Se pasó a nuestras filas una noche de invierno. Soplaba el norte, grande y frío. De vez en cuando, la luna llena asomaba su cara boba —de botón de calzoncillo— por algún desgarrón del cielo. Luego otra vez las nubes; lívidas, densas, coitosas... Y el viento limpio que olía a mar. Y la lluvia helada.
Apareció de pronto ante nuestras líneas sin que le
precediera, como a otros fugitivos, el seco trallazo de los fusiles o el
tartamudeo de las ametralladoras enemigas. Parvo, canelo, peludo, bucero y
sucio, pingando agua de lluvia y barro, despreocupado y alegre,
apenas si era un trémulo y tibio puñadito de pelos retortijados cuando llegó a
nuestras líneas. Nadie presenció su arribada. Se coló silenciosamente por entre
los rosales de las alambradas y saltó a la trinchera. No pareció concedernos
una excesiva importancia.
—¡Echadlo de aquí! Nos llenará de pulgas. ¡Tírale!
El perrillo nos miraba receloso, presto a escapar al
menor ademán hostil, cauto y expectante. Pero burlón también; había un no sé
qué jocoso en su desmedrada facha. En el remanso de sus pupilas pacíficas
brincaba, como en los niveles, una azorada burbujita de risa, de una alegre
risa inconsciente; risa sana, inmediata, de niño.
El animal tenía unos hermosos ojos. Sin duda fue eso
lo que le salvó. Eso y los razonamientos de Corsino. Porque fue Corsino el que
dijo:
—¿Y por qué vais a matar a ese pobre perro?... Estaba
con los facciosos y escapó. Es un evadido. Además...
El perro, buscando calor, ramoneaba olores entre las
pierna de Corsino. Parecían habérsele entristecido los ojillos burlones.
Farfullaba Corsino:
—Yo no soy miedoso, ya lo sabéis, ni tengo el corazón
de manteca; pero el dolor de los animales me resulta insoportable. Más aun que
el dolor de los hombres. Yo he visto morir a muchos compañeros, ¡buenos
compañeros! Algunos lloraban. Eran mozos como pinos... Llamaban a su madre...
Esto es terrible; el corazón se te vuelve de azogue. Pues bien, ya veis, el
otro día una granada hirió a una vaca; un enorme boquete en la barriga. Cayó al
suelo como un árbol. Ni mugía ni nada. Estaba allí derrumbada, pesada,
silenciosa... Movía las pestañas tan sólo. Ese sufrimiento de la vaca, ese dolor
sin ruido de los animales... ¡No la olvidaré mientras viva! Murió con los ojos
abiertos y mojados de lágrimas. Sin meter ruido
Calló Corsino anegado por oscuros sentimientos
imprecisos. Pensaba. Con la mirada perdida en la noche buscaba en su cerebro un
argumento concluyente a favor del evadido. No encontraba las palabras exactas.
Nos miró airado. Grito casi:
—Pero... ¿es que todavía no hay bastante dolor suelto
por los campos de Asturias?... Decidme, ¿qué cono os hizo este perro?
Era raro que Corsino hablara tanto. Esto nos afectó.
No, no había bebido. El perro se quedó con nosotros.
*
Huraño, hosco, feo y viejo, Corsino apenas si se
relacionaba con sus compañeros. Jamás compartió sus sentimientos con nosotros.
Nunca nos pidió una confidencia. Vivía solitario, al borde de su propia vida,
viendo correr ésta, y ajeno e indiferente a las prisas e inquietudes de los
demás.
Hablaba poco y era tímido. Era un hombre de
sentimientos más que de razones: intuía las cosas, nunca acababa de
comprenderlas del todo. En general acostumbraba a mostrarse seco, descortés y
malhumorado. Era su defensa. Se agazapaba detrás de su acritud para ocultar su
timidez; una candorosa timidez inexplicable. Por dentro era tierno, mollar,
confiado, irreverente y espontáneo como un niño.
Poco sabíamos de él: Minero, de Sotrondio; cuarenta y
cinco, cincuenta años; feo, picoteado por la viruela; la boca era una arruga
más de su rostro; bigote profuso y enmarañado, tan profuso que más parecía una
prenda de abrigo que un adminículo de adorno; estevado de piernas; fuerte,
magro, pequeño y velludo.
Buen compañero. Con una escopeta de dos cañones fue de
los primeros en marchar sobre Oviedo cuando la traición de Aranda. Era
disciplinado a su modo: Sabía desobedecer y tenía iniciativas. Era el primero
en saltar de las trincheras. De nosotros, el que más lejos tiraba las bombas de
mano.
Tenía un defecto: bebía. Justificaba su vicio con un
antiguo proverbio:
—Beber, morir. No beber, también morir.
O menos filosóficamente:
—Lo hago porque tengo que ahogar todo esto.
Y en un gesto francamente ambiguo señalaba primero a su
tórax, aporreándoselo con los puños, y luego, más vagamente en un gesto
circular de su mano, incluía a todos el paisaje circunvecino: los manzanos
enanos, sin hojas; los esqueletos de las casas quemadas, las nubes que volaban
altas...
—¡Para ahogar todo esto! —iteraba en un rugido.
Y luego en voz baja, humildemente casi, decía:
—Bueno, yo me entiendo. Vosotros... ¡qué sabéis,
mocosos!
No sabía expresarse. Sus sentimientos carecían de
sintaxis como sus oraciones; por eso hasta cuando nos hacía un favor parecía
estar enojado. En el fondo nos despreciaba un poquito. Humanamente nos achacaba
sus propios defectos. Era severo para consigo mismo. No concedía importancia a
sus virtudes y le gustaba escarbar cristianamente en sus faltas.
Nos gustaba dialogar con él para ponerle en
situaciones comprometidas. Un día le preguntamos que cómo a su edad había
venido a luchar a las trincheras. Le molestaban las preguntas. Se rascó
nerviosamente la barba y nos miró escamado. Reaccionaba siempre a la defensiva.
Temía que nos burlásemos de él.
—¡Qué sé yo! —dijo tropezando en las palabras,
pensándolo—. Vine a defender la razón y la libertad...; ¡eso! Es justo lo que
defendemos. Hay niños que andan descalzos. Las mujeres de la Puerta Nueva se
venden por un duro. Los hombres no son felices y sufren. ¿Por qué todo esto? No
se pueden tolerar ciertas cosas; protestas, chillas..., ¡nada! Por ejemplo,
¿Por qué se matan tantos chinos?... Son amarillos, son pequeñinos y flacos,
llevan coleta... ¡Sí, todo esto es verdad! Acaso huelan mal; no lo niego.
Pero... ¿es que no son hombres? Los japoneses los matan por centenares para
segar las escandas que ellos sembraron y para quitarles sus mujeres. ¡Por eso
lucho! Los de enfrente quieren eso; el rebaño brutal, los niños descalzos, las
prostitutas, las matanzas de chinos...
Le inquietaba sobremanera esto de los chinos; no era
la primera vez que lo decía. Para la generalidad de los mortales, los sentimientos
vibran en razón inversa de la distancia a que suceden las cosas. Así un hombre
muerto a dos pasos de nosotros nos afecta más que un terremoto en Japón con
veinte mil víctimas. Para Corsino era todo lo contrario.
*
Desde que el perro amaneció en nuestras líneas y se
incorporó a los afectos de Corsino, aquél fue el único confidente de sus
monólogos. Ante el silencio indiferente del perro, Corsino, borracho,
desenrollaba pacíficamente la gris teoría de su pasado. Cosas menudas,
pequeñitas; cosas de esas que se nos pierden por los rincones del recuerdo y
que aparecen de pronto, inesperadamente, al buscar otra cosa cualquiera:
antiguas humillaciones que nunca maduraron en palabras, deseos frustrados,
ilusiones venidas a menos y realidades bien vivas y sangrantes, aparecían, como
cerezas trabadas por los rabos, unas tras otras; unidas entre sí por finísimas
conexiones silenciosas.
—¿Qué harías tú en mi lugar? Obdulia tenía ojos de
canario y una dulce vocecita de raitán[1]. ¡Bah,
bah..., viejo chocho!
En tanto que los hombres se mueren de hambre los conejos
se mueren de viejos. Así es la vida.
Y luego, agachando la voz y acariciando el
perro con infinita ternura:
—Esos de ahí enfrente —le decía—, ¿los
ves, guapo?, los de las casas..., esos canallas harán que el río Nalón no
vuelva a bajar negro. Bajará rojo, rojo de sangre asturiana. Pero... ¡bueno!,
¿qué sabéis los perros de esto? Levantáis la patica allí donde tenéis ganas...
Eso es hacer la realísima voluntad. Yo nunca pude hacer lo que me dio la gana.
Así hablaba Corsino con su perro. Juntos
comían, juntos disfrutaban los días de permiso y juntos montaban la guardia en
los parapetos. Como buenos amigos repartían el pan y el afecto; las penas, las
alegrías y las tajadas de carne.
*
Pero un día el perro se fue. Se fue como
había venido: inesperadamente. Echó a correr hacia Oviedo y desapareció de
pronto entre el laberinto de casas de la Tenderina. No pudimos evitar que le
dieran bromas a Corsino.
—¡Babayu, el perro era fascista!
—Fuiste bobo, Corsino; venga a darle
parola al perro y ahora resulta que era un espía.
—¡La de cosas que irá contando a los
facciosos!
¡Cómo sufría Corsino! Albeaban sus dientes
por debajo del profuso bigote y añadía nuevas arrugas a su rostro sin
conseguir estrenar una sonrisa. Quería echarlo a broma, pero se le
humedecían los ojos de lágrimas que se le escapaban silenciosamente y sin
prisas por la nariz. Por aquellos días tuvimos un combate y lo hirieron. Yo sé
que Corsino, en aquella ocasión, buscó algo más que aquella simple herida; un
balazo en un brazo. Se lo dije. Rió, amapolándose.
—¿Por un perro?... ¡Bah, tonto!
Pero yo sé que era verdad. No solamente
por aquello sino por todo. El tenía un corazón en carne viva: amaba a todas las
cosas que veían sus ojos, que tocaban sus manos...
Sanó pronto. Tenía encarnadura de
lagartija.
Y pasó el tiempo. Todo se olvidó. Corsino
volvió a ser el de antes. Frente a nosotros el paisaje de siempre: árboles
tronchados, casas quemadas, postes de teléfono desmelenados... Tiros y tedio. A
nuestras espaldas los campos verdes y silenciosos. La Catedral mostraba su
piquito tronchado y el alón roto, entablillado desde octubre. De vez en cuando
ladraban las baterías del Naranco o sentíamos el pesado volar de los morteros
de «La Casa negra». Llovía despacio, tercamente. Rubias vacas pequeñitas
caminaban despacio, abstraídas en su enorme pena.
Y pasaron seis meses, y un día cualquiera
—verano, los castaños habían encendido sus flores— el perro volvió. Inesperada,
silenciosamente se coló por entre los rosales de las alambradas y saltó a las
trincheras. Venía flaco, desastrado, sucio. Cojeaba. Se acercó a nosotros como
si acabara de separarse de nuestro lado. Estordecido, hopeaba gozoso
restregándose contra nuestros pantalones.
—¡Vaya, volvió el traidor! A ver qué dice
Corsino ahora.
Se lo avisaron pronto. No quería creerlo.
Una sonrisa de duda —no, aquello no podía ser— temblaba en sus labios.
El perro, al reconocerlo, corrió hacia él. Todos habíamos callado y
mirábamos a Corsino. Nos dolía a todos el dolor de aquel hombre. Se acerco
despacio al perro que se había echado en el suelo, como queriendo jugar con él.
Corsino no le hizo caso.
—¡Déjame el fusil! —dijo a un compañero.
Estaba desencajado, lívido, tembloroso.
—¿Qué vas a hacer? ¡Déjalo! ¡Pobre!
—¡Dame el fusil!
En su voz había una inquebrantable
decisión. Le temblaban aún las manos, pero sus ojos miraban de frente y sin
piedad. Se acercó al perro que, a sus pies, le miraba moviendo receloso la
cola.
—¡Échate! —le ordenó.
Obedeció el perrillo. Se tumbó en el suelo
y, como jugando, movió gozoso en el aire sus patitas peludas. Lentamente
Corsino apoyó el cañón del fusil en la oreja del animal. Nada pudimos hacer por
él. Y disparó. Apenas si echó sangre. Parecía un montoncito de lana.
—¡Por fascista!... ¡Por traidor!...
Le dio una patada. Nos devolvió el fusil.
Arrancándose las lágrimas a puñados nos
dijo, mientras pretendía sonreír:
—¡Me cago en la puta madre, hay que ser
hombres!
Antonio Ortega
Publicado en la revista Nueva España, La Habana, diciembre de 1939
Yemas de coco y otros cuentos, 1959
____________
[1] “Petirrojo” en bable
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