La viuda de García Hernández y Josefina Herrero, que tiene en sus brazos a la hija del infortunado capitán Foto: Benítez Caxaus y Quesada |
Fue el 11 de febrero, aniversario de la primera República española, cuando en
la celda de la cárcel que ocupaba el actual presidente del Gobierno, oímos a
éste, emocionado, hablar de la medalla origen de esta información.
—Recibo infinidad de cartas, telegramas, adhesiones; he recibido también
muchas visitas de hombres de todas las clases sociales, que vienen a alentarme.
Es un día de alegría... Pero de todas estas manifestaciones, la que más
intensamente llega a mi alma, hasta nublar mis ojos, es ésta.
Y Alcalá Zamora nos muestra una medallita de oro, sujeta por una cadenilla,
en cuyo reverso se lee, grabada, esta inscripción:
"Huesca, 14 diciembre 1930"
—Es la fecha —continúa— del fusilamiento del capitán García Hernández. Con
esta medallita he recibido una carta, firmada por una mujer, en la que no
constan señas ni domicilio que sirva para conocerla.
La carta es sentida, pero lacónica. "No al político, del que tanto
espera España en estos tristes momentos, sino al padrino de la huerfanita del
capitán García Hernández, en recuerdo de su triste orfandad."
Véanla...
Y don Niceto nos muestra el escrito.
*
Al día siguiente, la esposa del presidente, por un impulso de su corazón,
sensible al dolor, fué a visitar a la viuda del capitán García Hernández y a
entregarle la medalla de la desconocida donante.
Un abrazo lleno de ternura puso fin a la escena. Y la medallita quedó
pendiente del cuello de la huérfana, que desde entonces la muestra como
preciado recuerdo. No se separa de ella.
*
Caprichos del azar hacen que el cronista descubra a Josefina Herrero y
pueda llevar a término este reportaje. Junto a la mesa del hotel donde acudo a
desayunarme, a mi llegada a El Escorial, un grupo de muchachas encantadoras
conversan animadamente.
Una de ellas dice:
—Tú, siempre tan castiza y tan republicana. ¿Sabe ya Alcalá Zamora que
fuiste tú la que le mandaste a la cárcel la medalla para la nena del capitán
García Hernández?
—Mira, de eso no tenemos que hablar ahora.
Mis deseos de cumplir el deber del reportero me llevaron al grupo formado
por las simpáticas muchachas.
Ruegos, insistencias... Con estas armas venzo la modestia de Josefina, que
accede a contestar a mis preguntas.
—Yo —me dice la gentil madrileña— he sentido siempre una gran admiración
por el señor Alcalá Zamora; su oratoria me encanta. Le he oído hablar muchas
veces durante el periodo de propaganda revolucionaría. En el mitin de la Plaza
de Toros, con Lerroux, Azaña y otros, me impresionó tanto que lloré de
entusiasmo.
—¿Y cómo se le ocurrió a usted mandarle la medalla a la cárcel?
—Un impulso mío. Salía de la misa que, con motivo del aniversario de la
República, se había celebrado por el alma de García Hernández, en el Carmen, y
después de consultar con mi bolsillo, entré en una joyería y la compré.
Modesta, claro es, pues yo vivo de mi trabajo. Me quedé con lo preciso para que
en ella me grabaran la fecha del fusilamiento, y, desde mi casa, en un sobre,
la mandé a la cárcel por un continental. Ya no volví a ocuparme de esto. Leí en
la Prensa la noticia, los comentarios, lo que había dicho el ilustre preso, y
nada más. Una satisfacción muy grande, muy íntima, muy honda...
—¿Y no conoce usted a la viuda ni a la huerfanita ?
—Personalmente, no,
—¿Le gustaría a usted hablar con ellas?... Creo que están aquí.
—Sí..., por tener en mis brazos, siquiera unos instantes, a ese
angelito.
Llegamos al hotel del Pinar. La viuda de García Hernández me recibe atenta
y presento a Josefina Herrero. Queda un poco sorprendida; pero, al decirla de
quien se trata, se arroja en sus brazos, y las dos mujeres lloran,
emocionadas.
La pequeña, con su medallita pendiente del cuello, se acerca a mí.
Algo serenos ya, entramos en conversación. La niña nos muestra su medalla,
mordisqueada por sus dientecitos.
—Se conoce —dice la madre— que cuando estaba malita con la dentición,
hallaba así algún alivio. Hablamos del muerto, de su gestión, de sus
intimidades...
¡Cuántas amarguras, cuántas tristezas!... ¡Cuántos desengaños,
también!
Procuro desviar la conversación. La viuda de García Hernández se opone a
que nos retiremos y nos invita a su mesa.
Aceptamos; comemos reunidos. Josefina Herrero tiene en sus rodillas a la
pequeña. Yo no puedo comer; la contemplación de aquella santa mujer, en la
plenitud de su belleza y de su juventud, desolada y triste, me
impresiona.
Y, no obstante, jamás recuerdo haberme sentado a una mesa con el contento y
la satisfacción con que me senté ante la suya. Nunca pensé en tan gran honor.
Gracias, señora.
Jesús de Mijares Condado
Estampa, 12 de septiembre de 1931
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