I
Las locas ilusiones de un guardia civil se convertían en trapos para sus hijas. Residía en un pueblo de la provincia de Palencia, que lleva el extraño nombre de Frómista.
Este guardia civil de dientes y cuchillo, solía acariciar sus bigotes y sus ilusiones, por las mañanas, en una esquina soleada de la plaza del pueblo, al lado del cristal de un escaparate de libros, entre los que sobresalía una novela de Don Juan Valera, titulada El Comendador Mendoza.
Hacía un frío extraordinario, transparente, la escarcha blanqueaba la arena fina y los charcos, a pesar de un sol blanco brillante como la plata no se deshelaban.
¡Oh qué locas ilusiones pasaban por el cerebro del guardia civil! ¡Qué brillo oscuro relucía en sus ojos! ¡Qué orgullo resabiado en su cara, en sus manos, en la manera de colocarse el tricornio!
El era sargento y por lo tanto el amo del pueblo. Él había estado en lo cierto durante años y años: ya Franco dominaba esta parte de España y pronto la dominaría toda, como la “realidad” siempre vence a las “ideas locas”.
Se había educado en la Benemérita Academia de Valdemoro. Allí había visto crecer su barba y sus atributos varoniles —hecho que consideraba como el más trascendente de su vida— y estaba orgulloso de su virilidad seca, de su virilidad de mulo.
Estaba casado con una horrenda mujer blasfematoria, sucia, lacrimosa, de párpados enrojecidos, paridora de innumerables hijos e hijas y que, según decían en Cabezón, pueblo donde la había conocido, tenia “mucho gancho” para los hombres. De “especie de perra”, la calificaban las envidiosas mientras lavaban, y se hacían cruces sobre la suerte del hombre que se la llevara.
A él lo enganchó para toda la vida en una tarde de verano. Lo llevó a la iglesia, lo casó, lo metió en la cama, y empezaron a nacerle hijos e hijas, sin que él casi se diese cuenta.
Le rodeaba con la pierna y casi lo ahogaba todas las noches con su brazo, porque el pobre guardia civil con sus bigotes, apenas podía respirar. Berreaban los niños, clamaban las niñas pálidas éticas, perláticas, prometedoras de ser tan perrunas y enganchadoras como su madre, salía el sol, y el guardia civil se levantaba en camiseta, no se lavaba, no se peinaba, pero sí se rizaba los bigotes, porque a los cuarenta y cinco años de su edad, todavía conservaba sus locas ilusiones, en aquel pueblo de la provincia de Palencia, que lleva el extraño nombre de Frómista.
Había allí, como hemos dicho, una plaza, con una esquina soleada a esas tempranas horas de la mañana, y enfrente otra sombría donde estaba la antiquísima iglesia, pobre y gótico edificio comido por las ratas y los sacristanes, no menos que por los siglos.
Ascendía el sol derramando crudeza, quebrábanse los hielos y el guardia civil se retorcía los bigotes, esperando. De la iglesia tenía que salir una dama: Doña Isabel, la mujer del comandante de ingenieros Ángel Rubio, que se encontraba a estas horas haciendo fortificaciones en el frente de Belchite.
¡Qué solemne salía Doña Isabel después de cumplir con ¡os preceptos religiosos! ¡Qué airosa! ¡Qué espiritualmente grave y dura de carnes!
Doña Isabel era una mujer de unos treinta y cinco años, cuyo rostro tenía tal pureza de líneas, que disimulaba muy bien lo mínimamente ajado. La nariz era de perfectas proporciones: graciosa, y un poco corta. Sus labios correctamente dibujados, se entreabrían descoloridos y pálidos, pues no se los pintaba nunca. Sus ojos eran pardos, grandes y aparentemente soñadores, Con respecto a las líneas de su cuerpo, que se adivinaban bajo su traje negro y sedoso. Baste decir que eran tan perfectas y puras como las de su cara, fugaces e hirientes al mismo tiempo, frescas y llenas como las aguas del río Urbel que baja directamente de la montaña.
Procedía doña Isabel de una familia desgraciada y aristocrática, y esto le daba cierta melancólica y encantadora negligencia moral. Sólo ella entre las damas de Frómista se atrevía a hablar gravemente y con valentía, de los más atrevidos temas. La melancolía, la negligencia y el incisivo encanto de la conversación de la dama aumentaban cuando se refería a su esposo, el comandante de ingenieros Ángel Rubio, en su concepto muy inferior a ella en facultades intelectuales, origen social y delicadeza de formas, pues tenía un enorme vientre, aún bajo el uniforme del ejército franquista confeccionado a propósito para disimular las deformaciones físicas y morales de sus miembros.
No, no era el comandante de ingenieros Ángel Rubio, ni esbelto, ni religioso, ni sublime. Se trataba de un militar profesional por los cuatro costados, con esa alegre y sana plebeyez, propia de casi todos los militares profesionales. Su esposa no podía soportarlo.
II
—Buenos días, doña Isabel —saludó el guardia civil acercándose, cuando, con libro y rosario, la vio salir de la sombra y avanzar por mitad de la plaza.
—¡Oh! Buenos días —contestó ella haciéndose la sorprendida.
—¿Permite usted que la acompañe? —preguntó el guardia civil.
—¡Oh, Damián! —contestó Doña Isabel—. Tengo mucho que hacer, además tengo que comprar un libro, aquí en la tienda...
El guardia civil se hizo galantemente a un lado y entraron en la librería.
Allí Doña Isabel señaló un tomo en rústica, escrito por un coronel de artillería, titulado La Verdad sobre el Universo.
—Es un libro de gran importancia —dijo Doña Isabel con su más exquisito y elegante dejo—, aplasta completamente el ateísmo y el marxismo. Es la última publicación hecha en Burgos... Debe usted leerlo también, Damián.
—Sí —contestó Damián conteniendo los feroces deseos que sentía de besarla—, a mí me interesan mucho todas estas cosas, he leído... ¡Ah, sí!, la última pastoral del obispo de Pamplona.
Doña Isabel iba de un lado a otro de la librería, contoneándose e inspeccionando todos los libros con aire inteligente. ES guardia civil la seguía en lodos sus pasos, y fingiendo un gran interés, observaba los mismos libros que Doña Isabel, por lo cual siempre estaba muy cerca de ella.
De pronto Doña Isabel lo cogió por un brazo.
—¡Oh, Damián! —exclamó—. ¡Mire usted qué monada!
Y le señaló un devocionario pequeñito, color de rosa, especial para muchachas jóvenes.
—¡Hojitas de oro! —continuó—. ¡Voy a comprar uno, para que se lo lleve usted a sus hijitas!
El guardia civil volvió la cara hacia ella y rozó con sus bigotes una de sus mejillas.
Doña Isabel se retiró un poco, soltándole el brazo.
—Sí, Damián —dijo—, este libro se lo regalo yo a Baldomerita.
—¡Por Dios, Doña Isabel! —exclamó el guardia civil con los ojos enrojecidos—. ¡Es usted muy amable!
—¿No desea usted más? —preguntó el librero que era un hombre pálido con boina y gafas.
—No por ahora —contestó Doña Isabel.
Salieron a la calle, si calle puede llamarse en Frómista a unas pocilgas alargadas, en cuesta, con empedrado difícil, helado y resbaladizo.
Marchaba el guardia civil al lado de Doña Isabel. A las gentes con que se cruzaba les lanzaba miradas cobardes, recelosas, coléricas, como las de una rata acorralada, como las de un mulo en estéril celo. Le apetecía relinchar pero se contenía. Para disimular, aumentaba la gravedad de su andar y la seriedad de su rostro, iban bastante separados el uno del otro, mirando al suelo como dos jóvenes tortolitos.
—Este libro —decía Doña Isabel— lo empezaré después de comer y lo leeré hasta la hora del Rosario.
—En la paz de la tarde —dijo gravemente el guardia civil sin levantar la vista al tiempo que pasaban delante de la casa de Doña Isabel una vieja terriblemente chismosa.
—Me encanta leer libros —continuaba doña Isabel—. Es mi mejor entretenimiento, ahora que Ángel está en el frente.
—En efecto —contestó el guardia civil en la misma forma al tiempo que pasaban por delante de los balcones de Doña Tula, otra vieja chismosa—, es hermoso e instructivo.
—¡Quiera Dios que esta guerra termine pronto! —dijo Doña Isabel.
—Sí —suspiró el guardia civil—, no dejando un rojo vivo.
En este momento pasaban por delante de casa de Don Joaquín, quien se asomó a la puerta y los saludó respetuosamente con la cabeza.
—¡Así sea! —contestó a Damián Doña Isabel.
—Por cierto. Doña Isabel —preguntó el guardia civil al tiempo que pasaban por delante de casa de Don Prudencio—, ¿cómo sigue su hijo José Luis?
—Está bien —contestó Doña Isabel— aunque un poco pálido y muy díscolo, quiere irse al frente como su padre.
—Usted no debe permitirlo —dijo el guardia civil, midiendo con sus botas y sus miradas el empedrado de la calle, al cruzar por delante de la casa de las señoras de Arrieta.
—¡Oh, no! —contestó doña Isabel— ¡Es un niño muy tierno! ¡Pobre hijo mío!
—¿Qué edad tiene ya? —preguntó el Guardia civil al final de la calle.
—¡Sólo diez y ocho años! —contestó doña Isabel— ¡Y es falangista de primera línea!
Marchaban ya entre tapias cerradas, camino de la casa del comandante que estaba fuera del pueblo. El guardia civil se acercaba más y más a ella.
—Sí —continuaba Doña Isabel—, mi hijo es un buen muchacho, incapaz de desobedecer a sus padres, falangista desde hace mucho tiempo. Yo con respecto a mis hijos tengo una teoría: quiero que conozcan ante lodo la religión, que estén bien maduros antes de lanzarse por el mundo. Que no les pase lo que a mí que me casé tan joven...
Damián estaba ya completamente junto a Doña Isabel. Sus bigotes se retorcían en el aire, Al doblar una de las últimas esquinas le tomó la mano.
—¡Por Dios, Damián! —exclamó Doña Isabel soltándose—. ¡Que pueden vemos!
—Es que yo —contestó Damián que no podía contenerse— siento por usted un afecto difícil de explicar...
Sus ojos relucían como dos carbunclos. Escupió sonoramente al aire y pisó la tierra.
—Es usted una mujer superior, tan inteligente, tan espiritual, tan religiosa, tan católica...
Dijo y le pasaba la mano por las nalgas.
—¡Por Dios, Damián! ¡Qué hace usted!
—¡Isabel, Isabel! ¡Te adoro! —exclamó el guardia civil lanzándose sobre ella y tratando de abrazarla.
—¡Damián! ¡Pero Damián! —gritó ella furiosa apartándose vivamente—. ¡Qué se ha creído usted! ¡Es usted un bárbaro! ¡Salvaje! ¡Me ha hecho usted daño!
A esto siguió un momento de silencio en que el guardia civil miraba a Doña Isabel con ojos enrojecidos. Después contempló la lejanía, una serie de lomas amarillentas entreveradas de nieve, de fango y de suciedad.
Se separaron rápidamente. Por el camino venía Don Bernardo, otro señor muy chismoso que volvía con sus hijitas de dar el paseo matinal.
—¡Arriba España! —saludó Don Bernardo al pasar.
—¡Arriba! —contestó el guardia civil con voz sorda.
Continuaron andando en silencio hasta llegar a casa de Doña Isabel, que estaba en un alto.
—Doña Isabel —dijo el guardia civil—, yo le ruego me dispense...
—Está bien, está bien —contestó doña Isabel—, no hablemos más de ello.
El guardia civil tenía tanto calor que tuvo que quitarse el tricornio y comenzó a darle vueltas entre sus manos.
—Doña Isabel —dijo—, esta tarde vendré a visitarla con Baldomerita para que le dé las gracias por el libro.
A lo lejos apareció una vista nueva. Se veía la inmensa llanura de Castilla, blanca, reluciente, cubierta de nieve. Soplaba un viento fresco del noroeste.
—Hasta luego, Doña Isabel —repitió Damián ya en la puerta de la casa.
—¡Oh, Damián! —dijo Doña Isabel, dándole un amistoso golpe en el hombro— ¡tiene usted los ojos muy encendidos...!
III
Por la tarde se presentó Damián en casa de Doña Isabel con Baldomerita, Asuncioncita y Crisantemita, horrorosamente vestidas de verde, mocosas, marisabidillas, trenzado el pelo, arremangadas las medias, ladeada y mal puesta la falda y desceñida la cintura.
Allí se encontraba también José Luis, el hijo de doña Isabel, con su uniforme de falangista de primera línea. Estaba muy bien peinado, con cosmético y pegamín, pero era tremendamente desgarbado y soso.
Baldomerita y él marcharon a pasear al jardín mientras las otras dos niñas jugaban en la terraza con la nieve. El guardia civil y Doña Isabel entraron en una sala.
—¡De lo de esta mañana ni hablar! —le dijo al entrar Doña Isabel a Damián amenazándole con el dedo.
—¿Qué tal está Baldomera? —preguntó Doña Isabel sentándose.
—Muy ocupada la pobre con las otras niñas —contestó el guardia.
Anochecía. Por la ventana cerrada se filtraba una melancólica luz invernal. No había sol en el ciclo, sino nubes plomizas. Un fuerte viento arrastraba los cardos secos y las basuras.
Doña Isabel bordaba sentada en un sofá y el guardia civil adolecía en una butaca a su lado.
—Es muy interesante —comenzó doña Isabel— el libro que compré esta mañana, muy claro, muy contundente y muy elevado. Pero voy a enseñarle a usted dijo, tomando un libro que había sobre una mesa— estos magníficos poemas de un padre jesuita...
De tu divino rostro
la belleza al dejar
permíteme que vuelva
tus plantas a besar
permíteme que vuelva
tus plantas a besar
Leyó Doña Isabel.
El guardia civil seguía la lectura sin entender nada, estaba ciego. Tomando la mano de Doña Isabel, bramó:
—Isabel, yo la amo a usted; déjeme que la bese en la boca.
Doña Isabel estaba muy sofocada.
—Mira Damián —dijo—, de una vez por todas le digo que eso no se lo permitiré nunca. Yo estoy casada y me debo a otro hombre; usted a otra mujer. El matrimonio es un lazo sagrado que dura toda la vida y lo que me propone es un pecado mortal. ¡Sólo Dios sabe lo desgraciada que soy! Es inútil que trate de sobrepasarse. Únicamente le permitiré que me tome la mano, como ahora...
El guardia civil le besó la mano con pasión. Trató de besarle la boca y no lo consiguió. En su interior se desató en palabrotas. Estaba furioso, gruñía como un mulo viejo en celo.
Doña Isabel, muy espiritual, continuó hablando de cosas eternas.
En cambio Baldomerita, se dio tal prisa que enganchó a José Luis aquella misma tarde, hasta el punto de que al mes tuvieron que casarse. Vino el comandante Ángel Rubio del frente. Repicaron las campanas. Tocaron el himno falangista y la marcha real, y un coadjutor navarro que tenía muy buena mano les echó la bendición a los jóvenes, para toda la vida.
Desde entonces, Damián, el guardia civil, acariciaba sus bigotes en la esquina soleada de la plaza, pensando que la realidad siempre vence a las ideas locas que van contra la moral cristiana.
¡Pero el día en que pudiese agarrar sola a Doña Isabel...! ¡Qué lío de faldas y de confesionarios se armaría!
Figurándoselo le daban ganas de relinchar como los mulos, en aquel pueblo de la provincia de Palencia que lleva el extraño nombre de Frómista.
México, junio de 1946
José Herrera Petere
Revista Las Españas, nº 2 (México, noviembre 1946)
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