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3098. Una hora en la casa del verdugo de Madrid: Casimiro Municio

Camisino Municio, el verdugo de Madrid en 1934 - (Foto: Videa)


A cien pasos del cementerio de la Almudena, en una casa pequeña y pobre, donde el frío se hace sentir intensamente, aún en estos primeros días de Abril, vive el verdugo de Madrid. Desde la puerta de su casa puede verse un paisaje extenso de losas, cruces y cipreses, y desde la gran puerta con hierros, por donde hay que pasar forzosamente para encontrar el lecho definitivo, pueden señalarse las paredes entre las cuales está metido un hombre que desde hace muchos años encuentra en la muerte su medio de vida. 

Posiblemente, este hombre necesita rodearse de un ambiente espectral que realce hasta el límite lo siniestro de su figura. O tal vez la vida le es imposible dentro de la ciudad, y las personas, temerosas de su contacto, espantadas de su nombre, le han obligado a refugiarse en estos lugares casi desiertos, donde a los pocos que viven —acostumbrados a ver pasar la muerte en carroza y en furgón— ha de imponerles relativamente poco la vecindad de Casimiro Municio, verdugo de Madrid. 


El verdugo me ofrece sus servicios

Ahora que se vuelve a hablar de la pena de muerte me ha parecido oportuno intentar la entrevista con el hombre que ha matado, amparado por la ley. Bien escondidos mis propósitos periodísticos, he franqueado la estrecha puerta, tras la cual está un hombre seco y encorvado, de pelos rebeldes bajo la gorra sucia y manos temblonas, con el temblor de los que no están libres de pánico. 

En un cuarto —en su cuarto— de reducidas dimensiones, blanqueado con cal, con un retrato en la pared de cuando él era guardia, sentado sobre una de las tres viejas sillas que hay, he charlado —y he bebido— durante una hora con Casimiro, con la mujer que vive con Casimiro y con un hijo de Casimiro.

De Casimiro, que al despedirme ha hecho, sin darse cuenta, humorismo macabro: 

—Aquí tiene usted su casa y un amigo, del que puede disponer cuando lo necesite. 


Casimiro, el hijo y la mujer 

Casimiro tiene cincuenta y un años; pero su aspecto físico es lamentable. Lleva un chaquetón entre verde y amarillo, una bufanda liada y unos pantalones azules, de mecánico. Bajo la gorra asoma un flequillo por el que se adivina que el peine no pasa con frecuencia. Los dos únicos dientes de su boca le dan al reírse —y sólo se ha reído dos veces— un aspecto mitad trágico, mitad grotesco. Sus labios son finos y largos, su nariz tiene algo de pico de ave, y sus ojos pequeños, sin pestañas, son recelosos. La barba, gris y descuidada; las manos largas, huesudas, como dos manojos de sarmientos... ¡Las manos del verdugo! Son esas con las que... Sí; tenían que ser exactamente estas manos, que antes habrán sido manos fuertes, manos de hierro, y que hoy se agitan constantemente en un temblor convulsivo. ¿Por qué? ¿Por quién? 

La mujer, vestida de negro, mal peinada, con las manos y la cara gordas y coloradas, con ese rojo que da a ciertas mujeres la costumbre del alcohol, mira con unos ojillos vivos y redondos de buho. Serán así las hijas de las brujas, y esta mujer, que aun es joven, será seguramente, al pasar los años, la bruja mayor del cementerio próximo. Yo la veo desde el fondo de mi alma asustada. Triste y horrenda cosa es ser verdugo. Pero ser la amante del verdugo es algo que sólo puede pasar en una novela espeluznante. 

El hijo tendrá diez y seis años, diez y siete. Ojos torpones. Da la sensación de no ser muy inteligente. Si lo fuera, habría pensado... Se habría ido, como el otro... 

—¿Se fué el otro? 

—Ya va para tres años. Está por ahí, de marino. La última vez me escribió desde Inglaterra. A ese me parece que no le vemos más el pelo. 


El hijo sin novia

—¿Qué haces tú, muchacho? 

Fuera de la casa, en la taberna próxima, el hijo comió y bebió conmigo. 

—Soy marmolista. Trabajo en ese taller de ahí enfrente. 

—¿Te gusta vivir aquí? 

—¿Cómo aquí? 

—Junto al cementerio, con tu padre...

—Hombre, no sé... Claro, uno... 

—¿Te gustaría ser como tu hermano? ¿Viajar? ¿Ver el mundo?

—¡Hay que ser listo para eso! Dice mi padre que mi hermano es muy listo. Hasta en América ha estado. 

—¿Pero te gustaría viajar o no?

—Figúrese. Debe ser bonito eso. Pero hay que servir. Hay que ser como mi hermano. 

—¿Tienes novia? 

—Novia, novia... Yo quisiera tener una novia. Un compañero del taller tiene una, y cuando acaba el trabajo se van los dos por ahí, y dice que lo pasan muy bien. Pero a mí no me hacen caso las chicas. 

—¿Por qué? 

—¡Eso digo yo! ¿Por qué sera? ¿No soy un hombre como los demás? 

El reportaje va sin orden ni concierto, porque sin orden ni concierto he ido yo por casa del verdugo, por la taberna y por las casas de los vecinos. Así, mi despedida de Casimiro, que debía ser lo último, va al principio, y mi charla con el hijo, que vino después de la charla con el padre, ha ido también por delante. 

Ahora hablemos exclusivamente del verdugo de Madrid.


Tres muertes y un periódico manchado de sangre

—¿Qué era usted antes de ser verdugo?

Mediada ya la hora y un frasco que había entre él y yo, me he atrevido a hacerle esta pregunta. Era, ya lo he dicho, guardia de Seguridad. 

—¿Por qué dejó de serlo? 

—Porque con diez y ocho duros al mes no podíamos vivir. 

No podían vivir. Estaba casado entonces, y su mujer le había dado tres hijos. Salió a concurso la plaza de verdugo. Entre una docena de aspirantes. Casimiro Municio fué el escogido. 

Su mujer, al saberlo, enfermó y murió en pocos días. 

Su cuarto hijo —recién nacido— murió también. 

Y otro hijo, jugando, se cogió una mano en una noria. Cuando los médicos quisieron cortar, ya era tarde. 

Sangre de este hijo, manchando un periódico, está en un armario de la casa del verdugo, como una reliquia terrible que Casimiro conserva impulsado por una fuerza sentimental inexplicable. El verdugo ¿tiene corazón? 


Cuando el verdugo lloró dos veces

A su modo, el verdugo tiene corazón y es un hombre que bebe para ahogar recuerdos. Incluso el verdugo es capaz de llorar, y lloró cuando a su compadre lo sacaron entre cuatro velas, con los pies por delante. Vivía entonces en la Cuesta de la Elipa, por la Fuente del Berro. Su amigo —su único amigo— y él jugaban interminables partidas de tute, comían bacalao y mojaban el bacalao con un vino obscuro y fuerte, «del que ya no hay». Alguna noche, de vuelta a sus casas, hasta cantaban y todo. ¡Tiempos felices! Serían dos personajes de sainete, si uno de los personajes no fuera Municio. 

—Se murió mi compadre. Cuando lo vi tan tieso, tan amarillo, noté que me daba un vuelco la cabeza. Luego, lloré... Cuando le echaron la tierra encima lloré otra vez. 


El verdugo no es partidario de la pena de muerte

No ha vuelto a tener otro amigo. Hay algún conocido que le saluda si se tropieza con él. Pero la verdad es que se ha quedado solo, con la bruja futura y el hijo marmolista. 

—En la Cuesta de la Elipa —me dice— eran gentes más comprensivas. 

Como que allí, él, cuando tenía unas copas de más, reunía a los chicos y les contaba sus andanzas: cuentos de miedo que, sin embargo, hacían reír a los muchachos. Pero cuando se divertían de verdad chicos y grandes era cuando Municio se ponía a bailar flamenco. 

Ahora es distinto. En tabernas celosas de su parroquia se prohíbe el paso a Casimiro Municio. Por otra parte, Casimiro apenas sale de casa. Un rato a la puerta, al sol, si hace muy buen tiempo. No puede casi andar. Sus pies están enfermos desde que estuvo en Africa. Ha perdido el vigor. Si ahora hubiera que hacer alguna ejecución, el Gobierno tendría que buscar un sustituto... 

—Eso no puede volver, ¿verdad? Para algo ha venido la República... 

—¿Usted no es partidario de la pena de muerte ? 

—¿Yo? ¡Vamos, hombre! Claro que algunos se la tienen bien merecida; pero de eso a que tenga yo que volver... ¡Que no!


El viajero de la muerte

El primer «negocio» que le salió a Casimiro fue en Jaén. Un gitano mató a cuatro personas y echó sus cuerpos a los cerdos. Fue condenado a la horca. Le tocó a Municio darle el pasaporte. Era el debut, un mal debut. El verdugo cogió con las manos el garrote fatídico y no acertó, por el miedo que se había apoderado de él, a matar al gitano de un modo rápido. Tanto que el gitano le dijo:

—Tengo yo más valor para morirme que tu para matarme.

Municio estuvo enfermo de la impresión. Después ha caído en cama casi todas las veces que ha tenido que «trabajar».

«Trabajar» por Madrid y provincias. Cuando había que ir fuera, se montaba ép el tren, entre una pareja de la Guardia Civil  y llevando consigo el aparato trágico. 

—Yo creí que el aparato se lo tendrían a la llegada preparado. 

—No. Hay que llevar siempre el mismo. Tiene uno que conocer «la herramienta» para tener seguridad en el golpe, para que no falle. 

Casimiro ha actuado en Madrid —cuando fué a ajusticiar a Honorio Sánchez se le doblaron las piernas—, Sevilla, Zaragoza y Jaén. En Zaragoza y Madrid se reunió con sus compañeros de Burgos y Barcelona. Había que ejecutar a tres reos. Tampoco estuvo Municio afortunado. Su reo tardó en morir varios minutos. 

—El que lo hacía mejor era el abuelo. 

El abuelo era el verdugo de Burgos. Llevaba treinta y tantos años en el oficio. Murió. El de Barcelona también ha muerto ya. 

—Lo mataron por la espalda, de un tiro.


El que despachó a cuarenta y tres

—Ya no saldré más con el reloj. 

Le llama reloj al madero de la muerte. 

—¿Cuántas veces ha dado la hora su reloj? 

Se calla. Se ve que no quisiera hablar más de esto.

Digo, para animarle: 

—Tengo entendido que pocas veces... 

Aventuro un número: 

—¿Doce? 

—¿Y le parecen a usted pocas? 

—Más trabajó el de Burgos. 

—Es que era el decano. Pero se exagera mucho. Dicen que facturó a más de cien. No es verdad. Yo he visto su cuaderno... 

Se conoce que los verdugos llevan un cuaderno donde sus victimas van numeradas: uno, dos, tres, cuatro... El de Burgos llegó hasta el número cuarenta y tres.  


El verdugo no quiere nada con los periodistas

—Al verlo, creí que era usted uno de esos de la gabardina. 

—¿Policía? 

—No. De los papeles. No he querido nunca nada con ellos. No sé por qué se han de ocupar de mí. ¿Les he hecho yo algo? ¡Pues que me dejen en paz!

Aviso a los compañeros. Al abrirme la puerta, Municio tenía una mano metida en el bolsillo de un modo... Yo he visto bolsillos así en las películas americanas, de gansters. Además tiene un garrote. 

—Me quieren retratar. ¡El día que se me ponga delante un tío de esos de la máquina!... 

Agita el garrote. 

—Pocas fuerzas tengo ya; pero si viene alguno, no se va de vacío. 

Videa está fuera, esperando que salga el verdugo para retratarlo sin previo aviso. Por suerte para nuestro fotógrafo, Municio, cuerpo deshecho, ruina humana, no puede salir de casa, a pesar de haberle invitado yo «a dar una vuelta por ahí fuera». 

—¡Si casi no me puedo mover, hombre! ¡Si estoy fastidiaol 


El verdugo ama de casa

En una sola ocasión, Alfonso —para quien Municio guarda sus peores recuerdos— consiguió hacerle unas fotografías curiosas: el verdugo lavando, el verdugo fregando, el verdugo haciendo la comida... 

Durante muchos años —desde que se murió su mujer hasta que la que no es su mujer se fué a vivir con él—, el verdugo, en efecto, vivió entregado a las labores impropias de su sexo. Barría, limpiaba los cristales, cuidaba el cocido, hacía las camas... 


Lo que gana el verdugo y lo que vale un reloj

—Creo que cada vez que hay que hacer funcionar el reloj les dan a ustedes una cantidad... 

—Eso es. Cincuenta duros. 

—Un oficio así, tan... especial, estará bien pagado, ¿no? 

Esto es lo peor. El verdugo de Madrid —que ha seguido cobrando desde la abolición de la última pena— gana al mes doscientas veinte pesetas. 

—¿El reloj es propio o del Estado? 

—¡Del Estado! ¿Usted sabe lo que vale un reloj? 

—Yo, no. 

—Siete mil setecientas pesetas. Los hacen ea una fábrica de Toledo. Pesan sesenta kilos.


*


Creo que está dicho todo cuanto de mi charla con el verdugo puede ofrecer algún interés para el lector. 

Mi impresión personal sobre el verdugo de Madrid es que se trata de un guiñapo humano, sin vocación de verdugo. 


Rafael Martínez Gandía
Crónica, 22 de abril de 1934








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