Cuando la ven pasar los
milicianos, tan esbelta, tan airosa, con su pistola al cinto, la dicen piropos.
Ella sonríe y sigue su camino, cada día más contenta de estar sirviendo a la
República. ¿No la conocen ustedes?... Es Juanita Montenegro, la hermana de Conchita
Montenegro, artista de cine también, que ha dejado momentáneamente su arte para
servir a la causa del pueblo.
El día que los militares intentaron echarse a la calle en Madrid,
Juanita estaba preparándose para comenzar a rodar La malquerida. Lo del rodaje,
claro estaba que se había estropeado; pero ella no quiso meterse en casa a
esperar cómodamente a que todo pasara. No, de ninguna manera; había que hacer
algo. Ella se olvidaría de que era una actriz cinematográfica, profesión
absolutamente superfina en caso de guerra, y trabajaría en otro oficio más
subalterno, pero más práctico. Se vistió con su ropa más sencilla y salió a la
calle. En el garage, reluciente y coquetón, estaba el coche que Juanita se
había comprado hacía dos días. Se agarró al volante, y atravesando aquel Madrid
que era un bosque de fusiles, se presentó en el local de Unión Republicana y
les dijo a los jefes:
—Aquí tienen ustedes un coche con un chófer, para lo que
quieran mandar, A sus órdenes.
A los señores de Unión Republicana se les hacía un poco cuesta
arriba los primeros días tener de chófer a Juanita. Había que darla órdenes y
hasta dejarla a la puerta del Congreso o de un Ministerio, espera que te
espera. Al fin y al cabo, ellos eran unos caballeros españoles. Pero se
acostumbraron pronto. La guerra nos ha acostumbrado a tantas cosas... Y ya
lleva Juanita dos meses largos trabajando sin descansar. A las diez de la
mañana ya está su coche a la puerta del local del Comité del Frente Popular, y
ella, arriba, esperando órdenes. Unas veces hay que ir a un Ministerio; otras,
al Ayuntamiento, a buscar víveres. No escasean tampoco las excursiones a los
pueblos más o menos próximos. Todo lo que haga falta hacer lo hace Juanita, que
es incansable.
Hoy la he acompañado yo en su tarea mañanera. Primero fuimos al
hospital de sangre que hay instalado en el Hotel Ritz. En el hall, donde antes
conversaban los millonarios, los milicianos convalecientes se entretenían
cantando al son de la guitarra que tocaba uno de ellos. De allí nos marchamos a
otro sitio, a dar un recado urgente. Pero los coches no siempre están a la
altura de las circunstancias, y el de Juanita se puso a dar la lata. Menos mal
que ella va preparada para estas y otras contingencias. Con una ligereza
maravillosa, se echó al suelo, debajo del coche, y en unos minutos le puso en
condiciones de volver a funcionar con normalidad. Los milicianos que nos
rodearon en seguida querían todos ayudarla; pero no hizo falta. Ella sola se
basta y se sobra.
—Y dígame, Juanita, en confianza: ¿no se le hace un poco dura esta
vida aperreada de chófer, que no se parece en nada a la vida plácida de una
estrella de cine, que es lo que usted es?
—Ni muchísimo menos. En primer lugar, que la vida de artista de
cine no es tan plácida como usted se la imagina. Hay que trabajar mucho. Esto,
en cambio, es sencillísimo. Basta la buena voluntad y el deseo de servir a la
patria, para que a una le parezca todo de color de rosa. Con franqueza la digo
que de lo que yo no me hubiera sentido capaz sería de haberme estado metida en
casa días y días, en espera de ver cómo terminaba esto.
Lo que no se puede hacer es estar cruzada de brazos mientras el
pueblo pelea. Es preciso hacer algo útil. No creo que la gente que se pasa la
vida sin hacer nada provechoso pueda, en estos momentos, dormir tranquila. En
cuanto al cine..., ya tendré tiempo de hacerlo después. Ahora hay otras cosas
más urgentes.
Juanita me deja, porque precisamente dentro de un rato tiene que
estar en su puesto de nuevo. Ahora su tarea será dar escolta con el coche a
otro de un personaje del partido, que tiene que hacer unas gestiones.
J.C.
Mundo Gráfico, 30 de septiembre de 1936
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