La prensa nos ha transmitido en estos días la noticia de un
hecho dolorosamente brutal:
“En un teatro de varietés de Huelva, y
durante uno de los descansos de la función, una de las artistas se negó a
aceptar un vaso de vino que le ofrecía un señorito de la ciudad; este le dio un
golpe tan brutal que le causó una hemotisis gravísima producida por
traumatismo”.
¡Triste sino el de la mujer, a quien desde la cuna pone su
mala estrella en poder de esas tres fuerzas explotadoras que, como ojeadoras de
la fiera humana, la acechan a su paso por la vida: la familia, el empresario y
el señorito sultanesco…
Jóvenes, niñas aún, cuando su fortaleza necesitaría sanos
estímulos y leales consejos, prende en su ambición el señuelo de ajenas glorias
y ansiados triunfos que encuentran en sus familiares el acicate odioso de una
conveniencia material, sorda a todo sentimiento de protección por la juventud
indefensa y amenazada.
En el caso de la jovencita que en el ambiente casero halla
el decisivo espolazo que la lanza a la lucha azarosa donde todo puede perderse,
y lo que más peligra es precisamente lo que intentó salvar, contra todo, el
monarca francés, ha nutrido gran parte de nuestro teatro de género chico.
Su caso de “estrella”, comparado con el del varón aspirante también a astro coletudo, es mucho más desesperado y cruel. En el jovencillo, la afición taurina supone voluntariedad, emancipación vidente y huraña de la personalidad, que de tumbo en escapada se aleja del hogar en busca de soñadas glorias.
La muchacha, lejos de rebelarse contra el yugo paterno, es
secundada, alentada, escoltada por esas mamás que la acompañan en sus azarosas
peregrinaciones y que, en vez de ángeles tutelares, ofrecen a la malicia el
aspecto pintoresco de vestales en la vocación de la niña, cuyos desmayos
“artísticos” prenden y combaten con arrullos de sirena.
Una vez lanzada por el artificioso camino de un arte donde
pocas logran un puesto relevante, la “estrella” incipiente sufre el acoso del
otro ojeador: el empresario sagaz que, en tanto llegan las mieles del arte, se
conforma con obligar a la principiante a “alternar”, contribuyendo así a
redondear un negocio basado en amargas explotaciones.
Las lectoras que desconozcan el argot de bambalinas
desconocerán el valor positivo de la palabra “alternar”. Alternar es servir de
blanco a la codiciosa lujuria de los frecuentadores de escenarios y cabarets;
actuar de señuelo carnal que atraiga hacia la caja del empresario el pasto de
sensualidad varonil, convertido en lluvia de dinero. Es cultivar la indolencia
voluptuosa de los señoritos inactivos, nutriéndoles de excitaciones a cambio de
sus monedas.
La artista que logra un contrato de ínfima categoría se
compromete a alternar, es decir, a bajar al buffet, o café, y
aceptar las consumiciones a que se le invite. Si es despierta, y sabe contentar
al tirano, su malicia y manejos inducirán a los parroquianos abundantes y caras
libaciones. El buffet, a cargo del propio empresario, sabrá estimar
este esfuerzo de la “estrella”. Claro que, al cabo de esta operación financiera
en beneficio del ojeador humano, son las sonrisas, las miradas, la gracia y la
buena voluntad de la muchachita, en torno a la cual la grosería y la liviandad,
desatadas ásperamente, danzan la loca fantasía de muchas repugnancias…
Y a veces, como en el cruel suceso que comentamos, surge el
tercer ojeador que acecha la pieza humana que aún salió con bien de las
instigaciones, codicias y afanes de sus dos perseguidores anteriores.
No se habla de virtud ni vicio… ¿Qué pueden importar estas
palabras en la vida truncada de unas mujeres que no pudieron, por su edad,
elegir libremente el camino futuro? Hablemos tan solo de su derecho a la vida;
de ese destino trágico que a veces pone en su camino al señorito adulador, al
sultán de aldea que, confinado en sus actos de cariño, siente despertarse su
breve sensualidad a la llegada de lo que en su concepto es un “harén
portátil”.
Su dinero puede permitírselo todo, y así, sin respeto alguno
hacia la ajena voluntad, dueño en todo caso de sus preferencias, ofendido en su
criterio de pachá, dueño de la esclava, venga la ofensa inferida a su orgullo,
destrozando con su puño de atleta los vasos pulmonares, lavando con aquella
sangre su vanidad de macho embravecido…
Y así acaba esta víctima del acoso de los tres ojeadores
humanos: egoísmo, interés y vicio. Otras acabarán de otra manera… Pero todas
ellas tienen el mismo principio: abandono, coacción, explotación vil,
abominable.
En nuestro siglo, parlanchín incansable de capacitaciones y
orientaciones juveniles, cursan el panorama nacional pálidas, lamentables,
figuras de malograda juventud. A la hora en que una adolescencia sana y
noblemente educada comenzaría a gozar el elevado ideal de la vida, estas falsas
figuras se nos muestran ahítas de morfina o cocaína; maestras intuitivas de
todos los vicios
Son las pobres niñas-mujeres, brotes abrileños fracasados,
capullos de mujer caídos al acecho de los ojeadores humanos…
Clara Campoamor
Tiempo, 5 de marzo de 1921
Recogido en el libro Clara Campoamor. La forja de una feminista. Artículos periodísticos. 1920-1921. Editorial Renacimiento, 2019.
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