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3344. Basilisa Fuentes Jiménez, la lavandera que quiere ser ingeniero agrónomo

Basilisa Fuentes Jiménez estudiando en casa, 1935 - Foto: Riesco


El prodigio de Zorita

Los periódicos de Cáceres han hecho mención, aunque muy sucintamente los pasados días, del verdadero prodigio descubierto por las autoridades pedagógicas en el pintoresco pueblo de Zorita.

La noticia ha corrido rápidamente, despertando el entusiasmo de estas gentes. 

El orgullo de esta parte de Extremadura se cifra en esta campesina de Zorita, alta, mimbreña, de tez bronceada, que se llama Basilisa Fuentes Jiménez. 

Ya dobló los veintidós abriles, y el caso peregrino y excepcional de esta criatura radica en que al cumplir los diez y nueve años apenas si deletreaba y escribía con imperfecciones gramaticales monstruosas. 

El milagro se ha hecho y nadie se explica cómo. 

Basilisa siente la comezón intelectual de improviso, disciplina su férrea voluntad, y al terminar el curso universitario de 1934 la joven campesina irrumpe en el despacho oficial del gobernador civil de Cáceres con un bagaje magnífico de matrículas de honor y sobresalientes, demostrativo de que ya es bachiller...

—Señor —exclama la muchacha—, todo este esfuerzo mío, todas las horas de angustia y de vigilia que para lograr esto me han consumido, será simiente sembrada en terreno baldío. Soy pobre, muy pobre. Tengo que ir a lavar a las casas, a recoger aceituna, al rastrojeo, a todo aquello donde se ganen unos reales para mal comer. ¿No habría fórmula para que yo pueda seguir estudiando sin ser una carga para mi madre y hermanos? 

Estas sencillas y emocionantes frases van volando por pueblos, villas y aldeas y ya se piensa en llegar hasta la dádiva individual para que no se malogre el prodigio intelectual que vio la luz en el simpático lugar de Zorita. 


"¡Las doce y sereno!" 

Hemos dejado atrás el nudo de carreteras que son ruta obligada al Santuario de Guadalupe y a las pardas tierras de Castilla, y enfilamos la recta que a los diez minutos nos deja en las primeras edificaciones del pueblo de la admirable campesina. 

Hay silencio en la aldea, pocas luces, calles pedregosas y algún que otro ladrido de mastín guardador de ovejas. 

Parpadea a lo lejos, en lo alto de la calleja, un farol que denuncia la presencia de un sereno. En el reloj de la iglesia la campana anuncia la hora de la medianoche. Una voz fuerte lanza el grito que tranquiliza a los vecinos: 

—¡Las doce y sereno! 

Nos acercamos al único ser que a esta hora hay por las calles de Zorita. Nos examina mientras nos dirigimos hacia su figura envuelta en amplia manta, le decimos quiénes somos y a lo que vamos, y nuestro hombre, pleno de entusiasmo, nos dice agarrotándonos los dedos entre sus forzudas manos: 

—¡Mucho, señor, mucho! ¡Así es como se honra a los pueblos! ¡Cuánta sabiduría tiene nuestra niña Basilisa! Sabe más que los catedráticos, que los maestros, que los notarios, que las gentes de justicia... ¡que ya es saber! 

Todos duermen y ella, como el hierro, en vela, sin vencerla el cansancio ni las privaciones. Vengan, vengan sus señorías y verán algo grande... 

Y el buen sereno nos conduce por un dédalo de vías tortuosas hasta una plazuela que se denomina barrio Real de Arriba. 

No hay más que una luz en un tabuco de una pobrísima edificación. El sereno me hace aproximarme al ventanillo. En el interior, acodada sobre una mesa abarrotada de libros, de plumas, tinteros y compases, "la sabia de Zorita" escribe afanosa. 

Los cabellos, negrísimos, caen desordenados sobre la amplia frente de la campesina. 

—Ahora —dice el sereno— no habemos de molestarla, no abriría la puerta. Que es doncella y honrada. Vengan al amanecer... 


A la orilla del río

Cordial y acogedora nos ha recibido esta viejecita, Ana Jiménez Ollas —un poco intranquila al ver todo el aparato de máquina y trípode—, madre de Basilisa... Apenas acabó de amanecer el día... 

—Ya salió, señor, que nuestra necesidad es muy grande y la jornada para ganar el pan muy corta. 

Media carga habrase lavado ya en el arroyo de Magacela este tesoro mío. ¿Acaso son ustedes del Gobierno? —pregunta ingenua la vieja. 

Hemos contestado con monosílabos. Corremos al coche con un experto de estos caminos y allá volamos hasta el el arrollo donde gana su pan la moza. 

Junto a la orilla, arrodillada sobre una ancha piedra, la joven bachiller golpea, jabón en ristre, la pieza que lava. 

Ha detenido su labor. Nos ve bajar por el sendero y queda un momento suspensa por la curiosidad. Cuando quiere hablar estoy a su lado y los fotógrafos ya cumplen su cometido. 

Su mirada es y serena adivina quiénes somos. Ríe pacienzuda...

—Esto no son los libros, señores —dice Basilisa—. Esta ea la realidad que veo todos los días. Hay que lavar la ropa de los señores si se quiere comer en mi casa. No me gusta lavar, ni zurzir para las vecinas, ni ayudar a preparar la levadura en el horno, ni ir al rastrojeo, ni a recoger la aceituna a los olivares. Y todo ello lo hago apesadumbrada, pero con la alegría de que es el pan de mi vieja y la ayuda que el hermano Juan precisa para poder vivir y para comprarme libros, que ¡si vieran ustedes lo caros que cuestan!

Mí ilusión por saber nació no sé cómo. Moza era ya y tan siquiera sabía leer de corrido. 

Mala letra, peor redacción. Absurda ortografía. Pero había en mí algo que me ahogaba, que me tenia sin sueño, sin aquellas ilusiones de las muchachas de mi edad. Veía con terror la vida del lugar, las privaciones, los ayunos, los hielos en el invierno y los sofocos del estío y el final humano, pero triste de los que desgraciadamente lo esperamos todo de la tierra. Y por la noche, muerta de sueño, quebradas las piernas por las largas caminatas al campo y por las rudas faenas de cada día, iba a la escuela y aprendí a leer y a escribir y las cuentas y la ortografía... No tenemos dinero; el hermano Juan, carboneando en los montes, trajo el pedazo de pan para que yo siguiera cultivando mi locura de saber, como decían todos; el maestro del lugar, el bueno de don Bernardo García Alonso, dirigió mis primeros pasos por los libros. Me dejaba éstos, me animaba, y así fui preparando mí cabeza para lograr mi deseo. En un curso hice el ingreso y los dos primeros años del bachillerato, en septiembre del 32 aprobé el tercero y parte del cuarto. En el 34 completé el cuarto y parte del quinto, y ahora, en enero, me he hecho bachiller. Tengo —este es raí pequeño orgullo—diez y nueve matrículas de honor y el resto sobresalientes y dos notables. 

Sí, señor; sobre todo, tengo voluntad. No he sentido el agobio del estudio. Solamente el latín fué mi tormento durante muchos días. Lo estudié con un seminarista. Al cabo de tres meses lo dominaba por completo. Exageradamente decía mi maestro que sabia más latines que el obispo de Coria. Lo aprobé, con matricula de honor. Ahora, para mayo, he de hacer la reválida y después... 


¿No habrá quien me ayude? 

El sol cae de plano sobre el llano por donde corre el arroyo de Magacela. 

En lo alto de la carretera, grupos de campesinos, que supieron de nuestra llegada al lugar, se esconden curiosos tras los mojones de la ruta. 

Basilisa deja el lavado para mejor ocasión, carga el cesto sobre su cabeza —mundo lleno de ilusiones— y a pie regresamos al lugar. Cuadrillas de campesinas, de mozas y viejos se cruzan con nosotros. Hay verdadera adoración por esta moza espigada y extraña. 

—¡Vaya con Dios el orgullo de Zorita y la compaña! —dice uno. 

—¡Que la Virgen de Guadalupe te guarde y te dé más saber del que tienes! —dice una vieja. 

—¡Que sus señorías pidan en la ciudad lo que aquí no podemos darte!—añade otra. 

—¡Ahi va la "mejor sabia" de la Extremadura! —dice un viejo cabrero. Y así hasta el barrio Real de Arriba. 

—Yo ya no puedo más —nos dice la campesina de Zorita—. Hice cuanto pude, logré en estos primeros estudios míos todas las matrículas. Ninguna me costó dinero... 

—Acá —dice saludándonos el bueno de Juan Fuentes Jiménez quitándose cortésmente la gorra— hemos hecho lo imposible. Semanas enteras me pasé abrasándome los ojos carboneando sin cesar para pagar esos derechos de examen de nuestra muchacha... 

—Las pocas gallinas, el cerdo y el pollino que teníamos —dice la madre de Basilisa— se vendieron para comprar libros a mi tesoro. 

No nos queda en el corral más que un pobre gallo cojo. Ella lo cura ahora, que se dañó en la cabeza con una rama seca. Ya no tenemos más. 

—¡Saldré adelante, madre; saldré adelante, aunque me quede ciega y los sesos se me vuelvan agua! No es justo que mi juventud se consuma por rastrojas y olivares, iQuiero estudiar, aprender más, saber más! ¿No cree usted fácil que el Gobierno, las entidades oficiales, los señores que pueden, me ayudan en este deseo mío? ¡Que me pongan a prueba! ¡Que me vigilen! ¡Que me den un pedazo de pan y unos libros y Basilisa Fuentes Jiménez, la hija del tío Sandingas —así apodaban a mi padre en estos contornos—, acabará en un manicomio o logrará el titulo de ingeniero agrónomo, como aprobó el latín y como se hizo bachiller. 

Aquí hemos dejado nuestra conversación. 

Basilisa abandona sus sueños culturales y marcha al horno a ganarse seis reales ayudando en su faena a la panadera. 

Después sacará agua, zurcirá para las vecinas y llevará las ropas lavadas a casa de los señores

Esta es la triste realidad de la moza mimbreña y enigmática, cuya fama de sabiduría corre por las tierras que fueron cuna de nuestros conquistadores en América... 


*


Señor ministro de Instrucción Pública: 

¿Hay algo más interesante en su departamento que este caso insólito de la campesina de Zorita? 

¿Puede concederse una beca con más justicia que ésta que precisa Basilisa Fuentes Jiménez? 

¿Es humano que pueda malograrse un cerebro tan excepcional como el de la rapaza extremeña? 

Esperemos confiados en que haya justicia y comprensión en las altas esferas oficiales. 


José Quilez Vicente
Estampa, 16 de febrero de 1935









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