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3254. Castañeras




Se ven menos castañeras que antes en Madrid. Este año, por otra parte, el buen tiempo ha ido retardando su aparición. Pero al fin ha caído el frío sobre nosotros, y han aparecido en todas las esquinas, en la noche de la ciudad, los asadores de las castañeras, removidos por esas manos expertas que llevan años y años dándole a las «castañitas calientes» su punto de sazón. 

La castañera evoca en la ciudad el gran magosto aldeano, cuando se asa la castaña bajo la lumbre del tojo, y se prueba el vino de la nueva cosecha. Por tierras del Norte son tan sonados los magostos como las romerías. La romería es el verano; el magosto es la otoñada. Gran merienda en el campo. A media tarde se alzan en los montes las columnas de humo de las hogueras, donde las castañas estallan de cuando en cuando, como petardos. Es que al encargado de rajarle a la castaña la piel se le escapó alguna. ¿A qué chico travieso no le estalló una castaña asada entre los dientes? 

Llegó la hora. El magosto está en su punto. Con las castañas corre el vino; hay alegría... Y luego, ya de noche, es el retomo por los caminos, que se van llenando de canciones. 


*


La castañera viene a ser para nosotros en la ciudad, durante todo el invierno, la recordación del magosto. Y así como el turrón es toda la Nochebuena, y cada vez que lo probamos nos recuerda forzosamente ese día, cada vez que en la ciudad llenamos de castañas asadas los bolsillos volvemos a vivir el magosto campesino. 

La castañera es una institución madrileña: pero lo mismo podía extenderse la afirmación a otros lugares de España. Hay esquinas de Madrid —como en otras ciudades y pueblos— que llevan treinta, cuarenta, cincuenta años viendo la misma castañera. La vieron joven aún; la vieron cuando sus hijos cabían bajo la cesta de sus castañas, y la siguen viendo viejecita: ya las manos que mueven el asador están llenas de arrugas.

—¿Se vende mucho? —preguntamos a una de estás buenas mujeres. 

—Menos que antes. He tenido épocas de vender en este puesto cuarenta y cinco y cincuenta kilos de castañas en un domingo. 

—¿Y ahora?

—Ahora, el domingo que se hacen 15 o 20 pesetas tiene que ser muy bueno. 

—¿A qué lo achaca, usted?

—No lo sé. Antes, el obrero con castañas y vino hacia su merienda. Ahora tal vez compra otra cosa. Gracias a que hay clientes fijos, que son los que dejan más ganancia: son esas familias que si a mano viene mandan por una peseta o dos de castañas. 

—¿Qué ganancia viene a quedarles a ustedes? ¿La mitad? 

—Ni con mucho. Y a veces se pierde. Esto tiene sus gastos. Carbón, arbitrios... La matrícula, quince pesetas para el Ayuntamiento. 

—¿Se respetan entre ustedes los puestos? 

—Eso sí. 

Lo ha dicho como si dijera: «No faltaba más. Todavía queda decencia por el mundo.» Hay un gesto de gran dignidad en la castañera en este instante. 

—¿Dónde se abastecen? 

—En la plaza de la Cebada. ¿Dónde habíamos de abasteccernos? Vea usted: compro el mejor género que viene, y no se crea usted que la gente no se fija. Buen género. Por eso a veces no se gana para pagar el carbón. 

—¿Y aquellos asadores antiguos? 

La mujer sonríe: 

—¡Ah, ya! ¿Aquellos pucheros agujereados? Aquello ya no se usa. Se asa mucho mejor aquí, en estos de ahora.

—¿Qué hace usted durante el verano? 

—Pues al agua fresca en los cines al aire libre. Según.


*


En el puesto se van deteniendo los transeúntes. Pasa un muchacho con su novia; una niña viene con los diez céntimos, calientes aún del bolsillo del abuelo; un obrero se lleva también en la gorra su braserillo ambulante; por fin, dos chicas guapas se plantan ante la castañera: 

—Pónganos usted un realito —dicen—, que hoy no nos toca comer. 

Ríen ellas; sonríe la vieja castañera, mientras cumple diligente el encargo. Y el puestecillo se llena de luz en este anochecer de invierno. 


Ángel Lázaro
Crónica, 19 de noviembre de 1933







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