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3305. Las dos Repúblicas. El 11 de febrero y el 14 de abril




Conmemorar el 11 de Febrero de 1873, dia de la proclamación por mayoría de votos, en la Asamblea Nacional que así llamamos al Senado presidido por don Laureano Figuerola, y al Congreso que presidía don Nicolás María Rivero, reunidos, era un modo de exteriorizar la continuidad en el republicanismo, la persistencia de la fé en las ideas republicanas. La persecución al federalismo del Gobierno que con denominación de República había formado el traidor capitán general de Castilla la Nueva don Manuel Pavía y Alburquerque, perpetrador del golpe de Estado de 3 de enero de 1874, convertía en acto valeroso, abnegado, la conmemoración, y ese rabioso antifederalismo del poder público y la prohibición dictada por el primer gobierno (presidido por Cánovas del Castillo) del rey restaurado en el trono por abdicación de su madre, la que fué reina hasta la batalla de Alcolea, dieron a la festividad republicana matices de religión nueva y perseguida, de secta secreta, también perseguida. Al advenimiento de los liberales al poder se abrieron las puertas de los teatros, de los casinos y de las fondas, para los republicanos, que con mítines, asambleas, veladas, conferencias y banquetes celebraban su fiesta de Navidad, el natalicio de la primera República. 

Se aprovechó el once de Febrero para concertar coaliciones, alianzas, fusiones, uniones; para analizar las causas de la efímera vida y trágica muerte de la forma de gobierno republicana, institución que diputábamos y seguimos considerando esencial en el sistema democrático y la más acorde con la dignidad humana, la paz de las naciones, la soberanía de los pueblos y el progreso incesante de la humanidad. 

La muerte de los hombres del 73, de los que llamaron en su tiempo republicanos de la víspera, el desgaste que causa el tiempo y el influjo de la libertad, fué debilitando la importancia de la conmemoración anual, ya un poco rutinaria, hasta que la elevó y devolvió su primitiva trascendencia la dictadura de Primo de Rivera, quien prohibió los primeros años de su poder las conmemoraciones del once de febrero y las toleró después con restricciones que fijó en una de aquellas notas que le dieron cómica reputación. 

Acogiéndose los republicanos a la tolerancia del Dictador, celebraron cuatro seguidos actos conmemorativos, alguno, como la cena verificada en la Escuela Nueva de Madrid, situada en la misma casa que servía de redacción a la revista «España», de indudable trascendencia política. 

Y llegamos al 14 de abril de 1931, a la proclamación de la República que no enumero, que no llamó segunda, porque la considero definitiva forma de Gobierno en el Estado español. 

El 14 de abril de este siglo XX redujo a una mera evocación histórica la solemnidad del once de febrero del año 73 del siglo XIX. Se respeta a los precursores, se ensalza a las grandes figuras del republicanismo histórico; pero se huye de caer en sus mismos yerros y se pone el mayor cuidado en no imitar los actos de aquellos antecesores, dignos todos de respeto y acreedores muchos a la admiración de sus descendientes, de sus discípulos. 

Llegó a ser lugar común, muletilla y tópico de cuantos hablaban o escribían en los aniversarios del día once de febrero de 1873 al determinar la culpa del que podemos llamar fracaso a fin de efectuar la necesaria enmienda si queríamos merecer la República. Conformes en el propósito de enmendarnos, discrepamos al fijar responsabilidades y analizar culpas. 

Los más aplaudidos en los discursos mitinescos y los más celebrados, al brindar en los banquetes, eran los oradores más simplistas, los que acusaban rotundamente a uno solo de los factores; a los que fueron ministros de la primera República y eran después del 3 de enero jefes de los partidos republicanos, a los cantonales y a los autoritarios, conservadores y posibilistas. 

Había también quienes achacaban lo efímero de la vida de la República a la imposibilidad en que se vió de ganar tres guerras: la carlista, la colonial y la cantonal, con un ejército minado por la conspiración monárquica. 

¿Cómo —discurrían los más avisados— podía vencer la República a los alzados en arma contra ella y contrarrestar las maquinaciones de los alfonsinos y de los radicales vencidos el 23 de abril y vencedores el 3 de enero, si el once de Febrero sobrevino cuando hastiaba la revolución triunfante en Septiembre de 1868 y si la República fué proclamada ese día once con los votos de los radicales en unas Cortes monárquicas (las últimas del reinado de don Amadeo)? 

En efecto, vino tarde la República. Quizás de ser proclamada en 1869 habría sido más fuerte y podido vivir mucho más de lo que vivió. Agitada por discordias, devorada por insurrecciones de los obligados a defenderla, condenada a la impotencia por múltiples causas, no podía aspirar a más larga vida. Entre estas causas están la falta de un claro criterio revolucionario y la carencia de un verdadero anhelo de vencer a los carlistas, sentido éste de modo tan vehemente que armonizara los más diversos ideales y asegurara al Gobierno republicano la adhesión cordial de todas las fuerzas anticarlistas y antiborbónicas. 

Al subrayar lo que pensaban los más juiciosos de los hombres de aquella fugaz República, hemos determinado las diferencias esenciales entre tiempos y tiempos, entre los republicanos de 1873 y los republicanos de 1936 a 1938. Ahora como entonces, luchamos contra la rebelión militarista, contra el clericalismo teocrático y contra la plutocracia y el capitalismo (los negreros de entonces son los burgueses de hoy). 

Hay diferencias: unas, de índole material, traídas por los adelantos de las ciencias aplicadas a la guerra (mausers, cañones de gran alcance y rapidez en la carga y en el disparo, ametralladoras, tanques, bombas de mano, aviones, gases asfixiantes, todo lo cual, así como el teléfono y la telegrafía sin hilos, era desconocido en 1873); otras, de índole moral, producidas por la ruindad de los traidores de hoy—, inferiores al general Pavía, desinteresado aunque culpable, capaz de dar el golpe de Estado, pero incapaz de nombrarse ministro del Gobierno formado el 4 de enero—; inferiores también a los cabecillas carlistas, menos feroces que ellos, aun los más crueles y sanguinarios, e incapaces de vender a naciones extranjeras productos, minas, archipiélagos, islas y posesiones de España. 

Las horribles monstruosidades cometidas en la sima de Igusquiza, el fusilamiento por el cura Santa Cruz de la columna de carabineros rendida, el saqueo de Cuenca, las violaciones de doncellas, el apaleamiento feroz de mujeres hasta matarlas, los más horrendos crímenes, en fín, del carlismo han sido superados por las hordas de Franco y consortes en la plaza de toros de Badajoz, en la del Torico, de Teruel, en la campiña de Talavera, en los campos de Toledo, en las calles de Granada, en la carretera de Málaga a Almería y en las grandes ciudades bombardeadas por la aviación con el sacrificio de centenares de niños a la barbarie fascista, superior a la de cuantos guerreaban contra la primera República.

Y en cuanto a la falta de patriotismo de los capaces de utilizar el concurso de los cabileños y de instaurar en pleno siglo XX el tributo de las cien doncellas a beneficio de sus aliados mahometanos y de los capaces también, ciegos de orgullo, de entregar España a la invasión de nazis alemanes y de fascistas italianos, no es preciso encarecerlo para hacer patente su inferioridad respecto a los carlistas. Fueron éstos ciegos causantes de la ruina y del atraso de España; mas no como los rebeldes actuales, conscientes provocadores del descuartizamiento de la Nación, entregada por ellos a la concupiscencia de extranjeros desalmados. 

Contra la guerra actual ponemos toda el alma los antifascista, y el anhelo de vencer nos lleva a callar todo pensamiento contrario al de los demás combatientes y a obedecer con perfecta disciplina al Gobierno legal, robustecido en su soberanía por el acuerdo unánime de las Cortes reunidas en observancia de la Constitución, que cumple para, con autoridad moral, hacerla cumplir a todos los españoles. 

El levantamiento cantonal contra el Gobierno, no republicano únicamente, sino avanzado, revolucionario de don Francisco Pi y Margal, sobre desacreditar el sistema federal, constituyó un obstáculo para dominar al carlismo y para deshacer las tramas de los conspiradores que preparaban la restauración de los Borbones. 

El cantonalismo tuvo más de perturbador que de revolucionario. 

Sin creerlo único culpable ni siquiera el mayor de los que tuvieron la culpa, debemos reconocerle, como hemos hecho con los carlistas, superioridad sobre los enemigos de la actual y perdurable República, la segunda cronológicamente declaró la guerra a Alemania en respuesta al ataque del «Federico Carlos» a uno de los barcos de la escuadra cantonal, y fué incapaz de concertar alianza con la nación, cinco de cuyos barcos bombardearon, en represalias de una mentida agresión, a la inerme Almería.

Unidos, se dice, todos o los más de los republicanos, ¿cómo explicarse la descomposición de los federales y las tremendas discordias que ayudaron eficazmente a los que dieron el golpe del 3 de Enero? Al contestar a esa pregunta, fijamos otra esencial diferencia entre ambas Repúblicas. No hubo en el fondo tamaña unidad. Todos se llamaban federales, no todos lo eran. Ya en la llamada declaración de la prensa se exteriorizó la diferencia entre orgánicos y pactistas, como luego de la restauración se denominaron los figueristas y los piistas. Y respecto a Salmerón y a Castelar, su federalismo era, en el primero, un acatamiento formulario a la mayoría, y en el segundo, un tema retórico. Y además de no estar todos convencidos de la doctrina y de no apreciarla del mismo modo, ¿de cuándo acá es el federalismo teoría esencialmente revolucionaria? Federales han sido imperios, federales son repúblicas fascistas, como el Brasil, y federal es la verde Erin, la isla de los santos. No hubo otra idea revolucionaria. De la propiedad de la tierra nadie trató, nadie propuso colectivizarla; sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado había diferentes criterios y tampoco hubo unanimidad respecto a la organización del Ejército.

Pi y Margall era socialista y esa idea defendió en «La Discusión», mas pronto en «La Democracia» le salieron al paso republicanos también eminentes y hubo que adoptar una fórmula de transacción: socialistas e individualistas, católicos, protestantes, librepensadores, materialistas y espiritualistas, ateos y racionalistas caben —se dijo— en el partido republicano federal. 

Aparte la ideología, en táctica era notoria la división en intransigentes y benévolos. 

Este dualismo, aquella transacción, la falta de sindicatos y partidos proletarios (la primera Internacional estaba ya rota), el confusionismo federal que imitaba a la Comuna parisiense y realizaba un pronunciamiento a la española, la discordia republicana, la falta de ambiente y el ánimo del país cansado de agitaciones, hicieron revolucionariamente estéril a la primera República, que no supo resolver la cuestión de Cuba ni quitar poder a los frailes de Filipinas ni fijar su criterio ante la Iglesia ni reorganizar el Ejército, ni hacer en lo social otra reforma que la dictada por Benot respecto del trabajo de niños y mujeres. 

¡Admirable y querida primera República! Al celebrar el once de febrero, honramos a aquellos republicanos y les expresamos nuestra gratitud, pues ellos, con lo que hicieron y con lo que no pudieron hacer, nos han enseñado a conservar la República democrática, la de los tres colores, que dijo Azaña, y a imponerla a los rebeldes, venciéndolos en la guerra que sostenemos.


Roberto Castrovido
La Armada, órgano oficial de los marinos de la República
Cartagena, 26 de febrero de 1938








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