dicen con alborozo. Y se
ponen a vivir ansiosamente sabiendo que al otro día habrá un nuevo sorteo en el
que tendrán que tomar parte de modo inexorable. Pero ¡es tan remota la
posibilidad de que le toque a uno la lotería!
Esta de las bombas toca, sin embargo, con impresionante prodigalidad, y los
madrileños que juegan despreocupadamente al azar del bombardeo han tenido que
ir aprendiendo a protegerse. Los sótanos, en los que a veces hay que permanecer
durante toda la madrugada, se han ido haciendo habitables y ya hay en ellos
colchones, mantas, cabos de vela y estufas; en todas las casas los inquilinos
montan por turno una guardia nocturna que avisa a los que duermen cuando las
sirenas de la policía esparcen la alarma por calles y plazas; los comerciantes
han cruzado con tiras de papel las lunas de sus escaparates; desde que una
bomba cayó en un garaje y destruyó cincuenta automóviles se ha adoptado la
precaución de que los autos pasen la noche al relente arrimados a las aceras por
acá y por allá como perros vagabundos, y en vista de que los aviones fascistas
consiguieron un día meter el cascote y los vidrios arrancados por la explosión
de una bomba de ciento cincuenta kilos en el plato de sopa que se estaba
comiendo el presidente del Consejo, en los sótanos de los ministerios se han
preparado confortables refugios; en el vetusto edificio de Gobernación hay
entre los pasadizos de los cimientos, poblados de ratas y telarañas, un
impresionante sótano de ministro con un sillón de terciopelo y purpurina y unas
alfombras en desuso que cuelgan de los rezumantes muros a guisa de tapices.
Madrid sobrelleva con alegre resignación los bombardeos. Un día, un pobre
profesor que estaba en la terraza de una cervecería se ha muerto de miedo al
oír una explosión cercana; a las casas de socorro, cada vez que suena la señal
de alarma, llevan docenas de mujeres accidentadas para que les suministren
antiespasmódicos; hay gente que se mete en las bocas del Metro arrollando a los
niños y a los viejos con una precipitación indecorosa, y durante la madrugada,
para las madres, es un tormento insufrible el tener que arrancar a sus hijitos
de la cuna en que duermen y llevarlos, aprisa y corriendo, medio desnudos, a
los sótanos, donde las criaturitas se pasan las horas llorando porque tienen
frío y están asustadas. Todo este dolor y esta incomodidad y la espantosa
carnicería de las explosiones, y aun la certeza de que cada vez será mayor el
estrago y más horrible el sufrimiento, no han conseguido abatir el ánimo y la
jovial resignación de la gran ciudad más insensata y heroica del mundo: Madrid.
*
Hay quienes no lo sobrellevan con tan buen ánimo. Y no son precisamente los
más débiles ni los más indefensos. Este grupo de milicianos que con el
impresionante remoquete de la Escuadrilla de la Venganza colabora por propia y
espontánea determinación en lo que con gran prosopopeya llaman «el nuevo orden
revolucionario», ejerciendo funciones de vigilancia, investigación y seguridad
que ningún poder responsable les ha conferido, es, evidentemente, uno de los
núcleos que con más saña y ferocidad reaccionan contra los bombardeos aéreos.
Hundidos en los butacones del círculo aristocrático de que se han incautado,
los milicianos de la Escuadrilla de la Venganza se muerden los puños de rabia e
imaginan horrendas represalias mientras las sirenas alarman a la ciudad dormida
y suenan lejanos los estampidos de las explosiones.
—Hay que hacer un escarmiento terrible con esa canalla; por muy bestias que
sean llegarán a comprender que cada bomba que tiran sobre Madrid les hace a
ellos más bajas que a nosotros. Es el único procedimiento eficaz —afirmó
convencido un miliciano que se paseaba a lo largo de la estancia balanceando
una enorme pistola ametralladora que, enfundada en una caja de madera, le
colgaba desde la pretina a la rodilla.
—Lo más eficaz sería que llegasen de una vez esos malditos aviones rusos y
espantasen a los Caproni de Franco. ¿Cuántos aviones tenemos para la defensa de
Madrid? —preguntó otro.
—Creo que nos quedan cinco en total —le contestó Valero, un muchacho
comunista con aire de universitario que, también con su pistola al cinto,
presidía la tertulia de los milicianos.
Típico intelectual revolucionario de los que se forjaron en la escuela de
rebeldías que durante la dictadura fueron las universidades españolas, Valero
no pertenecía a la Escuadrilla de la Venganza. Sus relaciones con ella eran
estrechas y constantes, pero no estaban bien definidas.
—Y esos cinco aviones que nos quedan —añadió— no pueden salir al encuentro
de los trimotores italianos y alemanes. Se los comen. Nuestros sargentos de
aviación han caído como mosquitos, y los pilotos extranjeros han dicho ya que
si no llegan aparatos más modernos y potentes no salen a volar. Remontarse es
un suicidio. Hoy he visto en Gobernación al intérprete de los aviadores
ingleses que iba a despedirse...
—¿El intérprete? ¿Por qué?
—Porque se ha quedado sin ingleses. Uno tras otro han muerto todos en
combate. Formaban una escuadrilla de voluntarios que se ha batido heroicamente.
Hasta que ayer cayó el último. ¡Unos tíos jabatos los ingleses!
—Es inútil —arguyó el miliciano del pistolón—; con los aviones de Italia y
Alemania no podremos nunca. No hay más táctica que la mía, el terror. Por cada
víctima de los aviones, cinco fusilamientos, diez si es preciso. En Madrid hay
fascistas de sobra para que podamos cobrar en carne.
El corro de milicianos asentía con su silencio. Aquellos diez o doce
hombres que formaban la Escuadrilla de la Venganza consideraban legítima la
feroz represalia y se habrían maravillado si alguien se hubiese atrevido a
sostener que lo que ellos consideraban naturalísimo era una monstruosidad
criminal. Al cabo de cuatro meses de lucha la psicosis de la guerra producía
frecuentemente tales aberraciones. La vida humana había perdido en absoluto su
valor. Aquellos hombres que el 18 de julio abandonaron su existencia normal de
ciudadanos para lanzarse desesperadamente al asalto del cuartel de la Montaña,
donde se inició la rebelión militar, y que luego habían estado batiéndose a
pecho descubierto en la Sierra contra el ejército de Mola, cuando regresaban
del frente traían a la ciudad la barbarie de la guerra, la crueldad feroz del
hombre que, padeciendo el miedo a morir, ha aprendido a matar, y si la ocasión
de hacerlo impunemente se le ofrece, no la desaprovechará. Es el miedo el que
da la medida de la crueldad. De entre estos milicianos que no tenían alma
bastante para afrontar indefinidamente el peligro de la guerra en la primera
línea, de entre los que volvían del frente íntimamente aterrorizados, se
reclutaban los hombres de aquellas siniestras escuadrillas de retaguardia que
querían imponer al gobierno, a los partidos políticos y a las centrales
sindicales un régimen de terror, el pánico terror que íntimamente padecían y
anhelaban proyectar al mundo exterior. Huyendo del frente se refugiaban en los
servicios de control revolucionario de los partidos y los sindicatos que,
recelosos de la lealtad de la policía oficial y de las fuerzas de seguridad del
Estado, toleraban la injerencia de estas escuadrillas insolventes y autónomas
en las funciones policíacas. Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a
veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción, un místico teorizante de
cabeza estrecha y corazón endurecido que, con la mayor unción revolucionaria,
decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa. El
jefe de la Escuadrilla de la Venganza, Enrique Arabel, era un tipo
característico de hombre de presa, un tránsfuga relajado de la disciplina
comunista, que al frente de aquel puñado de hombres sin escrúpulos había
logrado rodearse de un siniestro prestigio. Erigido en poder irresponsable y
absoluto, Arabel desdeñaba la autoridad del gobierno, desafiaba a los ministros
y hacía frente a los aterrorizados comités de los partidos republicanos. A su
lado, el universitario Valero, militante de las Juventudes Unificadas, ejercía,
con la cautela y la doblez típicas del comunismo, la difícil misión de
controlar políticamente aquella fuerza incontrolable de hombres sin freno en
sus pasiones e instintos, que, en nombre del pueblo y valiéndose del argumento
decisivo de sus pistolas, sembraban a capricho el terror. Arabel, jefe
indiscutible de la escuadrilla, hubiese querido deshacerse del intruso Valero,
pero sabía que éste tenía detrás al Partido Comunista y comprendía que el poder
y el prestigio revolucionario de que él y sus hombres gozaban desaparecerían el
día que entrase en colisión con los comunistas, que, sin hacerse solidarios de
su actuación terrorista, se limitaban a vigilarla de cerca y a servirse de ella
políticamente.
Media hora hacía que había cesado el bombardeo de los aviones fascistas.
Todavía sonaba de vez en cuando el superfluo y pueril disparo de algún
miliciano alucinado que creía descubrir en el cielo oscuro la sombra casi
imperceptible de un avión enemigo volando a dos o tres mil metros de altura;
sin vacilar se echaba el arma a la cara y fusilaba a la noche. Ponían tal fe en
este insensato ademán que frecuentemente después de hacer el disparo se
revolvían furiosos por haber marrado un golpe que consideraban seguro:
«¡Qué lástima! ¡Por qué poco se me ha escapado!», decía lamentándose el
candido miliciano. Cazar aviones a tiros de pistola se le antojaba la cosa más
natural del mundo.
Arabel y sus hombres rumiaban mientras tanto la venganza que por su mano
estaban dispuestos a tomarse aquella misma noche; había que hacer entre los
fascistas un escarmiento terrible. Valero, más frío y sereno, al parecer,
escuchaba en silencio los planes criminales de la escuadrilla como si se
tratase de fantasías irrealizables. Sabía por experiencia, sin embargo, que
aquellos hombres eran harto capaces de llevar a cabo sus amenazas.
Uno de los milicianos que estaba de guardia en el portal vino a prevenir al
jefe:
—Se ha presentado una mujer que quiere hacer una denuncia contra unos
fascistas.
—Será un cuento —dijo Valero.
—Dice que puede probar la actividad contrarrevolucionaria de un comandante
del ejército que celebra reuniones misteriosas con otros jefes y oficiales.
—Que pase; vamos a interrogarla.
Entró una mujer joven, guapa y vestida con un lujoso mal gusto. Era gordita
y tenía un aire afectadamente ingenuo. Aunque se presentaba un poco desaliñada
y se advertía que se había echado a la calle poniéndose lo primero que tuvo a
mano, se adivinaba que era una mujer acicalada y presumida.
—Vengo —dijo de sopetón— a denunciar por fascista al comandante de
artillería don Eusebio Gutiérrez.
—¿Cómo sabe usted que es fascista? ¿Tiene pruebas?
—Todas las que quieran. Sin ir más lejos, hace media hora, mientras volaban
sobre Madrid los aviones facciosos, estaba en mi propia casa con dos amigos
suyos, también fascistas, y apenas sintió la señal de alarma dijo rebosante de
alegría: «¡Ya están ahí los nuestros! ¡Saludémosles!». Y los tres permanecieron
firmes con el brazo extendido durante un rato.
—¿De qué conoce usted a ese individuo? —interrogó Valero.
—Era un antiguo amigo mío —contestó la gordita ruborizándose—; yo soy
huérfana y me ha protegido durante algún tiempo titulándose mi padrino, pero
desde hace unos meses ese miserable no ha hecho más que infamias conmigo. Es un
fascista peligrosísimo, sí, señor. Desde el balcón de mi casa, a la que iba
todas las tardes de visita, estuvo disparando su pistola contra el pueblo el
día que se tomó el cuartel de la Montaña.
—¿Por qué no le denunció entonces?
—Porque le tenía miedo.
—¿No se lo tiene ahora?
—Ahora estoy desesperada y dispuesta a afrontarlo todo. Es un viejo ruin
que se porta como un canalla conmigo.
—¿Han tenido ustedes algún altercado esta tarde?
—... ¡Sí!
—¿Y dice usted que es comandante de artillería en activo?
—Sí, sí; en activo. Esta misma mañana fue a cobrar su paga. Me he enterado
por... casualidad.
—Cobró... y no le ha dado a usted dinero, ¿no es eso? ¿No ha sido ése el
motivo del altercado? —preguntó Valero levantándose y volviendo la espalda a la
gordita sin esperar respuesta.
Se puso ella hecha una furia. Protestó de su decencia y de su lealtad a la
República. Ella había ido allí a denunciar a un enemigo del régimen y no a que
la insultasen sin motivo. Su amigo era un fascista de cuidado. Celebraba
reuniones misteriosas con otros militares en una casa de la calle de Hortaleza
en la que se quedaba a dormir muchas noches.
—Ahora mismo debe de estar allí —agregó.
—¿No será que tiene en esa casa otra amiguita?
La joven hizo un mohín de desprecio y altanería.
Arabel tomó nota del nombre y de la casa.
—Habrá que ir a ver quienes son esos pajarracos. Valero advirtió:
—La denuncia puede ser falsa; chismes de alcoba, seguramente. No sería
superfluo que esta jovencita quedase detenida hasta que se averigüe lo que haya
de cierto.
Arabel miró a la gordita de arriba abajo y le pareció excelente la idea de
retenerla.
—Sí; lo mejor será que pase aquí la noche.
Ella protestó, pero no demasiado. Y dos milicianos buenos mozos la llevaron
al bar del círculo, donde la obsequiaron con un cóctel explosivo y luego otro y
otro.
*
Cazaron al viejo comandante en una pensión equívoca de la calle de
Hortaleza. Estaba muy arrebujado entre las sábanas, la cara amarilla, lacios
los bigotes, cuando el portero y la dueña de la pensión, traicionándole,
condujeron a los milicianos de Arabel hasta el borde de la cama en que dormía.
Dio unas explicaciones inverosímiles de su presencia en aquel lugar. Se veía
claramente que era el miedo a las escuadrillas de retaguardia lo que le hacía
huir durante la noche de su domicilio para poder dormir con cierto sosiego en
lugares donde se imaginaba que no habían de buscarle. Así, con esta angustia,
vivían en Madrid miles de seres. Todo militar, por el hecho de serlo, era un
presunto enemigo del pueblo. El general Mola había dicho por radio que sobre
Madrid avanzaban cuatro columnas de fuerzas nacionalistas, pero que además
contaba con una «quinta columna» en Madrid mismo que sería la que más
eficazmente contribuiría a la conquista de la capital. Pocas veces una simple
frase ha costado más vidas. Cada vez que a los milicianos se les presentaba un
caso de duda, cuando no había pruebas concretas contra un sospechoso o cuando
el inculpado creía haber desbaratado los cargos que se le hacían, el recuerdo
de la amenaza de Mola fallaba en su daño y «por si era de la quinta columna» se
votaba invariablemente por la prisión o el fusilamiento. Ha sido la frase más
cara que se ha dicho en España.
«Por si era de la quinta columna» se llevaron los milicianos al comandante
de artillería. Mientras se levantaba y vestía anduvo balbuceando unas torpes
protestas de adhesión al régimen y de lealtad al pueblo. Su triste figura de
Quijote en paños menores, humillado y temeroso, no apiadó a los milicianos,
que, marcándole el camino con sus pistolas, le hicieron salir, le metieron en
un auto y le llevaron hacia las afueras. En el trayecto el viejo comandante
consiguió recobrar la serenidad y el decoro ante la evidencia de lo inevitable.
Cuando al llegar al kilómetro nueve de la carretera de La Coruña le hicieron
apearse del auto y le empujaron hacia un paredón blanco de luna que había al
borde de la carretera, se le vio erguirse y marchar con paso firme y rígido
hasta el lugar que él mismo consideró más adecuado.
—Allí —dijo secamente a los milicianos. No consintió que ninguno se le
acercase. A uno que fue tras él con el propósito de abreviar dándole un tiro en
la nuca le contuvo con un ademán diciéndole:
—Espera.
Se puso de espaldas al paredón y ordenó:
—¡Apunten!
Los milicianos, un poco desconcertados, se alinearon torpemente y
obedeciendo a la voz de mando le encañonaron con sus armas dispares. El viejo
alzó el brazo derecho y gritó:
—¡Arriba España!
Sintió que las balas torpes de los milicianos le pasaban rozando la cabeza
sin herirle. Pero le habían acribillado las piernas. Dobló las rodillas y cayó
a tierra. Aún tuvo coraje para erguir el busto indemne y gritar golpeándose
furiosamente el pecho:
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡En el corazón! ¡Canallas!
Tirado en el campo le dejaron. Largo, flaco y con las ropas en desorden,
era un grotesco espantapájaros abatido por el viento.
—Ha muerto bien el viejo —notó un miliciano cuando ya regresaban en el
auto.
—¿Te has convencido de que era fascista? Al final, cuando lo vio todo
perdido, se quitó la careta —apuntó otro.
—No; si no falla uno.
—Habrá que hacer una redada con todos y fusilarlos en masa —concluyó
Arabel.
Al volver al círculo se encontraron a la gordita, que seguía encaramada en
un taburete del bar en compañía de sus dos buenos mozos: el alcohol y el sofoco
de sentirse acosada por los milicianos le habían pintado de un carmín excesivo
las mejillas redondas y lustrosas como las de una muñeca barata. Borrachita y
gachona se fue hacia Arabel cuando le vio entrar.
—¿Qué? ¿Habéis dado con ese viejo miserable? —preguntó sonriendo—. Yo no
quiero que le pase nada malo, eh, pero sí que lo asusten. Es muy soberbio y
cree que en el mundo no hay más hombre que él. ¡Me gustaría más que le
hubieseis dado una bofetada delante de mí! Si consiguieseis que me pidiera
perdón, debíais soltarle luego. Porque en el fondo, aunque sea fascista, no es
malo. Ni yo quisiera que le ocurriese por mi culpa alguna desgracia.
Valero, que contemplaba silencioso la escena, sintió el deseo de golpear
con la culata de su pistola aquella cabeza linda de poupée de serie, seguro de
que sonaría a hueco y de que por dentro, al romperla, no habría nada: el envés
grosero de una mascarilla de escayola pulida y pintada.
*
La captura del viejo comandante había hecho meditar a Arabel. Madrid
—pensaba— está plagado de tipos así; hay muchos centenares de militares
retirados que, haciendo protestas de adhesión a la República, están espiritualmente
al lado de los rebeldes y llegado el momento crítico se echarían a la calle
para batirse contra el pueblo. Son la famosa «quinta columna». Cazarlos uno a
uno ahora que andan recelosos y huidos de sus casas es una tarea lenta y
difícil. ¿Si se les pudiera preparar una encerrona? El gobierno podía hacerlo
fácilmente si quisiera, pero, como todos los gobiernos, tendrá miedo a las
medidas radicales y no se atreverá. Bastaba con convocarlos a todos por medio
del Diario Oficial de Guerra o de la Gaceta.
—No irían —replicó Valero.
—Pues a cobrar sus pagas y retiros bien que acuden. ¿Y si se les convocase
con el pretexto de pagarles?
—El gobierno no hará eso nunca.
—Pero podemos
hacerlo nosotros. Si no disponemos del Diario Oficial, podemos hacerles caer en
la trampa con una simple convocatoria publicada en los periódicos.
—¿Y con qué
pretexto se les cita?
—Con el de darles dinero, desde luego. En una nota que
enviaremos a la prensa con una firma y un sello cualesquiera se anuncia que
todos los militares retirados que quieran cobrar su haberes deberán pasar a una
hora precisa por un determinado centro oficial que no les inspire sospechas, el
Ministerio de Hacienda, por ejemplo, y se advierte que el que no acuda
puntualmente será declarado faccioso y no podrá cobrar. Ya verán ustedes cómo
acuden al reclamo, los cazamos a docenas.
La idea fue puesta en práctica aquella misma noche, y a la mañana siguiente
los periódicos publicaban la falsa! convocatoria. Los milicianos de Arabel,
apostados en el¡ patio del Ministerio de Hacienda, fueron aprehendiendo a los
retirados de Guerra que se presentaban. La afluencia' fue tal, que los
milicianos no daban abasto a prenderlos y a meterlos en las camionetas en que
los conducían a las prisiones. Llegó a formarse una cola de incautos que
esperaban pacientemente a que les llegase el turno de caer en el garlito. Los
funcionarios del ministerio advirtieron el tejemaneje que se traían los
milicianos en el patio, y se apresuraron a comunicar a los que aún esperaban
que el departamento no había cursado ninguna convocatoria. Gracias a esta
advertencia hubo muchos que pudieron salvarse. Así y todo, los militares
capturados pasaban de quinientos.
—¡Hubiéramos podido cazar dos mil! ¡Esos idiotas del gobierno nos han
malogrado la operación! —exclamaba Arabel—. ¡Quinientas bajas en la quinta
columna! —añadía jubiloso.
—Bueno, bueno: todos no van a ser fascistas —objetó Valero.
—Todos, todos. Algún caso tengo que consultarte, sin embargo.
Le hizo una señal y se lo llevó tras él discretamente a otra pieza cuya
puerta cerró con llave. Cuando estuvieron a solas y frente a frente dijo
Arabel:
—Ya sé que debemos sacrificarlo todo por la causa y que para nosotros no
debe haber inmunidades ni excepciones, pero a veces se le presenta a uno un caso
de conciencia difícil de resolver.
—Para mí no hay más conciencia que la estrictamente revolucionaria —replicó secamente Valero.
—No te precipites; ya sé que presumes de incorruptible. No pretendo, como
seguramente has pensado ya, escamotear por compromisos particulares a ninguno
de los detenidos de hoy.
—Y si lo intentases, no te lo consentiría, Arabel. —Basta; no se trata de
nada que me interese personalmente. Te interesa a ti. En la lista de militares
detenidos hoy por mi gente he encontrado este nombre: Mariano Valero Hernández,
sesenta y dos años, comandante de infantería retirado. ¿Lo conoces? —Es mi
padre —replicó sin inmutarse Valero. —¿Fascista?
—Pudiera serlo. No lo sé. No vivo con mi padre hace tiempo y ni siquiera le
veo más que ocasionalmente.
—Bien. Sea fascista o no, es lógico y disculpable que tú quieras salvarle.
Yo estoy dispuesto a servirte y puedo suprimir su nombre de la lista de los
detenidos antes de que se hagan más averiguaciones que pudieran ser fatales
para él. Tú vas entonces a la cárcel y te lo llevas. Hoy por ti y mañana por
mí. ¿Estamos?
Valero advirtió con una sorda ira la maniobra de Arabel. Quería venderle la
libertad de su padre a cambio de su complicidad en el tráfico de detenidos a
que con toda seguridad se dedicaba a espaldas suyas. Arabel sabía que Valero
podía, en cualquier momento, ser su perdición y quería tenerlo ligado a él.
Valero frunció el ceño y repuso:
—Los asuntos de mi padre no me interesan ni poco ni mucho. Si es fascista,
allá él. Si algo debe, que lo pague. Y volvió la espalda altivamente al
logrero. Salió a la calle. Con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en
los labios anduvo vagando al azar. Al atardecer, la aglomeración de las calles
céntricas contrastaba con la soledad impresionante del resto de la urbe. Una
muchedumbre abigarrada y arbitrariamente vestida, de obreros, milicianos,
campesinos fugitivos, provincianos despistados, gente de toda clase y
condición, uniformemente desaliñada, se apretujaba en el recinto de la Puerta
del Sol, la Gran Vía y las calles de Alcalá, Montera, Preciados, Arenal y Mayor
ante los escaparates de las joyerías inverosímilmente repletos de oro, plata,
brillantes y piedras preciosas, las tiendas de modas que exhibían aún los más
provocativos y costosos modelos de robes de soirée y los grandes almacenes en
los que, por raro contraste, empezaban a verse vacíos los anaqueles donde antes
estaban los objetos de más humilde e indispensable consumo. Iba oscureciendo, y
aquella muchedumbre agolpada en el corazón de Madrid empezaba a dispersarse.
Una hora después no habría un alma en las calles oscuras donde los faroles de
gas pintados de azul echaban un ojo lívido al transeúnte descarriado.
Valero fue a refugiarse en la tabernita vasca donde habitualmente comía y
cenaba. Aún no habían comenzado a llegar los clientes, un centenar de
milicianos que desde que comenzó la guerra comían y bebían allí sustituyendo a
la antigua clientela. El patrón había conseguido reservar un saloncito interior
del establecimiento para los comensales que aún pagaban en contante y sonante
moneda burguesa; avisadores, oficiales de las milicias, diputados,
«responsables», periodistas extranjeros, intelectuales antifascistas y unos
tipos raros que nadie sabía quienes eran ni a qué se dedicaban.
Cuando llegó Valero el comedor estaba aún desierto. Se sentó en un rincón y
ante un vaso de cerveza se quedó en ese estado de inhibición y ausencia en que
a veces cae el hombre de acción en medio del torbellino de los acontecimientes.
En esos momentos no es cierto que se recapacite ni que se piense en nada. Al
rato de estar allí Valero, entró un tipo desbaratado y vacilante que fue a
echarse de bruces sobre la mesa del rincón opuesto. Era un hombre joven,
delgado, blando, los brazos largos y colgantes, un mechón de pelo de muerto
caído sobre la frente pálida, el ojo turbio y rastrero, el cuello huidizo y un
alentar fatigoso en la faz. Encajaba nerviosamente las mandíbulas y expulsaba
el aire con mucho esfuerzo por la nariz, cuyas aletas se dilataban ansiosamente
cuando levantaba la cabeza para coger aire con un movimiento de rotación
desesperado. Durante algún tiempo el hombre aquel estuvo con la cabeza caída
sobre el brazo doblado como si sollozase. Valero le contempló con lástima. Era
la imagen fiel y patética del esfuerzo sobrehumano, la representación plástica
de la debilidad que saca fuerzas de flaqueza, la encarnación de Sísifo, el
dramático espectáculo del hombre que quiere y no puede. Tuvo lástima de aquel
hombre y de él mismo y de todos los hombres que como ellos guerreaban, morían y
mataban, héroes, bestias y mártires sin vocación heroica, sin malos instintos y
sin espíritu de sacrificio o santidad.
Al cabo de un rato el desconocido fue serenándose y se quedó al fin
sosegado. El camarero, que le miraba también compasivo, dijo confidencialmente
a Valero:
—Todas las tardes vuelve del frente deshecho; es un francés que ha venido a
España para batirse por la revolución. Está al frente de una escuadrilla de
aviones, pero no es aviador. En su país creo que era poeta, novelista o algo
así.
Comenzaban a llegar los clientes. Un grupo de intelectuales antifascistas
en el que iban el poeta Alberti con su aire de divo cantador de tangos,
Bergamín con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado y María
Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura, fue a
rodear solícito al desolado francés, que instantáneamente cambió la expresión
desesperada de su rostro por una forzada y pulida sonrisa.
—Salud, Malraux.
—Salud, amigos.
El espectáculo emocionante del hombre tal cual es en su debilidad y su
desesperación había sido sustituido por la divertida comedia de la vida
bizarra. Discutían brillantemente los intelectuales, llegaban nuevos comensales
bulliciosos y optimistas, se comía con apetito y se bebía con ansia; los que
venían directamente del frente eran acaso los más alegres.
Valero se levantó y se fue. Vagabundeó otra vez por las calles, ahora
desiertas y jalonadas por el alerta de los milicianos. Dio muchas vueltas por
los mismos sitios, y era ya muy tarde cuando se decidió a franquear el portalón
del recio convento que los milicianos habían convertido en prisión. Habló con
el camarada responsable que estaba de guardia y pasó a la galería que le
indicó.
A lo largo del muro había de quince a veinte petates y acurrucados en ellos
yacían los presos. Buscó al viejo con la mirada a la luz amarillenta y tenue de
la única bombilla eléctrica que alumbraba la galería. Allá estaba sentado al
borde del camastro con la cabeza de pelo cano e hirsuto doblada sobre el pecho
y los brazos caídos entre las piernas. Se le acercó lentamente. El viejo al
levantar la cabeza le vio y pareció que se alegraba, pero ni se movió siquiera.
—Hola, padre.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Ya lo ves.
—He venido por si querías algo.
—No; nada.
—Estaré un rato contigo. —Bueno; siéntate.
Le hizo un lado en el borde del petate. Como ni el padre ni el hijo eran
capaces de decirse nada, sacaron unos cigarrillos y se pusieron a fumar. El
joven mientras encendía el suyo pensó: ¿Cuánto tiempo hace que mi padre me
permite fumar delante de él? ¿Tres años? ¿Cinco? ¿Le parecerá ahora mismo una
falta de respeto que fume en su presencia? ¡Qué extraño ha sido siempre el
viejo! ¡Y así será hasta que se muera... o hasta que le maten!
Cortó el curso de su pensamiento y se distrajo mirando la pared desnuda de
la galería. El viejo, con la cabeza baja, le miraba de reojo y pensaba
orgulloso: «Es fuerte. Más fuerte que yo». Al compararse con el hijo le subió a
la boca un agrio resentimiento. Él también había sido fuerte y sano en su
juventud. Cuarenta años antes, cuando sentó plaza en el ejército de Cuba
soñando aventuras y heroísmos imperiales, nada hubiera tenido que envidiar a
aquel mocetón presuntuoso. La campaña, la fiebre, el hambre y la derrota le
devolvieron a la Península después de la catástrofe colonial convertido en el
espectro de sí mismo. Le habían sacrificado a la Patria. No le quedaba más
consuelo que el de sentirse orgulloso de su sacrificio. Por eso siguió en el
ejército rindiendo un culto idólatra a los mitos gloriosos que destrozaron su
juventud y le amarraron luego a una vida triste de oficial con poca paga
destinado siempre en ciudades viejas y míseras de escasa guarnición. El
uniforme y la supeditación al Estado en un pueblo vencido que odiaba a los
militares fueron su cruz y su blasón. Cuando le nació un hijo, quiso librarlo
de aquella servidumbre sin gloria ni provecho e hizo de él un universitario, un
intelectual. El hijo se le hizo comunista. Y ahora, cuando al final de su vida
sonaba la hora ansiada de la reivindicación, cuando los militares habían
encontrado al fin un caudillo invicto, Franco, y un ideal nuevo que galvanizaba
los viejos ideales periclitados, el fascismo, el hijo aquel se alzaba frente a
él oponiéndole la barrera infranqueable de su voluntad juvenil, más fuerte que su viejo resentimiento. ¡Más fuerte!
El viejo dio unas chupadas voraces a su cigarrillo y se quedó mirando de
hito en hito a su adversario. El joven sostuvo imperturbable la mirada. Y como
ni el padre ni el hijo eran capaces de decirse nada, se levantaron silenciosos
del camastro cuando hubieron apurado la colilla.
—¿No necesitas nada, de verdad?
—No; nada.
Se abrazaron y besaron con recíproca ternura.
—Adiós.
—Salud.
*
Había un gran alboroto en aquel preciso instante porque, al parecer, un
miliciano se obstinaba en alinear a las mujeres jóvenes que había en la cola
empujándolas por el pecho con las palmas de las manos, y ellas no se lo querían
consentir por muy miliciano que fuese. Por esta coincidencia, en los primeros
momentos de estupor nadie supo exactamente lo que había ocurrido. Se oyó una
gran detonación y se vio que algunas mujeres de las que estaban en la cola se
desplomaban súbitamente. Las demás echaron a correr aterradas. Entre el amasijo
de cuerpos ensangrentados que quedaron en la acera sólo permaneció enhiesta una
viejecilla con un pañuelo negro por la cabeza y un capacho entre las manos que,
ajena a todo lo que no fuese su anhelo de que le llegase el turno antes de que
se acabasen los huevos, aprovechó el revuelo para correrse suavemente por la
pared salpicada de sangre y de metralla hasta el portal de la tienda, dichosa
de encontrarse con que había pasado a ser el número uno de la cola.
La cosa fue tan inesperada que nadie se la explicaba. Hubo quien dijo que
el miliciano había disparado su fusil y que esto era todo. Otros, que vinieron
luego, al darse cuenta de que había en el suelo seis u ocho mujeres
acribilladas, aseguraban ya que un automóvil fascista, aprovechándose del
alboroto, había pasado a toda marcha ametrallando a la gente. Acudieron al fin
los milicianos, que, aunque a medias, dieron con la verdad: en medio de la cola
de mujeres que había a la puerta de la tienda, los fascistas habían tirado una
bomba, que al explosionar había hecho una terrible carnicería entre las
infelices. Esto era evidente. Pero, en cambio, sin que nadie pudiera precisar
el fundamento de tal cosa, se creyó, unánimemente, que la bomba la habían
tirado desde uno de los pisos altos de cualesquiera de las casas próximas.
Alguien llegó a señalar el balcón preciso desde donde la habían arrojado, y los
milicianos, sin más averiguaciones, estuvieron fusilando a placer la fachada
del inmueble.
Resultó luego que no era así; que la bomba, cosa que a nadie se le ocurrió
pensar, había caído del cielo. Eran los aviones de Franco, volando a oscuras
sobre Madrid sin que los descubrieran, los que la habían arrojado.
Simultáneamente, en diez o doce lugares de la capital había ocurrido lo mismo.
Una escuadrilla de aviones de caza volando a más de tres mil metros cuando ya
oscurecía, aunque todavía no fuese noche cerrada, había arrojado sobre el
centro de Madrid una veintena de bombas pequeñas, de cinco o diez kilos a lo
sumo, que habían hecho una mortandad espantosa. Hasta entonces, los madrileños
estaban acostumbrados al aparatoso bombardeo de los trimotores, que, precedidos
de la señal de alarma, llegaban volando bajo y se limitaban a dejar caer dos o
tres artefactos de cien kilos sobre objetivos determinados, el Ministerio de la
Guerra, el cuartel de la Montaña o la estación del Norte. Aquel bombardeo a
granel y por sorpresa era increíble. Nadie se explicaba cómo no había sonado
siquiera la señal de alarma. Se ignoraba que aquella misma mañana un avión
faccioso había incendiado en la floresta de la Casa de Campo el globo cautivo
que con los aparatos registradores del ruido de los motores se elevaba todas
las tardes en el cielo de Madrid para velar el sueño de los madrileños.
A la hora del bombardeo, las seis de la tarde, las calles céntricas estaban
invadidas por una gran muchedumbre, y cada bomba produjo docenas de víctimas;
si una sola hubiese caído en la Puerta del Sol, habría hecho un millar de
bajas. La mortandad fue terrible. En los zaguanes de las casas de socorro,
muertos y heridos confundidos, en su mayor parte mujeres y niños, se alineaban
en el suelo esperando inútilmente a que los médicos y practicantes pudieran, al
menos, reconocerles. A las diez de la noche se calculaba que las víctimas del
bombardeo, entre muertos y heridos, pasaban del medio millar.
Cuando el alumbrado público se extinguió totalmente y la urbe se hundió en
las tinieblas, un agudo presentimiento de que la hecatombe no había terminado
pesaba sobre el ánimo de los madrileños. Cada cual fue a meterse temeroso en su
agujero. La vida huyó de calles y plazas: ni una luz, ni un ruido en el ámbito
fantasmal de la gran ciudad. En las entrañas febriles de Madrid estaba
fraguándose, sin embargo, una pavorosa reacción. Se estremecían de odio,
desesperación e impotencia las células nerviosas de la revolución; hervían de
furor los corrillos de milicianos y obreros en cuarteles, sindicatos, puestos
de guardia, consejos obreros, comisarías y círculos políticos; en aquellos
centros neurálgicos que bajo la apariencia mortal de la noche conservaban una
vida intensa y reconcentrada, iba modelándose por instantes la imagen
monstruosa de la represalia. Una idea criminal germinada al mismo tiempo en mil
cerebros atormentados por abrirse camino y conquistar los últimos reductos de la
humana conciencia. Las cabezas más claras vacilaban batidas por la turbia
marea. Aquella mala idea que se enseñoreaba rápidamente del ámbito aterrorizado
de la ciudad plasmó al fin en una palabra que fue luego un grito unánime:
«¡Masacre! ¡Masacre!».
Lo gritaban sin comprenderlo centenares de hombres a quienes el lúgubre
sentido del término colmaba de esperanzas de vindicación. «¡Masacre!
¡Masacre!».
Decía con voz nueva la ancestral crueldad del celtíbero. «¡Masacre!
¡Masacre!».
Se preparaba un asalto a las cárceles. En las comisarías de vigilancia, en
los ateneos libertarios y las radios comunistas, se operaba el tránsito del
verbo a la acción, del verbo nuevo a la vieja acción cainita. Los hombres de
acción se aprestaban a la matanza.
Aún había algo que resistía. Las centrales sindicales y los «responsables»
de los partidos vacilaban todavía y, por su parte, el gobierno había mandado
reforzar las guardias de las prisiones. Era una precaución inútil: los
guardianes y los refuerzos mismos estaban ganados por la sugestión criminal.
A medianoche en todos los centros vitales de la revolución se reñía la
misma desesperada batalla. Las escuadrillas de milicianos de retaguardia,
concentradas y arengadas por sus jefes, se disponían al asalto de las cárceles.
Arabel aleccionó secretamente a sus hombres de confianza, que fueron
marchándose mezclados con los demás en pequeños grupos.
—¿Adonde mandas a tu gente? —le preguntó Valero.
—Van a la cárcel de San Román. A cobrar lo que se nos debe. ¿Te enteras? ¡A
cobrar!
—Yo no tengo ninguna orden del partido.
—Ni nosotros la necesitamos. La voluntad del pueblo es más fuerte que la de
los partidos —replicó Arabel enfáticamente, sintiéndose aquella noche en
terreno más firme que el de su rival.
—Yo no sanciono esa masacre, que puede tener un sentido demagógico.
—Pues quédate aquí. No te enteres. Y déjanos de teorías y monsergas. Mañana
nos lo agradeceréis.
Se dispuso a salir. Valero, después de un instante de vacilación, le
retuvo.
—Espera. Voy con vosotros.
Se ciñó el correaje y la pistola y salió con Arabel. El soberbio Hispano
del jefe de la escuadrilla se deslizó por las calles desiertas y fue a
detenerse ante la puerta del viejo convento transformado en prisión. En la
penumbra se distinguían unos bultos que merodeaban por las proximidades o se
estacionaban ante el edificio formando grupos amenazadores. Valero y Arabel, al
descender del auto, pasaron junto a unos cuantos que se hallaban a la puerta
misma de la cárcel rodeando a los milicianos que estaban de guardia.
—¡Masacre! —dijo una voz sorda a la espalda de los jefes.
Entraron aprisa. En el cuerpo de guardia el responsable de la prisión se
declaraba impotente para contener a los de fuera y desconfiaba de los de
dentro.
—¡Es inevitable! ¡Es inevitable! —decía—. Pasarán por encima de nosotros si
nos oponemos.
Valero hizo telefonear a los centros oficiales y a los sindicatos. Las
respuestas eran débiles y tardías. «Resistir, esperar, disuadir, tantear el
ánimo de la gente adicta, no emplear la fuerza sino en último extremo...». Finalmente,
las nerviosas llamadas telefónicas de Valero y del responsable se perdían en el
espacio. Mientras, habían ido filtrándose hasta el cuerpo de guardia muchos
milicianos que rondaban por los alrededores. Cuando Valero quiso desalojar, era
temerario intentarlo. Un puñado de hombres más audaces acabó de arrollarlos, y
una masa compacta de gente armada con pistolas y fusiles llenó el zaguán y el
cuerpo de guardia gritando:
—¡Alas galerías! ¡Alas galerías!
—¡Masacre!
¡Masacre!
Iban ya a forzar las puertas de la prisión cuando Valero, hendiendo a viva
fuerza aquella masa humana, se colocó de espaldas a la puerta amenazada y con
un grito feroz que dominó el tumulto y un ademán resuelto se hizo escuchar.
—¡Camaradas! —dijo—. La revolución va a hacer justicia. Estad tranquilos.
Veinte hombres, sólo veinte hombre, capaces de ejecutar la voluntad del pueblo,
son necesarios. Elegid vosotros mismos los veinte hombres en que tengáis
confianza. Los demás, fuera.
—¡Justicia! —gritó uno.
—Se va a hacer —respondió Valero.
—¡Ahora!
—Ahora mismo. ¡Veinte hombres que sean capaces de hacerla!
Hubo primero un murmullo de desconfianza, y luego se vio que de entre la
confusa muchedumbre de milicianos se destacaba un jovencito pálido con la hoz y
el martillo simbólicos en el gorrillo de cuartel.
—Yo soy uno.
—Yo otro.
—Otro.
Tras los comunistas, fueron los recelosos hombres de la CNT y la FAI con
sus insignias rojinegras. Cuando estuvieron cabales los veinte, Valero ordenó
con voz imperiosa:
—¡Fuera los demás! Vuestros compañeros os dirán cómo hace su justicia la
revolución. ¡Fuera!
Llamó al responsable y dispuso que los veinte voluntarios entrasen en las
galerías y condujesen al patio, custodiados, a cuantos jefes y oficiales del
ejército hubiese en la prisión. Mientras se cumplía la orden y el responsable
iba tachando con un lápiz rojo en la lista de presos los nombres de los que
eran conducidos al patio, Valero, sentado frente a él, permaneció silencioso y
sin contraer un músculo de la cara.
Los militares que había en la prisión eran ciento veinticinco. Cuando
vinieron a decirle que todos estaban ya en el patio formados se puso en pie y
después de pasarse la mano por la frente echó a andar. Al salir al patio no
pudo distinguir más que el cuadrilátero intensamente azul del cielo estrellado
y una línea borrosa de seres humanos a lo largo de uno de los negros paredones.
—Habrá que traer luz —dijo el responsable.
—No; no hace falta —replicó Valero que sentía la penumbra como un alivio.
El ascua del cigarrillo de un miliciano le sirvió de punto de mira. Su voz
dura hendió las sombras.
—¡Ciudadanos militares! —gritó.
Hubo una pausa.
—¡Ciudadanos militares! —repitió—. La República os ha privado de la
libertad que disfrutabais en su daño. Estáis en prisión por haber sido acusados
de enemigos del pueblo y del régimen. En circunstancias normales los delitos
que se os imputan serían sometidos a los tribunales ordinarios, pero la guerra,
que ha llegado ya a las puertas mismas de Madrid, impide la función normal de
la justicia. Se os va a someter inmediatamente a una justicia de guerra
inexorable. Sabedlo bien. Pero sea cual fuera la índole de los delitos contra
el Estado republicano que hayáis cometido, podréis reivindicaros en el acto y
recobraréis la libertad. El ejército del pueblo necesita jefes y oficiales
competentes y valerosos que le lleven a la victoria. Los que quieran eludir la
dura sanción que por su pasada conducta ha de recaer sobre ellos, los que
deseen recobrar su libertad y su categoría dentro del ejército, los que no
quieran ser juzgados como traidores a su Patria y a su gobierno legítimo, los
que acepten el honor de defender la revolución con las armas en la mano, ¡un
paso al frente!
En la línea borrosa de los prisioneros pudo percibirse un débil
estremecimiento. Nadie se movió, sin embargo. Ni una de aquellas sombras osó
destacarse. Valero recorrió con la mirada la fila inmóvil. ¿Blanqueaba en la
penumbra una cabeza cana? No quiso saberlo y cerró los ojos.
—¡Ciudadanos militares! —agregó—. La República os hace su último requerimiento.
¡Los que quieran salvar sus vidas, un paso al frente!
Nadie se movió. Cada vez más rígidas y distintas, aquellas sombras parecían
de piedra.
—¡Aún es tiempo! —gritó por vez postrera Valero con patética entonación—.
¡Los que no quieran morir, un paso al frente!
Ninguno lo dio. Valero se echó hacia atrás horrorizado. En aquel momento la
voz de Arabel susurró en su oído:
—Basta ya. Has hecho todo lo que podías por esa canalla. Déjame a mí ahora.
Los milicianos empezaron a maniobrar en el patio. Petardearon la noche los
motores de los camiones. Y ya hasta que fue de día los perros estuvieron
aullando y ladrando desesperadamente.
El parte oficial consignaba al día siguiente que a consecuencia del
bombardeo aéreo habían muerto doscientas veintidós personas. Figuraban en el
parte los nombres y apellidos de un centenar de víctimas y al final decía
textualmente: «Los ciento veinticinco cadáveres restantes no han sido
identificados».
Manuel Chaves Nogales
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
Ercilla, 1937
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