Se ven menos castañeras que antes en
Madrid. Este año, por otra parte, el buen tiempo ha ido retardando su
aparición. Pero al fin ha caído el frío sobre nosotros, y han aparecido en
todas las esquinas, en la noche de la ciudad, los asadores de las castañeras,
removidos por esas manos expertas que llevan años y años dándole a las
«castañitas calientes» su punto de sazón.
La castañera evoca en la ciudad el gran
magosto aldeano, cuando se asa la castaña bajo la lumbre del tojo, y se prueba
el vino de la nueva cosecha. Por tierras del Norte son tan sonados los magostos
como las romerías. La romería es el verano; el magosto es la otoñada. Gran
merienda en el campo. A media tarde se alzan en los montes las columnas de humo
de las hogueras, donde las castañas estallan de cuando en cuando, como
petardos. Es que al encargado de rajarle a la castaña la piel se le escapó
alguna. ¿A qué chico travieso no le estalló una castaña asada entre los
dientes?
Llegó la hora. El magosto está en su punto.
Con las castañas corre el vino; hay alegría... Y luego, ya de noche, es el
retomo por los caminos, que se van llenando de canciones.
*
La castañera viene a ser para nosotros en
la ciudad, durante todo el invierno, la recordación del magosto. Y así como el
turrón es toda la Nochebuena, y cada vez que lo probamos nos recuerda
forzosamente ese día, cada vez que en la ciudad llenamos de castañas asadas los
bolsillos volvemos a vivir el magosto campesino.
La castañera es una institución madrileña:
pero lo mismo podía extenderse la afirmación a otros lugares de España. Hay
esquinas de Madrid —como en otras ciudades y pueblos— que llevan treinta,
cuarenta, cincuenta años viendo la misma castañera. La vieron joven aún; la
vieron cuando sus hijos cabían bajo la cesta de sus castañas, y la siguen
viendo viejecita: ya las manos que mueven el asador están llenas de arrugas.
—¿Se vende mucho? —preguntamos a una de
estás buenas mujeres.
—Menos que antes. He tenido épocas de
vender en este puesto cuarenta y cinco y cincuenta kilos de castañas en un
domingo.
—¿Y ahora?
—Ahora, el domingo que se hacen 15 o 20
pesetas tiene que ser muy bueno.
—¿A qué lo achaca, usted?
—No lo sé. Antes, el obrero con castañas y
vino hacia su merienda. Ahora tal vez compra otra cosa. Gracias a que hay
clientes fijos, que son los que dejan más ganancia: son esas familias que si a
mano viene mandan por una peseta o dos de castañas.
—¿Qué ganancia viene a quedarles a ustedes?
¿La mitad?
—Ni con mucho. Y a veces se pierde. Esto
tiene sus gastos. Carbón, arbitrios... La matrícula, quince pesetas para el
Ayuntamiento.
—¿Se respetan entre ustedes los
puestos?
—Eso sí.
Lo ha dicho como si dijera: «No faltaba más. Todavía queda decencia por
el mundo.» Hay un gesto de gran dignidad en la castañera en este
instante.
—¿Dónde se abastecen?
—En la plaza de la Cebada. ¿Dónde habíamos
de abasteccernos? Vea usted: compro el mejor género que viene, y no se crea
usted que la gente no se fija. Buen género. Por eso a veces no se gana para
pagar el carbón.
—¿Y aquellos asadores antiguos?
La mujer sonríe:
—¡Ah, ya! ¿Aquellos pucheros agujereados?
Aquello ya no se usa. Se asa mucho mejor aquí, en estos de ahora.
—¿Qué hace usted durante el verano?
—Pues al agua fresca en los cines al aire
libre. Según.
*
En el puesto se van deteniendo los
transeúntes. Pasa un muchacho con su novia; una niña viene con los diez
céntimos, calientes aún del bolsillo del abuelo; un obrero se lleva también en
la gorra su braserillo ambulante; por fin, dos chicas guapas se plantan ante la
castañera:
—Pónganos usted un realito —dicen—, que hoy
no nos toca comer.
Ríen ellas; sonríe la vieja castañera,
mientras cumple diligente el encargo. Y el puestecillo se llena de luz en este
anochecer de invierno.
Ángel Lázaro
Crónica, 19 de noviembre de 1933
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