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3020. Morirás lejos ...

Llegada de refugiados españoles a Francia. Archivos South West / Georges Berniard 


Aquel señor se señoreaba a sí mismo obligándose a ser metódico, ordenado. De mañana, con el sol arrebolado apenas, dejaba el lecho, estrechito, zancudo, medio saltamontes o cigarra que se plantaba en el testero de su habitación. Sutilmente creía que estafando horas a la mañana engañaba a la vida y se reía un poco, casi sin querer, de dar con la palmeta en los nudillos del sueño. Como nadie más que algunos pájaros y el vaho de las charcas se levantaban con tanta premura, él mismo se encendía un cacito eléctrico para fabricarse su primera taza de tila. Íbase luego a la ducha. Castigaba su sistema nervioso con agrios chorritos alimonados por la primera luz y se sentaba ante una mesa donde se hallaba de antemano dispuesta una lista de trabajos que consumirían en su candela toda la jornada. Se daba candela de trabajos como las enamoradizas de ciertas islas del Caribe se rocían de petróleo y se prenden el alma para conseguir arder en un fuego más brillante. Así el señor se consumía en trajines, domando, domesticando sus nervios. Siempre han porfiado en decirnos que esa era la perfección máxima a que un ser humano podía aspirar: «Niño, hay que tener dominio de sí.» Y él trataba de conseguirlo.

A lo lejos de su existencia se divisaba con abrumadores encajes sobre un vestido de terciopelo negro. Como su madre no consentía que se meciese en la banqueta del piano, introdujo sus deditos entre la filigrana de su cuello de punto de Irlanda dejándolo en pingajos sobre sus hombros. Así se veía aun hoy, cuando ya en torno de su cuello llevaba un durísimo collar de cincuenta años. Allí comenzó su mansedumbre.

«El señor es rencoroso sólo consigo mismo», decía Basilisa, que en veinte años de servicios había conseguido sorprender su timidez al hacer resonar sus primeras pisadas del día. «Buenos días, señor», y el señor temblaba al verla con su caparazón de percal gris. Se volvía a mirarla con un trozo de mármol entre los dedos, suspendía la operación de limpieza y contestaba con la voz hecha hilos: «Ando mal, Basilisa, casi no ando.» La sirvienta, pachona de casta, venteaba al aire y haciéndose cargo de la situación arrancaba el paño de manos del amo. «Traiga acá. No es de señores sacudir el polvo a vejeces». El coleccionista, vagos los ojos y el corazón anhelante, bien quisiera derribar a empujones su timidez. Pero no podía. «He de dominar mi mala condición de hombre. Dejemos a Basilisa ganar su sueldo.» Entonces, sentado a la mesa, frente al balcón, seguía el vuelo terco de dos moscas emparejadas, entrándosele por los ojos camas floridas.

Su novia Kristel fue una doncella rubia que no respondía bien al González de su apellido. Alguna cosa resquebrajada, de mal campaneo, ayuntaba estos dos nombres, especie de pareja de tiro formada por un ruiseñor y un percherón. Todo se presentaba cómicamente sensato: la mamá a regular distancia, la niña Kristel y el novio siguiendo mansamente la rueda del paseo, el paseo despidiendo de cuando en cuando carbones candentes de sus arcos voltaicos... Se acercaba el novio mucho a la muchacha para mirarla bien, y a pesar de la luz de los focos, sacudida por las notas aparatosas de la banda de música del regimiento de infantería, iba descubriendo en aquel cutis amplias zonas navegables, pozos secretos, orografías peligrosas. Se abría la blancura de la novia en ramos de estrellas, pugnaban por aparecer algunos canales... Quiso con toda su alma encontrar graciosa aquella urdimbre que descubría la formación auténtica de una piel de mujer. Pensó que todo ello era producto de su sinceridad transparente; se acercó mucho para encontrar en el agrandado de aquellos caminitos errantes una respuesta a su disgusto; pero sólo consiguió que dijesen los que veían sus aproximaciones: «Se acerca tanto para no verla.» Cuando creyó que ya había dominado sus instintos salvajes, cerrando los ojos para escuchar únicamente la voz, a Kristel se le ocurrió desaparecer por el laberinto de la muerte sin ser llamada.

Nadie, y menos que nadie el novio, al fin apasionado, consiguió explicarse los motivos. El cuarto estaba en orden. Únicamente el espejo del tocador lucía un balazo y otro la frente de la señorita. El novio dominó sus nervios, atormentó sus músculos y, a medio aplacar su desesperación, se precipitó a vivir en su casa de campo.

Allí fueron recibiéndose las colecciones de hermosas antigüedades desde todos rincones del mundo. Entre éste y su cuerpo físico, quedaron tendidas cartas comerciales, cifras, reclamaciones. ¿Qué podía importarle todo lo demás? Leía libros para alcanzar la grata perfección del olvido, cultivando rosas enredaderas por tapiarse, aislándose más cuando el ruido del verano, devorando calores, se le volvía insoportable. Entonces introducía cera virgen en sus oídos para sentir únicamente la fragancia del jardín.

Era esa la sola borrachera que se permitía. El coleccionista, el resto de aquellas horas voluntariamente multiplicadas, leía sugerencias de los posibles remotos orígenes de sus tesoros, o escribía notas en papelillos azules que escondía bajo sus monedas. Aquella mañana, cuando Basilisa levantó el campo, anotó rápidamente bajo una moneda cretense: ¡Oh, dulces prendas, por mí mal halladas! El bigote negro, en asta de toro hacia las mejillas, Se cubrió de un suave rocío. Sacó el pañuelo, se atusó las guías a derecha e izquierda y levantando otra rodaja de oro colocó un nuevo pensamiento sobre papel azul: Y no halló nada en qué poner los ojos, que no fuera recuerdo de la muerte.

¿Lo habían olvidado en ese lugar donde se señala la trayectoria de la vida, dejándolo en la playa como un zapato viejo desdeñado por el oleaje? ¿Podría creer que aquellas altas enredaderas espigadas de rosas eran un blindaje suficiente, capaz de detener la obligación andariega del hombre? Así estaba él tentado de creerlo. ¿Y si yo no quiero moverme? Claro, su voluntad alerta al menor desliz le controlaba la mano, la mente, hasta los bigotes negros, pequeños mástiles hacia sus pupilas. Alcanzó una pequeñísima rodajita de oro hundida en terciopelo azul y la echó a rodar sobre el tablero. Dulces cobertores, lechos flotantes, criaturas humanas se le venían a las manos. Procuraba sacudirlas, dejándolas sobre la mesa; pero volvían navegando de perfil. ¿Cuántas mujeres por este trocito de oro? No, no. La paz. Prefiere el señor la paz. Cerró de un manotazo su riqueza y se puso a frotarse la región precordial con una esponja.

En estos trasiegos se hallaba, cuando le pareció oír un rumor de alas. Luego, y no antes, Basilisa entró en su cuarto de baño empujando la puerta.

—¡Aviones, señor! Ya están aquí.

—¿Y qué puede importarnos, Basilisa? Nuestra conciencia está segura de que nunca hizo mal.

—Señor, es que estamos en guerra.

El señor apresurose a poner los resortes de su voluntad en juego.

—Eso puede interesarle a los malvados. Nosotros nada tenemos que cambiar en nuestra vida.

—Pero ¿y si llegan?

Se descubrió en el espejo un torrente de pelo pegado con jabón calveándole por el tórax. Creyó que le acababan de atravesar la luna biselada con un balazo.

—Váyase, mujer. Es triste la guerra por los que mueren.

—Tengo sobrinos —informó Basilisa, iluminando repentinamente un sector familiar. ¿Cuántos años hacía que ni los recordaba?

—Váyase. Estoy ocupado. Me han enviado un paquetito desde Camboya.

Las alas de zureo siniestro aparecieron tercas, insistentes sobre el tejado mismo de la casa. Amo y criada pudieron verlas alejarse entre dos nubes.

—Señor, es un agente de la defensa pasiva.

—No quiero ver a nadie, Basilisa. Desde hace diez años no veo a nadie y para qué voy a enrarecer el ambiente.

—Pero, señor, estamos en guerra. Quieren inspeccionar los sótanos y saber si es bueno para resistir bombas y cuántos vecinos pueden caber en él.

—¿Vecinos? ¡Basilisa, han perdido la razón! En ese sótano apenas si caben las escobas viejas y las arañas.

—También dicen que hay que colocar papeles azules en las ventanas.

—Imposible, Basilisa. De día no podría nunca más ver el cielo.

—También van a subir un carrillo de arena a la azotea.

—¿Para qué? La resistencia de los materiales puede no soportar el peso y entonces se nos vendrían abajo estos viejísimos tejados que edificó mi abuelo con la primera plata que ganó.

—Yo le comunico lo que me dicen, pero si el señor insiste en que...

El jefe del sector, hombre decidido, que debía a su temperamento el puesto tan responsable que le entregó la defensa pasiva, se hizo presente en el descote de la puerta. Protegiéndose con una toalla el bosque peludo de su pecho, el coleccionista lo miró, aterrado.

—¿Pero me acompaña usted a ver el sótano, sí o no? La multa para los que ponen dificultades es de...

Quiso responderle, oponerse, pero una vez más dominó sus ímpetus.

—Acompáñale, Basilisa. En el llavero grande están las dos llaves.

—No, señor; el reglamento dice que tiene que ser el dueño de la finca. ¿Es usted el dueño de la finca?

—Sí, señor.

—Vístase.

Obediente a la voz de mando, pasó sobre sus hombros un batín de motas blancas, dispuesto a decirle cuatro verdades cuando terminase la visita.

—Primero, a la azotea.

El jefe de la defensa contra bombardeos hablaba mucho. En cuanto vio la terraza, calculó su situación estratégicamente.

—Aquí se puede emplazar también un cañón antiaéreo.

—¿Qué está usted diciendo?

—Además, contra las bombas incendiarias, mandaremos un carro de arena. Es gratis. Por su cuenta, aquí, junto a esta chimenea, mandará construir un cajón, y comprará una pala y un pico.

Bajaron las escaleras.

—Este sótano no sirve contra los gases.

—Claro... Apenas si las escobas viejas y las arañas...

—Pero reforzándolo con cemento... Una pequeñísima obra, y podrán guarecerse veinte vecinos a la menor señal de alarma como dentro de su caparazón la tortuga cuando hay tormenta.

—¿Quiere decir que vendrán veinte vecinos?

—Sí. Pero no habrá desorden. Un jefe los controlará, una enfermera se encargará del botiquín, yo mismo pasaré, de cuando en cuando, de inspección.

Sentía el pobre coleccionista desgajarse, destrozarse el árbol de su existencia. Aquellas futuras promiscuidades le mordían corrosivamente el alma. ¿Cómo oponerse?

Basilisa aprobaba todo con golpes secos de cabeza.

—Ya he explicado a su cocinera la forma de encender la lumbre para que su cocina no eche humo. Aquí, en estas instrucciones, está la manera de colocar las tiras de papel engomado sobre los cristales para evitar que se quiebren por la expansión de las explosiones. Y al final de este cuadernito pueden leer las multas en que incurrirá todo aquél que desde esta noche no consiga un oscurecimiento completo de todas las ventanas y puertas. La patria está en peligro, ciudadano.

Se cuadró militarmente, afirmó en sus sienes un sombrero modesto y dejó sobre la mesa el cuaderno de instrucciones más una tarjetita con esquinas rosa. Mientras el jefe de la defensa pasiva se alejaba, el coleccionista agarró la tarjeta, mordisqueándola desesperado de no poder morderle el corazón. Después miró a Basilisa. Estaba muy ufana de conocer al dueño de la confitería «La Bola de Nieve», enérgico y mofletudo hombre, que doblaba el camino sin volver la cabeza. Al señor se le fue la suya. Creyó que las patas de los muebles, vueltas puntas de espada, se precipitaban contra el techo mientras una a una rodaban las monedas de su colección de numismática.

Al segundo vuelo, se escuchó en la puerta un griterío igual que si todo el gallinero se despoblase apretujándose en la entrada. Basilisa, revoloteando las sayas, indicaba con el dedo índice la dirección.

—Tendremos que poner flechas.

—Señor... Sí, ese que lleva el niño. Más de prisa.

Todo el tumulto, hasta la voz de coronel disfrutada por el dueño de la confitería, le fue ascendiendo al cerebro. El señor comenzaba a no soñar. Insensiblemente los aromas floridos se pasaron sin su contemplación. Algunas mañanas, aquella, por ejemplo, olvidó la ducha. Amanecía un día insólito en su existencia. Por una parte, el barullo que remontaba la escalera se le sentaba sobre la vesícula biliar; por otro, la inexorable presencia de un número indeterminado de aviones que las sirenas de alarma acongojadas no podían precisarle. Sintió mareo. Navegaba por aguas pretéritas que no volverían, por aquellos pacíficos mares de contemplación, que se le quedaban convertidos en dos lágrimas dentro del cuenco de la mano derecha. ¡El mundo! Sí, claro es, el mundo del cual había conseguido salir por la puerta falsa, cuando aquel tiro memorable, y ahora se le colaba empujando sus recuerdos demasiado al fondo para que el señor pudiera pescarlos poniéndolos en uso cada vez que los necesitaba. Abrió la arquilla del monetario. No le hablaban ya aquellas que eran las espumas de su entusiasmo. Ni fechas, ni tiempos mejores, ni batallas, ni héroes saltaron de los trocitos de metal. Un silencio de pana azul le fue envolviendo. Entonces, asustándose, el coleccionista volvió los ojos a las cerámicas árabes, a los pucos incas, tocando levemente las talaveras retozonas y sanotas. ¡Tenía un miedo! Le entró huesos abajo un frío insufrible.

—¡Basilisa!

Resonó, abombó la casa. Contestó el eco. La luz, cuadriculada por las tiras de papel previsoras, convertía en un cuaderno de escuela las losas del suelo. Abrió torpemente el balcón.

—¡Basilisa!

Un tiro hizo estallar el vidrio próximo a su sien derecha.

—¡Cállese, hombre! Le puede oír el enemigo.

Y la bomba cayó. Aquella acacia de aliento varonil voló hacia el cielo de los árboles hermosos. Como reventara una conducción de agua soterrada bajo sus raíces, quedaron de ella su recuerdo y un borbotón azul que llenó el cráter.

La casa, resquebrajada en su parte norte, se mantuvo tiesa con la monterilla de un trozo de tejado verdipardo, un poco toreril. El jefe de la defensa pasiva vio confirmados sus pronósticos: «Si la bomba estalla sobre el improvisado refugio, mueren veinte vecinos.» Hacía falta cemento. Un cajón de cemento, aunque se inutilizasen las trojes donde se guardan las cosechas. El señor vio caer a sus pies la más hermosa de sus piezas de cerámica. Al partirse, lanzó un lamento más agudo que la propia explosión.

Se incorporó temblando. Encendió la luz y, de hinojos ante ella, olvidó su propio peligro. La luz le fue descubriendo su cariño hacia las cosas inanimadas, agobiándole de ternura. Apretó los puños. Quiso hacer jugar el dominio de su voluntad, como le enseñaron cuando adiestrando sus nervios le repetía su madre: «Hay que tener dominio de sí.» Pero sintió que la histeria le tomaba por los cabellos canos.

—¿Qué está usted haciendo? ¿Pretende que nos asesinen a todos? ¿Señas al enemigo? Apague la luz inmediatamente, mal patriota.

Giró el conmutador. El propietario de «La Bola de Nieve», olvidando su dulce oficio, lanzaba alaridos escaleras abajo. Lanzaba esos alaridos para darse valor y poder ejercer las funciones de controlador del miedo de los vecinos. Los vecinos, en el rincón de las escobas y de las arañas, temblaban soplados por la guerra.

El pobre señor gemía en el primer piso con la nariz machacada contra los trozos rotos. Gemía porque durante su vida entera le enseñaron a refrenar sus impulsos y eso le había restado fuerza para hundir la mandíbula al jefe de la defensa pasiva cuando le dijo mal patriota.

Basilisa recogía los baúles. Acercaba la línea de fuego sus banderines rojos. Los aviones llegaban en cuña como los estorninos y las bombas exageraban su tarea. No volvería el señor a escribirse papelitos azules recordándose la muerte. La muerte estaba detrás de cualquier mata de espino que se abría a las veinticuatro horas como una caja de sorpresas.

—¡Cuidado con los tibores!

Basilisa rogaba en sus entretelas por la desaparición de aquella impedimenta.

—Las figuritas de jade, en caja aparte.

Como no hallaron viruta, rompían las sábanas y las camisas. Al fin, treinta cajones de dimensiones diferentes se alinearon en la veredita que lleva al portón. El señor, constantemente, regresaba por alguna cosa que se le olvidaba.

—¡Una cesta, Basilisa!

A gritos, sudados de emociones y de trabajo, entre dos bombardeos, consiguieron ponerse en situación de marcha. «Pasará un camión», les había dicho el jefe de la defensa pasiva. Basilisa y su amo se sentaron a esperarle.

Como a las cuatro de la tarde apareció el camión. No, ese no podía ser: descubierto, sin bancos, ni sillas... Imposible. Tal vez llevase municiones. Pero el camión se detuvo.

—Debemos recoger aquí dos refugiados.

Entonces el señor vio que sobre la especie de toril o barrera pintada de gris surgían mujeres ojerosas, niños de cabeza grande, algún viejo... ¿Iba a tener él, el señor, que subir entre aquellas tablas, consentir aquella promiscuidad? Prefería morirse entre sus rosales trepadores.

—Cincuenta kilos por persona. Ni uno más.

Entonces se mordió los labios para no responder, para perfeccionar su sufrimiento hasta límites inauditos.

—Me quedo —dijo simplemente con un dejecillo señorial.

—Evacuación obligatoria. Lo sentimos en extremo.

A brazo partido consiguieron apartarlo de su riqueza.

—¡El cofre, Basilisa! ¡El cofre!

Subieron el monetario. Basilisa trató de explicar que necesitaba el cesto con dos pollos. Imposible. Arrancó el camión como zorro perseguido. Enfilaron la carretera. A su espalda, inexorables, tres trimotores hacían doblarse los álamos contra la tierra.

Llegaron a un refugio. Masticaba el señor su fracaso de coleccionista. Comía en un bote de tomate una comida perruna que Basilisa consiguió para él. El recuerdo de su casa vacía, de sus colecciones amontonadas le daban fuerza para ser indiferente. Iba sucio. No había ducha, ni hora de levantarse, ni silencio. Junto a su pie lloraba un niño muy chico.

—No lo pise, señor.

Sobre sus rodillas solía dormirse una vieja. En el desconcierto que juntaba a los seres humanos, a veces se podía ver alguna mujer joven, olvidada de sí misma, que se levantaba dejando un rastro húmedo. Basilisa, buscando aderezar todas las anormalidades, decía:

—Tiene miedo, pobre.

El señor no veía más que las piernas mojadas volviendo más rubias unas pobres medias que fueron de seda, iQue extraño! Había mujeres de carne en los refugios para los refugiados temblorosos. ¡De carne! Los bigotes mal cuidados que fueron antes torrecillas negras hacia sus párpados, se inclinaban, mongólicos. Sentado sobre su cofre aguardaba, dominándose los nervios, una prueba más.

—Señor, señor, ¿no ha sentido los piojos?

La voz de Basilisa apenas si agitaba el aire.

—¿Piojos?

—Sí, va a venir la Sanidad para que no nos rasquemos tanto.

Un temblor le sacudió la boca. Metió su mano bajo la axila. ¡Piojos! Claro es, piojos. Ahora comprendía aquel andar constante de sus manos explorando el cuerpo. Llamaban a la puerta del refugio a grito herido:

—¡Todos los hombres a la derecha! ¡Las mujeres, a la izquierda!

Quiso no ir, desertar de aquella cuerda trágica de seres anónimos, ser de nuevo el coleccionista respetado a quien escribían los arqueólogos y las instituciones de mayor prestigio, rebelarse en nombre de su sabiduría, de su casta, de su condición... ¡Pobre! La guerra le llevaba en su pico. Al pasar, distraidamente, alguien le dio un número.

—Cuélguelo en la camisa.

Así, marcado como un potro, entró en la fila de los desdichados que iban a matar su orgullo y sus piojos en la estufa de desinfección.

—Más de prisa, Basilisa. Corramos. Están ahí.

—Pesa mucho el cofre.

—Espera.

Brilló el monetario a los rayos de tenue naranja de un sol invernizo. Eran pupilas de niños muertos, niños antiguos con ojos de oro, plata, bronce... Se las quedó mirando extraviadamente. Había que decidirse. La selección le sepultaba un cuchillo de dudas.

—Vamos, señor. Es el último tren.

Nadie miraba. Ninguno de aquellos seres machacados de asombro miró la belleza de las monedas antiguas. ¿Servían para comer? ¿Se podía esperar que mágicamente detuvieran la agresión? Entonces, preferían las cebollas que la Cruz Roja llevaba en un carrito hacia los vagones delanteros.

—Apártese, hombre.

En improvisadas parihuelas iban entrando heridos graves.

—Han vuelto a bombardear la carretera.

El señor, alzados los ojos hacia Basilisa, le pedía consejo.

—¿Cuáles?

—Las de oro, señor.

—Según. Estas cartaginesas de plata valen más que estos doblones de oro.

—Entonces, señor, vamos a meterlas en mi chal y envolverlo todo en las camisas.

Así hicieron. Un petate de soldado con licencia salió perfecto de la operación. No quiso ni mirar las monedas que quedaron en la bandeja de terciopelo. Cerró el cofre y lo apoyó contra el muro junto a un banco de hierro, mohoso de aguardar trenes. Con el pie empujó bajo él todos los papelillos azules que le sirvieron de comunicación subterránea con los siglos pasados. «Salid sin duelo, lágrimas, corriendo...».

—iEl tren, señor!

El ciervo mugiente de la locomotora entraba en agujas. Con algunos techos y portezuelas sueltos seguían los vagones. Basilisa se unió al clamor. El coleccionista apretaba contra sí el tesoro y seguía agarrado a la mano de la mujer para no perderse. Quisieron desunirlos.

—¡Los hombres solos, en aquel furgón de caballos!

Alguien que intentaba controlar la avalancha, los detuvo:

—¿Con quién va usted?

Entonces el señor, sintiendo desangrársele toda posibilidad de huida, contestó dulcemente:

—Con mi mujer.

—Aquí tampoco pueden quedarse. Vayan más al sur.

Ya no había trenes. La carretera conservaba los indicadores. Uno de ellos señalaba a trescientos kilómetros de distancia un puerto de mar. A derecha e izquierda, campamentos de gentes cansadas. A derecha e izquierda, árboles y huertos. A derecha e izquierda, casas construidas con los frágiles materiales de la paz. Basilisa se apoyaba en el brazo del señor. Dormía el señor sobre el regazo de Basilisa. Volvía a sentir una pierna femenina junto a su marcha. Quería convencerse de que aquella media recia de algodón casero le agarraba también a él los talones, para que la tierra no lo despidiera totalmente. Alternaban la dulce carga. En ocasiones, ella exigía que se desprendiesen de algunas monedas. El señor, con los ojos llenos de lágrimas, suplicaba: «Aguarda que pasemos un puente.» Al principio quiso convencerla de que aquello era dinero, sumas importantes de dinero, pero tuvo que desistir. Basilisa continuaba llamándolas medallas en lugar de monedas.

Cuando echaron a andar, se sintieron jóvenes. Creyó el coleccionista que podría reconstruir su aislamiento. Era ancha la tierra. Se está bien en el mundo cuando hay tierra para andar. Por primera vez comprendía el gran espacio que necesitan los hombres aunque sean muy chicos. Esto era confortable, aunque se sintiese pequeño, desamparado... Desamparado en un silencio lleno de palpitaciones sonoras, de venas, murmullos y pausas. Este sí que era un silencio profundo para leer su correspondencia un coleccionista. Pero le llegaba, justamente, cuando no había carteros. Nunca se había dado cuenta.

—Basilisa, ¿qué te parece el campo?

—Bueno para señoritos ociosos, señor.

¡Esta Basilisa! Le oprimió con ternura el brazo. Un brazo cuarentón, resquebrajado de soles. Sólo un momento pensó que opinaban distinto. Pero era una sola honradez la que iba del brazo en aquel hoyo de luz que las guerras permiten, riéndose.

—¿No tienes hambre?

Se conmovieron al ver gallinas picoteando entre las malvas reales.

—Te quiero convidar.

Abrió la puerta. Levantó su sombrero.

—Nos han dicho, señora, que usted vende comida.

—Pago adelantado.

—Está bien.

Deslió sus camisas. Las monedas, soltando brillos infantiles y juguetones, mostraron su linaje. La ventera se inclinó sobre el mostrador.

—Mire, legítima. De la época de los Trastamaras. Estas esquinas que la hacen perder su redondez viene de la avaricia de aquellos que al pesar las monedas sacaban provecho de las virutas de oro. Vale...

—Vayan al prestamista, buena gente, y que se lo cambien por billetes de banco.

Salieron a la carretera. Basilisa quiso defender a voces los monarcas desdeñados.

—No. Calla. Déjala. Hay que saber en qué tiempos vivimos.

Basilisa vio el arco iris de una gota redonda sobre el bigote negro de su amo. Aunque fuera desdecirse de su palabra, le pudo más el corazón. Giró su busto matronil, buscando en él una bolsita bordada en crucetillas rojas. Cuando la halló, su dedo mojado en saliva separó un papel.

—Ande, señor. Cómprele huevos a esa arpía.

El señor, automáticamente, empujó la puerta y dejó en manos de la mujer desconfiada el papelucho renegrido y se quedo aguardando el milagro de un billete de banco.

El muelle. Andar por un muelle es difícil. ¿Contra qué grúa se apoyará el señor? Los barcos interceptan la vista del mar. Cuando entre dos cascos se adivina el agua, es sólo una plancha caliente o fría, según la temperatura del aire. Hoy hace frío. No tiene el señor brazo cuarentón donde agarrarse. Se le han ido desapareciendo de la memoria todos los asideros que con tanta firmeza lo amarraban al pretérito. Piensa que es un globo libre. Cabecea y se da encontrones contra recuerdos que lo empujan despiadadamente.

Basilisa ha quedado tendida en una linde, más gorda, más fea, más criadil su atavío pobre. Apenas si sobre la boca la nariz le floreció un poco. Al señor lo empujaron brutalmente. La tierra rechazaba la agresión con chorros de arena y piedras. El señor se vio obligado a huir con el rebaño, colgándole de un hombro el chal de Basilisa. No sentía el peso. Cuando sentía cansancio en el hombro, le entraban ganas de tirarse al suelo y de llamarla hasta que acudiese. Pero no lo hizo. Va por el muelle buscando el barco. Le ha pisado los talones un enemigo alado que él no consiguió ver nunca. Pero se irá. Puede irse a otro continente. Huir por el agua. Necesita perder esa sensación de golpearse contra los vientos. De que todos los vientos lo golpean. Tampoco le es posible morir. Además, toda la humanidad anda, corre, se agrupa, se dispersa empujada por un cayado invisible. Él también anda y corre. Ya no lleva botas de sabio acordonadas hasta el tobillo. Basilisa, en una aldea, le compró alpargatas blancas. Pero el traje es negro, correctamente negro. Y, sin embargo, ¿dónde dormirá? Se le vuelve a cada momento más difícil el no tropezarse con los muros de los tinglados, con las patas dromedarias de hierro. Necesita aligerar el pensamiento para encontrar rumbo. Le gustaría que sus pies, aquellos pobres pies, aquellos miles de pies que se arrebatan ensangrentados, pudiesen entrar un instante en el agua fría del mar. Se enternece pensando que por su gesto de quitarse las alpargatas estirando los dedos, puede que a lo largo y ancho de una nación miles de hombres descansen su fatiga. ¡Qué gusto saberse rebaño! Cuando con los dos pies al aire, remangadas pulcramente las bocas de los pantalones, introduce sus dedos en el mar, le sube un borbotón de sorpresas. Empuja un corcho que flota.

Hace un remolino. Cree que canta: «Basilisa, Basilisa, ¡espérame!» ¿Cómo no vio antes su ternura doméstica? ¡Estos millones de rayos de sol! En los puertos hay mujeres que se entregan por oro. Están en las esquinas. Nunca a media calle. Siempre hay una esquina y un farol. Pero se reirían de él. ¿Pero por qué nadie se ha reído de verlo huir? Es que todos van ridículamente apretados en bloque y más solos que nunca. Definitivamente solos con su muerte saltándoles delante, detrás, a los costados... ¡La guerra! ¿Por qué la guerra? Su conciencia está bruñida y solitaria. Tal vez demasiado solitaria. ¿Demasiado solitaria? Sí. Ese volumen de su inteligencia pudo ocuparse de formular la manera de oponerse a la matanza. Su inteligencia y la de los otros era como los pañuelos de su uso personal. ¡Qué fracaso! Vacíos, huecos, están los asientos de los estudiosos. ¡A él le han muerto a Basilisa! Empujó el corcho.

—Te vas a caer.

—Nada me importa.

—Sí, te vas a caer en agua sucia.

—Más sucio está el mundo.

—Tienes razón, chico.

Una mujer casi joven se sentó, mostrándole las piernas. No era su propósito encandilarlo con seda artificial.

—¿Vienes de muy lejos?

El señor hizo un gesto vago. Aplastó entre dos palabras una mosca.

—¿Eso nada más has traído?

Intentó levantar con una mano el chal de Basilisa.

—¿Traes piedras?

Introdujo sus dedos en el atado de ropa.

—¡Anda, medallas!

—Monedas.

—Claro, monedas viejas. Dame una.

—¿Y tú?

Se atusó los bigotes otra vez en agujas hacia los párpado

—¿Tienes dinero?

—Ya lo ves.

—No. Del otro.

—Esto es más.

—Puede, pero me detendría la policía.

Saltó la moneda al aire, la recogió con la palma abierta. El señor dominó su espanto, se le nubló el habla.

—¡Ay!

Se rió la mujer con crujido de grúa.

—Tienes otras, pichón. Hay que dar, como dice mi amante marinero, su sueldo al mar.

Durante todo el viaje, una a una de las noches de navegación, ofreció al mar una moneda. Se aligeraba el chal de Basilisa. Sentado sobre el suelo en la popa oscurecida por temor a los torpedeamientos, decía, casi en alta voz, para sí y las estrellas, la fecha aproximada de la época, de la vida, el hecho célebre que pudo ver y hasta la belleza capaz de venderse a aquel disco metálico que apenas agitaba la espuma. ¡Mala época eligió usted para ser coleccionista! Hay que ir ligero, sin lastre en los bolsillos. Nuestra época está bajo el signo de la huida, del éxodo en bloque; nunca la humanidad semejó más un rebaño calenturiento. Si se retirasen las selvas, si los torrentes se trasladasen buscando lechos más floridos, si las carreteras cansadas de sus trazados intentasen agrandarse, conquistando otras rutas y terrenos, un clamor de los hombres se levantaría para evitarlo, iCuánto afanaría la inteligencia humana imaginando diques y represas! ¡Cuánto suplicarían las iglesias la unidad de las fuerzas espirituales! Pero hoy... Alguien ha dicho una terrible fórmula mágica y nadie encuentra la palabra que la detenga. Sacó su moneda. Pensó: «Con la luna pueden verla los peces, alguien puede luego pescarlos. Un niño, al partir su parte, es posible que la encuentre más nueva que nunca. ¿Un niño de qué año?». Él sólo quiere un collar de peces para sujetarle bien la corbata que ya no usa. Ve a su novia con la piel agujereada por la viruela, entrándole y saliéndole pececillos por el cutis a la luz de los arcos voltaicos; su madre, con cara de Basilisa, limpiando el polvo de sus pensamientos; su padre, con la voz del jefe de la defensa pasiva... Tienes que dominarte. Ve los dedos que le afilaron las torrecillas de sus bigotes. Un corcho. La voz del funcionario de evacuación... Obligatoria, obligatoria.

—No nos deje usted.

—Capitán, pensaba descansar.

—Pues váyase a su cama. El agua está demasiado limpia.

—Como usted guste.

En la fila, el señor parecía de los más miserables. Era un pordiosero aseñorado tratando de ocultar las grietas de su fortuna. El chal de Basilisa al hombro le hacía poco bulto. Coleaban los emigrantes por los pasillos del barco hasta el comedor de segunda clase. Los funcionarios del nuevo país estaban relucientes. Les brillaba la paz en los semblantes. Miraban desdeñosamente ducales a los nuevos pobres. La mesa separaba dos continentes. De cuando en cuando, detenían la fila y encendían un cigarrillo. Cientos de corazones se encogían, temerosos de no alcanzar a sentir la tierra extranjera bajo sus pies. Continuaba el examen. Una lección penosa. No recordaban ni los años que tenían. No tenían años. Una parte de la humanidad se encontraba suspendida por los cabellos en un pasillo misericordioso. Quisieran sonreír para acelerar los trámites. Están ávidos de una palabra suave que les limpie los oídos del odio de las explosiones. Pero nadie la pronuncia todavía. Un paso más. Un hombre más ante la máquina policial y aduanera.

—Señor...

—Yo soy un hombre honrado.

¡Pobre paraguas con las varillas rotas! Tú eres un derrumbadero de miserias.

—¿Trae dinero?

Se le iluminaron los ojillos. Sí, traía dinero. Un tesoro de oros verdes antiguos. Había en él sirenas roncadoras y cabezas de emperadores y simbólicos toros y cruces y leones y castillos y fechas y números... La Humanidad traficando desde sus años más tiernos y la guerra, el arte, el amor, el comercio, las civilizaciones, los siglos, la muerte, la inmortalidad... El chal de Basilisa extendió su trama pobretona sobre la mesa. Los ojos de los ciudadanos de un país en paz lanzaron rayos de concupiscencia, iOro! Las escamas de la civilización saltaron en las manos avariciosas. El coleccionista quiso explicar... ¡Para qué! Un funcionario contaba las monedas.

—Ciento veinte.

—Tendrá que venir un tasador, y los derechos de aduana van a ser elevados. Recoja eso. Ya se le llamará después.

¡Ah! ¿Con que no desembarcaba? ¿Con que no podía, como los demás, sentir el asfalto de los muelles pacíficos? ¡Ah! ¿Con que tenía que pagar lo que no llevaba? El cordón arancelario estrangulaba al señor. ¡Basilisa! Entonces volvió a popa, desanudó de nuevo el chal, dio ciento veinte besos a su corazón de oro y las fue lanzando una a una a la bahía.
Libre, acudió al tribunal.

—Nada tengo. Quiero la autorización de desembarco.

Luego, desnudo y liviano, se dirigió al hombre probo y funcionario de aduanas, y le lanzó, sibilino, cortante:

—Tú también morirás lejos...

Y el señor se dirigió a la primera barbería para que se quedasen también con sus bigotes.


María Teresa León
Morirás lejos... , Buenos Aires, 1942








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