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3238. Soledad Sánchez González, la mujer que trabaja veinte horas al día para que su hijo pueda estudiar

Soledad Sánchez González junto a su hijo Celso, 1935 - Foto:Marina


El último tranvía

En los últimos tranvías que cada noche van a las barriadas extremas de Madrid es frecuente ver, mezcladas con los trasnochadores, a unas pobres mujeres que, bajo sus mantones o abrigos raídos, tiritan por el hambre y el frío... Han pasado la noche vendiendo tabaco o periódicos, fregando pisos..., en cualquier labor que les permita ganar unos reales... Esta es viuda, el marido de aquélla no trabaja, el de esa otra no sabe cumplir sus deberes. Y son ellas las que han de sostener los hogares modestos... Jóvenes aún algunas, parecen ya agotadas por el trabajo, el sufrimiento, las privaciones. 

Van a acostarse a las dos de la madrugada, y, sin embargo, tienen que levantarse temprano, porque van a asistir por el día, tienen que limpiar unas oficinas antes de la hora de trabajo o se dedican a vender churros... 


El tormento del sueño

He conocido a una de ellas en el tranvía que va al Puente de Segovia. Tantas escaleras ha fregado, que sus manos están completamente llagadas... Los ojos, tristes, enrojecidos por el llanto y el sueño, se cierran apenas se sienta en el tranvía. Duerme. Le ha rendido el cansancio. Los timbrazos, las bruscas paradas, el rumor de las conversaciones..., nada la despierta. Cuando el vehículo llega al final del trayecto, la pobre mujer sigue en su asiento dormida, mientras bajan los viajeros. La despertamos, y sin asombro, se excusa. 

—No se extrañe, señor. Ya hace más de dos años que no duermo más que un par de horas cada día. 

—¿Es posible? 

—¡Ay, señor, ya lo ve! Cada veinticuatro horas duermo durante dos, y a veces, ¡ni eso! Así que me duermo en todas partes: en el tranvía, en la calle, con el estropajo en la mano...; No hay modo de resistir el tormento del sueño! ¡Creo que algunas veces me duermo con los ojos abiertos y sin dejar de trabajar! 


Tres horas de descanso

—¿Qué hora es? —me pregunta. 

—Las dos y cuarto... 

Hoy no podré dormir ni dos horas... En cuanto llegue a casa haré el almuerzo para mis hijos, y cuando concluya, si no hay nada que coser o que lavar —que siempre hay—, me acostaré para levantarme a las cinco. A las cinco y media empiezo a vender churros en un trayecto que va desde la estación del Norte al Puente de los Franceses. 

—¿Vende mucho? 

—Unas diez pesetas, que me dejan dos pesetas cincuenta céntimos de ganancia, menos un real que hay que pagar al guardia por derechos de venta ambulante... 

—¿A qué hora concluye? 

—Hasta las diez y media o las once no dejo de andar. Llego a casa. Tengo que hacer la comida, barrer, arreglar las alcobas, coser, lavar... Raro, muy raro, es el día en que tengo un ratito para descansar. Porque a las cinco y media tengo que salir de casa para ir a la Telefónica, donde friego las escaleras de doce pisos y algunos días las de quince. 

—¿Es pesado el trabajo? 

—¡Ya lo creo! Siete horas dura: desde las seis y media hasta la una y media de la noche, con descanso de un cuarto de hora para cenar. 

—¿ Y qué gana usted ? 

—Como las demás: veintiuna pesetas a la semana. 

—De modo que viene usted a ganar al día... 

—De cinco a seis pesetas. Pero como paso más horas fuera de casa que en casa, con ese dinero no puedo vivir. 


Desgracia y miseria

Al día siguiente, doña Soledad Sánchez González, que así se llama esta desgraciada señora, nos espera en su casa —Rafael Salillas, 52—. El cuarto que ocupa es pobre y triste. No hay allí sitio para nada, y por grande que sea el cuidado de la infeliz mujer, no podría evitar que parezca que sus cosillas están en desorden. 

—Mire usted— me dice doña Soledad, enseñándome unas cuantas papeletas—: hoy una cosa, mañana otra, voy empeñándolo todo... Desde hace cinco días no tengo luz; debo algunas mensualidades... La casa, igual... Cualquier día... ¡Ay, señor!... ¡Y pensar que una ha vivido con holgura! 

—¿Es usted de Madrid? 

—No, señor. De Piedrahita, donde mi familia fué una de las más ricas y distinguidas del pueblo. Desde los quince a los veintidós años viví en Santa María del Berrocal. Allí me casé con el secretario del Juzgado. Al advenimiento de la Dictadura destituyeron a mi marido. Tuvimos que venir a Madrid. Y comenzó nuestra desgracia. Al cabo do algún tiempo mi marido fué oficial de mesa en el Juzgado del distrito de la Universidad, al lado de don Gerardo Doval. Pero murió... Después, mi hijo, mozo ya, que tenía un buen empleo. Luego, mi hija... ¡Era ya una mujer!... 

—¿Cuántos hijos tuvo usted? 

—Nueve, y me quedan tres. Una chica de diez y ocho años, que hace diez meses que no la veo porque está con unos tíos suyos; un chico de diez y seis años, aprendiz de mecánico quirúrgico, y el pequeño, que aún no tiene trece años... ¡Ya le verá usted! Estudia ya asignaturas del tercero y del cuarto curso del Bachillerato. 


"Este será el báculo de mi vejez..."

—¿Cómo es eso? —preguntamos extrañados. 

Doña Soledad sonríe, sale a la calle y llama: 

—¡Celsito! 

En seguida llega, juguetón y jadeante, un simpático chaval, que al vernos adquiere la seriedad sin apuro ni azoramiento propia de un hombre seguro de sí mismo. Poco después hablamos con él como con un amigo, y nos contesta con una rapidez y un aplomo admirables: 

—Me llamo Celso Hernández. Estudio en el Colegio de San Isidoro gratuitamente, gracias, no a lo que yo valga, sino a la bondad del director del colegio... Empecé los estudios del Bachillerato en octubre de 1933. Llegó junio de 1934, y como no teníamos dinero para adquirir los derechos de examen, pues... me quedé para septiembre, como los del pelotón de los torpes. En septiembre ya habíamos reunido dinero, y me presenté a examen de todas las asignaturas de los dos primeros cursos. Tuve buenas notas. Ahora, cuando llegue junio, si tenemos dinero, terminaré el tercer curso, y en septiembre el cuarto. Si no tenemos, ¡a esperar otra vez! A mí me parece que voy a tener una carrera sin poder ostentar ningún título... Mire: no puedo cursar dibujo porque necesito un estuche con compases y tiralíneas y no tengo dinero para comprarlo... Y es lo que más siento. Porque a mi me gusta mucho el dibujo. Mi plan es el siguiente: ahora me hago bachiller, y después, arquitecto, para que ya no le falte nada a mi madre... 

—¿Estás contento en el colegio? 

—¡Contentísimo! Si no fuera por el director... A veces me ayuda hasta a lograr los libros. Yo siempre los compro viejos, y me veo obligado a venderlos después que sé lo que dicen. ¡Nunca he tenido un libro nuevo! 

La madre, que le escucha con satisfacción, emocionada, añade: 

—Está en el colegio desde las ocho de la mañana a la una de la tarde. A veces se pasa la tarde allí. Estudia mucho. Y ¿sabe usted dónde? Pues debajo de la lámpara del portal de la casa, porque nosotros no tenemos luz... 

Hablamos después con algunos profesores del muchacho. Todos le elogian. Y oyendo sus palabras, nos parece que recobra su valor prístino esta frase con que doña Soledad alaba a su hijo: —Este será el báculo de mi vejez... 


J. García Pradas
Estampa, 25 de mayo de 1935







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