«Se puede considerar un libro que es en parte venganza y en parte homenaje. Es un homenaje a todas aquellas personas que sufrieron las crueldades que ciertos hombres, amparados por la ley, aplicaron sobre ellos, y que aún esperan una brizna de justicia por haber tenido que pasar por aquella pesadilla» (Prólogo, p. 9).
Billy (“algo es algo”) puede ser entendida como una novela policiaca al uso: un inspector retirado intenta desenmascarar a un asesino psicópata que, además, parece querer llamar su atención, a pesar de que el comisario de policía le advierte de que no lo haga. Pero eso es solo la superficie, lo importante es el trasfondo: que el exinspector, llamado Guillermo Niño, fue un torturador de la policía franquista; que está a punto de ser llevado a juicio por sus torturas; que persigue al asesino porque este imita sus métodos, y que un asesinato encubierto persigue su conciencia. De esta manera y a través de sus recursos literarios, una novela policiaca al uso se convierte en una denuncia de la tortura y en una codena hacia la impunidad de los torturadores.
Probablemente los sucesos del tardofranquismo y de la transición democrática sean los hechos de la memoria histórica que menos reflejo han tenido en producciones culturales, al menos en comparación con los hechos acontecidos durante la guerra y la posguerra. Dentro de esos sucesos, los relativos a las torturas policiales sobre detenidos de todo tipo, pero muy especialmente sobre los opositores al régimen, son los que menos eco han llegado a tener, por lo menos de una manera explícita.
Sea tal vez por la proximidad de los hechos, o bien porque de algún modo su narración sea menos “atractiva” para el público en general que aquellos otros, esto genera una sensación falsa: la de que, tras la aceptación del régimen franquista por parte de Estados Unidos, la ONU y otros organismos internacionales, en España reinó una normalidad pacífica, en donde Franco mantuvo el trono caliente hasta que el príncipe Juan Carlos estuviera capacitado para tomar el relevo de la Jefatura de Estado. Así, se olvida, o cuanto menos se soterra, todo lo que sucede entre 1950 y 1981 (por ser este el año en el que muchos fijan la definitiva estabilización democrática), generando desconocimiento sobre hechos como la censura periodística y artística, la represión de movimientos sociales y de asociaciones “heterodoxas” en general, el esfuerzo de colectivos de izquierda (desde partidos y sindicatos hasta las asociaciones de vecinos y las parroquias progresistas), el terrorismo ultraderechista (que también existió), las detenciones arbitrarias, los asesinatos encubiertos, las ejecuciones y, finalmente, la tortura policial, que no cesó acabada la posguerra, si bien suavizó sus aristas y fue negada por los cargos del régimen en manifestaciones públicas.
Esta, de acuerdo con los testimonios, tampoco desapareció con la restauración y la democracia, sino que se alargó en el tiempo, debido a la pervivencia de policías que habían comenzado su carrera en los años del tardofranquismo, y también amparada en la lucha antiterrorista, cuyas brigadas, incluidas las parapoliciales, habían sido instruidas por los comisarios e inspectores de la temible Brigada de lo Político-Social (entre otros actores).
Este cuerpo especial de policía, cuyo fin era perseguir los delitos de pensamiento, con antecedentes de la dictadura de Primo de Rivera e incluso más allá (podemos pensar en la policía creada por orden de Fernando VII para perseguir las actividades liberales), fue creado en 1938, por el Decreto de 24 de Junio, para «prevenir y reprimir» aquellas acciones que supusieran desviaciones de las directrices del gobierno. Por encargo de Heinrich Himler en 1940, Paul Winzer, oficial de las SS y de la Gestapo destinado en España, instruyó a este nuevo cuerpo policial. De esta manera, en 1941 se formalizó la Brigada Político-Social, uno de los más siniestros instrumentos del franquismo.
«El motivo era ya el crimen en sí. El hecho de que un obrero distribuyera panfletos llamando a la huelga era algo realmente peligroso a su juicio, ¡sí, claro!, y hacía daño: al sistema, y si se permitía que uno solo de aquellos distribuyera propaganda con mentiras, perjudicando la salud mental de los ciudadanos, embarullándoles, todo podría venirse abajo y sobrevenir el caos y la anarquía, y las checas, y quizás el régimen comunista» (p. 82).
La Brigada está ligada a ciertos nombres siniestros de comisarios e inspectores torturadores y verdugos alrededor de todo el país. Sin embargo, es indisoluble de un nombre en concreto: el del comisario Roberto Conesa, un personaje inquietante que labró su carrera policial durante la guerra y la posguerra a base de traiciones, delaciones, intrigas y atentados, que llegó a trabajar también para el III Reich y para el dictador dominicano Rafael Leónidas. Fue uno de los responsables de una especie de remozamiento, cuando, tras la aceptación del régimen por parte del gobierno de Estados Unidos, fue adiestrado junto a otros por la CIA para abandonar las estrategias nazifascistas de la posguerra y adoptar las de los servicios de información de la Guerra Fría. Hasta hace poco se pensaba que sus orígenes fueron los de un joven tendero afiliado a las JSU que, para evitar la tortura, la condena y la muerte, traicionó a sus compañeros, incluyendo a las 13 Rosas, y se infiltró en los movimientos clandestinos de izquierda para desmantelarlos, comenzando así su brillante servicio en la nueva brigada policial. Sin embargo, otros apuntan a que, antes de infiltrarse en las JSU, pertenecía a Falange Española en realidad, y su misión desde el principio fue el espionaje sobre este movimiento. En definitiva, una doble historia: ¿traidor a la resistencia o/ y héroe del fascismo? Las conjeturas que podemos hacer sobre esta persona se reflejan en el álter ego creado en la novela, el cínico comisario Ramón de la Dehesa, alias Calvoroto, quien también tiene una doble historia y un lema por el cual rige su vida: «En esta vida no hay lealtad, Niño: solo supervivencia. Nunca dudes de que venderán hasta a su madre si, con eso, consiguen salvar el puto cuello» (p. 14).
Otros nombres fueron el de Melitón Manzanas, responsable de las torturas en Guipúzcoa, y, ya fuera de la Brigada, el capitán de la guardia civil Jesús Muñecas. Sin embargo, de entre todos ellos uno cogió especial relevancia por su especial crueldad y sadismo, como relatan sus víctimas.
Antonio González Pacheco, al que sus víctimas apodaron “Billy el Niño” por la facilidad con la que echaba mano a la pistola durante los interrogatorios. Por estos hechos, acabó convirtiéndose no solo en el más famoso de los policías torturadores, sino en el símbolo de todos ellos, y por esa razón fue elegido para ser la inspiración del infame y sádico inspector Guillermo Niño.
«… Doblegar su espíritu y su orgullo, y ver cómo de su insolencia y soberbia inicial pasaban a un estado de infantil catatonia (…) sabía, como le enseñó su mentor, que todo hombre tiene un punto de ruptura, un punto en el que la resistencia se resquebraja y cualquiera se viene abajo gimoteando y, entonces, puede cantar hasta el Ángelus. Y si no, la presión de la pistola en la sien hacía derrumbarse al más duro» (p. 12).
Cuando uno lee los hechos que relatan los testigos, tiene la impresión de que lo que en una unidad de policía democrática son corrupciones y abusos, en aquella otra formación de la policía antidemocrática era la norma y la obligación, de manera que, más que actuar como policía, podían llegar a hacerlo como matones de la mafia. Los relatos de las víctimas, algunas de ellas muy populares y nada cuestionables, son cuanto menos espeluznantes. En esta novela se narran algunos de estos métodos, los cuales fueron inspirados por el régimen nazi, tomados de algunos de estos testimonios y de los que Rodríguez Tejada describe en Zonas de libertad, incluida la práctica de contratar matones para dar a los detenidos palizas más contundentes. Así, durante el juicio, tenemos testimonios inventados, pero basados en aquellos. El testimonio de la señora Lluch, por ejemplo, está basado en el relato ofrecido por Lidia Falcón: «Recuerdo como si fuera ayer lo que me dijo al oído: Ya no traerás rojos de mierda a este mundo, puta asquerosa» (p. 205).
No es entonces de extrañar que en el transcurso de las torturas y de los fuertes interrogatorios se produjesen muertes, siendo irrelevante su grado de intencionalidad. Los casos de Rafael Guijarro Moreno y Enrique Ruano, ambos muertos (usando esta palabra a falta de la confirmación de la sospecha) en circunstancias similares, siguen levantando sospechas indignadas, sin que se pueda señalar a ciencia cierta a un responsable. En Billy (“algo es algo”) ambas personas se fusionan en un estudiante ficticio, Gabriel Aceituno Arrendajo, cuyo asesinato es responsabilidad de Guillermo Niño y se trata de ocultar para mantener a salvo su carrera; en su asesinato hay dos datos que también aparecieron en las noticias sobre la muerte de los dos estudiantes reales, pero que yo por entonces desconocía. En cualquier caso, tal y como aconteció en los casos de Guijarro y Ruano, siempre fue vox populi que fueron asesinados, que amenazaron y sobornaron a sus familias para que no hablaran, y que los redactores de las noticias introducían hábilmente el desmentido de la noticia oficial:
«La verdad corría como la pólvora por insondables caminos subterráneos, de boca en boca, de mano en mano. Aquello era una sangrienta épica, decían los viejos gerifaltes, reliquias tenebrosas de un mundo que se negaba a desaparecer, en grandilocuentes discursos. Pero ellos no eran los héroes: no eran los caballeros andantes con espadas consagradas por Dios. Los héroes eran los otros. El nombre de Gabriel Aceituno y otros se pronunciaba con solemnidad y reverencia. Pronunciar su nombre era un juramento de venganza…» (p. 69-70).
Así, la tortura, su amenaza y el miedo a ella, además de al hecho de que al interrogador de turno se le pudiera ir la mano, era un eficaz elemento disuasorio para los opositores de toda condición, pero muy especialmente contra los que defendían los derechos de la clase trabajadora.
«Porque todo hombre es culpable de algo, y todos son criminales en potencia. Era fácil que la subversión aflorara en los talleres y las fábricas, que a los estudiantes se les llenara la cabeza de pájaros e ideas extrañas sobre la igualdad y la justicia de tanto leer y estudiar. La labor de Guillermo y sus compañeros era que esta no arraigara. De las condiciones para que no aflorara que se ocuparan otros: ellos eran los cirujanos que trataban de extraer cada miembro infectado por ella. Y si la muerte de alguno conseguía disuadir al resto, pues ¡bienvenida fuera! Quizás con una muerte salvamos a miles» (p. 83).
Sin embargo, la Brigada tenía sus contradicciones internas. Como ocurría en la guardia civil y en el cuerpo de policía armada, la Brigada Político-Social, cuyos agentes habían ascendido desde estos cuerpos, no era una excepción: la mayor parte de los inspectores eran de extracción popular, o por lo menos de clase media baja; la diferencia con los policías de uniforme solía ser la convicción política: los agentes de uniforme, por lo general, solo buscaban un trabajo, mientras que los de la Social, además, estaban movidos por sus fuertes convicciones fascistas. Así, se producía una fuerte contradicción: la de gente de procedencia proletaria que defendía el orden impuesto por los potentados, oprimiendo a su propia clase en el nombre de estos. No obstante, como sostiene Rodríguez Tejada en su Zonas de libertad, a menudo descargaban su frustración de clase subalterna sobre aquellos opositores que venían de familias acomodadas, supongo que siempre que no hubiera órdenes en contrario, pues, por ejemplo, gente de la cultura como Raimon y Benedicto manifiestan que nunca fueron golpeados, lo cual consideraban un gesto de clasismo y una clara intención de mantener la tortura oculta en los sótanos de la comisaría ante la opinión pública, tanto interna como externa. Ni siquiera Elisa Serna, la cantautora más perseguida y sancionada por el régimen, fue nunca sometida a malos tratos físicos (y señalemos lo de físico).
«Por mucho que Guillermo defendiera el orden de la clase social que estos representaban, despreciaba a los niños-bien, a los que todo parecía dársele regalado. Algo debía fallar cuando él y otros tenían que haberse esforzado por escalar desde abajo, y aquellos otros, por ser hijos de tal o cual, no tenían que hacer mayor esfuerzo que presentar sus credenciales para obtener el puesto que deseaban y les estaba ya reservado. Era un resentimiento que él y sus compañeros habían descargado varias veces sobre los estudiantes de izquierdas que venían de familias acomodadas, si se lo permitían» (p. 91).
Por esta razón, la policía en general, y este cuerpo en particular, eran ampliamente discriminatorios en la investigación de los hechos delictivos comunes, el delito ideológico y el terrorismo. El terrorismo fue la excusa principal para amparar dichas actuaciones cuando de algún modo salían a la luz, e incluso hoy entre los negacionistas y los que los disculpan es el argumento empleado. Por ese motivo se intentaba establecer algún tipo de vínculo entre los detenidos por delitos ideológicos y los grupos armados de extrema izquierda, cuando no magnificar la importancia de cualquier grupúsculo que hubieran detenido, o inventárselo directamente.
«¿Y qué? ¿Podrá decir alguien que la carrera del inspector, y luego comisario, Guillermo Niño se basaba en una mentira? ¿Que el mayor hito de su carrera era una patraña para dotar de importancia a algo que no la tenía? ¡No! Tarde o temprano pasaría algo si no actuaban, y si había que inventarse pruebas, por el bien de España, por la seguridad y la tranquilidad de los buenos españoles, se haría. Y si había que pasar a mayores, se haría. Yo prefiero la injusticia al desorden, decía Goethe» (p. 84).
Por supuesto, los grupos violentos de extrema derecha eran tratados de otro modo a cualquier otro grupo ideológico, fuera violento o no, y mucha gente afirma que sus miembros entraban por una puerta y salían al rato, después de tomarles una declaración muy distinta a la de los demás, por la otra cuando eran detenidos, probablemente por aparentar una cierta equidad. En cuanto al terrorismo de extrema derecha, sencillamente no existía, aunque todo pareció cambiar algo en 1977, con el incipiente cambio de régimen, cuando por primera vez se detienen a unos asesinos ultras y se les sienta, pasado un tiempo, en el banquillo de los acusados. Sin embargo, para muchas personas las relaciones de la policía política y los grupos violentos de extrema derecha eran más que patentes: se habla, por ejemplo, de filtración de informes y fichas policiales, de señalamiento de líderes sociales y hasta de adiestramiento por parte de alguno de estos inspectores. Pero, como casi siempre que hablamos de todo lo que rodea a los hechos de la transición, nos movemos en hipótesis, sospechas y rumores. No obstante, si algo positivo tienen los hechos no probados es que nos permite fantasear artísticamente; por ejemplo, si Guillermo Niño hubiera existido, ¿cuál habría sido su papel en todo esto?
«Hablaban, discutían, nombraban cosas sagradas. A veces alguno daba un golpe iracundo en la mesa, y algunos se echaban en cara cosas del pasado. Guillermo tardó en dilucidar de qué se trataba todo aquello, porque hablaban casi en clave, dando las cosas por sabidas. Se preparaba algo muy gordo, una especie de operación a la desesperada que podría cambiar la historia, o, mejor dicho: que ella no cambiara» (p. 87).
Son justo esas hipótesis y rumores los que nos llevan a considerar seriamente en la existencia de un pacto de silencio en torno a este asunto, cuando tantas asociaciones han visto derrumbarse una tras otra sus querellas contra los torturadores. Ya no es solo el artículo 2. e) y f) de la Ley de Amnistía (Ley 46/1977, de 15 de octubre), sino que incluso el artículo 25.1 de la Constitución (imposibilidad de condenar a nadie por delitos que en el momento de producirse no fueran considerados como tales) parece avalar esa intocabilidad.
«Alberto (…) nunca cejó de su objetivo (…). Tras años de espera creyó que podría hacerlo, una vez Niño se había retirado. Su éxito dependía de una interpretación de las cosas, y la interpretación cayó por el lado que no deseaba: cuando a finales de los 70 el rey hizo un movimiento de mano perdonando los pecados de todos los ciudadanos, esto incluía también cualquier cosa que hubiera podido hacer Guillermo Niño. No conseguiría nunca sentarle en el banquillo de los acusados» (p. 163).
Además de todo esto, asistimos con verdadero estupor ante declaraciones de ministros del interior pasados, quienes, ante las propuestas de grupos parlamentarios de retirar medallas y pagas a torturadores como González Pacheco, argumentaron que no consentirían que el nombre de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado se vieran manchados de esta manera, ya que, además, niegan persistentemente la existencia de tortura amparándose en dicho argumento, o bien justificándola como medios para combatir el terrorismo.
«… A Guillermo aquello no le quitaba el sueño: era como tantas veces. Se armaría un poco de ruido, contarían lo de siempre los mismos de siempre… Que si el inspector Niño esto, que si el inspector Niño aquello… Él negaría lo que pudiera y, en caso de no poder, lo admitiría aduciendo que cumplía órdenes. Y si la cosa se ponía fea, intervendrían ellos: aquellos a los que les interesaba su silencio» (p. 167-168; relevante también la conversación de la página 178).
Y por si esto fuera poco, leemos con indignación a periodistas como Alfonso Ussía, que se dicen defensores de la democracia y de la libertad, defender las acciones de Billy el Niño, cuando falleció, esgrimiendo el argumento del cumplimiento del deber, incluso sosteniendo que solo fueron aplicados a criminales y terroristas (no sé si es necesario remarcar que de extrema izquierda o independentistas). Esta absurda reducción de todo condenado y torturado a terrorista o criminal, muy en consonancia con la que llevaba a cabo el régimen al calificar a guerrilleros y opositores como bandidos, solo puede responder a un intento interesado y consciente de manipular la verdad con el fin de descargar responsabilidades y tranquilizar la conciencia de aquellos que realmente piensan que el franquismo no fue realmente una dictadura, o sí lo fue, pero necesaria, y que Franco solo castigaba a quien “hacía cosas malas”.
Aun así, lo que un criminal y un terrorista haga nos puede mover a repulsa, pero no puede ser excusa para hacer apología de las torturas policiales amparadas por el Estado, sea este el que sea, y mucho menos del asesinato. La tortura es tortura siempre, independientemente de quiénes sean los verdugos y las víctimas.
«… La verdad es que todo el mundo sabía que lo habían arrojado al asfalto a sangre fría, porque muchos habían probado esos métodos. La verdad es que todo el mundo sabía que el chico era inocente. ¿Inocente? ¡Si era un comunista!, diría alguno, como si eso pudiera ser la excusa para matar a alguien: comunista, católico, anarquista, ateo, budista, judío, fascista, musulmán… Un cuerpo inerte sobre el asfalto no tiene ni fe ni ideología» (p. 69).
Aquellas personas que defiendan a estos torturadores con dichos argumentos no deberían poder volver a condenar el holocausto ni emocionarse con las producciones que hablan sobre ello, en donde otros también cumplían con su deber y así trataban de evadir su responsabilidad, y, desde luego, quedan deslegitimados para hablar en nombre de la libertad, de la democracia y de los derechos humanos.
«Él cumplía órdenes, y con mucho gusto. No era solo que pensara que protegía el orden del país, que este no cayera en la barbarie del pasado, porque cada uno de esos estudiantes y obreros era una amenaza al sistema. No: él disfrutaba con cada grito y cada llanto, y, a veces, aunque nunca lo confesara, se ponía cachondo» (p. 12).
En parte, Billy (“algo es algo”) es una novela que intenta comprender por qué unas personas pueden sentir tal odio irracional que les lleve a torturar y matar a sus semejantes; si aquello del cumplimiento del deber lo explica todo o hay algo más, algo oscuro y perverso en sus conductas; si a día de hoy estos verdugos sienten algún tipo de remordimiento; a qué protector apunta con insistencia ese dedo que aparece a lo largo de la novela, y si esas torturas se debían al fundamentalismo ideológico o se trata de una desviación de la conducta:
«—A ustedes se les llenaba la boca con todo aquello del honor, la defensa de la patria, de las tradiciones, de la forma de vida española. Pero se engañaban (…). Dicen que cumplían órdenes (…). A usted y a sus amigos no les movía ninguna de esas mierdas, ningún ideal. A ustedes les movía la violencia. No servían a España, ni a los ciudadanos, ni al enano retrasado de Franco: servían a la violencia pura y dura. Ustedes eran unos sádicos a los que la violencia les ponía cachondos, se empalmaban golpeando a la gente y seguramente se la sobaban mientras veían al otro golpearles. No me engañe, inspector. Yo soy su hijo: el hijo que tuvo de follarse a la violencia día y noche. Y hay hijos que matan a sus padres» (p. 208-209).
Gustavo Sierra Fernández, Billy (“algo es algo”), Libros Indie 2019
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