Sería preciso mirar a España y
a su suceso desde lejos, desde todo lo lejos que nuestra condición de españoles
lo permita, aunque cordilleras y océanos se interpongan entre su tierra y
nuestro paso. Mirar con perspectiva, no de espacio, sino de tiempo y de
objetividad intelectual lo que en ella sucede, para descubrir su profunda
realidad, para tocar la médula viva y abarcar así el sentido histórico de lo
que en ella está ahora pasando.
Hacía siglos que en España, al parecer, no pasaba nada. Viajeros
insolentes recorrían su suelo para hacer arqueología. Pero ni eso conseguían
hacer al fin. El vivo rumor que corría bajo la aparente quietud española, los
cogía infiltrándose en su fría mirada clasificadora y les trastocaba el
propósito. Estaba muy cerca, por otra parte, la huella de lo español en el
mundo; huella que quemaba o escocía aún, aunque los científicos viajeros no
quisieran reconocerlo.
Habían otros hombres que querían analizar esta huella de lo español en el mundo, reconociéndola ya de antemano. Pero, pocos o ninguno con
objetividad apasionada, que es lo que suele dar resultado en estos casos. Y los
españoles, peleándonos enconadamente mientras tanto, mientras decían que en
España no pasaba nada; aborreciéndonos y hasta matándonos por el sentido de esa
huella. Los combatientes no estaban ciertamente situados en el mismo
plano, ni peleaban con igual ansia de rescate de la verdad nacional. De ser
así, nos hubiésemos, al fin, entendido, y si no entendido, hubiéramos podido
convivir aun peleando. Y ya se ha visto que no; que no era posible convivir:
que existe una incompatibilidad esencial y decisiva, como de especies humanas
distintas o, tal vez, de una especie humana y otra no humana todavía, y que una
u otra tienen que ser anonadadas.
Ellos, los a sí mismos llamados tradicionalistas, se ponían en la
trágica y cómica situación de únicos herederos de esta huella de España en el
mundo y los únicos sabedores de su sentido, bien simple y pobretón por cierto,
según su exégesis. Ellos eran España y toda su obra en el pasado. Y como esta
obra había alcanzado tan grandes magnitudes, no había ya que pensar en realizar
otras en el porvenir. El futuro era simplemente un cartelón que al par de
«tapar la calle para que no pase nadie» era la pantalla grotesca donde se
proyectaban deformadas, como de pesadilla, las figuras del glorioso y lejano
pasado, no tal cual era, sino tal cual salían de la pobrísima imaginación de
estos herederos de la tradición.
Y así, nos hicieron un pasado de pesadilla, que pesaba sobre cada
español aplastándole, inutilizándole, haciéndole vivir en perpetuo terror.
Pocos españoles habrán dejado de temblar ante la figura de Felipe II, por
ejemplo, sintiéndose como «infraganti» de no se sabe qué falta tremenda.
Pero también, y por lo mismo, nos habían dejado sin futuro, y así íbamos viviendo los tristes españoles en un laberinto empapelado
de figuras grotescas, en un terrorífico cuarto de espejos donde
aparecían y desaparecían imágenes de ensueño apesadillado. Y se nos había
convertido en una encerrona y era preciso derribar muchos tabiques para salir de ella.
De esta angustia de vivir en laberintos de fantasmas históricos, nace la rebeldía del español ante su historia y ante su tradición; ante lo que le querían hacer creer que eran historia y tradición, y que no lo eran, porque carecían de tiempo; no transcurrían ni sucedían, sino que estancadas se habían convertido en espectros de sí mismas. Y surge la animosidad y hasta la odiosidad contra ellas porque nos impedían vivir. Había
que librar a España de la pesadilla de su pasado, del maléfico fantasma de su
historia.
Se arremetió contra los fantasmas. «Hay que cerrar con siete llaves el
sepulcro del Cid». Surgió la crítica implacable contra el ayer, queriendo
olvidarlo en un utopismo adánico. Se confundió en la arremetida, el fantasma de
la historia con la historia misma, y se creyó que podríamos vivir sin ella. Y
el español entonces, por librarse del fantasma, se queda en el desierto, que
tampoco es la vida.
Pero este español que se queda en el desierto no es el pueblo, sino el
intelectual y el burgués liberal, si lo ha habido. El pueblo no puede quedarse
nunca en el desierto porque él lo puebla con su presencia, con sus voces, con
las figuras que su imaginación conserva de días más afortunados. El pueblo, en
su perenne infancia, vive de imágenes, pero su vejez, su vejez joven, su
persistencia le proporciona el recuerdo de las imágenes ya idas. Y recuerda lo
que el intelectual, por afán de aprender, ha olvidado. También inventa, con
fragancia nunca marchita; repite recreando las antiguas creaciones de poetas y
artistas y hasta de filósofos de días de aurora. El pueblo nunca está solo.
Nunca está solo el pueblo; pero ha permanecido peor que solo mucho tiempo en
España: mal acompañado. Todavía había gentes —estas de la tradición— que se
dirigían a él teniéndole por suyo. No suyo porque creyeran en su adhesión, sino
suyo como cosa, como objeto. Y algunos intelectuales revolucionarios —sedicentes
revolucionarios como los otros se decían tradicionalistas— se permitían
igualmente hacer al pueblo objeto de sus discursos y elucubraciones.
Y esta es justamente la mayor perversión: hacer objeto a lo que como el pueblo
es el máximo sujeto de la historia. Sujeto porque es a quien pasa todo lo profundo
y esencial que pasa aunque un individuo genial lo preceda y porque es quien
realiza todo lo que pasa y nada puede pasar sin él. (Por eso sus enemigos «no
pasarán».)
Y así, mientras el pueblo seguía su vida de imágenes, su vida de historia
verdadera que crea porvenir, su memoria de imágenes, comienza la pelea entre el
intelectual liberal y el llamado tradicionalismo; entre la voz que clama en el
desierto y los que movían los figurones de cartón metiéndose bajo ellos para
asustar.
Entre ambas cosas el desierto de la historia en que se había quedado el
intelectual y las figuras grotescas de los tradicionalistas, España,
estancada, no podía expresar, dar forma histórica a los ímpetus de su sangre,
al latir incesante de su aliento... Y así vemos todas las luchas del siglo XIX
como un caudal de sangre que se estrella buscando la salida. La historia
española del XIX es puramente sangrienta; sangre que quiere alcanzar su sentido
y su expresión. ímpetu ciego casi siempre sin voz y sin figura.
Y en estas peleas sangrientas el español anda buscándose a sí mismo. Da su vida
para ver quién es y qué es. Los tradicionalistas para corroborar la falsedad en
que se han metido, y esperando con su sangre hacer verdad los figurones
grotescos. Los liberales, por desesperación y asfixia, por hallar una salida
refugiándose en el destino heroico individual.
Se ha hablado del individualismo español como de algo congénito y permanente,
cuando la realidad es que este individualismo exasperado sólo aparece cuando
la sociedad española, su historia actual, se ha quebrado; cuando el español se
siente en el desierto y se refugia en sí mismo, en su valor para afrontar la
muerte buscándola por nada, corriendo hacia ella para comprobar su condición
humana, de hombres capaces de morir como hombres, esto es, moralmente.
¿Qué es España?, es la pregunta que el intelectual se hace y se repite. Se le
ha hecho a la cultura española el reproche de no haber fabricado una metafísica
sistemática a estilo germano, sin ver que hace ya mucho tiempo que todo era
metafísica en España. No se hacía otra cosa, apenas, en el ensayo, en la
novela, en el periodismo inclusive y tal vez donde más. No le va al español el
levantar castillos de abstracciones, pero su angustia por el ser de España, en
la que va envuelta la angustia por el propio ser de cada uno, es inmensa y
corre por donde quiera se mire. No tiene otro sentido toda la literatura del
noventa y ocho y de lo que sigue.
Y como esa soledad en que el hombre de quehaceres individuales (el intelectual),
se ha quedado, proviene de la soledad en que todos se habían quedado en España
con respecto al pasado y a la tradición, al hecho terrible de no tener al día
la tradición, hay en consecuencia una falta de espacio y perspectiva, de
ordenación de valores que hace identificarse a cada uno de los intelectuales
españoles con España misma. Caso típico D. Miguel de Unamuno; creía que él era
España y por eso no temía equivocarse ni creyó que tendría que dar cuentas a
nadie; él mismo era el tribunal y el pueblo.
Si comparamos nuestra situación hasta hace medio año con la de otro país
europeo, Francia, por ejemplo, encontramos que para un francés no es
problemático su pasado; no tiene para él ese sentido de enigma mudo, lejano,
como una cultura que ya acabó, sino que sigue fluyendo por su entre presente;
tiene hoy porque tiene ayer, y en su virtud, tiene mañana también. Pero entre
nosotros el tiempo se había trastocado. Y es ahora, en esta lucha a muerte del
pueblo español contra su pasado de pesadilla, contra el cartelón del crimen con
que querían aterrorizarle para que no se moviera; es ahora cuando vamos a
encontrarnos de verdad con el pasado y cuando la tradición brota de nuevo y se
reencarna en el hoy. Hoy España vuelve a tener historia. La lucha sangrienta
de ahora se diferencia de las del siglo XIX en que entonces no se había
alcanzado un sentido social, un sentido histórico, sino que era el individuo
liberal, el romántico, el que daba la vida para que la muerte no le cogiera.
Hoy el español muere para vivir, para recuperar su historia que le falsificaron
convirtiéndola en alucinante laberinto. Muere por romper el laberinto de
espejos, la galería de fantasmas en que habían querido encerrarle, y
recuperarse a sí mismo, a su razón de ser.
Desaparecerá de una vez para siempre la arqueología sobre España y las disputas
sobre su huella en el mundo. La huella de ahora es surco que penetra tan hondo
en la naturaleza humana que alumbra zonas casi inéditas del hombre, aunque
profetizadas y presentidas. Una nueva revelación humana que nos hace a todos
reconciliarnos con la vida a través del sufrimiento y de la muerte.
María Zambrano
Hora de España, Abril de 1937
No hay comentarios:
Publicar un comentario