Lo Último

3165. Por los pueblos mártires

Foto: Baldomero


En la segunda quincena de septiembre los traidores bombardearon furiosamente un pueblecito. Nosotros lo visitamos dos días después de consumarse el inútil, cobarde y brutal sacrificio. Nuestras tropas lo habían recobrado la víspera. Las casas —unas destechadas, otras totalmente hundidas— y todas tiznadas por el humo las explosiones, daban a cada acera el aspecto de una dentadura rota. De muchas, cuyos escombros ardían aún, sólo quedaban en pié las fachadas, cuyas ventanas sin marco tenían la expresión fija de esos ojos vacíos con que nos obsesionaban las caretas. A lo largo de las calles, los cascotes, los aleros desplomados, los balcones arrancados de sus muros por la metralla, levantaban barricadas informes. Un bardal, al caer, aplastó dos automóviles: de estos uno desapareció completamente, pero el "capó" del otro afloraba intacto de los desechos, sus ruedas delanteras —las únicas visibles— tenían la expresión de las patas de una araña escondida en un hoyo. En los picos altos de muchas viviendas subsistían algunos muebles —armarios, mesillas de noche, cuadros, relojes, baúles— que por hallarse arrimados a los muros se libraron de abismarse con el suelo. En medio de tanta desolación, un orinal salvado así milagrosamente, y un perol de cobre bruñido colgado todavía de su espetera, hacían sonreír a los transeúntes. 

Cierta ventana enrejada, tras de la cual la brisa movía unos visillos blancos, interesó nuestra atención. La casa, de buen aspecto, no parecía haber sufrido con el bombardeo. ¿Qué prodigio era éste?... Curiosos, nos acercamos a observar. La ventana correspondía al comedor. Ocupaba el centro de la estancia una mesa ovalada, cubierta por un mantel y en la que contamos media docena de cubiertos; los platos, distribuidos de dos en dos, las copas de cristal, la botella del vino, brillaban alegres. A la hila de las paredes encaladas vimos un aparador cargado de loza, un fonógrafo y un diván; alrededor de la mesa varias sillas, puestas de cualquier modo, parecían indicamos que sus ocupantes se habían levantado de ellas precipitadamente. ¿Por qué?... Apretando la frente por entre los barrotes de la reja para mejor mirar, nos explicamos lo ocurrido. Al fondo del aposento el techo aparecía desplomado en una extensión de varios metros. Era, pues, evidente que la bomba que arruinó el hogar cayó precisamente cuando sus dueños iban a sentarse a comer, y la familia, enloquecida de terror, huyó brincando sobre los escombros. 

Después, junto a la puerta de la casa —puerta que los fugitivos dejaron entornada— descubrimos al único superviviente de la catástrofe: un perro. El acobardado animal tenía el rabo caído y los ojos llenos de lágrimas. Incesantemente sacaba la cabeza y miraba a la calle, luego se escondía y, pasados unos segundos, volvía a asomarse. Sin duda, la fidelidad que guardaba a sus amos no le dejaba irse. Cuando nos vio acercarnos, sus ojos llorosos adquirieron una expresión humana, de congoja y de súplica. 

—¿Para qué quieren entrar —parecía decirnos— si aquí ya no hay nadie?...  

A Torrijos llegamos mediada la tarde. Torrijos no ha sufrido aún los horrores de la guerra. Sus calles anchas y vacías, flanqueadas por viviendas de una o de dos plantas, tienen el extraño silencio de las ciudades desenterradas. Todos los vecinos, recelando una posible acometida de los facciosos, huyeron de allí, llevándose los enseres  que estimaron más necesarios —colchones, mantas, ropas—, y sus casas parecen dormir tras el hondo misterio de sus puertas herméticas y de sus persianas corridas. 

A pie recorremos el pueblo. Su absoluta quietud nos inquieta y admira. Nos sentimos propietarios de él. Está abandonado y como a merced de quien desee tomarlo. 

—A querer —pensamos—, todo esto sería nuestro... 

En la plaza, frente a la iglesia, hay un grupo de milicianos sentados alrededor de un piano. Lo sacaron de cualquier parte —probablemente del Casino—, y con él se divierten. Uno de ellos porracea sin ton ni son el teclado; los demás cantan. Sobre el suelo desigual, cubierto de guijarros, el piano —instrumento eminentemente burgués, aparece desnivelado y como prisionero, y en la oquedad de la plaza,  sus notas vibran medrosas. 

Seguimos caminando en busca de gasolina para nuestro automóvil. Al igual de las casas, los comercios están cerrados. No hallamos persona ninguna que nos oriente. Cerca de la estación del ferrocarril vemos un hombre y dos mujeres; cargados de maletas y de atadijos. Los tres marchan presurosos; van a tomar el tren que sale para Toledo. El hombre tiene cara de infeliz: es viejo, pequeño, débil, flaco. Agotado deja su carga en el suelo, y con hablar entrecortado por la fatiga responde a nuestras preguntas. 

—En Torrijos —dice— no queda nadie; más que nosotros. Por nuestro gusto no nos moveríamos de aquí, pero tenemos que irnos.

Las mujeres lloran. 

—Habíamos —prosigue el hombre— una confitería que desde hace veinte años, nos daba de comer a mi mujer, a mi sobrina y a mí. No teníamos dinero ahorrado, pero sí trabajo, y no pedíamos más. Ahora.... ¡ustedes lo ven!..., estamos en la miseria, y si Dios no me ayuda, pediremos limosna. 

Explicado lo cual él y las dos mujeres, temblándoles las piernas bajo el peso de su impedimenta, siguieron su camino. 

Ocho días después regresamos a Torrijos de tránsito para Toledo. Los milicianos ya se habían marchado rumbo a otros frentes, y el lugar nos pareció más callado aún que antes. En sus afueras saludamos a un viejo de estampa castellana, seco, recio y cobrizo, a quien sus ideas impusieron el remoquete de "El Libertario". Como todas las familias, la suya también había huido. Estaba solo... ¡absolutamente solo!... en la inmensa quietud muda de la población abandonada. Inútilmente procuramos llevarle con nosotros. 


Santa Cruz del Retamar, octubre.
Eduardo Zamacois
Ahora, 14 de octubre de 1936






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