Lo Último

3131. El tesoro de Briesca

El Entierro del Conde de Orgaz, protegido con sacos terreros durante la Guerra española, antes de su evacuación


Testarudo y valiente, aquel hombrín insensato se obstinaba en seguir haciendo, bajo el bombardeo de las baterías rebeldes, el inventario del tesoro artístico que el curso de los siglos había ido depositando en aquel lugarón manchego dormido hacía trescientos años en un repliegue de la estepa castellana.

—¡Que tiren! ¡Que tiren! —decía—. No nos iremos de aquí mientras no hayamos puesto a salvo de sus uñas desde los cuadros del Greco hasta el último incensario. Cuando entren en Briesca, si entran, tendrán que colocar en el altar mayor una litografía de Franco y para decir misa van a tener que vestir al cura con un traje de luces.

Bajo la dirección del hombrín aquel y utilizando las confidencias de los aterrorizados vecinos, los milicianos registraban las casas de los ricos y, una tras otra, iban saliendo a luz las presas ocultas, las casullas y estelas bordadas del siglo XV, los ricos paños de altar, la maravillosa orfebrería de cálices, copones y custodias, las tallas románicas, los crucifijos de oro y plata, los soberbios exvotos de capitanes, justicias y virreyes de Indias, y los lienzos famosos de los maestros de la pintura castellana. Hasta los dos grecos que había en Briesca cayeron en manos de los milicianos.

El empeño era arduo y peligroso. Cuando aquella mañana el camarada Arnal, comisionado por la Junta de Madrid, se presentó en Briesca con su escolta de milicianos y dijo que iba a llevarse el tesoro artístico y arqueológico que había en el pueblo para evitar que cayese en manos de los fascistas que estaban ya a pocos kilómetros, estuvo a punto de que lo fusilasen. No le fusilaron porque con Arnal iban unos milicianos que también tenían fusiles. A regañadientes, el comité revolucionario del pueblo tuvo que consentir la injerencia de aquel enviado de Madrid, pero impuso una condición terminante. De Briesca no se sacaría ni un alfiler. Los tesoros de las iglesias, los conventos y los palacios pertenecían al pueblo, que no consentiría que nadie, con ningún pretexto, ni invocando ninguna autoridad, se los expropiase. Si había peligro de que se apoderasen de ellos los fascistas, el mismo peligro correrían más tarde o más temprano en cualquier otro sitio. Los tesoros eran del pueblo y seguirían la suerte del pueblo. Entre el camarada Arnal y el comité revolucionario de Briesca se entabló una polémica interminable; Arnal, testarudo, se batía bien, pero tropezaba con la cazurrería y el egoísmo de los lugareños. Lo dicho: de Briesca no se sacaría ni un alfiler. Ésta era la última palabra.

La última palabra la dijeron, sin embargo, los cañones de Franco, que a media tarde se pusieron a bombardear el pueblo desde unas alturas próximas. Sólo entonces se llegó a un acuerdo. Los objetos que tenían un valor material indiscutible, oro, plata y piedras preciosas, se recogerían y quedarían empaquetados bajo la custodia del comité revolucionario local, que en caso de evacuación los llevaría consigo. Las obras de arte y las joyas arqueológicas que tuviesen, a juicio del camarada Arnal, un positivo valor de estimación, serían guardadas con absoluto secreto en algún escondite que sólo conocerían tres personas: el propio Arnal y dos de los miembros del comité; y, finalmente, los ornamentos del culto que careciesen de valor, las imágenes de factura moderna, los candelabros de latón, los viejos misales, todo lo que no tuviese cotización en el mercado profano, sería implacablemente destruido por medio del fuego. La conciencia antirreligiosa del pueblo revolucionario exigía para su plena satisfacción que este auto de fe se verificase con toda solemnidad. El camarada Arnal quería salvar de la quema toda aquella bisutería sacra que los milicianos amontonaban a sus pies y sermoneaba a los del comité local exponiéndoles la conveniencia de conservar todo aquello que el día de mañana podría tener un gran valor documental; con las imágenes desgraciadas, las telas infames, los cromos groseros, las atroces disciplinas, los rosarios burdos que hacían los pastores y los sucios exvotos podrían formar más adelante un curioso museo antirreligioso que educase en el ateísmo a las generaciones venideras.

—¡Ca, no señor! —decían los pueblerinos desconfiados—. Si no lo quemamos todo ahora mismo, tarde o temprano volverán a refregárnoslo por los hocicos. ¡Al fuego! ¡Al fuego!

Los cañones de Franco seguían llevando el contrapunto de la discusión. Cuando, ya de noche, los fascistas descubrieron desde lejos la llama viva que en el centro de la plaza de Briesca iba consumiendo los instrumentos de la fe popular en un simbólico auto de nueva fe, debieron adivinarlo porque sus cañones arreciaron el bombardeo y los obuses caían en el centro del pueblo y despanzurraban los viejos caserones, de los que escapaban las mujerucas aterrorizadas santiguándose y gritando: «¡Castigo del cielo! ¡Castigo del cielo!».

Arnal y sus hombres seguían impertérritos y escrupulosos el saqueo e inventario de la riqueza artística e histórica de Briesca bajo el fuego de la artillería enemiga. Todo lo que no era de oro o plata ni tenía un positivo valor artístico iba a alimentar la hoguera encendida en la plaza mayor. A medianoche, los jefes de las milicias que defendían el pueblo y los miembros del comité revolucionario, reunidos en consejo de guerra, hicieron saber al camarada Arnal que, a la vista del furioso bombardeo que estaban sufriendo, era de prever un ataque de las columnas fascistas para el amanecer y precisaba dar por terminada aquella tarea para que todos los hombres útiles se consagrasen a la lucha en el frente. Arnal reclamó todavía un plazo de unas horas para dar por terminada su requisa. Últimamente los del comité se apoderaron de los grandes paquetes hechos con los objetos de oro y plata y salieron después para el frente llevándose a los milicianos que hasta entonces habían estado auxiliando al camarada Arnal. Éste quedó solo con los dos miembros del comité designados para la ocultación del tesoro artístico. Con aquellos lienzos y esculturas, obras de arte únicas en su género, que podían valer millones, hicieron tres grandes paquetes y, ya de madrugada, después de cerciorarse de que nadie les espiaba, cargaron con ellos y, provistos de un pico y una pala, se perdieron en los callejones desiertos del pueblo; Arnal traía las uñas partidas y los dedos ensangrentados de arañar la tierra. Cambiaron unas miradas de triunfo y unos apretones de manos.

—Nadie dará jamás con el tesoro.

—Nadie.

Los dos muchachos del comité trocaron luego el pico y la pala por los fusiles.

—Vamos ahora a partirnos la cara con los fascistas —dijo uno.

Se incorporaron a los pelotones de milicianos que en camionetas partían para el frente. Eran dos bravos mocetones. Arnal se quedó allí expurgando entre las menudencias del despojo en espera de que se hiciese de día. A veces una tablita borrosa en la que se adivinaba una sencilla virgencita o un rosario de cuentas gordas amorosamente trabajadas por un rústico artífice le hacían estarse un rato meditando. ¡Qué valor de afección, qué saturación de blanda humanidad había en aquellas pequeñas cosas! La enérgica reacción que le hacía tirar la evocadora nadería diciendo inexorable: «¡Al fuego! ¡Al fuego!» no le impidió apartar amorosamente un montoncito de objetos humildes en los que la piedad rezumante ponía una inevitable sugestión. «Soy un cochino sentimental —pensaba—; un lamentable artista tan blando y tan incapaz para la revolución como todos los artistas y todos los intelectuales. Tendré que vigilarme».

Abrió la ventana. Amanecía. El fuego de cañón había cesado, pero se oían distantes las descargas de fusilería que rasgaba el alba. «Pronto estarán aquí», pensó.

Salió a la calle con su paquetito de medallas, exvotos, rosarios y estampas piadosas bajo el brazo. El frío del amanecer le hacía dar diente con diente. En la plaza, junto a los tizones de la hoguera sacrílega que aún crepitaban, unos hombres viejos armados con escopetas de caza y con unas mantas liadas por la cabeza preguntaban ansiosos a un miliciano que volvía jadeante de la línea de fuego. La cosa iba mal. Había que mandar inmediatamente al frente las camionetas que quedaban en el pueblo para que pudiesen recoger a los heridos. Había muchos, muchísimos.
Pero en Briesca no había ya camionetas; de las que quedaron se habían apoderado, apenas salieron para el frente los milicianos, unos cuantos cobardes que las utilizaron para huir en dirección a Madrid; también se habían llevado el auto de Arnal.

Poco después llegaba con el motor humeante un camión sanitario cargado de heridos. Hizo alto en la plaza y los sanitarios bajaron a uno que se les había muerto en el camino. ¿Para qué lo iban a llevar más adelante? Los sanitarios confirmaron la impresión del desastre. Los moros y el Tercio habían atacado furiosamente al romper el día. Al principio los milicianos aguantaron pegados a los surcos, pero, en vista de la resistencia que encontraban, los fascistas hicieron avanzar los tanques y consiguieron romper la línea de defensa por varios puntos. En aquellos momentos, los aviones rebeldes, volando a ras del suelo, ametrallaban a placer a los milicianos dispersos por el campo.

Tras aquel auto apareció otro de turismo con seis u ocho heridos amontonados en el interior y cinco o seis milicianos despavoridos colgados de las aletas. Contaban que por la carretera venían corriendo a pie grupos compactos de milicianos que habían tirado los fusiles y para escapar más rápidamente se colgaban de los automóviles sanitarios que pasaban. La plaza de Briesca comenzaba a poblarse de gente aterrorizada que salía de las casas inquiriendo detalles de la batalla y de milicianos fugitivos que llegaban de la línea de fuego.

Cuando los desertores formaban ya un núcleo considerable, hizo su aparición en la plaza del pueblo un auto del que se tiró furioso un hombre que, pistola en mano, se fue hacia ellos increpándoles:

—¡Canallas! ¡Cobardes! ¡Os voy a fusilar a todos!

Era el comandante militar del sector, que, al darse cuenta de la defección de sus hombres, abandonaba su cuartel general y se lanzaba personalmente a contener la desbandada. Al verle venir, el grupo de milicianos retrocedió temeroso. El torvo visaje de aquellos hombres que tenían miedo se ensombreció de manera siniestra. Reculaban como la fiera acosada por el látigo del domador, pero dispuesta, sin embargo, a saltar sobre él al menor descuido. El comandante, fuera de sí, desesperado, gritando como un energúmeno, se echaba sobre ellos y al que cogía le abofeteaba rabiosamente.

—¡Cobardes! ¡Hijos de perra! ¡Atados codo con codo os voy a poner de parapeto en la primera fila!

La mansedumbre de aquellos hombres, que soportaban la agresión esquivando torpemente sus acometidas como un rebaño asustado, le exasperaba aún más. Ciego de ira se precipitaba sobre ellos zamarreándoles y escupiéndoles a la cara impunemente. Hubo uno, sin embargo, que no se dejó agraviar. Cuando el comandante se fue hacia él, amenazadoramente, le apartó de un manotazo. Sorprendido por el inesperado desacato, el militar tendió el brazo armado con la pistola y le encañonó:

—¡Firme! —le gritó—. ¡Firme o te mato!

El hombre se replegó sobre sí mismo felinamente y le saltó al cuello. Tropezó en el aire con el cañón de la pistola tendido hacia su pecho. Sonó un disparo. Luego, tres o cuatro más. Cuando el comandante se reponía del encontronazo que le había hecho tambalear, se vio al hombre tendido en el suelo que aún se agarraba desesperadamente a una de sus piernas. Con las ansias de la muerte, el caído alargaba las fauces abiertas hacia la bota de montar del comandante reteniéndola desesperadamente con sus manos crispadas. El militar sacudió con toda su fuerza la pierna aprisionada, y sintió claramente cómo el tacón de su bota se hundía en la cara ensangrentada de aquel hombre, que le produjo la sensación repelente de una alimaña rabiosa a la que hubiese aplastado.

Cuando levantó la vista del suelo después de desembarazarse del caído, tropezó con las bocas de quince o veinte fusiles que le buscaban el pecho. En un instante comprendió que estaba perdido. Las fieras acosadas se revolvían contra él e iban a despedazarle. No le dieron tiempo más que para erguir el busto, cuadrarse militarmente, levantar el puño cerrado y gritar con voz entera:

—¡Viva la República! ¡Viva la revolución!

Cayó a la primera descarga. Pero aun después de haber caído estuvieron durante algún tiempo los desertores descargando sus fusiles sobre aquel cuerpo inerte. Arnal, testigo impotente de la terrible escena, se apartó horrorizado. Los desertores se dispersaron luego, espantados de su propio crimen, y en la plaza desierta sólo quedaron junto al rescoldo de la hoguera sacrílega aquellos dos cuerpos sin vida, el del desertor y el del héroe, víctimas uno de su instinto y el otro de su deber, ambos sacrificados a la barbarie de la más cruenta de las guerras.

Nadie apareció por la plaza durante un largo rato. Resoplando fatigosamente por el exceso de carga apareció luego otro camión sanitario con un racimo de milicianos colgados de la trasera. El médico que capitaneaba la ambulancia tuvo que luchar a brazo partido con los intrusos para desalojarlos y poder inspeccionar a los heridos. Dos de ellos habían muerto en el trayecto y los bajaron a tierra. Otro estaba tan grave que era inútil transportarlo: se iba a morir de un momento a otro; lo descendieron también. Arnal lo reconoció. Era uno de los dos camaradas del comité revolucionario que horas antes estuvieron con él escondiendo el tesoro artístico del pueblo. Tenía un balazo en el vientre. Le dejaron tendido en las losas de la plaza. Arnal se le acercó. El moribundo quería incorporarse. Le sentó en el suelo apoyándole la espalda en la pared y vio sus ojos, vidriosos ya, clavados con fraternal ternura en los dos cadáveres que juntos con él habían bajado de la ambulancia. Creyó advertir que el agonizante le señalaba particularmente a uno de ellos y, siguiendo la trayectoria de aquella mirada turbia, reconoció en uno de los milicianos muertos al otro miembro del comité local que había estado auxiliándole. El moribundo resbaló la espalda por el zócalo en que estaba apoyado y cayó exánime sobre las losas del pavimento. El médico de la ambulancia, que atendía precipitadamente a los demás heridos, dijo a Arnal al verle inclinado solícitamente sobre el que yacía:

—No se preocupe por éste. Está muerto. Es cuestión de unos minutos. Ayúdeme a atender a estos otros y a desalojar a esa canalla.

La empresa era temeraria. Pálidos, desencajados, con el terror pintado en el semblante, llegaban a la plaza de Briesca los milicianos que venían del frente. Después de haber huido a campo traviesa perseguidos por los aviones que los ametrallaban a placer no tenían más obsesión que la de ponerse a salvo, y, enloquecidos por el pavor, asaltaban los autos y las camionetas reservados a los heridos sin atender a nada que no fuese su ciego instinto de conservación. Un grupo de veinte o treinta pretendía a todo trance subirse al camión sanitario para huir más aprisa y hubo un momento en que, ciegos de terror, amenazaron con desalojar a viva fuerza a los heridos para ocupar sus puestos. La bestia humana había roto sus ligaduras.

Arnal y el médico, con las pistolas en la mano, los contuvieron; partió la ambulancia, y Arnal, que se había quedado en la plaza haciendo frente a los desertores, mientras el auto arrancaba, cuando lo vio al fin alejarse tiró la pistola sintiendo el asco y la vergüenza de vivir y de ser hombre.

Volvió al lado del moribundo. Había dejado ya de existir. Un poco más allá estaba también el cadáver abandonado del otro muchacho del comité. Ya nadie más que él sabía dónde estaba escondido el tesoro de Briesca. Y pensó satisfecho que, si le mataban también a él, se vengaría llevándose a la tierra el secreto de aquel tesoro, del que ya nadie podría disfrutar jamás. Este pensamiento egoísta le reconfortó.

Recogió luego el paquetito de humildes reliquias que había abandonado para atender al herido y fue a echarlo en el rescoldo de la hoguera sacrílega cuyos tizones estuvo avivando hasta que la columna de humo blanco que aún se elevaba sobre ellos tuvo otra vez un plinto de llamas.

Luego, echó a andar por la carretera de Madrid. Los aviones rebeldes pasaban y repasaban sobre su cabeza ametrallando el rosario de fugitivos, que a veces quedaba cortado por las ráfagas de plomo, como cuando se corta de un pisotón la procesión de un hormiguero.



*


Desde Madrid la guerra se veía como el flujo y reflujo de una gigantesca marea humana cuyas oleadas impresionantes iban a romperse en el acantilado del frente. De toda la España republicana llegaban millares y millares de hombres enrolados voluntariamente para combatir al fascismo. Los trenes militares volcaban día tras día sobre la capital masas compactas de combatientes reclutados en los últimos rincones de la Península. Las comarcas prósperas, Cataluña y Valencia, mandaban sus columnas de milicianos soberbiamente equipadas; las míseras aldeas de Castilla y Extremadura enviaban casi desnudos y armados con viejas e inservibles escopetas a sus hombres del campo, duros y secos como sarmientos, que por primera vez saciaban en los cuarteles de las milicias su hambre milenaria. La lucha contra el fascismo, predicada por villas y aldeas como se predicaba la guerra santa en los burgos medievales o en las cabilas africanas, levantaba en masa al pueblo y lo lanzaba en oleadas gigantescas sobre el frente.

Sin ninguna eficacia. La punta de acero de las vanguardias fascistas hendía fácilmente aquel informe amasijo de voluntades fervorosas e indisciplinadas que apenas chocaban con la férrea disciplina y la técnica profesional del ejército sublevado perdían su fuerza imponente y se deshacían como la espuma. Unas tras otras, las columnas de milicianos quedaban aniquiladas tan pronto como entraban en fuego. El pueblo no sabía hacer la guerra. Los mejores se hacían matar estérilmente; los demás tiraban los fusiles y huían por Andalucía y Extremadura, primero, por toda Castilla la Nueva después; se repetía el patético espectáculo de la voluntad impotente de un pueblo que se lanzaba a la lucha armada en campo abierto sin disciplina y sin jefes; es decir, condenado de antemano al fracaso.

Los verdaderos militares, los que lo eran de corazón y sabían a conciencia su oficio, estaban todos al lado de Franco. El improvisado ejército del pueblo no tenía ni jefes ni oficiales. Los pocos que por azar se quedaron al lado del gobierno de la República fueron desertando o sucumbieron en el empeño insensato de convertir en soldados a unos hombres que precisamente se alzaban en armas contra todo lo que fuese espíritu militar. Muchos de aquellos infortunados se hicieron matar por sus propias huestes aterrorizadas, a las que pistola en mano intentaban meter en fuego. La reacción de los milicianos cuando se sentían derrotados era fatal para ellos. «¡Hemos sido vendidos! —gritaban invariablemente—. ¡Fusilemos a los jefes!». Después, tiraban los fusiles y se volvían a Madrid a poblar los cafés y las cervecerías.

Este flujo y reflujo de la marea humana era lo que de la guerra se veía en Madrid. Así fue avanzando el ejército de Franco casi sin encontrar resistencia. Así cayó Talavera y después Toledo. Ya las tropas rebeldes estaban a veinte kilómetros de la capital y aún no se había conseguido otra cosa que volcar sobre el frente masas enormes de gente indisciplinada que los aviones facciosos dispersaban fácilmente. No había un jefe capaz de realizar el milagro de convertir en soldados a los campesinos y obreros que por odio al fascismo se hacían milicianos con más entusiasmo por la idea revolucionaria que coraje y tesón para la lucha. Los líderes de los partidos proletarios, convertidos de la noche a la mañana en estrategas, llevaban a sus hombres a la derrota. Cuando las duras lecciones del frente impusieron la apremiante necesidad de un técnico de la guerra, de un estratega auténtico capaz de mover diestramente aquellas masas armadas, tuvieron los milicianos que ir a buscarlo a la celda de una cárcel en la que lo tenía recluido como enemigo del régimen. Durante unas semanas, el hombre que desde el Ministerio de la Guerra dirigía las operaciones del ejército rojo era un general tachado de fascista que mientras estudiaba los planes del Estado Mayor y decretaba los movimientos de las tropas tenía a sus costados dos milicianos que le vigilaban recelosos con las pistolas al alcance de la mano. El primer día que pudo burlar la vigilancia de sus guardianes, aquel generalísimo a la fuerza se pasó al enemigo.

Mientras tanto, los teorizantes de los partidos proletarios se aplicaban encarnizadamente a organizar lo que ellos llamaban el nuevo orden revolucionario, es decir, la edificación socialista. Desinteresados de las contingencias de la guerra y dando por descartada desde luego la victoria final, creaban a retaguardia de tan inconsistente ejército una burocracia formidable encargada de socializar o colectivizar la vida entera del país. Los consejos obreros, los comités de abastecimiento, las juntas de inquilinos, las directivas de los sindicatos y, sobre todo, la augusta función del control —¡maravillosa invención ésta del control revolucionario!— eran la vasta selva en que se refugiaban los fracasados del frente, los emboscados de todas las guerras. A retaguardia florecían los más inusitados organismos. Los anarquistas habían creado un titulado Grupo Gastronómico de la FAI que consagraba a la custodia de los depósitos de jamones a los más bizarros y heroicos de sus milicianos. Había también una potente organización que con el impresionante rótulo de La Contraguerra, que nadie supo jamás lo que quería decir, se dedicaba afanosamente a cobrar el importe de los alquileres de las viviendas madrileñas. Ella sabría por qué.

Entre tanto las tropas de Franco se habían apoderado de Toledo casi sin luchar y avanzaban rápidamente sobre Madrid.





El camarada Arnal pertenecía a una de aquellas innumerables juntas creadas por el prurito organizador de la revolución. Artista, buen artista, acaso uno de los mejores pintores jóvenes de España, había sido designado por el gobierno para formar parte de la Junta de Incautación y Conservación del Tesoro Artístico Nacional. Le habían dado un automóvil y una escolta de milicianos armados con fusiles y le habían dicho:

—Salve usted todo lo que buenamente pueda.

Artista de corazón, Arnal se había aplicado desde el primer momento a aquella ímproba tarea. Con su escolta de milicianos había recorrido todos los pueblos de Castilla la Nueva intentando salvar de los azares de la guerra, de la destrucción y del robo, los inapreciables testimonios del glorioso pasado artístico de la raza. No siempre triunfaba en su empeño. El egoísmo y la codicia de las míseras ciudades castellanas oponían una tenaz resistencia a que las obras de arte fuesen sacadas de los lugares amenazados y transportadas a sitio seguro. El trasiego de las piezas valiosas había de hacerse además con la colaboración de milicianos insolventes en medio del caos de las evacuaciones precipitadas a que obligaba el avance enemigo o enfrentándose con la furia destructora de las muchedumbres revolucionarias, cuyos peores instintos se desataban con los reveses de la guerra.

Los viejos palacios habían sido invadidos por cuadrillas de hombres armados que podían disponer a su antojo de las riquezas artísticas e históricas acumuladas en ellos. El camarada Arnal, que tenía para aquellos tesoros un respeto supersticioso de artista, se horrorizaba a veces del riesgo que corrían en manos de los incultos y desesperados luchadores del pueblo. ¡Cuántas piezas únicas en el mundo, cuántas joyas irreemplazables no se perderían para siempre! Le reconfortaba el comprobar que el estrago real era mucho menor de lo que podía imaginarse. Conociendo como conocía ya la entraña dura de la revolución, el instinto rapaz de las muchedumbres desenfrenadas y su furia destructora, se maravillaba a veces del insospechable respeto que para las obras de arte y del desdén que para la riqueza pura y simple tenían en ocasiones aquellos hombres sin más ley que su capricho ni más coacción que la de su confusa conciencia. Un inevitable resabio nacionalista le hacía pensar que acaso el pueblo español fuera el más honrado y austero del mundo. En cualquier otro país concebir una situación semejante, imaginar medio millón de hombres incultos y armados que pudiesen impunemente dar plena satisfacción a sus más bajos instintos, sin ningún riesgo y sin temor a sanción alguna, equivaldría a pensar el caos, a soñar el Apocalipsis. Y desde el fondo de su alma reaccionaria de artista e intelectual se maravillaba de que aún quedase algo en pie, en que no lo hubieran arrasado todo y de que finalmente no se hubiesen devorado los unos a los otros.

Cuando veía a los milicianos mal vestidos y peor calzados pasearse altivos y desdeñosos por los salones de las mansiones señoriales en los que permanecían intactas las vitrinas llenas de joyas, como cuando presenciaba la escrupulosa entrega de millones y millones encontrados en sus requisas por pobres diablos toda su vida hambrientos, sentía una admiración profunda por aquel pueblo de locos, de asesinos quizá, que tal desprecio hacía de la riqueza, de los bienes materiales, de todo cuanto suele arrastrar a los hombres a la guerra, a la revolución y al crimen. Mala prueba para el materialismo histórico la guerra civil de España.

Existían, cómo no, la delincuencia vulgar, la rapacidad y el bajo instinto del robo. Nadie mejor que el propio Arnal lo sabía. En ocasiones había tenido que batirse con verdaderas cuadrillas de forajidos que se entregaban impunemente al saqueo, pero lo que le sorprendía era que aún le fuese posible luchar, que, a fin de cuentas, fuese él, la débil sombra de un Estado inerme, lo que a pesar de todo conseguía imponerse. Supo un día que una cuadrilla de milicianos sin control regresados del frente se había incautado de un palacio en el que se guardaban valiosísimas colecciones artísticas y se presentó allí dispuesto a impedir cualquier despojo. Aquellos hombres sin escrúpulos habían comenzado en efecto a apoderarse de las riquezas del palacio y a disponer de ellas a su libre albedrío. Al inspeccionar uno por uno los salones advirtió el expolio y trató de impedirlo. Requirió la presencia del jefe de aquella tropa e, invocando la autoridad de que se sentía revestido y en nombre del gobierno, le conminó a que todo cuanto había en el palacio fuese escrupulosamente respetado, a que se restituyesen a su lugar las piezas que habían desaparecido y a que los salones que él designara fuesen sellados y custodiados. El jefe le escuchó primero con benevolencia, luego con sorna y finalmente con ira. Arnal no se arredró por el mal ceño de aquel capitán de bandidos, y le amenazaba con denunciarle y hacerle encarcelar si sus órdenes no eran obedecidas cuando sintió en el costado la presión de un objeto duro que le hizo palidecer y callarse. Sin descomponerse, sin pronunciar una palabra, sin hacer un ademán, el jefe de la tropilla, que se le había ido acercando suavemente, empuñó su pistola y, apretándole el cañón contra el cuerpo, le decía:

—Vete. Anda. Que no te vea yo más por aquí. Largo. Vete ahora mismo. Vete y llévale el cuento a tu gobierno. Diles a tus ministros que no te hemos matado por lástima. Que vengan ellos si quieren algo del palacio. ¡Largo de aquí, ea!

El tono era tan convincente que el camarada Arnal bajó la cabeza y salió sin replicar palabra. En el vasto zaguán del palacio, los milicianos de guardia apuraban las viejas botellas de la aristocrática bodega.

—Eh, tú, artista, ven a echar un trago con nosotros y no te enfades —le gritó uno de ellos cuando pasaba.

Arnal salió entristecido. ¿Qué haría? ¿Denunciar a aquella cuadrilla de bandidos? ¿Dónde? ¿Quién le haría caso en aquellos momentos? Dos o tres días anduvo descorazonado. Una mañana se enteró de que los milicianos habían abandonado, al fin, el palacio. Fue allá, y supo con desconsuelo que lo habían arrasado; lo que no pudieron llevar, lo destrozaron. Pero supo también que el jefe de aquella cuadrilla había aparecido asesinado en unos jardincillos de los alrededores del cuartel de la Montaña. Tenía un balazo en la nuca y, sujeto con su gorrillo de cuartel en el que campeaban las tres estrellas de capitán, había al lado del cadáver un papel en el que decía: «Por ladrón».





Cada día le parecía más absurda y sin sentido su tarea. Correr de un lado a otro afanosamente para salvar una tela pintada, una piedra esculpida o un cristal tallado a través de aquella vorágine de la guerra y la revolución se le antojaba insensato. ¿Para qué? Cuando la vida humana había perdido en absoluto su valor, cuando los hombres morían a millares diariamente, cuando una generación entera caía segada en flor, cuando veinte millones de seres pertenecientes a una raza vieja en la civilización se precipitaban a la barbarie de las edades primitivas, ¿qué sentido podían tener ni el arte, ni los testimonios de un glorioso pasado, ni todos aquellos valores espirituales por cuya conservación se desvelaba? ¿Es que todo aquello que tan celosamente defendía había servido para ahorrar un solo crimen? Empezó a pensar que, cuando los hombres podían ser inmolados en masa con tan inhumana indiferencia, lo menos que podía pasar era que pereciesen también sin duelo las obras del espíritu que no sirvieron para evitar semejante barbarie. Arrasémoslo todo, pensaba. Hagamos tabla rasa. De nada nos han servido los tesoros de espiritualidad que nos transmitieron las generaciones anteriores. No dejemos ni rastro del pasado.

Como si este anhelo suyo estuviese compartido por todas las potencias de la Tierra, en el instante mismo en que llegaba a este punto de sus meditaciones se alzaron en la oscuridad de la noche seis llamaradas gigantescas que iluminaron con sus siniestros resplandores el cielo anubarrado. Madrid ardía por los cuatro costados. Una escuadrilla de aviones enemigos había arrojado en diversos lugares de la capital numerosas bombas incendiarias que prendieron en media docena de edificios y provocaron aquellas seis hogueras enormes que daban la impresión de que Madrid entero estaba ardiendo. Uno de los edificios incendiados, según vinieron a decirle, era el histórico palacio de Liria, residencia de los duques de Alba. Arnal, a despecho de sus reflexiones, corrió desolado al lugar del siniestro. El palacio de Liria era la mansión prócer que más riquezas artísticas e históricas atesoraba en España. Su destrucción era la pérdida irreparable de los más valiosos testimonios de nuestras grandezas. Abatido por la magnitud de la catástrofe, Arnal contemplaba estúpidamente aquella formidable hoguera en la que se fundían las armaduras de los caudillos imperiales y se convertían en fugaces bengalas los lienzos de Goya y Velázquez.

Aquel incendio del palacio de Liria acabó de desmoralizar al camarada Arnal. Era inútil todo esfuerzo. No se salvaría nada. Y, luego, aquella duda. ¿Es que había algo que valiese la pena salvar?

Cuando corrió por Madrid el rumor de que el mismo duque de Alba, reproduciendo al cabo de los siglos un altivo gesto de la raza, había sido quien ordenó a los aviadores fascistas que destruyesen su propio palacio para que el fuego lo librase de la vergüenza de haber sido invadido por el pueblo, Arnal tuvo la firme convicción de que había llegado la hora de destruirlo todo implacablemente y de que, en efecto, nada debía hurtarse ya a la cólera de los hombres.

Se acordó entonces de los dos cuadros del Greco que había dejado enterrados secretamente en las cercanías. Una vez muertos los dos milicianos que le ayudaron a esconderlo, nadie más que él sabía ya dónde estaban. Y se sintió fuerte y optimista al pensar que estaba en su mano dejar que se pudriesen en aquel agujero ignorado y que, si un día cualquiera le mataban, perecerían con él aquellas obras maestras de un sublime espíritu. Hizo firme propósito de no revelar jamás a nadie su secreto, y sólo ante el temor de que andando el tiempo llegase un día en el que no pudiese recordar exactamente el sitio donde estaba escondido el tesoro, cogió el lápiz y en un trocito de papel trazó el esquema del difícil camino que había que seguir desde la plaza de Briesca para llegar al lugar donde se hallaba el escondite. Luego, temiendo que, aunque el croquis carecía de toda indicación nominal, alguien fuese capaz de interpretarlo, se puso a trazar líneas caprichosas sobre las que indicaban la trayectoria a seguir, y consiguió que el esquema desapareciese bajo la apariencia de un boceto de pintor que representaba el escorzo difícil de un miliciano muerto. Entre las líneas vacilantes de aquella figura abocetada se perdió la línea firme del camino que conducía al tesoro. Satisfecho, se guardó el boceto en la cartera, salió y se dirigió al Comisariado de Guerra. Mientras dibujaba había tomado una resolución definitiva.




Decididamente aquella tarea a la que había estado consagrado carecía ya de sentido. Lo único importante era ganar la guerra. Dimitió de su cargo de miembro de la junta encargada de la conservación del patrimonio artístico nacional y se ofreció al gobierno como combatiente. Le nombraron comisario político.

El primer día que estuvo en el frente asistió impotente a la desbandada habitual de los milicianos. Nada les contenía. Cuando avanzaban los tanques o cuando volaban sobre ellos los aviones ametrallándoles a mansalva no había nada eficaz para dominar su pavor y contenerles, ni las arengas vibrantes, ni las patéticas imploraciones, ni las amenazas; nada. El aparato bélico del ejército rebelde les impresionaba terroríficamente, y a las dos horas de fuego los hombres más entusiastas, los obreros más conscientes y los más recios campesinos tiraban las armas y huían. Era inútil. Aquellas masas eran incapaces de hacer la guerra en campo abierto. No sabían.

Una tarde entre las tardes, después de vociferar y amenazar como energúmenos a los milicianos que huían, se quedaron solos en un pueblo ya de las inmediaciones de Madrid el camarada Arnal, comisario político, y el capitán del ejército encargado del mando. El pueblo era una magnífica posición estratégica, y abandonarla sin lucha a las puertas de la capital era una catástrofe. El capitán veía furioso cómo el último grupo de milicianos fugitivos doblaba a todo correr el recodo de la carretera de Madrid. Cogió uno de los fusiles que al huir habían tirado, se lo echó a la cara e iba a disparar contra ellos cuando Arnal le desvió el arma.

—Es inútil, camarada. Con eso no conseguiremos nada.

El capitán tiró el arma desalentado.

—Ya no puedo más —dijo con voz sombría—; me han hecho venir corriendo desde Extremadura delante de una tropilla de moros. No doy un paso más. Aquí me quedo. Que vengan los fascistas y me fusilen.

—Vamos, camarada. Ánimo. Nuestros hombres no saben hacer la guerra. Ya reaccionarán. A las puertas de Madrid se harán fuertes y venceremos.

—¿Vencer? ¿Con esa canalla? ¡Nunca! No venceremos nunca.

Arnal le miró con mal ceño:

—Eso que llamas canalla es el pueblo. ¿Sabes?

—¡Una vil canalla! ¡Un rebaño de borregos! ¡Que se vayan! ¡Que sigan corriendo! ¡Vete tú también, que eres de su ralea! Yo soy militar, ¿sabes? ¡Militar! Y voy a enseñaros a ti y a esos cobardes y a los fascistas, a todos, cómo se puede morir con decoro. ¡El pueblo! ¡Puaf! ¡Qué asco!

Arnal sintió deseos de lanzarse sobre él y estrangularle. Le echó una mirada de odio y le escupió:

—Al fin, militar. ¡Fascista!

Dio media vuelta y se fue por el mismo camino que habían seguido los milicianos. El capitán, plantado en la plaza del pueblo abandonado, le gritaba desde lejos:

—Ven acá, cobarde, si quieres aprender a morir. Ven acá.

Cuando se quedó solo arrastró una ametralladora hasta emplazarla detrás de un poyo de piedra que había en el centro de la plaza. Colocó junto a ella cuantas cintas de munición pudo encontrar, encendió un cigarrillo y se puso a esperar tranquilamente.

Era ya de noche y todavía se oían desde las nuevas posiciones de los milicianos las descargas de la fusilería fascista y el tableteo intermitente de una ametralladora. De madrugada aún sonaba. Al amanecer enmudeció al fin. Arnal, al día siguiente, cuando se vio de nuevo entre sus hombres en una trinchera de los arrabales madrileños, les habló tristemente con un tono de voz opaco y profundo. Las palabras se le quebraban en la garganta. Aquellos hombres le escucharon cabizbajos. Oyeron contar cómo había sabido morir su capitán después de renegar de ellos. Cómo se había suicidado para redimirse de los cuatro meses de huida vergonzosa delante del enemigo a que le habían arrastrado.

—Hoy —les dijo Arnal— volveréis a sentir miedo y huiréis otra vez. Mañana los moros entrarán en vuestras casas y os sacarán de debajo de las camas ensartados en sus bayonetas a la vista de vuestras mujeres. Yo caeré hoy aquí. Lo prefiero.

No les dijo más. Cuando horas más tarde las vanguardias rebeldes, después de un duro cañoneo, se lanzaron al asalto, el camarada Arnal, comisario político, acechó el instante crítico detrás del parapeto y, una vez llegado, echó el cuerpo fuera de un salto, alzó el puño cerrado y gritó:

—¡Viva la revolución!

Una ráfaga de plomo le abatió en el acto. Quedó tendido en la tierra de nadie. Mientras se moría quiso entretenerse en hacer examen de conciencia y no pudo. Se distraía. Pensó en las mil musarañas, en un cartel bonito que había visto en una esquina, en un perrillo cojo que tenían los milicianos... Se acordó también del tesoro de Briesca, cuyo secreto guardaba en aquel indescifrable dibujo que llevaba sobre el pecho, y cuando quiso poner en claro si había hecho bien o mal en aquel asunto, se murió.



*


Se murió sin saber que su gesto no había sido tan estéril como creyó. Los milicianos que hasta aquel instante habían huido siempre no huyeron aquel día. Resistieron por primera vez y, cuando comprobaron maravillados que se podía resistir, atacaron. Madrid, que debía haber caído al día siguiente, no cayó. Resistió un día, y otro, y otro, y una semana, y un mes...

El cadáver de Arnal fue rescatado por sus camaradas. En la cartera que llevaba en el pecho le encontraron un borroso apunte de un miliciano yacente que fue a parar a la exposición de documentos de la guerra civil organizada por la sección de propaganda del Quinto Regimiento. Un periodista norteamericano que lo vio tuvo el antojo de llevárselo, y a cambio de un donativo de cinco dólares para el Socorro Rojo Internacional se lo dejaron. No sabrá nunca que con aquellos cinco dólares compró el secreto de un tesoro que jamás acertará a descifrar. Aquel «miliciano muerto» de líneas imprecisas valía por dos obras maestras del Greco.


Manuel Chaves Nogales
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, Ercilla, 1937







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