En la segunda quincena de septiembre los
traidores bombardearon furiosamente un pueblecito. Nosotros lo visitamos dos
días después de consumarse el inútil, cobarde y brutal sacrificio. Nuestras
tropas lo habían recobrado la víspera. Las casas —unas destechadas, otras
totalmente hundidas— y todas tiznadas por el humo las explosiones, daban a cada
acera el aspecto de una dentadura rota. De muchas, cuyos escombros ardían aún,
sólo quedaban en pié las fachadas, cuyas ventanas sin marco tenían la expresión
fija de esos ojos vacíos con que nos obsesionaban las caretas. A lo largo de
las calles, los cascotes, los aleros desplomados, los balcones arrancados de
sus muros por la metralla, levantaban barricadas informes. Un bardal, al caer,
aplastó dos automóviles: de estos uno desapareció completamente, pero el
"capó" del otro afloraba intacto de los desechos, sus ruedas
delanteras —las únicas visibles— tenían la expresión de las patas de una
araña escondida en un hoyo. En los picos altos de muchas viviendas subsistían
algunos muebles —armarios, mesillas de noche, cuadros, relojes, baúles— que por
hallarse arrimados a los muros se libraron de abismarse con el suelo. En medio
de tanta desolación, un orinal salvado así milagrosamente, y un perol de cobre
bruñido colgado todavía de su espetera, hacían sonreír a los transeúntes.
Cierta ventana enrejada, tras de la cual la
brisa movía unos visillos blancos, interesó nuestra atención. La casa, de buen
aspecto, no parecía haber sufrido con el bombardeo. ¿Qué prodigio era éste?...
Curiosos, nos acercamos a observar. La ventana correspondía al comedor. Ocupaba
el centro de la estancia una mesa ovalada, cubierta por un mantel y en la que
contamos media docena de cubiertos; los platos, distribuidos de dos en dos, las
copas de cristal, la botella del vino, brillaban alegres. A la hila de las
paredes encaladas vimos un aparador cargado de loza, un fonógrafo y un diván;
alrededor de la mesa varias sillas, puestas de cualquier modo, parecían
indicamos que sus ocupantes se habían levantado de ellas precipitadamente. ¿Por
qué?... Apretando la frente por entre los barrotes de la reja para mejor mirar,
nos explicamos lo ocurrido. Al fondo del aposento el techo aparecía desplomado
en una extensión de varios metros. Era, pues, evidente que la bomba que arruinó
el hogar cayó precisamente cuando sus dueños iban a sentarse a comer, y la
familia, enloquecida de terror, huyó brincando sobre los escombros.
Después, junto a la puerta de la casa
—puerta que los fugitivos dejaron entornada— descubrimos al único superviviente
de la catástrofe: un perro. El acobardado animal tenía el rabo caído y los ojos
llenos de lágrimas. Incesantemente sacaba la cabeza y miraba a la calle, luego
se escondía y, pasados unos segundos, volvía a asomarse. Sin duda, la fidelidad
que guardaba a sus amos no le dejaba irse. Cuando nos vio acercarnos, sus ojos
llorosos adquirieron una expresión humana, de congoja y de súplica.
—¿Para qué quieren entrar —parecía
decirnos— si aquí ya no hay nadie?...
A Torrijos llegamos mediada la tarde.
Torrijos no ha sufrido aún los horrores de la guerra. Sus calles anchas y
vacías, flanqueadas por viviendas de una o de dos plantas, tienen el extraño
silencio de las ciudades desenterradas. Todos los vecinos, recelando una
posible acometida de los facciosos, huyeron de allí, llevándose los
enseres que estimaron más necesarios —colchones, mantas, ropas—, y sus
casas parecen dormir tras el hondo misterio de sus puertas herméticas y de sus
persianas corridas.
A pie recorremos el pueblo. Su absoluta
quietud nos inquieta y admira. Nos sentimos propietarios de él. Está abandonado
y como a merced de quien desee tomarlo.
—A querer —pensamos—, todo esto sería
nuestro...
En la plaza, frente a la iglesia, hay un
grupo de milicianos sentados alrededor de un piano. Lo sacaron de cualquier
parte —probablemente del Casino—, y con él se divierten. Uno de ellos porracea
sin ton ni son el teclado; los demás cantan. Sobre el suelo desigual, cubierto
de guijarros, el piano —instrumento eminentemente burgués, aparece desnivelado
y como prisionero, y en la oquedad de la plaza, sus notas vibran
medrosas.
Seguimos caminando en busca de gasolina
para nuestro automóvil. Al igual de las casas, los comercios están cerrados. No
hallamos persona ninguna que nos oriente. Cerca de la estación del ferrocarril
vemos un hombre y dos mujeres; cargados de maletas y de atadijos. Los tres
marchan presurosos; van a tomar el tren que sale para Toledo. El hombre tiene
cara de infeliz: es viejo, pequeño, débil, flaco. Agotado deja su carga en el
suelo, y con hablar entrecortado por la fatiga responde a nuestras
preguntas.
—En Torrijos —dice— no queda nadie; más que
nosotros. Por nuestro gusto no nos moveríamos de aquí, pero tenemos que irnos.
Las mujeres lloran.
—Habíamos —prosigue el hombre— una
confitería que desde hace veinte años, nos daba de comer a mi mujer, a mi
sobrina y a mí. No teníamos dinero ahorrado, pero sí trabajo, y no pedíamos
más. Ahora.... ¡ustedes lo ven!..., estamos en la miseria, y si Dios no me
ayuda, pediremos limosna.
Explicado lo cual él y las dos mujeres,
temblándoles las piernas bajo el peso de su impedimenta, siguieron su
camino.
Ocho días después regresamos a Torrijos de
tránsito para Toledo. Los milicianos ya se habían marchado rumbo a otros
frentes, y el lugar nos pareció más callado aún que antes. En sus afueras
saludamos a un viejo de estampa castellana, seco, recio y cobrizo, a quien sus
ideas impusieron el remoquete de "El Libertario". Como todas las
familias, la suya también había huido. Estaba solo... ¡absolutamente solo!...
en la inmensa quietud muda de la población abandonada. Inútilmente procuramos
llevarle con nosotros.
Santa Cruz del Retamar, octubre.
Eduardo Zamacois
Ahora, 14 de octubre de 1936
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