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3159. Espigas de sangre

Castilla, 1936. Elecciones de febrero. Conversaciones, promesas, rivalidad. Todas las casas de lo pueblos, cubiertas de carteles reaccionarios; el cura, desde el pulpito, insulta a los vecinos que escuchan nuestros mitines; los campesinos son llamados por los caciques de la ciudad, por las familias derechistas que viven en la capital de la provincia, por los dueños de sus tierras, por los amos de las fábricas en donde trabajan. Provincia de Segovía: se despide en masa en una fábrica resinera porque los obreros se niegan a comprometer su voto para la reacción. Se quitan las tierras a los campesinos de varios pueblos porque son dudosos a los candidatos que se llamaban "patriotas". Se excomulga en otro a un caminero porque nos ayuda un día a transportar, para su arreglo, el coche que utilizábamos para nuestra propaganda. Tenemos que asistir —y ser actores— a una verdadera batalla de piedras y de tachuelas en un partido judicial de la provincia: Riaza. Grandes disgustos para la reacción. No pueden perdonar que en el tablado donde hablan sea arrojado trigo, como repulsa exacta de los campesinos. Los señoritos parásitos de los pueblos se indignan ante el hecho de que se nos oiga desenmascarar a sus candidatos, minutos después de intentar ellos engañar a los labriegos. Gran labor. Fuerte lucha. Nacían odios que el fanatismo religioso y político no olvidaría tan fácilmente.

1937. ¡Pobre Castilla! ¡Pobres castellanos de sus campos y de sus ciudades que de verdad sentíais nuestro ideal! Ha sido vuestro final más duro que las hirientes desigualdades y persecuciones que os hacían rebelar en vida. Ya no es el terrón duro de la tierra, germen de la opresión y de la esclavitud, ni la sequía asoladora de sus campos. Es cualquier carretera, todos los rincones, cómplices para cortar en flor vuestra vida, que era el verdadero color de oro de las espigas castellanas. 

Y vosotros, compañeros que durante unas horas vivisteis —empezabais a morir— a mi lado en los calabozos del fascio de Segovía el 11 de agosto, tened por seguro que cualquier lector de esta crónica os rendirá homenaje, porque sabe que la única preocupación que os dominaba al morir era sólo ante el hecho de no poder luchar. 

El odio contenido que la reacción nos mostraba en febrero del 36, tuvo su reflejo desbordado desde el primer día de la insurrección. Testigos fueron aquel camarada de Pradeña —70 años—, que en el calabozo nos expresaba que si él supiera que le fusilaban, se ahorcaría, y nos enseñaba un nudo corredizo en una pequeña cuerda, que en efecto, utilizó al poco tiempo. Aquel muchacho de diez años que sufría con nosotros la humedad de la estancia carcelaria. Aquel otro que me hacia oír sus gemidos a la terrible paliza que al parecer le daban en el piso más cercano, y aquel compañero de profesión, maestro nacional de Fuentepelayo —Jesús Gilmartín— que el 19 de julio me interesaba una opinión para llevar campesinos con escopetas a luchar en Segovía y que fué tirado por unas escaleras antes de ser fusilado. Contraste de aquel odio fueron las últimas palabras de aquel camarada —Pepe—, acribillado a balazos a pocos pasos míos en el cementerio —pronuncidas en recuerdo de su madre...— Odio también los golpes de mosquetón que recibí en las espaldas al confundir el obligatorio grito de ¡muera! por el de ¡Viva Azaña! 

¡¡Castilla!! ¡¡Castilla!! No será en balde vertida la sangre de tus hijos y las lágrimas de tus madres, que sólo albergaban amor hacia el pueblo. La espiga de sangre de la actual Castilla, esclava y seca, florecerá con el triunfo de nuestra causa henchida de luminarias, alumbradas con fuentes dce sangre e ideal de nuestros camaradas inmolados por el odio. ¡Salud, Castilla soñada! ¡¡Salud, Castilla futura!! 


Alejandro de Frutos
Nueva República núm. 10, Portavoz de los Jóvenes Republicanos de Izquierda, 5 de febrero de 1937






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