Luis de Tapia, poeta del pueblo, ha enmudecido. Los nervios del artista ya veterano en la vida y en el trabajo no han podido resistir la presión dramática de la guerra, y su cerebro, tantas veces vigía en vanguardia de todas las causas generosas, se ha nublado en una crisis dolorosa.
Con la triste enfermedad de Luis de Tapia, Madrid pierde, quizá en los momentos en que le es más necesario, su cantor más agudo y cordial. Luis de Tapia estaba impregnado de auténtica savia popular. Su musa, madrileña de raza, graciosa, recortada y un poquito chulapona, salía con el alba, cantando con la voz fresca de tinta nueva de imprenta, por las calles de Madrid. La canción de cada día era la sal, la protesta y la gracia de cada amanecer. Musa orgullosa de su origen plebeyo, un poco desmelenada, pero siempre espontánea y sincera, no hacía mucho caso de correctos afeites retóricos y desdeñaba galas académicas. Era una mocita del pueblo, limpia y salerosa, a la que le iba bien el aire libre de la calle.
Cantaba porque le salía del alma, y entre donaires y descaros iba sembrando verdades. Libre, honesta, republicana y revolucionaria, era digna compañera del poeta.
Luis de Tapia, pulido, cordial, henchido de sonrisa y de campechanía, iba del brazo de su musa. Idilio entrañable, fiel a lo largo de toda una vida. Sin una contradicción, sin un desmayo. Y, sobre todo, sin una claudicación.
La vida de Luis de Tapia ha sido una clara línea recta. Poeta, republicano y revolucionario a los veinte años. Revolucionario, poeta y fervoroso de la República, ya en las lindes de la vejez. Le apunta el bozo escribiendo aquellos «Evangelios» cáusticos de los tiempos del periodismo heroico y bohemio de Romeo, de Morote, de los Figueroa. Alcanza la celebridad —procesos, denuncias, excomuniones, mítines frenéticos y conspiraciones frustradas— exhibiendo en el escaparate algarero de la España Nueva, de Soriano, sus «Bombones y caramelos» ácidos y explosivos, purga de beatas y rejalgar para los cucos.
Y ya, cuando la vida se remansa y dobla la edad típica de los desengaños, él salva en la travesía amarga de tantos años la fe juvenil, el ímpetu mozo, la consecuencia honrada. Las «Coplas del día» tienen la misma savia generosa, idéntica enjundia rebelde, igual intención generosa, que los «Evangelios» y los «Bombones».
La República —su sueño— le sorprende en su puesto de trabajo. No le pide más. No quiere más. Canta su aurora y desdeña regalías del triunfo. Es diputado en las Constituyentes. Mínima compensación a sus viejas derrotas electorales, cuando iba a luchar, sin más armas que su pluma, contra el dinero de los caciques y las violencias de los «encasillados».
La Revolución —su ensueño— le sorprende también cantando. Saluda, con ímpetu claro su amanecer rojo. Es Luis de Tapia, como siempre, el poeta de los humildes, de los luchadores anónimos, de la brava gente del pueblo.
Sus coplas tienen, en los días febriles de Julio, cadencias inflamadas de himnos. Las cantan las masas populares, enardecidas en la contienda. No hay gesto generoso, hazaña popular, heroísmo miliciano, que no tengan al día siguiente su glosa lírica en las coplas de Tapia. Vive, sufre, canta y ruge con el pueblo. Llora con sus dolores y crepita con sus rebeldías.
Pero ya al pecho le falta la palpitación rítmica, que es el poderío de la salud; los nervios, tantos años tensos como cuerdas de ballestas en combate, no resisten la pulsación continua y febril. La guerra tiene dedos de acero, y la lira ha servido mucho, está débil, gastada. Luis de Tapia, sexagenario, luchaba sin poder; aun el alma se le iba en canciones y en los labios le florecía la sonrisa. Pero era tarde ya. La última vez que le hablamos, en su casa de la calle de Velázquez, fué una de aquellas mañanas dé otoño con el ambiente preñado de noticias tristes. El poeta preparaba su viaje a Levante, en busca de un reposo que le imponía, contra su voluntad, la ciencia.
Había un rictus de amargura en su boca, al decir:
—Esto ha llegado tarde para mí. Estoy viejo, agotado... Mi única pena es pensar que no veré el final...
El artista, el hombre bueno, el poeta del pueblo, sufre invalidez dolorosa. Es una víctima más de la guerra, un nombre ilustre más que añadir a la teoría de héroes cívicos en que la lucha florece. Héroe liberal, civil, tan digno mañana del laurel de la victoria como el miliciano que deja su vida en la trinchera. Ha caído en la lucha, no por incruenta menos dura; no por tácita menos generosa y abnegada. Madrid no tiene ya su poeta, pero tiene un héroe más.
Álvaro Real
Mundo Gráfico, 24 de febrero de 1937
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