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3166. Los últimos fusilados del franquismo

Recuerdo con todo detalle el día que por fin pudimos salir al patio; la fecha exacta es lo único que he olvidado. Era después de la comida. El patio estaba vacío. Nos dijeron que no nos podíamos hablar, sólo dar vueltas por el patio, a dos metros de distancia de los muros, y a quince o veinte metros entre uno y otro.

Las ventanas de la sexta galería daban a aquel patio, y los camaradas estaban en sus celdas en aquel momento. Esa tarde no dormía nadie. La escena entera empezaba a tener un tono bastante macabro, con nosotros tres allí, los tres condenados a muerte con todos los funcionarios observando. Hasta entonces no me había fijado en que yo y los demás, en realidad estábamos en las celdas de la muerte de la prisión.

Y luego, de pronto, alguien, desde las ventanas con barrotes pero sin cristales, empezó a silbar la Internacional. En seguida se formó todo un coro de silbadores. La atmósfera macabra desapareció de repente. Era un saludo de nuestros camaradas y de nuestro Partido. Lo mejor que podíamos desear, decir que nos emocionamos profundamente es decir poco. Pero no podíamos mostrar nuestra alegría. Los guardias no nos dejaban levantar los puños, ni sonreír, ni gritar. La situación creada les ponía nerviosos y no sabían qué hacer. La Internacional terminó y volvió a empezar. Finalmente los funcionarios decidieron avisar a los de la sexta para restablecer el silencio. Pronto todo volvió a la normalidad.

Sin embargo, aquellos momentos fueron inolvidables.

Nuestro paseo duró veinte minutos. Luego nos registraron, completamente desnudos, y nos devolvieron a las celdas.

A partir del segundo proceso, los tres camaradas, "Hidalgo", "Pito" y "Ramiro" (Cañaveras), empezaron a vivir igual que nosotros, la única diferencia era que ellos no saltan al patio con nosotros.

Sólo se podía fumar en el patio.

La imagen más clara en mi mente, era la de la cara de Xosé Baena durante nuestros paseos diarios en el patio. Había cambiado bastante desde que lo conocí, antes de nuestra detención. Su cara parecía más larga, más seria; con los pómulos salientes. Su expresión más grave, más decidida. Daba sensación de firmeza y convicción. Sobre todo recuerdo sus ojos. Eran profundos, como su voz, y lleno de vida. No estoy hablando sólo por hablar, camaradas. El observar a Xosé, tranquilo y sereno; tranquilo y sereno como sólo quien ha salido del pueblo puede estar, era una lección de fuerza y serenidad.

Nuestras familias y abogados nos traían noticias de las movilizaciones para salvamos la vida a través de toda España y el resto del mundo. Varios periodistas extranjeros habían entrevistado a nuestras familias; equipos de televisión habían estado filmando las instalaciones de El Goloso, las Salesas y la cárcel de Carabanchel.

En la soledad de la celda aprendimos a vivir con la certeza de un desenlace fatal. Sin embargo, no nos permitimos volvemos blandengues y sentimentales por eso. Sabíamos las razones verdaderas que había detrás de nuestra situación.

Un día vino el cura de la prisión. Con su sonrisa falsa y gestos estudiados. Estaba claro que no sabía qué hacer. ¿Y de qué hablamos? De nada, en realidad; de cosas en general, de religión, de marxismo. Fue una conversación forzada e inútil.

Vi a Pito (García Sanz) durante uno de mis "viajes" arriba. Creo que fue un día que volví de ver al abogado. Era la primera vez que lo veía en persona, pero le reconocí por los periódicos. Lo ví justo cuando me devolvían a mi celda. Se estaba vistiendo después de ser registrado. Quizá él también venía de ver a su abogado.

Ramón García Sanz (Pito) era un camarada nuevo en el Partido pero tenía una preparación política muy sólida, como si hubiera sido militante durante años. Nacido en Zaragoza, tenía veintiocho años. Sin padres, había sido criado en un orfanato, donde los otros chicos le habían dado el nombre de "Pito". Cuando entró en el Partido, quiso conservarlo como nombre de guerra. Trabajó en el campo, como vaquero, y también en fábricas de Madrid. Fue soldador. Esa era su profesión cuando le detuvieron. Pablo Mayoral me contó que Pito estaba seguro de que le iban a matar. Había sido acusado de apretar el gatillo y matar al teniente de la guardia civil.

Lo triste es, -le contó a Pablo- que no he podido hacer más cosas como militante.

Después del proceso, según Pablo, Pito y los otros condenados a muerte habían sido incomunicados. Sólo pudo verlo cuando paseaba sus veinte minutos por el patio. Paseaba tranquilamente, con las manos en los bolsillos, como si no hubiera pasado nada. De vez en cuando miraba hacia las ventanas de la sexta.

- No os preocupéis camaradas, estoy preparado.

No puedo decir mucho acerca de José Luis Sánchez Bravo (Hidalgo). Sólo he hablado con él dos o tres veces. Era de Galicia, como Xosé, y era un huracán de actividad. Tenía una capacidad increíble de trabajo, surgida de su entusiasmo revolucionario. Hablar con él, era descubrir un hombre delicado e imaginativo.

Cuando le mataron, tenía 21 años, y había dejado sus estudios, a su madre y a su ciudad natal –Vigo- por el Partido y por la revolución.

Se habla casado en Madrid unos meses atrás.

El último día, le informaron que habían detenido a su mujer, embarazada de cuatro meses. José Luis nunca vería a su hijo.



Manuel Blanco Chivite
Notas de Prisión, 1977






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