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3132. La agonía de Francia III


Tropas coloniales franco-africanas capturadas por el ejército alemán. Junio, 1940



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El gran error

El proceso de descomposición que venía siguiendo Francia parecía detenerse súbitamente al borde del abismo al estallar la guerra. Hubo un momento en el que se tuvo la impresión de que Francia iba a salvarse una vez más gracias al aglutinante del peligro exterior. Como hemos dicho, el ciudadano francés al acudir a la orden de movilización había hecho tabla rasa de sus querellas, había olvidado sus odios, sus intereses de clase y hasta sus pequeños egoísmos personales e iba dispuesto a todo. Había en el pueblo francés una cierta voluntad de sacrificio nacida de la desesperación que hubiera podido salvarlo. En esta actitud no hubo excepciones. Los comunistas acudieron a los cuarteles con la misma buena voluntad y el mismo sentimiento patriótico que los demás. Incluso podía advertirse en ellos una preparación espiritual a la disciplina militar que sorprendía a sus nuevos jefes. Algunos de éstos se maravillaban:

—El material humano que habían reclutado esos canallas de comunistas —me decía un oficial, naturalmente reaccionario— es formidable. Nunca he visto soldados mejores. Parece mentira que tales hombres hayan podido ser sugestionados y extraviados por el comunismo. ¡Qué Francia soberbia vamos a hacer con ellos cuando les arranquemos de Moscú y los inclinemos del otro lado!

Aquel oficial, y como aquél otros muchos, no quería comprender que era precisamente el comunismo lo que había procurado a aquellos hombres sus virtudes militares. Desde el primer momento, se vio que una parte de la oficialidad francesa iba a emprender la peligrosa operación de atacar a fondo la moral de una masa de hombres en el momento mismo de llevarles al combate. Era una aventura peligrosa.

La descomposición empezó desde el momento mismo en que aquellos grupos de ciudadanos que habían ido llegando a los centros de movilización con el mejor espíritu y después de haber pactado una tregua en sus discordias civiles, cayeron en la trituradora del aparato militar. Hay que decirlo de una vez. El ejército francés, sus cuadros, su sistema, han sido incapaces de utilizar la masa de humanidad que se les confiaba.


Las corruptelas militares

Desde el primer momento de la movilización, el ciudadano francés se encontraba metido en un engranaje rudimentario y herrumbroso que funcionaba mal, chirriando, atascándose, tropezando constantemente. Por primera providencia, aquel hombre que había abandonado sus quehaceres y su familia con una voluntad de acción y de resolución imperiosas, se encontraba tumbado estúpidamente en un puñado de paja esparcida sobre el parquet reluciente de una sala de baile o un cine convertidos en centros de movilización donde había de permanecer inmóvil horas y horas, días y días, semanas y semanas, consumiéndose en la inacción y la desesperación mientras los rábulas de la administración militar se dedicaban morosamente al expediente para irle vistiendo, calzando y armando, tarde y mal. El soldado tenía la impresión neta de que al abandonar su vida civil había caído en un estancamiento fatal, en un pozo de estupidez del que no conseguiría salir más que por su propio esfuerzo personal, mucho más eficaz que las disposiciones de la superioridad y que los reglamentos meticulosos con los que en definitiva no se conseguía nunca nada eficaz. Esto era tan evidente que llegó a implantarse en todos los grados del ejército lo que humorísticamente se llamaba el sistema D, es decir, el sistema débrouillard, consistente en que cada cual se las arreglase como pudiese sustituyendo con su ingenio y su iniciativa personal la tramitación regular que nada resolvía en definitiva. Esto creaba en el seno de la organización militar un fermento anarquista desastroso. La disciplina quedaba reducida al cumplimiento mecánico de ciertos ritos militares, los más vacíos de sentido, por lo general. El rito del saludo fue desde el primer instante uno de los que se suprimieron de manera vergonzante. Los soldados consideraban humillante el saludar a los oficiales, quienes, por su parte, desdeñaban el corresponder al saludo de sus inferiores y se llegó prácticamente a suprimir el saludo, estableciendo el convencionalismo estúpido de que cuando un oficial veía venir a un soldado volvía la cabeza hacia otro lado para no enterarse de si el soldado le saludaba o no. Análogos convencionalismos se establecieron en cuanto al uso del uniforme y de las prendas reglamentarias. El soldado, en teoría, debía vestir de una manera uniforme, pero en la práctica cada cual se vestía como le daba la gana. La ambición personal de cada soldado era la de no parecerse a los demás en su indumentaria, la de vulnerar los reglamentos. En esto se derrochaban prodigios de imaginación. La administración militar suministraba al soldado, por ejemplo, un gorro de cuartel uniforme. Pues bien, cada soldado ponía todo su empeño en deformar aquel gorro para darle una forma arbitraria, personal y exclusiva como si la uniformidad fuese un atentado a su dignidad. Lo estiraban, lo encogían, le remitían las puntas, se las aguzaban, lo plegaban, lo torcían, lo adornaban con insignias y escarapelas, todo menos colocárselo en la cabeza de una manera regular y uniforme.

Los defectos de la Intendencia Militar, sus fallas y la vejez de sus almacenes favorecían este prurito de diversidad. Se daba a los reservistas de cuarenta años las mismas guerreras azul-horizonte que se habían quitado en 1918 y como no podían meter en ellas su voluminoso abdomen de hombres maduros andaban desabrochados luciendo desenfadadamente sus camisas, sus chalecos y sus corbatas de hombres civiles. Hubo un momento en que a la Intendencia le faltaron pantalones. Los jefes, que también practicaban el famoso sistema D, resolvieron incautarse de las existencias de varios almacenes de ropas hechas de París y vistieron a sus hombres con unos grotescos pantalones civiles a rayas que los soldados denominaron humorísticamente pantalón Daladier. Tampoco había botas bastantes en los almacenes y se veía a los soldados calzados con zapatos de fantasía de los más caprichosos colores y las formas más arbitrarias.


Un ejército que no sirve para nada

Este ejército abigarrado y grotesco que se veía en los acantonamientos de la retaguardia, vestido todavía con el famoso uniforme azul-horizonte que reglamentariamente debía haber sido sustituido por el uniforme caqui, daba la impresión de ser un ejército perfectamente superfluo.

Aquellos millones de hombres movilizados, mal vestidos y desarmados, no servían para nada. Se veía que el Estado Mayor que se había apoderado de ellos para tenerlos al alcance de la mano en los centros de movilización, no sabía qué hacer con ellos luego. Así habían de permanecer meses y meses aburriéndose y desesperándose mientras los campos quedaban sin laborar, la mano de obra escaseaba en las fábricas y los comercios se cerraban. La vida del país se había paralizado mientras tres millones de hombres ganduleaban por cuenta del Estado consumiendo cantidades fabulosas de provisiones, aburriéndose y desesperándose sin la más remota posibilidad de que pudieran convertirse nunca en verdaderos combatientes.

Tumbado en la paja de su acantonamiento, inmovilizado por la codicia de hombres del Estado Mayor, el ciudadano francés presenciaba pasivamente el desmoronamiento del país.

Esta ociosidad, y sobre todo, esta conciencia de la propia inutilidad, fueron desde el primer día el principal elemento de corrupción de la masa que había acudido a la orden de movilización general con un espíritu que hubiese podido esperar la victoria. No se podía dejar a los hombres pudriéndose en la incomodidad inútil de los acantonamientos. Era estúpido arrancarles de sus actividades civiles, separarles de sus familias, desinteresarles de sus industrias y negocios para dejarles abandonados al ejercicio oneroso de ciertos ritos militares sin ninguna eficacia. En sus largas horas de inacción, el soldado, a quien se había despojado de sus virtudes cívicas, caía fatalmente en todos los vicios militares sin que se llegase a infundirle ninguna virtud militar verdadera.
El fracaso de los cuadros de mando

Lo que en Francia ha fallado, primera y principalmente, no ha sido el pueblo sino el ejército, no ha sido la democracia sino el mili-[...] (falta texto en la edición original) —taba dispuesta al sacrificio, sino los cuadros de mando que no han sabido utilizarla ni infundirle espíritu alguno. De la derrota de Francia se sacaron impresionantes conclusiones antidemocráticas, pero la verdad es que lo que ha fallado antes que nada en Francia no ha sido el pueblo, sino el ejército; no ha sido la democracia, sino el militarismo; no ha sido el liberalismo del pueblo, sino el prejuicio antiliberal de los jefes. No vamos a caer en la puerilidad de creer que esas afirmaciones pintorescas de individualidad que hemos apuntado, esa personalidad arbitraria del ciudadano que se resiste a la uniformidad militar, ha sido la causa profunda de la catástrofe de Francia. Con ciudadanos franceses análogos a estos de ahora, más rebeldes, más arbitrarios y con más prejuicios revolucionarios había hecho Napoleón sus famosos grognards.

En el ejército francés había también esta vez —aunque el volumen de la derrota lo haya hecho desaparecer— el germen de un nuevo grognard y un nuevo poilu que, sin la incapacidad fundamental de los jefes, hubiese podido salvar al país una vez más.

A medida que reflexionemos más hondamente en la catástrofe de Francia tendremos una convicción más firme en que no han sido las corruptelas de la democracia y el liberalismo sus causas auténticas y estaremos más convencidos de que a la derrota física del país no hay que unir la derrota moral y el fracaso de cuanto representaba Francia ante el mundo como ciegamente han creído quienes esperan hoy que, negando la esencia misma de la nación, imitando servilmente al vencedor, sometiéndose no sólo a su ley, sino a su espíritu, tienen algo que salvar.
«Con una guerra de retraso»

Estos jefes militares que hoy intentan justificar su vergonzosa sumisión al enemigo diciendo que el pueblo no ha querido batirse son los responsables principales de la derrota. Si ellos hubiesen querido, si hubiesen sabido llevar a los hombres al combate, el pueblo, a pesar de todo, se habría batido. Pero, aparte la voluntad de sumisión al hitlerismo que existía entre los jefes militares franceses enemigos de la democracia y por tanto traidores a la causa que debían defender, existía la incapacidad profesional de una inmensa mayoría de jefes y oficiales. El hecho de que la Escuela Militar francesa fuese la primera de Europa, la perfección académica de sus enseñanzas y el mérito personal de sus profesores no han servido para mantener en los cuadros de la oficialidad la capacidad de mando y la eficacia indispensables.

Muchos de los oficiales que habían tomado parte en la Gran Guerra habían ido ascendiendo automáticamente sin que hubiesen vuelto a preocuparse de las evoluciones que el arte militar hubiese podido experimentar en los últimos veinte años. Para ellos, la forma definitiva de la guerra se había conseguido en Verdún de una vez y para siempre. Humorísticamente decíase en los medios militares franceses que el Estado Mayor va siempre «con una guerra de retraso». En 1914 quería hacer la guerra como en 1870 y en 1939 estaba pensando todavía en la guerra de 1914.

Esto no escapaba, naturalmente, a la comprensión de un fuerte núcleo de oficiales y jefes inteligentes y bien preparados que, por extraña paradoja, abundan más en el ejército francés que en ningún otro ejército del mundo. La gran mayoría de los oficiales tenía la convicción de que el ejército francés iba a la guerra con un concepto de ella anticuado y funesto. Cualquier mediano oficial decía a todo el que le quería oír que las concepciones estratégicas del Estado Mayor eran viejas y estaban sobrepasadas por el nuevo concepto de la guerra impuesto por el empleo sistemático de las unidades blindadas y motorizadas. Esto, aunque parezca extraño, lo sabían todos y lo decían todos sin ningún recato. No era que una pequeña minoría fuese más avisada que el resto de la oficialidad y hubiese descubierto a última hora un secreto táctico que la mayoría ignorase o no estuviese en condiciones de comprender. La posición doctrinal del general De Gaulle era compartida por casi todos los jefes del ejército, quienes veían con sorprendente lucidez la posición de inferioridad de la estrategia francesa ante la alemana al plantearse la guerra. Se había convertido en tópico la afirmación de que la táctica anticuada del Estado Mayor francés ante las divisiones blindadas de Hitler correspondía exactamente a la posición funesta en que se encontraban ante las divisiones de Napoleón las masas de regimientos infinitamente superiores de que disponían contra él los ejércitos aliados.

De esto, todo el mundo estaba absolutamente convencido. En el famoso Salón Rojo del Ministerio de la Guerra, donde todos los días un portavoz del Estado Mayor hacía la exégesis del parte oficial ante los cronistas y comentaristas de las operaciones militares, esta inferioridad fundamental de la táctica francesa se consideraba como un axioma. Nadie se engañaba. Y esto era lo más extraño y desconcertante. Porque nadie hacía el menor esfuerzo para reaccionar contra esta terrible verdad cuya evidencia todos aceptaban resignadamente como si se tratase de un hecho fatal, ineluctable.


Vencidos antes de entrar en lucha

Los acontecimientos han demostrado que el ejército francés se consideraba vencido aun antes de entablar la lucha. Se ha dicho, incluso, que el generalísimo Gamelin mismo estaba íntimamente convencido de la falsa posición estratégica que había adoptado y con sus millones de hombres apelotonados detrás de la Línea Maginot, esperaba sólo poder mantener la apariencia de frente de batalla, mientras evolucionaba la situación política internacional creando unas nuevas circunstancias que evitasen la trágica realidad de una batalla verdadera que el ejército francés no estaba en condiciones de emprender. Una gran parte de los jefes del ejército francés estaba convencida de que si al final de las llamadas «ofensivas de paz» había que luchar de verdad, se perdería irremisiblemente. Y no se sabe por qué oscuras y acaso inconscientes inclinaciones se habían hecho a la idea de que no se lucharía de veras, de que no habría guerra. ¿Tenían desde luego la idea fija de la capitulación aunque fuese en la subconsciencia?

Entre la masa de oficiales todo esto no llegaba a formularse de una manera concreta, pero estaba latente. Por eso ni los jefes ni los oficiales hicieron desde el primer momento el esfuerzo mental necesario para pensar la guerra y el esfuerzo físico indispensable para hacerla con alguna eficacia. Se dejaron llevar con una pereza mental increíble por el curso fatal de los acontecimientos negándose desesperadamente a todo lo que no fuese el cumplimiento formalista de unos ritos castrenses sin ningún sentido.


La oficialidad colonial y el ciudadano movilizado

Frente a esta inacción de una oficialidad sin ningún espíritu de lucha que dejaba a los hombres pudrirse de aburrimiento y desesperación en sus camastros de paja, no había más que la acción apasionada del núcleo verdaderamente profesional del ejército, es decir, de la oficialidad formada y aguerrida en la escuela colonial. El oficial de tropas coloniales francés era excelente, sabía mandar y llevar a los hombres al combate, pero su técnica de mando chocaba desastrosamente con la realidad de la masa humana que la movilización general del país ponía en sus manos.

Los ciudadanos movilizados, el pueblo en armas de la República, no podían ser sometidos a la táctica característica de los colonistas, sobre todo teniendo en cuenta que el colonialismo militar francés había adoptado en los últimos años una significación política francamente antiliberal y antipopular. No hay que olvidar que hubo un momento en el que las Ligas pensaron que el general Lyautey, el gran artífice de la colonización en Marruecos, era el hombre que podría salvar a Francia de la catástrofe que se veía venir, con sólo poner en práctica los métodos de la colonización en la metrópolis misma, para acabar de una vez con la descomposición interior que el régimen democrático no acertaba a cortar. En febrero de 1934, al día siguiente de los sucesos de la plaza de la Concordia, el general Lyautey estaba dispuesto a poner en manos de su equipo de oficiales colonistas la empresa de la salvación de Francia. Se quería hacer de él un nuevo Boulanger y la empresa enemiga del régimen democrático jaleaba a sus oficiales presentándolos como los enemigos jurados de todo liberalismo, como los arcángeles que podrían aplastar la hidra revolucionaria. Cada oficial colonista era, por principio, un adversario del régimen por el que Francia, en definitiva, se veía obligada a batirse: la democracia.

Estos hombres, profesionalmente irreprochables, habían de ser funestos al hacerse cargo de la masa popular movilizada. Conozco casos elocuentísimos que revelan la magnitud del error que estos hombres habían de cometer al creer que con la guerra había llegado al fin su hora. Uno de aquellos oficiales, buen comandante de tropas marroquíes, había recibido a los reclutas que para formar su unidad le había enviado el centro de movilización con estas o análogas palabras: — Sé que sois rojos casi todos. Pero no me importa. Yo soy eso que ustedes llaman un fachista. Tampoco les importa a ustedes. Pueden ustedes tener las ideas que quieran; yo tendré las que se me antoje. Pero aquí quien manda soy yo y haré de vosotros lo que me dé la gana. Os llevaré al combate cuando y como me parezca bien, obedeceréis ciegamente y lucharéis bajo mis órdenes sin la menor vacilación, sin rechistar siquiera. Tanto me da que seáis comunistas como si fueseis senegaleses o malgaches. Iréis hacia adelante o marcharéis hacia atrás cuando yo lo mande y me seguiréis, igual si os llevo contra las líneas alemanas que si os doy la orden de marchar sobre París. No quiero en el batallón ciudadanos conscientes, sino soldados que obedezcan como autómatas. Para mí sois una tropa como otra cualquiera. Haré con vosotros lo que me dé la gana.

Y alzando despectivamente los hombros volvió la espalda a sus hombres después de esta breve y contundente arenga. El soldado comunista que me refería esta escena comentaba con no menor desprecio:

—El comandante sabía que no tenía nada que esperar de nosotros y por eso hablaba así, pretendiendo imponerse por el terror. Es igual. Haremos lo que mande mientras no haya más remedio, pero si alguna vez entramos en fuego la primera bala que salga de nuestros fusiles será para él.

Desde el punto de vista estrictamente militar aquel comandante tenía tal vez razón y hablaba a sus hombres como quizás debe hablar a su tropa un jefe consciente de su deber y su responsabilidad. Pero el tremendo error de aquella actitud consistía en que aquellos soldados no eran una tropa colonial o mercenaria, no eran senegaleses o malgaches, sino ciudadanos movilizados por una república democrática para la defensa de la democracia, precisamente, y en contra de un régimen que emplea el mismo lenguaje que empleaba aquel oficial. ¿Por qué hacerse matar en una guerra contra el hitlerismo para verlo triunfante en la boca de los mismos jefes que debían llevar a los hombres a tan estéril combate?

A partir de aquel momento, el ejército francés formado con ciudadanos de la República estaba virtualmente deshecho. Los demócratas percibían claramente la inutilidad fundamental de la lucha que emprendían y los comunistas, por su parte, adquirían la convicción de que desde el momento en que se hallaban bajo el poder de aquel comandante estaban ya derrotados:

—Nos hablan de derrota y victoria —me decía un comunista a mediados de septiembre — . ¿Pero es que nosotros no estamos ya derrotados? ¿Qué más nos da que nuestro comandante hable francés o alemán si ha de decir lo mismo?

Lo curioso y significativo es que unos meses después, mientras para los verdaderos demócratas se mantenía insoluble y agobiador el problema de conciencia que representaba el ir a la lucha por la democracia y la libertad a las órdenes de un jefe enemigo jurado de ambas, para los comunistas, sometidos sin gran esfuerzo a la disciplina de los jefes fascistas, había dejado de existir radicalmente el problema de conciencia. Unos y otros habían llegado a una inteligencia. La verdad evidente, tanto para los jefes fascistas como para los soldados comunistas, era que aquella guerra absurda no había por qué hacerla. Por encima de las cabezas de los pobres demócratas atónitos se habían dado la mano. Y el bravo soldado comunista que reservaba la primera bala que saliera de su fusil para volarle la cabeza al comandante fascista de su batallón, decía de él con manifiesta simpatía: 

— C'est un chic type, quand méme...


Miseria espiritual

Espanta pensar en el abismo que existía entre la dura realidad de los problemas que planteaba la guerra y los grotescos convencionalismos con que se pretendía resolverlos. Tres millones de hombres a quienes se había apartado de sus preocupaciones, sus trabajos, sus afectos familiares y sus negocios y a quienes se pretendía despojar incluso de sus ideas políticas y sus sentimientos de clase, se encontraban en el espantoso vacío espiritual de una vida de guarnición morosa y desesperante. Para llenar este vacío los elementos dirigentes de París recurrían a los arbitrios más ingenuos y absurdos. Se quería entretener a tres millones de hombres cargados de angustiosos problemas viriles con puerilidades absurdas y juguetes baratos, como si se tratase de tres millones de niños. Unos comités patrióticos que funcionaban ostentosamente en París con personajes de relumbrón a la cabeza y asistidos por distinguidas damas de la buena sociedad, recaudaban fondos para comprarles a los soldados balones de fútbol, barajas de naipes y juegos de lotería. Era realmente ofensivo para la dignidad de los hombres movilizados el concepto que tenían de sus necesidades espirituales las gentes de la retaguardia. El soldado, por el hecho de serlo, era tratado estúpidamente como si fuese un menor, un primario, un pobre infeliz en cuyas manos se ponían unas baratijas insustanciales para entretenerle. La irritación que entre los soldados producía esta incomprensión de los de la retaguardia era terrible.

París, y en general toda la retaguardia, había adoptado para con los soldados un aire ofensivamente protector como si se tratase de unos reclutas negros a quienes se pudiese engañar con unas cuentas de vidrio. Se olvidaba que ese soldado a quien se le ofrecía un juego pueril para que se distrajese era un hombre culto, civilizado, un ciudadano que había abandonado una vida intensa, complicada, difícil. Se daba el caso en los primeros tiempos de que los mismos soldados hacían un esfuerzo de simplificación, procuraban animar su espíritu, se prestaban a la farsa grotesca, se zambullían deliberadamente en la frivolidad ingenua de la vida militar y con la mejor buena fe del mundo se ponían a corear los estribillos de Josefina Baker o las salidas de tono de Mauricio Chevalier.

Viendo la inanidad espiritual de todo aquello que se les servía, se prestaban condescendientes al juego de la insustancialidad con que los idiotas de la retaguardia se hacían la ilusión de tenerles espiritualmente satisfechos. Una de las preocupaciones de París era encontrar una canción de guerra que sustituyese a la vieja Madelon. Para encontrar esta canción simbólica con cuyas estrofas en los labios marcharían las tropas alegremente hacia la victoria, se organizaban concursos y se concedían premios cuantiosos. Pero Francia no era capaz de producir ni siquiera una buena canción de guerra y los franceses tenían que contentarse con el plagio de La hija de Madelon o con la traducción de La Línea Sigfrid que venían cantando los ingleses.

La concepción lamentable que de la vida espiritual de los soldados y sus necesidades tenían los directores de Francia la demostraban las emisiones radiofónicas dedicadas a los hombres del frente, aquel cuarto de hora del soldado, monótono e insustancial, torpe y sin gracia, que era una verdadera vergüenza para Francia. Lo extraordinario es que al frente de la radio había sido colocado un intelectual de la altura de Georges Duhamel.


La barbarie antidemocrática

En Francia se ha producido en los últimos tiempos un extraño fenómeno de claudicación espiritual. En todos los sectores de la vida nacional se advertía un rebajamiento de las calidades espirituales inaudito en un pueblo de la tradición espiritual del pueblo francés. Nunca Francia ha ofrecido al mundo un espectáculo tan lamentable de pobreza espiritual, de ramplonería, de falta de gracia, de platitud, incluso de grosería y ruindad.

Esta decadencia espiritual francesa, que era fácilmente perceptible, no ha sido sin embargo, como los enemigos de Francia y de la democracia han querido hacer creer, el reflejo de un agotamiento de la capacidad creadora, de un rompimiento de la continuidad de la cultura francesa. Adviértase bien que hablamos de decadencia espiritual y no de decadencia intelectual, de espíritu y no de inteligencia. Hay que tener presente la diferencia que existe entre la escala de los valores humanos. La inteligencia francesa quizás no haya existido nunca tan aguda como en los últimos tiempos, quizás no haya trabajado nunca con tanta intensidad. Pero esta inteligencia trabajaba en el vacío, giraba vertiginosa e inútilmente como la hélice de un buque cuya proa ha encallado en un banco de arena y cuya popa levantada se queda fuera del agua. El barco estaba varado y en la bajamar de la democracia las aspas de la inteligencia francesa batían el aire vanamente.

Era inútil que el Estado requisase a los intelectuales y que éstos se pusiesen dócilmente a la faena de infundir un espíritu a la masa. Su esfuerzo era baldío. Mientras Georges Duhamel pensaba la radio con fina percepción, las estaciones emisoras francesas inundaban el mundo de melodías lamentables y palabras irritantes. Mientras André Maurois encerrado en su despacho del Hôtel Continental invocaba inútilmente la presencia del espíritu francés rebelde a la cita que se le daba para que acudiese a las patas de los veladores de la Administración, las calles estaban invadidas por una grosería primaria y una estupidez fundamental. Mientras Jean Giraudoux daba de la guerra los boletines más sutiles y escépticos que se han dado nunca de una guerra, la interpretación de ésta que rodaba por las calles y las trincheras de boca en boca no podía ser más ruin y rastrera. No era la inteligencia de las minorías, sino el espíritu de la masa lo que fallaba en Francia.

A esta masa francesa se le había destruido estúpidamente su vieja fe en la democracia, la libertad, las virtudes cívicas que la habían sostenido y animado salvándola de todas las catástrofes.

Falta de este impulso generoso del liberalismo, al que había debido siempre toda su espiritualidad, la masa francesa había caído en una abyección gregaria no por circunstancial menos odiosa que el gregarismo consustancial del germano. Ésta ha sido la obra funesta de los enemigos de la democracia, tanto de la derecha como de la izquierda, tanto de los comunistas como de los fascistas. Francia ha ido sucumbiendo a medida que se extirpaban en el pueblo las virtudes de la democracia. Querían acabar con la democracia y han acabado con Francia. Querían destruir el espíritu liberal y han destruido el espíritu francés. Este espíritu, que había conquistado el mundo entero, estaba últimamente aherrojado por la nueva barbarie del antiliberalismo y Francia, por ello, había caído en tal miseria que ni siquiera tenía fuerza espiritual para crear un estribillo popular.

Un ejemplo elocuente de esta miseria espiritual habrán de ser ante la historia las colecciones de los periódicos publicados por los soldados en el frente y en los acantonamientos de la retaguardia durante medio año de inactividad. En esos millares de publicaciones, que debían ser la manifestación espontánea del espíritu de las unidades combatientes, no hay ni un rasgo de ingenio, ni un adarme de gracia, ni una inquietud espiritual. Comparar estas hojillas caqui de ahora con las hojas azul-horizonte de la Gran Guerra permite medir exactamente la decadencia, o, mejor dicho, la anulación del espíritu francés, de por qué ha dejado impasible que se derrumbe su patria, no hay más que hojear estas publicaciones en las que la vulgaridad y la estulticia alcanzan límites verdaderamente insospechables.
El rebajamiento de las calidades espirituales del individuo al verse incorporado a la masa ingente y amorfa del ejército era terrible. Parecía que el ejército francés en vez de ser una escuela de virtudes heroicas actuaba como una trituradora de humanidad. La inclinación antidemocrática de la mayoría de los jefes les llevaba a convertir a las masas de ciudadanos que se les entregaban en una papilla humana repugnante, en esa masa blanda que las columnas motorizadas enemigas han rendido sin ningún esfuerzo.

Los hombres de verdadero valor espiritual y de más fuerte y acusada personalidad se envilecían en la promiscuidad de los acantonamientos. Se habían creado unos Hogares del soldado cuya finalidad parecía no ser otra que la de sumir en la memez y la insustancialidad a los hombres. Un joven pintor de gran talento que se hallaba movilizado me contaba que un día le había llamado su comandante para encargarle la decoración de una vasta sala en la que había de ser instalado el hogar del soldado.

—Pínteme usted en las paredes —le había dicho — algo que sea divertido y patriótico, para que los muchachos estén alegres y tengan buena moral.

—Yo no sé pintar nada divertido y patriótico —replicó malhumorado el artista.

—¡Cómo! ¿Pues no es usted pintor? ¿Qué pinta usted
entonces?

—Yo hago pintura abstracta —repuso el artista con altivez.

El comandante frunció las cejas y luego, alzándose de hombros, añadió:

—Bueno; pinte usted lo que le dé la gana con tal de que no sea comunista. Como me pinte usted algo que huela a comunismo lo encierro en el calabozo durante dos meses. ¡Ah! ¡Y ponga usted banderitas, muchas banderitas tricolores!

Me contaba aquel pintor recluta que había puesto todo su entusiasmo y su fe de artista en resolver el difícil problema estético que aquel encargo planteaba a su conciencia. Podía haber salido del paso con unos brochazos que hubieran entusiasmado al comandante y a todo el regimiento, pero quiso honradamente acometer la dificultad como si estuviese resolviendo en aquellos paredones de un caserón aldeano el problema general del arte en su tiempo y en su país.

—Lo difícil —me decía el artista sonriendo— era hacer en aquellas paredes una obra de arte verdadero a base del tricolor nacional. Poner en las paredes todas las banderitas tricolores que quería el comandante con un sentido artístico universal y moderno. Hacer que el blanco, el rojo y el azul recobrasen como colores vivos todo el prestigio que como símbolos habían ido perdiendo. Aquello fue mi obsesión. Tuve la sensación de que resolver honradamente aquella dificultad en todos los órdenes de la vida era resolver el problema de Francia. 

— ¿Y lo resolvió usted?

—No lo sé. El comandante se limitó a comprobar que yo no había pintado nada que tuviese reminiscencias comunistas y los soldados ni siquiera alzaban los ojos de las cartas con que jugaban enconadamente a la belote para molestarse en mirar a las paredes. Sin el espectador desinteresado y sin el crítico, el arte no se realizaba nunca plenamente. Creo que en Francia nos faltan ambos, no sólo para la obra de arte, sino para toda obra del espíritu. Tanto da pintar bien o mal, como gobernar bien o mal, escribir, construir, hacer música, inventar o descubrir. Las masas nos han vuelto la espalda y no miran anhelantes más que hacia la nueva barbarie.


El malhumor del soldado

El ocio hacía irritables a los soldados. Constantemente estallaban entre ellos disputas y reyertas que tenían que ser reprimidas duramente. Los jefes pedían constantemente auxilio a la retaguardia. «¡Ayudadnos a distraer a nuestros hombres si queréis que mantengamos su moral!» Y la retaguardia creía cumplida su misión enviando al frente chocolate, juegos pueriles y libros sutiles que Monsieur Duhamel y sus secretarias seleccionaban con un selecto criterio. Los soldados tiraban los libros y se iban a la cantina a emborracharse concienzudamente y a golpearse unos a otros con una saña y un mal humor terribles.

El alejamiento de sus hogares y sus negocios se les hacía cada vez más insufrible. Únicamente la guerra verdadera, el trance heroico, el milagro inminente hubieran podido borrar el recuerdo de su vida anterior que los desasosegaba. Pero la realidad era que no había guerra, que no había peligro, que no se luchaba ni se hacía nada en aquel estancamiento siniestro en que habían caído. El enemigo sabía que aquellos nueve meses de maceración bastarían para corromper la moral del ejército francés y para diluir su voluntad de lucha.

En las primeras semanas el soldado se había visto absolutamente incomunicado con su vida anterior y se había aplicado con la mejor voluntad a la servidumbre militar. El correo había funcionado mal —como tantas otras cosas— y las cartas de la retaguardia no llegaban. Pero a medida que la comunicación fue regularizándose y el hombre condenado a la inacción volvía a interesarse por sus negocios y sus asuntos domésticos, la irritación y la impaciencia fueron creciendo, entre aquellos soldados aburridos había jefes de empresas industriales y comerciales que seguían rigiendo sus asuntos y despachando incluso su correspondencia sentados en un montón de paja y alumbrándose con una vela de sebo. Y, fatalmente, aquellos hombres se preguntaban si era realmente indispensable toda aquella incomodidad, si no haría mejor el gobierno en mandarlos a sus casas y si no convendría más terminar de una vez, como fuese, aunque no se ganase la guerra. De cualquier modo se perdería menos que si se seguía indefinidamente de aquella conformidad. Este fue uno de los gérmenes más activos del derrotismo.

Como no había guerra los hombres no se preocupaban del frente, sino que tenían puestos sus cinco sentidos en la retaguardia. Vivían en los acantonamientos pendientes del correo. No creo que se haya dado nunca el caso de un ejército en campaña cuyos hombres hayan estado consagrados tan intensamente a sus asuntos civiles, los abogados evacuando sus consultas, los comerciantes haciendo sus pedidos, los industriales dirigiendo sus instalaciones, los labradores cuidando su sementera, todo ello con incomodidad, mal hecho, con retrasos, con dificultades irritantes que no se podían salvar.

Este ejército vuelto de espaldas a la guerra exigía no sólo una comunicación rápida y constante con la retaguardia, sino un régimen especial de permisos periódicos que hacía necesaria una vasta y meticulosa organización de la burocracia militar. Poco a poco resultaba que aquel ejército estaba cada vez mejor organizado, pero no para la batalla, sino para todo lo contrario, para la evasión hacia la retaguardia.


Manuel Chaves Nogales
La agonia de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo








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