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3244. La agonía de Francia VII




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La economía de sangre

La evolución de Francia durante la guerra, el proceso seguido por el pueblo francés y por sus dirigentes hasta el momento en que sobreviene la catástrofe, podemos explicárnoslo hoy con una claridad meridiana.

En el primer acto de la tragedia, al levantarse el telón de la guerra, el pueblo se dispone olvidando todas sus diferencias a defender a la patria contra la amenaza extranjera. El aparato militar del Estado funciona automáticamente y las masas, sólidamente encuadradas, ocupan sus puestos de combate. En esta primera etapa no ha habido defecciones. Los comunistas, como los fascistas, todos los enemigos interiores de la democracia simbolizada por el Estado renuncian momentáneamente a su querella ideológica y acuden a la salvación del país. Mauricio Thorez se presenta en su regimiento y como él todas las huestes comunistas acuden a servir en las unidades mandadas generalmente por los mismos sargentos y oficiales que contra ellos habían organizado seis años antes las ligas patrióticas. En los primeros encuentros con el enemigo, unos y otros rivalizan en decisión y coraje. Hay un período en el que los oficiales croix de feu proclaman que los comunistas son unos soldados excelentes y los comunistas, por su parte, se manifiestan orgullosos del valor personal y la capacidad de sus jefes. Los odios de clase y el encono de la lucha ideológica están a punto de desaparecer. Las columnas de Le Fígaro relatan cumplidamente las hazañas de los soldados comunistas en el no man's land de la línea Maginot y no les regatean sus elogios. Si la guerra se hubiera generalizado entonces, si hubiese habido en aquellos momentos una gran batalla, tal vez Francia se habría salvado.

Pero, después de unos días en los que el ejército francés se había ido templando en la lucha, se presenta al fin la necesidad de un encuentro serio, de un combate general y probablemente muy sangriento. Los alemanes atacan y el mando francés, al ver flaquear a sus avanzadillas bajo la presión enemiga, ordena prudentemente y apoyándose en válidas razones estratégicas la retirada a las posiciones sólidamente defendidas de la línea Maginot. La obsesión del generalísimo, del Estado Mayor y del gobierno es la de economizar la sangre francesa, pase lo que pase.

Este afán de economizar la sangre de sus hombres, que es una de las virtudes primordiales de los jefes, llevado al extremo al que lo ha llevado Francia es funesto. En las circunstancias en que la guerra se planteaba este sistema había de ser fatal porque sólo el baño de sangre inevitable y terrible que la guerra exigía hubiese limpiado a Francia definitivamente de la podredumbre ideológica que la consumía.

Hitler ve entonces que los franceses le invitan a romperse los dientes contra la línea Maginot y decide no acudir a la cita. «¡Sólo quieren hacer una guerra de señores!», proclama despectivamente la prensa nazi. La guerra queda virtualmente interrumpida porque Hitler, que no es el toro ciego de furor que los franceses hubiesen deseado, inicia entonces la campaña de sus ofensivas de paz que había de prolongar durante todo el invierno seguro de que, con el tiempo, iría madurando y cediendo la resistencia interior de la nación francesa galvanizada en el primer momento.


Mentalidad Maginot y podredumbre interior

Si Francia hubiese sido una nación sana e interiormente sólida, la guerra de fortaleza que entonces se emprendía, conjugada con el bloqueo británico, hubiera podido durar diez años y al final hubiera dado en tierra con el hitlerismo. Pero Francia estaba podrida e interiormente desgarrada por una guerra civil larvada en la que sólo se había producido una tregua momentánea impuesta por la inminencia del peligro exterior.

Apenas pasó el fervor de los primeros momentos y los franceses se consideraron suficientemente defendidos por la línea Maginot e indefinidamente avituallados merced al dominio de los mares por las escuadras aliadas, se consagraron de nuevo a sus luchas interiores, a esa tragedia sorda en la que el amor a la patria quedaba relegado por el odio de clase o el espíritu de casta. El fermento malsano de las dos revoluciones que habían abortado sucesivamente en 1934 y 1936 volvía a envenenar a las masas. Estas dos revoluciones fracasadas, que aparentemente tenían un signo contrario y dividían al pueblo francés en dos facciones lanzadas ciegamente cada una de ellas contra una de las dos caras de la divinidad totalitaria, resurgieron al choque de la guerra. Antes que en la derrota del enemigo exterior los partidarios de una u otra de las dos caras del Jano totalitario pensaron en que gracias a la guerra iba a presentárseles la ocasión de hacer triunfar el sistema ideológico al que se habían adscrito y de cuya implantación hacían depender el porvenir de la patria. Para los unos, Francia no sería si no era fascista. Para los otros no había más Francia posible que la de la revolución del proletariado.

Las clases socialmente conservadoras que habían sido subyugadas por el fascismo fueron las que primero creyeron que con la guerra había llegado su hora. La guerra les serviría ante todo para apoderarse del claudicante e indefenso Estado liberal, para convertir a Francia en una dictadura totalitaria salida de los cuartos de bandera y las comandancias del frente que no dejarían de producir el Hitler o el Mussolini deseado. Con este espíritu se aplicaron a la lucha interior no sólo contra el comunismo, sino también contra todo lo que significase una supervivencia del espíritu liberal y democrático que era oficialmente, pero sólo oficialmente, la doctrina del Estado. La guerra venía a darles el triunfo que no habían sabido conquistar en 1934.

Sería calumnioso decir que estas fuerzas filofascistas estaban decididas a la capitulación total y sin condiciones ante el hitlerismo al que secretamente admiraban y que hubiesen deseado para Francia. No. Se hacían la candida ilusión de que saldarían la cuenta pendiente con la Alemania hitleriana entregándole el cadáver de la democracia y de la república si era necesario y creían, tal vez de buena fe, que el equilibrio futuro de las potencias totalitarias y su lucha final contra el comunismo —¡la engañosa ilusión capitalista!— exigiría la supervivencia de una Francia fuerte e independiente aunque ideológicamente situada en la órbita del totalitarismo. Su convicción firme era la de que Francia se salvaría sencillamente porque Italia no querría nunca quedarse a solas con la Alemania hitleriana en una Europa sometida absolutamente a la hegemonía germánica. «Pongámonos al lado de Italia — pensaban —, que Italia nos salvará por la cuenta que le tiene y si al fin y al cabo hay que hacer verdaderamente la guerra contra Alemania, no porque sea hitleriana sino porque es Alemania, hagámosla por cuenta de un régimen totalitario como el italiano que satisface nuestros ideales políticos y sociales y no por la cuenta de una democracia como la inglesa cuyo triunfo consolidaría un régimen en el que no creemos.» Éste era concretamente el razonamiento que se hacían las derechas filofascistas francesas y a él se debía su actitud ulterior durante la guerra, que es la que ha llevado paso a paso a la catástrofe.

Los comunistas, por su parte, viendo que la declaración de la guerra ponía el poder auténtico en manos de los fascistas, hacían una reflexión no menos sencilla: «¿Para qué vamos a pelear? —decían—. Esta guerra no tiene sentido para el proletariado. Nosotros ya la hemos perdido. Desde el momento en que es el fascismo el que nos manda ¿por qué hemos de hacernos matar estúpidamente para defender una ficción democrática en la que nadie puede creer? Lo que tenemos que hacer es precipitar el proceso de descomposición y aniquilamiento de este régimen falsamente democrático que no es sino una ficción tras la que se ampara el fascismo capitalista. Este Estado al que tenemos que defender no es el nuestro. No va a ser siquiera el Estado democrático y liberal que consentía, a favor de las libertades públicas, la organización revolucionaria del proletariado, sino que en definitiva va a ser una contrafigura del fascismo sin otra misión que la de defender a los capitalistas de la City de Londres contra el gran fiambre totalitario. Avivemos el desenlace de esta guerra que por nuestra parte está ya perdida. Sólo después de que el país haya pasado por la derrota llegará nuestra hora». Así razonaban los comunistas.

Efectivamente, a los dos meses de declarada la guerra la consigna que el partido comunista difundía era la de que la guerra estaba ya perdida para Francia y era absurdo continuarla por la tenacidad y el interés exclusivo del imperialismo británico.

Así se expandía el derrotismo que la policía era impotente para perseguir. Y así se daban la mano por primera vez, en la anglofobia, el comunismo y el nacionalismo integral maurrasiano.

Frente a estas dos tendencias, coincidentes en un hecho concreto, el de que no había que hacer la guerra, ésta era mantenida únicamente por lo que los marxistas llaman el aparato estatal, es decir, la mayoría parlamentaria, el gobierno, sus funcionarios y los comités directivos de los partidos políticos representados en el seno del gobierno. ¿Cómo reaccionaría éste ante tal estado de cosas?


Daladier

Al frente del gobierno se hallaba Eduardo Daladier, acaso el hombre más representativo de Francia en estos días y el que más identificado se hallaba con el sentir y el pensar del francés medio, del cual era exponente perfecto como quizás no hubiese otro más genuino en los equipos gubernamentales de que la nación podía disponer. Y conste que expresamos esta opinión pensando tanto en los vicios y defectos nacionales del momento como en las virtudes. Daladier es honesto, enérgico y honda y sinceramente demócrata, sin beatería democrática, sin esa servidumbre a las clientelas partidistas que convierte a los gobernantes demócratas en meros instrumentos de los comités. Es un hombre que tiene una fuerza personal indiscutible, una fuerza natural, salida directamente del terruño francés. Esa fuerza personal de Daladier que en otras circunstancias hubiese podido salvar a Francia ha sido impotente, sin embargo. Hasta sus enemigos reconocen su energía y aunque las gentes de derecha no hayan sabido perdonarle nunca el uso que hizo de ella en la noche del 6 de febrero de 1934 y le hayan seguido llamando rencorosamente le fusilier, han tenido que acreditar en él un vigor y una capacidad de mando superiores a los de la generalidad de los gobernantes de la República. En el fracaso incuestionable de Daladier a pesar de las virtudes de gobernante que en él había, los enemigos de la democracia han querido ver a todo trance el fracaso, no del hombre, sino del sistema. «Es el régimen democrático —claman— el que destruye a los hombres más enérgicos y les convierte en trágicas marionetas de la farsa parlamentaria.» Pero no es verdad. Daladier no ha sido nunca juguete ni del Parlamento ni de las asambleas de su partido. Dentro del sistema democrático su fuerza y su autoridad habían podido consolidarse y ser eficaces incluso cuando actuaban contra la corriente de los prejuicios democráticos. ¿No había sido Daladier mismo quien en plena campaña antifascista había ultimado el Pacto de los Cuatro? Daladier hubiese podido gobernar con mano de hierro en pleno régimen democrático porque sabía, cuando llegaba la ocasión, imponerse a la masa sin traicionarla. La democracia no incapacita ni mucho menos al hombre enérgico, sino que redobla su fuerza y su autoridad. ¿No eran los demócratas franceses mismos los que habían creado en torno a Daladier la leyenda del toro de Vauclusel?

En un régimen democrático auténtico Daladier no hubiese fracasado. Eran precisamente los enemigos de la democracia, aquellos que se habían negado a consentir su continuidad, quienes esterilizaban su talento y rendían impotente su fuerza. Al juzgar ahora a Daladier, se repite el sofisma mil veces repetido de cargar a la cuenta de la democracia los crímenes que cometen sus enemigos. Daladier fracasaba y llevaba a Francia a la catástrofe no porque fuese demócrata ni porque el régimen democrático condujese fatalmente a la derrota, sino porque, en Francia, actuaban criminalmente y con impunidad unas fuerzas antidemocráticas que estaban resueltas a hundir el país con tal de que se hundiese el régimen. El único pecado de la democracia ha sido no aniquilar esas fuerzas de destrucción antes de que provocasen la rebelión de las masas estimulando sus más bajos instintos. Contra ese movimiento general de regresión que Georges Bernanos llama «la rebelión de los imbéciles», la democracia, es cierto, no ha sabido defender y proteger al pueblo, al demos auténtico que no está formado ni mucho menos por esas falanges mesocráticas, híbridas y estériles como muías, que, para adueñarse del poder y conservario, han tenido que caer en la barbarie del totalitarismo.

El gobierno Daladier representaba la solución transaccional, la fórmula típicamente liberal y democrática. No hay que olvidar que la mayoría parlamentaria que le sostenía había salido de las elecciones de 1936 que dieron el triunfo al Frente Popular. Después del fracaso de la experiencia Blum, a todo lo largo de la cual Daladier había conservado la cartera de Guerra, el gobierno Daladier, con sus sucesivas modificaciones, no había hecho sino evolucionar a compás con la evolución de la opinión pública, incorporar en lo posible a la gobernación del país a las fuerzas que, eliminadas primero por el triunfo del Frente Popular, tuvieron que ser tenidas en cuenta al producirse el fracaso de éste. Fueron los comunistas quienes con el formidable fracaso de la huelga general que insensatamente decretaron en noviembre de 1938 plebiscitaron la tendencia transaccional del gobierno Daladier. El fracaso de aquella huelga general valía por unas elecciones y autorizaba al gobierno a seguir un nuevo rumbo en el que por otra parte le asistía la mayoría parlamentaria.

En política interior no había cambio sensible aparte la acentuación de lo que León Blum había llamado «la pausa» con ingenuo eufemismo. En política exterior el gobierno Daladier no hacía sino reconocer y aceptar un estado evidente de la opinión pública que no podía seguir ignorando. La voluntad de inteligencia con las potencias totalitarias e incluso el espíritu de capitulación ante ellas que incuestionablemente existían en Francia. Era la época en que las derechas furiosas denunciaban como belicistas a los hombres —de derechas o izquierdas— que intentaban seguir siendo fieles a la política exterior francesa proseguida desde hacía veinte años. El tiempo en que se acusaba de provocadores y agentes de Moscú a los funcionarios del Quai d'Orsay que representaban la continuidad del designio exterior francés y se obstinaban en mantener el sistema de alianzas y garantías en que estaba basada la teoría de la seguridad colectiva. La tendencia de los capitulards, que fue la que en definitiva llevó a Munich, estaba representada en el gobierno, y su hombre, más o menos idóneo, era el señor Bonnet, quien, si bien no inspiraba ninguna confianza al clan totalitario pactaba con él y lo servía hasta el extremo de concitar el furor no ya de los hombres del frente popular, sino de cuantos hombres conservaban en Francia el sentido de la dignidad nacional. Paul Reynaud y Georges Mandel, en cambio, representaban en el gobierno la fidelidad de Francia a sí misma y a sus compromisos, la garantía de supervivencia del régimen democrático aun aceptando que las circunstancias pudieran exigir en un momento determinado el depositar en manos de estos hombres unos poderes transitoriamente dictatoriales. Reynaud era para las clases conservadoras francesas la garantía del conservatismo británico; Mandel era la reencarnación del espíritu de Clemenceau por el que los franceses sentían un explicable fetichismo.

Este gobierno, de naturaleza democrática, al hacer frente a la guerra habría podido desenvolverse y llevarla adelante con posibilidades de triunfo si no se hubiese visto sitiado por las fuerzas antidemocráticas que ejercían sobre él una presión insoportable y si, por otra parte, no hubiese estado mal servido por sus propios agentes.


Los comunistas al servicio del enemigo

Los agentes del gobierno, ganados en su mayoría por la propaganda que se hacía contra el régimen, actuaban, no al servicio exclusivo de éste, sino guiados por sus preferencias ideológicas. Así, pues, la eliminación del comunismo del conjunto de fuerzas de la nación que habían de ser movilizadas para hacer y ganar la guerra — operación inexcusable después del pacto Hitler-Stalin, que era lo que verdaderamente la había desencadenado— se convertía al ser puesta en práctica por los agentes del gobierno en una estúpida campaña de represión basada en el error monstruoso de considerar por principio como traidores a la patria a los millones de franceses que durante la etapa del Frente Popular y cuando el comunismo se desgañitaba cantando la Marsellesa, izaba la bandera tricolor y tendía la mano a los católicos, habían tenido la debilidad de aceptar la disciplina de Moscú. Contra este pecado no había remisión posible. La represión se ejercía tan implacablemente como si al término de una guerra civil el bando triunfante se dedicase sistemáticamente a la exterminación del vencido. Haber sido simpatizante del comunismo o sencillamente partidario del Frente Popular se convertía en una patente de traición a la patria.

No era ya que se eliminase a los comunistas de toda intervención en los asuntos públicos y que se les prohibiese toda actuación política. Era que físicamente la vida se les hacía imposible. Era que se les expulsaba del taller donde trabajaban, se les llevaba al ejército con una marca infamante y se les sometía a inútiles y constantes vejaciones policíacas. Es decir, que había una enorme masa de franceses que se veían empujados a la clandestinidad, puestos fuera de la ley por un apasionamiento cerril, por la ruin satisfacción del espíritu de venganza que animaba a unos fautores de guerra civil, que, al socaire de la guerra, querían gozar de la victoria interior que no habían sabido obtener con sus abortadas rebeliones.

He estado en contacto estrecho con muchos de esos comunistas de 1936, les he visto reaccionar luego contra la táctica de Moscú y en 1939 he podido medir exactamente su honda repulsión por lo que ellos llamaban «la traición estaliniana», que para quienes no hemos sido nunca comunistas no es tal traición. Identificar a estos millones de hombres —porque en 29 de junio de 1938 en Francia eran millones— con los agentes de Stalin, con los servidores a sueldo del Komintern, ha sido un funesto error político que Francia ha pagado caro. Porque la verdad es que, al empujar a grandes núcleos a la clandestinidad, los reaccionarios franceses favorecían el designio de los dirigentes comunistas, que es precisamente en la clandestinidad donde saben actuar con mayor eficacia.

Con la clandestinidad toda la organización comunista de Francia pasaba a convertirse real y verdaderamente en un instrumento de gobierno puesto al servicio del enemigo. Si L'Humanité hubiera seguido publicándose como el Daily Worker no habría podido convertirse en el órgano de la coalición nazi-soviética. Si los comunistas hubieran tenido ocasión de explicarse ante la opinión y de contrastar sus juicios en un régimen verdaderamente democrático no habrían caído seguramente, como cayeron, en la servidumbre al enemigo que, aprovechándose de la ceguera de Francia, hizo de ellos su quinta columna.

Las ediciones en multicopista de L'Humanité y las proclamas comunistas no eran, en fin de cuentas, sino la propaganda del doctor Goebbels que entraba en Francia por la vía de Moscú. En la clandestinidad, el partido comunista era el aliado más eficaz del enemigo. A plena luz, controlado por el gobierno siempre hubiese habido modo de rendirlo inocuo.

Se daba el caso de que mientras la policía daba palos de ciego a esa masa enorme de franceses a los que se consideraba unánimemente y en bloque como traidores a la patria, la única policía verdadera que actuaba eficazmente en toda Francia contra los agentes de la traición eran los mismos comunistas, que a pesar de verse perseguidos por el Estado salían al paso de la actuación criminal de sus camaradas convertidos en ciegos servidores de Hitler y Stalin. He conocido varios casos ejemplares. Uno de ellos era el de un comunista que no se sentía capaz de denunciar los manejos de sus antiguos camaradas a la policía del Estado burgués y tenía que contentarse con imponerles la sanción de sus puños sosteniendo con ellos frecuentes reyertas cuya verdadera causa permanecía siempre ignorada para los agentes de la autoridad que intervenían luego. Otro, que también había roto con la obediencia a Moscú en el momento en que Moscú selló su alianza con Berlín, llevaba tatuada en el pecho la hoz y el martillo y hallándose movilizado como soldado utilizaba aquella prueba indeleble de adhesión al comunismo para provocar las confidencias de los agentes de la traición en el seno del regimiento, descubrir sus manejos y sabotearlos por sí mismo.

Este hombre tenía elementos de juicio sobrados para decirme y probarme que la propaganda comunista que se hacía en el ejército francés estaba dirigida desde Berlín casi al día y se hallaba convencido de que cada una de las reacciones que se producían en la tropa en cualquier momento obedecían a una consigna transmitida por el enemigo con una rapidez impresionante.

La lucha sorda que se ha desarrollado en el seno del partido comunista francés sin que ni el Estado ni su policía hayan sido capaces de advertirla, dirigirla, ayudarla y utilizarla al servicio de sus intereses, ha sido uno de los fenómenos sociales más dramáticos de esta guerra. Algún día tendremos testimonios auténticos y completos de cómo se ha desarrollado.

De esta falta enorme que en Francia se ha cometido han sido responsables únicamente los enemigos de la democracia al impedir con su ciega pasión sectaria que el Estado resolviese liberalmente el problema de masas creado por la colusión del nazismo con el comunismo. Pero, como siempre, se hará responsable de ello a una democracia cuyo único pecado ha consistido en no ser tal democracia.

En el comunismo francés se repite el mismo fenómeno que en otros sectores de la vida francesa en los últimos tiempos. Las minorías dirigentes estaban por debajo de la tónica general de las masas a pesar de que éstas no se movían en realidad más que por bajas y confusas apetencias. La masa, aun en estas condiciones espirituales lamentables, tiene cierta grandeza aun en su brutalidad, cierta lealtad a sus instintos que a los dirigentes les ha faltado por completo. Mientras los militantes comunistas se batían entre ellos, los dirigentes después del manifiesto «la paz a cualquier precio» huían a echarse en brazos del enemigo o se perdían en vagas y lamentables retractaciones cuando no intentaban escudarse en la investidura parlamentaria burlando a la policía con grotescas piruetas. Ni siquiera en la traición han sabido tener grandeza.

El Parlamento cumplió estrictamente sus deberes frente al caso de los comunistas que no habían querido romper la obediencia a Moscú. No fue, además, el Parlamento sino el gobierno en uso de los poderes excepcionales de que disponía el que, desposeyendo a los diputados comunistas de su investidura, procedió judicialmente contra ellos a reserva, naturalmente, de responder de este acto de gobierno ante el Parlamento en su día. La propaganda comunista y —lo que es más curioso— las fuerzas antidemocráticas de la derecha hicieron una furiosa campaña contra este acto de gobierno que condenaron como un atentado a la soberanía del Parlamento y a la Constitución de la República, erigiéndose en vestales de la democracia. Presenciando el escándalo mundial que promovieron los incendiarios del Reichstag y los instigadores de los procesos de Moscú con el pretexto de la déchéance de los diputados comunistas franceses se tenía esa sensación de asco y vergüenza que produce siempre el espectáculo del cinismo colectivo. Los diputados comunistas, privados de su investidura y enviados a los lugares de confinamiento, debían de pensar, sin embargo, que todavía los tribunales militares de una república democrática y burguesa representaban un grado de civilización y humanidad que difícilmente adquirirían los jueces proletarios de Moscú o los cabos de vara del nazismo y en el fondo de su conciencia debían de felicitarse de que París no fuese todavía un feudo de Moscú o Berlín, que para el caso es lo mismo.

La actuación del gobierno en los primeros seis meses de la guerra está presidida por este anhelo ferviente de conseguir la eficacia necesaria en la dirección de la lucha con el mínimo estrago. Se quiere ante todo economizar la sangre francesa y conservar al pueblo todas las libertades compatibles con la seguridad del Estado. Los excesos y errores en la represión comunista no son imputables al gobierno mismo, sino a la marea creciente del totalitarismo francés, a esa rebelión de los imbéciles que a favor de la guerra iba adueñándose de los reductos —mal defendidos, es cierto— de la democracia. El día en que todos cayeron Francia había de hundirse definitivamente.


Puntos vulnerables

Una de las herramientas de gobierno que se hallaban desde el primer día intervenidas por esos servidores infieles de la democracia y que la traicionaban en beneficio de sus preferencias ideológicas era el servicio de información y propaganda. Durante muchos meses fue este servicio uno de los puntos vulnerables del régimen. Jamás se consiguió unificarlo, ni darle eficiencia, ni infundirle el espíritu que hubiera necesitado para conquistar a las muchedumbres, que es, en fin de cuentas, su misión.

Al frente de toda la organización había sido colocado un literato excelso, el señor Giraudoux, quien con motivo de la guerra hacía unas brillantes oposiciones a la Academia Francesa exponiendo semanalmente los partes de guerra de la democracia francesa en una prosa tersa, de antología, que hacía las delicias de sus admiradores y le acreditaban como uno de los escritores más finos e inteligentes de Francia, pero que no tenía ningún mordiente, que no llegaba ni hería ni tenía capacidad alguna de perforación y expansión. Tras él, un grave senado de profesores del Colegio de Francia vestidos muchos de ellos de coroneles y todos unánimes en el menosprecio de la política y de los políticos a quienes sólo por patriotismo, por puro patriotismo, se avenían a servir. Este grave senado había proscrito ante todo los excesos democráticos. La democracia era tolerable tratada en la prosa aséptica de Giraudoux; pero no era cosa que debiera prodigarse a troche y moche y andar enredándose en todas las plumas. Las consignas eran severas. Para España, por ejemplo, como estos ingenuos profesores se hacían la ilusión de conquistar al general Franco con sus buenas maneras conservadoras, estaba absolutamente prohibido mencionar la palabra democracia en las emisiones de radio en lengua castellana. Se daba el caso pintoresco de que yo, personalmente yo, tenía que ejercer la censura sobre la prosa excelsa de Giraudoux, que al ser traducida al castellano sufría una trepanación en la que perdía invariablemente toda su sustancia democrática. Las hondas y alquitaradas razones democráticas que tenía Francia para hacer la guerra eran sólo razones nacionales y reaccionarias cuando las ondas las llevaban a la España de Franco. Esta democracia que ni siquiera se atrevía a decir su nombre no podía tener fuerza bastante para arrastrar en favor suyo a las grandes corrientes de la opinión mundial. Había luego en el seno de la organización de propaganda francesa el estira y afloja de las diferentes camarillas y los distintos departamentos ministeriales de los que dependía. El Quai d'Orsay no consintió nunca en dejar la radio para el extranjero en manos de la Comisaría o Ministerio de Información, que tenía que dedicarse casi exclusivamente a convencer a los propios franceses de la razón que los asistía para hacer la guerra. En cambio, el ministro del Interior, señor Sarraut, tenía, no sé por qué, una influencia decisiva en las emisiones de onda corta para los países remotos. La propaganda francesa, dependiente a la vez del Quai d'Orsay, de los ministerios del Interior y Transmisiones y en último lugar de la Comisaría de Información, enredada en la maraña burocrática y neutralizada por los clanes rivales de la Administración, era, en definitiva, una herramienta inútil, un instrumento que no servía sino para dar una sensación pobre y lamentable de Francia, para hacer ampulosas necrológicas de los personajes que tenían el gusto de fallecer sin esperar el desenlace, para hablarles a los sudamericanos del esprit de París y el chic de sus modistos y para enumerarles a los españoles las casullas y los copones que el mariscal Pétain regalaba a las iglesias de España devastadas por los rojos.

Por absurdo que parezca, este problema de la propaganda fue uno de los que el Estado francés no encontró manera de resolver. Fue incluso uno de los problemas que contribuyeron a la caída de Daladier.

Durante la guerra de Finlandia se había hecho una propaganda absurda que, arrancando de la voluntad firme de los reaccionarios franceses de no combatir ideológicamente al hitlerismo, había buscado la fácil derivación del anticomunismo. La cosa fue tan lejos que llegó un momento en el que no parecía sino que Francia había dejado de estar en guerra con Alemania y era contra la URSS contra quien únicamente se batía. El enemigo número uno, Hitler, había sido hábilmente escamoteado mientras se ofrecía a las masas para que desfogasen su indignación patriótica el blanco remoto, inasequible, del enemigo número dos, Stalin.

Aquel extravío de la propaganda tuvo que ser rectificado al liquidarse la campaña finlandesa. La opinión y el Parlamento reclamaron enérgicamente una política de propaganda definida y un ministro responsable. Daladier no supo determinar la una ni encontrar al otro. Prometió al Parlamento resolver el problema, pero cuando se presentó a la Cámara para responder de su actuación en la guerra de Finlandia aún llevaba en los brazos estorbándole este problema de la propaganda para el que no había sabido encontrar solución.


La caída de Daladier

La caída de Daladier, como consecuencia del desenlace de la guerra de Finlandia, causó ante todo una gran sorpresa en la opinión pública porque no se sabía exactamente hasta qué punto el gobierno estaba batido interiormente por los mismos que desempeñando el papel de colaborar con él por estímulos patrióticos iban minando sus cimientos democráticos, cavándole la tierra bajo los pies. Daladier había ido muriendo lentamente por asfixia, porque la atmósfera se le había ido haciendo irrespirable.

En la sesión secreta celebrada por la Cámara para discutir la conducción de la guerra después de la paz finlandesa, Daladier se desplomó de improviso como un luchador de jiu-jitsu al que una presa imperceptible está estrangulando sin que los espectadores lo adviertan.

Cuentan quienes le vieron aquel día en la tribuna de la Cámara, pálido, ausente, ajeno en absoluto a los requerimientos como a las invectivas, que daba la sensación de un hombre que, después de haber agotado sus fuerzas en una lucha desesperada, convencido al fin de su impotencia, se deja caer como un peso muerto, indiferente, insensible, incapaz de una reacción, de un reflejo. Esa lucha oculta que había acabado con Daladier, el hombre más representativo de Francia en nuestros días, no había sido la lucha con el enemigo exterior, sino la lucha interna, el cerco puesto al Estado republicano por los enemigos de dentro, por quienes se hacían la ilusión engañosa de que una transformación revolucionaria del régimen en el sentido totalitario era la única salvación de Francia. Daladier, a pesar de todas sus transacciones y claudicaciones, a pesar de haber estado presidiendo aquella mansa invasión del régimen por sus enemigos más encarnizados, era el único hombre que todavía representaba auténticamente y con un cierto vigor a la Francia republicana, liberal y demócrata. Acosado por todas partes, combatido por los hombres de izquierda que no acertaban a ver en sus concesiones a la derecha totalitaria el anhelo de evitar lo inevitable, de retrasar la catástrofe y de salvar lo que humanamente se pudiera, Daladier sucumbía al fin. El ataque parlamentario que le derribaba y en el que el mismo León Blum había conducido imprudentemente la ofensiva, no había tenido, sin embargo, violencia bastante para justificar aquel derrumbamiento impresionante. Era la íntima convicción que tenía de que la resistencia se había hecho imposible lo que hacía a Daladier levantar las manos dejando caer estrepitosamente en medio del hemiciclo todo cuanto con generoso anhelo había ido acumulando en sus brazos para personalmente defenderlo, la Presidencia del Consejo, la cartera de Negocios Extranjeros, la de la Defensa Nacional y hasta el comisariado de la Información.

Hasta allí había llegado y de allí no pasaba. El toro de Vaucluse, noble y acometedor, colérico y leal en la embestida, había sido corrido y lidiado cruelmente y llegaba al momento supremo del combate, agotado, impotente para el ataque y ni siquiera capaz de mantenerse a la defensiva. Ante un público de plaza de toros española estaría condenado inexorablemente. Esperemos que el juicio de la conciencia universal le sea más benévolo.

En Daladier, no obstante su vigor innegable, había una falla del carácter que había de ser fatal a Francia; su falta de tenacidad, de resistencia, de continuidad en el esfuerzo, sus descorazonamientos súbitos, sus veleidades, sus depresiones y sus cóleras que en ocasiones le hacían parecer un hombre ebrio, ebrio a veces de desesperación, de coraje, ebrio de razón y de orgullo de su razón, ebrio tal vez también de alcohol. Era, sin embargo, un hombre vigoroso, con un vigor popular salido de la entraña misma de Francia, con una honradez, una inteligencia y una humanidad que hubiesen bastado para gobernar el Estado con acierto y llevarlo a la victoria si Francia no hubiese sentido el impulso suicida de renegar de sí misma, de confundirse con el enemigo y de hundirse en la abyección totalitaria.


Manuel Chaves Nogales
La agonía de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo









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