María Zambrano Alarcón (Vélez-Málaga, 22 de abril de 1904 - Madrid, 6 de febrero de 1991) |
María Zambrano ve la última luz del ocaso madrileño como
una cicatriz sobre los tejados de la gran ciudad. Una cicatriz verdosa y dorada
a un tiempo que es como el resumen de toda la luz, de toda su vida. «Esa luz,
esa luz...», repiten sus labios. En esta tarde ardorosa de primeros de mayo la
vida de María Zambrano se mantiene —como la cuerda de un arco— tensa y lúcida
entre dos extremos: el de esa luz última del ocaso y el de unas fotografías de
su primera edad, que descansan a su lado, sobre una mesa, junto a la taza de
té; fotos que ella remueve y selecciona, de vez en cuando, con las yemas de sus
dedos, delicadamente.
—¿Qué edad tenías aquí, María?
—Seis meses. Quizá ya por entonces hacía yo un viaje en
brazos de mi padre; un viaje que iba desde el suelo hasta la frente de mi
padre. Eso ha sido decisivo para mí. Yo no podía ir ni más arriba ni más abajo.
Era mi viaje, mi ir y venir.
—Hay un testigo de esos viajes, un limonero. ¿Qué papel
juega ese árbol?
—El limonero estaba en el patio de mi casa natal, en Vélez–Málaga.
Mi padre me subía hasta sus ramas y yo recuerdo la sensación de los frutos
rugosos y del perfume en mis mejillas.
—El limonero podía ser, en cierta medida, «axis mundi», un
eje sagrado...
—Tal vez, tal vez. Es algo muy importante en mi vida. Mira,
ésta también soy yo, a los dos años, vestida de gitanilla.
—La persona de tu padre supone mucho en tu vida.
—Sí. Él va también unido a mi nacimiento. Sí en nuestras
vidas cuenta la muerte es porque es como un último nacimiento visible, un
nacimiento a medias. A medias, porque –en esos instantes– de un lado todavía
está la vida; del otro, la muerte.
Nacimiento–Renacimiento
—Tú has hablado, en concreto, en alguna otra ocasión, de
que estuviste «muerta» y de que sufriste luego una especie de renacimiento.
—Sí, sí. Tenía cuatro años y lo recuerdo muy bien. Me
desperté, me despertaron después de unas horas. Estábamos en un pueblo de
Andalucía y el médico no pudo acudir de inmediato. Me acompañaba mi padre y una
tía mía, María, que era muy beata. Ella dejó una gran huella en mi niñez,
porque yo me sentía muy feliz en la iglesia; me sentía feliz rezando. Por
tanto, yo me sentía feliz yéndome de este mundo. Porque este mundo no lo he
aceptado del todo. Y si lo he aceptado (y con ello la Historia) es pensando en aquellas
gentes que, como Juan de la Cruz, lo aceptaron. Por tanto, si en este planeta
ha vivido Juan de la Cruz, también yo tendré que vivir. Hasta que Dios quiera.
Ahora bien, yo nunca creí que fuera a vivir tanto; yo no creí que iba a vivir
tanto...
—Podríamos decir que esta vida tan larga que se te ha
concedido es signo de algo, síntoma de que has vivido dentro de un cauce, en
equilibrio. De que has vivido en armonía con algo o con la totalidad...
—Así lo he procurado.
–Crees, por tanto, que esta larga vida es un don que debes
al equilibrio interior y no sólo a tu naturaleza física.
—Mi naturaleza física ha sido muy débil. Yo nací medio
muerta. Por eso tengo –como no sé si sabes– dos fechas de nacimiento. Nací, en
realidad, el 22 de abril de 1904, y mi padre estuvo más atento ese día a que su
hija viviera o muriese que a inscribirla en el Juzgado. Por eso, cuando él,
tres días después, fue al Juzgado, dijo la verdad. Y esperaba que le multaran,
porque ya había pasado el tiempo de la inscripción. Entonces le dijeron –esto
era en Vélez–Málaga–: «Firme usted aquí». Y él firmó sin saber que registraba
la fecha del 25. «¿Pero la multa»?, dijo el. «Ya se la mandaremos a casa», le
respondieron. Y como la multa no llegaba, mi padre fue al Juzgado otra vez.
Entonces le dijeron: «¿Pero a un caballero como usted le vamos a poner nosotros
multas?». Entonces, la niña había nacido el día 25 y la cosa ya no tenía
arreglo. Y a mi padre, que por aquellos días era anarquista –anarquista de
«guante blanco», inútil es decirlo– le resultó insufrible esa in–justicia; una
injusticia que no dañaba a nadie.
–¿El declarar que la fecha de nacimiento de su hija era
otra?
—¡Claro! Le hicieron declarar la fecha del 25, la que suele
publicarse. Pero la real es la del 22. Por eso, algunos amigos íntimos, que lo
saben, me felicitan en esta última fecha.
—Volviendo a esa armonía que te ha ayudado a vivir. Ella,
en buena parte, te la ha proporcionado el bosque.
—Bueno, si me la ha dado el bosque es porque yo ya la
tenía.
—¿El bosque era sólo un espejo?
—Era el encuentro con mi lugar. Yo me he sentido mal en
todas las partes. Y la primera de todas, en mi cuerpo. A mi cuerpo lo he
tratado con muy poca atención.
—¿Crees que el cuerpo es una cárcel para el ánima, como
ya ha dicho más de un filósofo?
—Sí. Y como cárcel lo he aceptado. De esa manera, con
resignación. Y, al mismo tiempo, con ternura. He aprendido a mirarlo con
ternura, a mirarlo con amor. Pero más a través del cuerpo del mundo, como si el
alma del mundo tuviera como cuerpo el universo.
Los orígenes
—¿Cómo se da la iniciación en ese cuerpo universal?
—La iniciación se hizo hace ya tres mil años. Yo ya he
dicho, en mis discusiones con mis amigos taurófilos, que yo no necesitaba ir a
los toros, porque lo que de ritual y de iniciático tiene esa fiesta, no es
nuevo. En los orígenes, era una especie de bautismo. En Roma hay recintos
destinados a ese fin. La sangre del toro caía sobre la cabeza humana. Esa era
la iniciación, aunque las cosas vienen de muy atrás, como he dicho.
–El toro está en los orígenes de no pocas mitologías. En
Grecia, por ejemplo...
—Sí, el Minotauro. Y Ariadna, la verdadera protagonista
Ariadna, que es la memoria iniciática. Quizá la misma que conducía a mi hermana
por ese otro laberinto que es Venecia y del que ella tanto gustaba. La versión
moderna de los toros no la quiero nombrar. Me quema los labios.
—Pero también había sangre en los orígenes...
—Sí, pero debía de servir para algo. Porque la iniciación
da sus frutos. La iniciación era algo ligado a los misterios de Mitra, del Sol.
En la Via Appia de Roma hay una maravillosa estela que a mi hermana y a mí nos
gustaba contemplar. La estela representa a un joven adolescente desnudo. Sólo
lleva una especie de capa sobre sus hombros. En una mano tiene algo parecido a
una antorcha. Y parece como si la tendiera para dar o recibir luz del sol.
Ningún desnudo me ha parecido siempre tan alejado de la exhibición. También
aquel desnudo era iniciático y misterioso. A nosotros nos gustaba detenernos al
lado de aquella estela e incluso un día nos sorprendió la policía. Teníamos por
costumbre recoger los restos de los paquetes de cigarrillos y de colillas que
había por allí y hacer con ellos una hoguera. Ese día, el pequeño fuego se
extendió y yo tuve que aplastarlo apresuradamente para que no afectara a los
árboles que aún estaban vivos.
—¿Y de Eleusis?
—De Eleusis y de sus misterios apenas se sabe nada. Ese
pueblo, el griego, tan parlanchín habitualmente, supo guardar silencio durante
siete siglos. Claro que de ellos nos hablaron Clemente y Orígenes, dos
cristianos heterodoxos.
—Quizá ese silencio que se guarda sea una de las claves,
un aspecto primordial de la iniciación.
—Sí, pero algunos disidentes supieron transmitirlos, e
incluso los injertaron en la misa, o en los oficios de los monjes. Recuerda ese
cordón que antes llevaban algunas órdenes religiosas, en vez de la correa. Sin
duda representaba el cordón umbilical que unía a la madre. Es decir, es la
salvación del incesto, totalmente transformado en filiación. El cordón señala
la filiación, la filiación que salva de cualquier forma de incesto. Y de
cualquier forma de barbarie.
—La madre que, al mismo tiempo, representaba a la tierra,
al cosmos.
—La madre representaba, sobre todo, el alma del mundo. Hay
que ir a Plotino para comprender este tema. A Plotino, otro iniciado. Hay, en
todo caso, cosas que, más que comprenderse, se sienten.
—¿No sucede esto con el orfismo?
—En efecto. Yo la figura de Orfeo, más que verla, la
siento. Orfeo es el mediador con los ínferos. Y eso sí que ha sido un gozoso y
penoso descubrimiento mío: la mediación con los ínferos. Yo no creo que se
pueda ascender sin dejar algo abajo. Por eso he aceptado el escribir, y el hablar,
y el vivir la historia. Y la oración.
—¿Acaso la oración es otra forma de música, de monodia?
—La oración va más allá de todo. Puede atravesar las
mismísimas esferas.
—Pero en aquellos tiempos míticos hay otros viajes
trascendentales, como el que nos describe Homero...
—El viaje de Ulises es decisivo. Sin él no habría cultura
en Occidente. Según la tradición, se dice que pudo estar inspirado por una
doncella, Manto, que fue hija de Tiresias el adivino. Al parecer, ella también
fue adivina, Virgilio la recuerda en alguna ocasión. Se dice, pues, que Manto
inspiraba a Homero por las noches. De su nombre proviene, según la leyenda, el
nombre de Mantua, la ciudad italiana. Todos los iniciados tienen necesidad de
una ciudad, de un lugar. A veces les es más necesario este lugar que la
palabra. Y mi padre era de esas gentes, de los que van buscando una ciudad. Y
yo –su hija– también he ido buscando ese espacio ideal. Por momentos creí
haberlo encontrado en un lugar del Jura, en La Piéce, donde viví más de diez
años, pero lo destruyó el progreso. Siempre el ciego progreso. Mi hermana murió
allí.
—Perdiste, pues, ese espacio ideal...
—Sí, ideal; pero, al mismo tiempo, un espacio habitable,
habitado. Un espacio que quizá se puede hallar en tantos otros lugares. La
ciudad o lugar de los dioses.
La noche mística
—¿La Pasión cristiana fue el fin de la iniciación?
—Yo he escrito sobre este asunto. Ahora no te lo podría
explicar mejor. Una cosa sí sé: que ya desde niña me horrorizaban las
procesiones de Semana Santa. Solamente había una imagen en Segovia que no me
impresionaba. Y allí seguirá aún. Creo que era de Gregorio Hernández, un
escultor maravilloso. Es el Cristo del Sepulcro. Blanco, blanco; el Cristo
blanco como una luna, como el de que habló Unamuno en El Cristo de Velázquez.
No siempre estos cristos maravillosos de Gregorio Hernández se parecen a la
persona de un condenado a muerte. Más bien representan a la Divinidad
sacrificada. Esa Divinidad o Verdad superior que sólo bastaba con que
descendiera para convencernos. ¡Si hubiera sido la cristiana la religión del
descendimiento...! Pero no. Tenía que ser la del sacrificio. El Cristo realista
de Montañés, con las heridas, los moratones, la sangre. España ha creído
demasiado en el verter sangre, en la necesidad de que hay que derramar sangre.
—Pero en España hay otras semanas santas que tienen otro
sentido. Como la de Andalucía. Tiene algo de...
—De todo, de todo.
—Tiene un aire como más terrestre. En ella está menos
presente el dolor.
—Yo diría que tiene un aire primaveral. En cierto sentido,
es la fiesta de la primavera. Fiesta iniciática por excelencia.
—Sin embargo, suele decirse que España no es un país de
iniciaciones.
—No, no es país de iniciaciones; ni de iniciados. Yo diría,
más bien, que es un país de místicos, y menos de lo que se suele creer.
—De la misma manera, España es también menos romántica de
lo que se cree.
—No es romántica en absoluto.
—Es realista.
—Más bien. En España todo lo que es iniciático es de origen
sufí, una herencia que se ha conservado a duras penas, como ha podido.
—Pero una parte de la mística cristiana ha bebido en el
sufismo, aunque, en muchos casos, haya sido indirectamente.
—Bueno, por lo menos la de San Juan de la Cruz, aunque
quizá él mismo no llegó a ser consciente de ello. Y Molinos, también Miguel de
Molinos.
—Siempre tenemos que tener presente la España de las tres
culturas.
—Por supuesto. La más iniciática es la árabe. Allá donde
hay agua hay iniciación.
—Y jardín.
—Claro. La misma Alhambra es un monumento iniciático. Hay
que saberlo recorrer. Y el Generalife, sus jardines. Pero, luego, también
tenemos el jardín interior, como los que, a veces, encontramos en Castilla. Es,
en cualquier caso, el paraíso cerrado para muchos.
Dante
—Estamos hablando de los místicos, pero nos hemos dejado
atrás a Dante Alighieri.
—¡Ah, Dante...! La Vita Nuova es el gran texto inspirado,
iniciado. Mucho más que la Commedia. La Commedia está –yo no diría «manchada»,
es muy fuerte decirlo– está habitada por la Historia. Ahora bien, el espacio de
la Commedia es como un cono, en cuyo centro, abajo, se halla la criatura
inmunda, Satán, el que descendió por la luz. Y ahí está la relación entre la
luz y la gravedad. Por haber robado la luz cayó en el centro de gravedad. Para
mí, esas vueltas del poema de Dante, en las que se van examinando pecados y
pecadores, son como un sacacorchos. Es como si, a medida que los seres se van
desprendiendo de sus culpas, tuvieran que «mondarse» el corazón. Por eso, cuando
llegan al centro, donde se encuentra la criatura inmunda, lo que le dice a
Virgilio –¿o se lo dice Virgilio a él?– es que se dé la vuelta. Van a pasar del
infierno al purgatorio. Y esa vuelta necesaria –la simple voltereta que dan los
niños– es la iniciación. En ese momento se invierte el centro de gravedad. En
vez de tenerlo hacia abajo, se tiene hacia arriba.
—Pero ¿cómo dar en realidad, lejos de simbologías, esa
vuelta?
—¡Ah, si yo lo supiera...la habría dado! Porque yo no creo
haberla dado. Quizá lo primero que haya que hacer es estar exento, no hallarse
atado. Porque el que está atado –como, por ejemplo, una estatua, un ser adosado
o sujeto a una base– no puede darse la vuelta. Para darse la vuelta hay que
estar exento, hay que haberse librado de todo cuanto encarcela.
—Hablabas de la «Vita Nuova». Es curiosa la fusión que en
este libro se da entre prosa y verso.
—Es una maravilla, es el ideal. Ya he dicho que para mí es
una obra que está por encima de la Divina Comedia. ¿Y qué decir de la figura de
Beatriz en esas páginas? Ese halo del libro se sabe que proviene del Islam.
—Hay escritos sobre esa influencia.
—Sí, Asín Palacios, por ejemplo, el arabista español.
Personalmente él era una persona muy cerrada, pero hizo grandes descubrimientos
en este terreno. El escribió La escatología musulmana en la Divina Comedia.
Pero ya digo que la esencia de Dante resplandece más en la Vita Nuova.
—Se puede hablar, en cierto sentido, de una forma de
misticismo.
—Bueno, en realidad el místico no sabe, ni quiere saber, ni
puede saber. La máxima claridad de la mística está en San Juan, no en Santa
Teresa. También está en Molinos, como ya hemos dicho, pero él no siguió el
camino de la poesía. Aunque también escribió, y habló.
—Él ha pasado a la historia como el gran heterodoxo.
—Sí, pero lo mismo podría haberse dicho de San Juan. Hay
páginas de Molinos y de San Juan –por ejemplo, hablando de las nadas– que son
idénticas, y es probable que tuvieran un mismo origen. San Juan de la Cruz fue
tan discreto que se murió a tiempo. Si llega a vivir dos años más le hubieran
quitado el hábito. Tuvo una gran discreción externa: la de saber morir. Además,
como se sabe, su poema se publicó gracias a Ana de Jesús –primero en Burdeos y
luego en París–, a quien está dedicada la prosa y a quien regaló dos
ejemplares. En la primera edición de las Obras Completas no aparece el
«Cántico». La edición francesa tuvo, por cierto, un prodigioso traductor.
—También en el «Cántico» aparecen fundidas poesía y prosa,
como en la «Vita Nuova».
—Claro, es otra vez la obra perfecta.
—El comentario a los poemas, ¿coarta el texto o lo
complementa?
—Yo creo que lo complementa. Y que, a veces, dice hasta
otra cosa.
—Es, en cualquier caso, un deseo de fundir los géneros.
—Y un ejemplo de unidad de pensamiento, que se da como
rescate. Y de música, y de número, y de figura. Él lo expresó de manera
sublime: «...mira que la dolencia/de amor, que no se cura/sino con la presencia
y la figura.»
—El caso es que ese tipo de «ansias» a veces se paga con
la vida.
—Ahí está Giordano Bruno. Porque además esta clase de saber
produce una grande inocencia. Y, a veces, una grande imprudencia. El
alquimista, el que encuentra la piedra filosofal (o está a punto de
encontrarla) debe callar. Y llegar a tener una naturaleza rescatada. La finalidad
no es el oro, sino el rescate de la aurora primordial en el hombre, de la
naturaleza primordial.
Ortega
—Tú tienes un libro todavía inédito, «La Aurora». ¿En qué
medida has ido en busca de esa naturaleza?
—Yo siempre he ido al rescate de la pasividad, de la
receptividad. Yo no lo sabía, pero desde hacía muchos años yo también andaba
haciendo alquimia. La cosa comenzó hace ya muchos años. Mi razón vital de hoy
es la misma que ya aparece en mi ensayo Hacia un saber sobre el alma, libro que
se va a reeditar. Yo creía, entonces, estar haciendo razón vital y lo que
estaba haciendo era razón poética. Y tardé en encontrar su nombre. Lo encontré
precisamente en Hacia un saber sobre el alma, pero sin tener todavía mucha
conciencia de ello. Yo le llevé este ensayo, que da título al libro, al propio
don José Ortega, a la Revista de Occidente. Él, tras leerlo, me dijo: «Estamos
todavía aquí y usted ha querido dar el salto al más allá.» Esto lo cuento por
primera vez, es inédito.
—¿Podemos decir que en esta anécdota tiene su raíz el que
hayas sido considerada no sólo alumna predilecta de Ortega, sino también su
alumna más heterodoxa?
—Exactamente. Desde ese mismo momento. Yo salí llorando por
la Gran Vía, de la redacción de la Revista, al ver la acogida que encontró en
don José lo que yo creía que era la razón vital. Y de ahí parten algunos de los
malentendidos con Ortega, que me estimaba, que me quería. No lo puedo negar. Y
yo a él, pero había... como una imposibilidad. Es obvio que él dirigió su razón
hacia la razón histórica.
Yo dirigí la mía hacia la razón poética. Y esa razón
poética –aunque yo no tuviera conciencia de ella– aleteaba en mí, germinaba en
mí. No podía evitarla, aunque quisiera. Era la razón que germina; una razón que
no era nueva, pues ya aparece antes de Heráclito. No ya como medida, sino como
fuego, como nacimiento: la razón naciente, la aurora. Es curioso, Ortega tenía
también un libro que no llegó a publicar, La aurora de la razón vital. Luego
puede decirse que no faltaban las coincidencias. Los dos seguimos el rastro de
la aurora, pero cada uno de una aurora distinta. (O de la misma, pero vista de
otra manera.) Sí, Ortega era también un hombre de la aurora.
—Volvamos un poco atrás para seguir nuestro repaso en el
tiempo. Tú antes hablabas de que no se debía comunicar cierto tipo de
conocimiento...
—Es precepto que el iniciado que sabe que lo es ha de hacer
con los bienes que le produce esa iniciación un uso totalmente desinteresado.
—¿Y viene algo que ver ese silencio con las «nadas» de los
místicos?
—Tiene que ver. A Molinos en realidad no le condenaron
porque hubiera sido escándalo para determinadas órdenes religiosas. Pero no
dudaron en condenarle a varios años de silencio. Yo he escrito detalladamente
sobre Molinos, y su Guía espiritual ha sido uno de mis libros, sin yo saberlo;
es decir, por ser, no por conocer.
—¿Por sintonía?
—Eso es, por sintonía. Y entonces, para el iniciado que lo
sabe ser, la vida puede durar indefinidamente. Me refiero a que rescata la
naturaleza originaria. Luego, es lógico, se tiene que ir. Se tiene que ir,
aunque no muere, transita como la luz.
Renacimiento
—Pero es curioso que más o menos en la misma época, e
incluso antes, en Italia haya otro tipo de iniciados que acceden a la verdad
por otros caminos.
—Sí, te refieres al Renacimiento. El lirio de Florencia
también es iniciático. Florencia fue cristianizada por unos monjes llegados de
Irlanda. O sea, que religión e iniciación tampoco están reñidas en este caso.
Pero ahí está ese sentido diferente de la ciudad, de la ciudad–flor. Su nombre
tiene un doble sentido, como el de Roma. (Roma, para la gente normal; Amor para
los medio iniciados; Floralia para los iniciados.) Fue prodigioso que en la
misma ciudad coincidieran personajes como Pico della Mirandola, Lorenzo, su
hermano, Ficino. Ellos traducen a Platón, que acaba teniendo muy presentes los
números, las matemáticas. También la iniciación está cerca del número. Ahí
están Pitágoras y Leibniz, quien nos dijo que «Dios, calculando, hizo el
mundo». Lo cual ha sido interpretado en distintos sentidos, olvidando que él
era un Rosacruz, que el emblema de Leibniz era la rosa y la cruz. Pero, volviendo
a Florencia, diremos que es una ciudad fundada por iniciados. Porque el
iniciado necesita fundar para que haya –además de la ciudad vulgar, de la
ciudad hecha por interés y para el interés– la ciudad copia de la ciudad
celeste.
—El arte juega en Florencia una función primordial.
—Las artes (y mucho más en esta ciudad) son medios
preferidos de la iniciación. De todos los artistas de aquel período yo me
quedaría con Piero della Francesca. A mi me parece el más iniciado. Incluso más
que Fra Angelico. Como antes Platón, como Leonardo, son seres que siempre
acaban en la matemática. Y no hay que olvidar tampoco a Botticelli, aunque él
más que un iniciado era un enamorado. Por eso fue vencido. El enamoramiento
busca, obedece, pero puede ser vencido. La iniciación, no. Porque la iniciación
es entrega total, obediencia también, pero profunda.
—Lo mismo podríamos decir de la arquitectura.
—Sí, también en Florencia ella es algo especial. Yo
conservo un recuerdo imborrable de mi visita al Palazzo Vecchio.
Gracias a la Unesco, en el año 1950, tuve ocasión de
representar a España en un encuentro que se celebró en Florencia. Representé a
España (que allí, en realidad, no estaba representada) porque sustituí al
embajador de Guatemala, que no pudo acudir y que era el verdadero representante
de los países de habla española. (Entre otras cuestiones, en aquel congreso se
intentaba que el español fuese declarada lengua oficial de la Unesco.) El caso
es que yo acudí a algunos de los actos y también a alguna de las fiestas que me
interesaban. Recuerdo que acudí a un baile que se celebró en el Palazzo. Fue
una maravilla la subida por aquella escalinata bordeada con los pajes vestidos
de lirio y con un candelabro encendido en las manos.
Venecia
—Venecia, por el contrario, es otro mundo.
—Venecia fue para mí una grandísima revelación. Yo me
sentía florentina. Por eso, cuando llegué a Italia, mi hermana, que había
estado allí, me dijo: «Espera que veas Venecia.» Cuando llegué allí –nunca lo
podré olvidar– mi hermana y yo fuimos enseguida a la plaza de San Marcos y en
el preciso momento en que sonaban en el campanile las doce de la noche, que por
cierto también es una hora iniciática. Y volaron las palomas en la noche. Y, al
día siguiente, volví sola allí mismo, a las doce del mediodía. Me senté en el
Café Florian y experimenté algunas de las experiencias más maravillosas de mi
vida.
—¿De qué crees que es símbolo Venecia?
—Era. Ahora la están destruyendo. Mi hermana conocía la
ciudad de memoria. Con ella se podía ir a cualquier parte. Yo le decía: «Deseo
ir a tal sitio.» Y ella me decía: «Por aquí.» Nunca teníamos que retroceder,
algo que es tan frecuente entre los viandantes de Venecia. Porque esa ciudad
tiene algo de laberinto. Y ella siempre sabía encontrar la salida del
laberinto.
—Un laberinto frente al mar, que no deja de ser otro
laberinto.
—Laberinto
del mar. Porque hay que tener en cuenta que Venecia es también su archipiélago,
tan influido por lo bizantino, por lo griego. De ser de alguna parte, Venecia
es griega. Pero griega iniciática, no filosófica. Porque lo que más se ha
opuesto a la iniciación es la religión oficial y la razón oficial. Y en ella no
se dan estos imperativos. La Basílica es de inspiración griega, como los
caballos de bronce que hay arriba, traídos de Constantinopla por uno de los
dogos.
Romanticismo
—Los románticos europeos se encontraban
bien en ella, en la ciudad.
—Sí, Goethe, Byron... Pero a mí, por
ejemplo, el romanticismo de Lord Byron me parece un poco de latón.
—Era un poco como el nuestro, como el
español...
—Digamos que un poco más fino que el de
Espronceda. Toda la vida de Byron está llena como de imitaciones. Hacía cosas
absurdas, falsas, como aquella de encerrarse en una especie de habitación o
celda de condenado que tenía una salida o trampa que daba al canal. No parece
complicado encerrarse voluntariamente allí cuando se sabe que hay una salida,
que basta dar un golpe en la puerta y salir. El Romanticismo esencial no es el
de Byron, sino el alemán, el de Schlegel, el de Schelling, y quizá el del
primer Goethe.
–Goethe sufre en Italia una especie de
transformación.
—Goethe se salvó en Roma. Quiero decir que
si no es acogido por Roma, si no encuentra su iniciación en Roma, hubiera
acabado como Werther, su personaje; se hubiera suicidado. Para algunos seres,
la alternativa es: o encontrar algún tipo de iniciación o el suicidio. Algún
tipo de iniciación, aunque no se sea muy consciente de ella.
—A veces la iniciación está, digamos,
«teñida» de razón...
—Claro, de razón vital, verdaderamente
vital, «viviente».
—Y ¿qué es lo que pudo encontrar Goethe en
Roma?
—Eso está relatado en sus Memorias.
Encontró, entre otras cosas, a una ramera; una ramera a la que él no dejaba de
mirar. Ella le dio una cita escribiendo su dirección sobre la mesa. Y el
acudió, y conoció el amor carnal, que le salvó del amor abstracto.
—¿Qué dirías, esencialmente, del
Romanticismo como movimiento?
—Es el descubrimiento de la razón de la
poesía, pero sin exasperación.
—¿Descubrimiento o redescubrimiento de la
poesía?
—Descubrimiento en ese preciso momento. El
romántico auténtico se salva siempre. Se salva del suicidio, aunque no de la
locura, como le sucedió a Hölderlin. Y en ese proceso interviene mucho la
mujer.
—Es decir, que en el Romanticismo, rasgos
como los del suicidio o la locura aparecen superados.
—Eso es; es todo un proceso de superación. A
veces en el tiempo. Se paga con el paso del tiempo el haber conocido ciertas
verdades, el haber encontrado a Diótima, el haber hallado la llama.
—Tú has escrito sobre Diótima y muy bien.
—Sí, tengo un ensayo sobre ella que te envié
a ti, cuando aún estaba inédito...
Leopardi
—Hablabas antes del poder de la plegaria.
¿Cabe quizá entender también el poema como oración?
—¡Claro! Y esto no es ningún descubrimiento
mío. En Francia, Henri Bremond escribió tratados sobre ese tema concreto: la
poesía pura, poesía y oración... Pero esta cuestión no tiene nada que ver con
España, en donde poesía y oración tienen otros sentidos. Ya hemos dicho que
España es un país anti–iniciático.
—¿Y qué dirías de Leopardi?
—La prosa de Leopardi es maravillosa, como
su poesía. Mi padre y mi hermana eran leopardianos. Mucho más que yo. Porque yo
me daba cuenta de que por el camino de Leopardi se daba completamente la
espalda a la Historia. Y, para mí, la Historia ha sido mi cruz, la cruz que
todo hombre debe llevar. ¿Tú sabes que me ofrecieron La Ginestra, la casa en la
que Leopardi pasó parte de sus últimos días?
—Sí, lo sé. ¿Habría sido quizá toda tu vida
otra, de haber aceptado el vivir allí?
—Era mi hermana la que, en realidad, tenía
que haber vivido en ella. La historia es complicada... Porque La Ginestra
pertenecía a un comité presidido por Helena Croce, la hija de Croce, persona
muy inspirada pero que –teniendo tanto poder– no ha sabido administrar. (Esto,
en mi boca no es un reproche: es un homenaje.) Ella presidía ese comité
destinado al rescate de las obras de belleza, naturales e históricas. ¿Y qué
pasó? Tuvo la genial idea –porque las ideas pueden ser prácticas sin dejar de
ser poéticas, al contrario de lo que algunas personas piensan– de que habitara
la casa con mi hermana y mis gatos. Los gatos fueron la causa de que a mi
hermana y a mí nos expulsaran de Roma, ¡Figúrate, Roma que es precisamente la
ciudad de los gatos! Allí ha habido personas que han llegado a tener hasta cuarenta
gatos. Y a nosotras nos perseguían porque teníamos diez, y porque les dábamos
de comer, siendo éste uno de los ritos de Roma. Roma es la ciudad de la loba y
del gato. El gato fue llevado, como se sabe, por Cleopatra y algunos pensaron
que eran pequeños tigres. Fellini, que sabe mucho de Roma, mostró en una de sus
películas el rugido de la loba y un gato al que se le ofrece un plato de leche.
Se ve que mi hermana y yo –especialmente ella, que se sentía romana– cumplimos
con el gato, pero no debimos de cumplir con la loba. Por eso, abandonamos
Italia. Luego, en el Jura, en La Piéce, además de gatos teníamos perros.
—Bueno, habiendo llegado a Leopardi y al
Romanticismo creo que ya está todo dicho, aunque no hemos hablado de Machado...
—Sí, don Antonio. Y su Abel Martín y su Juan
de Mairena, que son la ironía, el contrapeso, una grandísima burla, una
estrategia. Mi padre decía: «Estos poetas son grandes estrategas», refiriéndose
a Machado. Cuando se cita al Machado filósofo, pensador, se tiende a separarlo del
poeta. Pero a éste no se le puede ignorar ¿verdad?
—En consecuencia, la palabra iniciada va
saltando caprichosamente de la poesía al pensamiento.
—Salta sin capricho ninguno. ¿Recuerdas
estos versos?: «Olivo solitario/lejos del olivar, junto a la fuente,/olivo
hospitalario/que das tu sombra a un hombre pensativo/y a un agua transparente.»
Ahí fundió Machado la poesía y el pensamiento.
—Pero habías dicho que el iniciado no debe
hablar.
—Sí, el iniciado no debe hablar. En el
momento en que habla y da su palabra, viene crucificado.
—¿Crucificado por su propia palabra o por
la Historia?
—Por la Historia, es el Ecce Homo.
Antonio Colinas
Publicada en Revista Prometeo Núm. 70, Junio de 2005
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