Basilisa Fuentes Jiménez estudiando en casa, 1935 - Foto: Riesco |
El prodigio de Zorita
Los periódicos de Cáceres han hecho mención, aunque muy sucintamente los
pasados días, del verdadero prodigio descubierto por las autoridades
pedagógicas en el pintoresco pueblo de Zorita.
La noticia ha corrido rápidamente, despertando el entusiasmo de estas
gentes.
El orgullo de esta parte de Extremadura se cifra en esta campesina de
Zorita, alta, mimbreña, de tez bronceada, que se llama Basilisa Fuentes
Jiménez.
Ya dobló los veintidós abriles, y el caso peregrino y excepcional de esta
criatura radica en que al cumplir los diez y nueve años apenas si deletreaba y
escribía con imperfecciones gramaticales monstruosas.
El milagro se ha hecho y nadie se explica cómo.
Basilisa siente la comezón intelectual de improviso, disciplina su férrea
voluntad, y al terminar el curso universitario de 1934 la joven campesina
irrumpe en el despacho oficial del gobernador civil de Cáceres con un bagaje
magnífico de matrículas de honor y sobresalientes, demostrativo de que ya es
bachiller...
—Señor —exclama la muchacha—, todo este esfuerzo mío, todas las horas de
angustia y de vigilia que para lograr esto me han consumido, será simiente
sembrada en terreno baldío. Soy pobre, muy pobre. Tengo que ir a lavar a las
casas, a recoger aceituna, al rastrojeo, a todo aquello donde se ganen unos
reales para mal comer. ¿No habría fórmula para que yo pueda seguir estudiando
sin ser una carga para mi madre y hermanos?
Estas sencillas y emocionantes frases van volando por pueblos, villas y
aldeas y ya se piensa en llegar hasta la dádiva individual para que no se
malogre el prodigio intelectual que vio la luz en el simpático lugar de
Zorita.
"¡Las doce y sereno!"
Hemos dejado atrás el nudo de carreteras que son ruta obligada al Santuario
de Guadalupe y a las pardas tierras de Castilla, y enfilamos la recta que a los
diez minutos nos deja en las primeras edificaciones del pueblo de la admirable
campesina.
Hay silencio en la aldea, pocas luces, calles pedregosas y algún que otro
ladrido de mastín guardador de ovejas.
Parpadea a lo lejos, en lo alto de la calleja, un farol que denuncia la
presencia de un sereno. En el reloj de la iglesia la campana anuncia la hora de
la medianoche. Una voz fuerte lanza el grito que tranquiliza a los
vecinos:
—¡Las doce y sereno!
Nos acercamos al único ser que a esta hora hay por las calles de Zorita.
Nos examina mientras nos dirigimos hacia su figura envuelta en amplia manta, le
decimos quiénes somos y a lo que vamos, y nuestro hombre, pleno de entusiasmo,
nos dice agarrotándonos los dedos entre sus forzudas manos:
—¡Mucho, señor, mucho! ¡Así es como se honra a los pueblos! ¡Cuánta
sabiduría tiene nuestra niña Basilisa! Sabe más que los catedráticos, que los
maestros, que los notarios, que las gentes de justicia... ¡que ya es saber!
Todos duermen y ella, como el hierro, en vela, sin vencerla el cansancio ni
las privaciones. Vengan, vengan sus señorías y verán algo grande...
Y el buen sereno nos conduce por un dédalo de vías tortuosas hasta una
plazuela que se denomina barrio Real de Arriba.
No hay más que una luz en un tabuco de una pobrísima edificación. El sereno
me hace aproximarme al ventanillo. En el interior, acodada sobre una mesa
abarrotada de libros, de plumas, tinteros y compases, "la sabia de
Zorita" escribe afanosa.
Los cabellos, negrísimos, caen desordenados sobre la amplia frente de la
campesina.
—Ahora —dice el sereno— no habemos de molestarla, no abriría la puerta. Que
es doncella y honrada. Vengan al amanecer...
A la orilla del río
Cordial y acogedora nos ha recibido esta viejecita, Ana Jiménez Ollas —un
poco intranquila al ver todo el aparato de máquina y trípode—, madre de
Basilisa... Apenas acabó de amanecer el día...
—Ya salió, señor, que nuestra necesidad es muy grande y la jornada para
ganar el pan muy corta.
Media carga habrase lavado ya en el arroyo de Magacela este tesoro mío.
¿Acaso son ustedes del Gobierno? —pregunta ingenua la vieja.
Hemos contestado con monosílabos. Corremos al coche con un experto de estos
caminos y allá volamos hasta el el arrollo donde gana su pan la moza.
Junto a la orilla, arrodillada sobre una ancha piedra, la joven bachiller
golpea, jabón en ristre, la pieza que lava.
Ha detenido su labor. Nos ve bajar por el sendero y queda un momento
suspensa por la curiosidad. Cuando quiere hablar estoy a su lado y los
fotógrafos ya cumplen su cometido.
Su mirada es y serena adivina quiénes somos. Ríe pacienzuda...
—Esto no son los libros, señores —dice Basilisa—. Esta ea la realidad que
veo todos los días. Hay que lavar la ropa de los señores si se quiere comer en
mi casa. No me gusta lavar, ni zurzir para las vecinas, ni ayudar a preparar la
levadura en el horno, ni ir al rastrojeo, ni a recoger la aceituna a los
olivares. Y todo ello lo hago apesadumbrada, pero con la alegría de que es el
pan de mi vieja y la ayuda que el hermano Juan precisa para poder vivir y para
comprarme libros, que ¡si vieran ustedes lo caros que cuestan!
Mí ilusión por saber nació no sé cómo. Moza era ya y tan siquiera sabía
leer de corrido.
Mala letra, peor redacción. Absurda ortografía. Pero había en mí algo que
me ahogaba, que me tenia sin sueño, sin aquellas ilusiones de las muchachas de
mi edad. Veía con terror la vida del lugar, las privaciones, los ayunos, los
hielos en el invierno y los sofocos del estío y el final humano, pero triste de
los que desgraciadamente lo esperamos todo de la tierra. Y por la noche, muerta
de sueño, quebradas las piernas por las largas caminatas al campo y por las
rudas faenas de cada día, iba a la escuela y aprendí a leer y a escribir y las
cuentas y la ortografía... No tenemos dinero; el hermano Juan, carboneando en
los montes, trajo el pedazo de pan para que yo siguiera cultivando mi locura de
saber, como decían todos; el maestro del lugar, el bueno de don Bernardo García
Alonso, dirigió mis primeros pasos por los libros. Me dejaba éstos, me animaba,
y así fui preparando mí cabeza para lograr mi deseo. En un curso hice el
ingreso y los dos primeros años del bachillerato, en septiembre del 32 aprobé
el tercero y parte del cuarto. En el 34 completé el cuarto y parte del quinto,
y ahora, en enero, me he hecho bachiller. Tengo —este es raí pequeño orgullo—diez
y nueve matrículas de honor y el resto sobresalientes y dos notables.
Sí, señor; sobre todo, tengo voluntad. No he sentido el agobio del estudio.
Solamente el latín fué mi tormento durante muchos días. Lo estudié con un
seminarista. Al cabo de tres meses lo dominaba por completo. Exageradamente
decía mi maestro que sabia más latines que el obispo de Coria. Lo aprobé, con
matricula de honor. Ahora, para mayo, he de hacer la reválida y
después...
¿No habrá quien me ayude?
El sol cae de plano sobre el llano por donde corre el arroyo de
Magacela.
En lo alto de la carretera, grupos de campesinos, que supieron de nuestra
llegada al lugar, se esconden curiosos tras los mojones de la ruta.
Basilisa deja el lavado para mejor ocasión, carga el cesto sobre su cabeza
—mundo lleno de ilusiones— y a pie regresamos al lugar. Cuadrillas de
campesinas, de mozas y viejos se cruzan con nosotros. Hay verdadera adoración
por esta moza espigada y extraña.
—¡Vaya con Dios el orgullo de Zorita y la compaña! —dice uno.
—¡Que la Virgen de Guadalupe te guarde y te dé más saber del que tienes!
—dice una vieja.
—¡Que sus señorías pidan en la ciudad lo que aquí no podemos darte!—añade
otra.
—¡Ahi va la "mejor sabia" de la Extremadura! —dice un viejo
cabrero. Y así hasta el barrio Real de Arriba.
—Yo ya no puedo más —nos dice la campesina de Zorita—. Hice cuanto pude,
logré en estos primeros estudios míos todas las matrículas. Ninguna me costó
dinero...
—Acá —dice saludándonos el bueno de Juan Fuentes Jiménez quitándose
cortésmente la gorra— hemos hecho lo imposible. Semanas enteras me pasé
abrasándome los ojos carboneando sin cesar para pagar esos derechos de examen
de nuestra muchacha...
—Las pocas gallinas, el cerdo y el pollino que teníamos —dice la madre
de Basilisa— se vendieron para comprar libros a mi tesoro.
No nos queda en el corral más que un pobre gallo cojo. Ella lo
cura ahora, que se dañó en la cabeza con una rama seca. Ya no tenemos
más.
—¡Saldré adelante, madre; saldré adelante, aunque me quede ciega y los
sesos se me vuelvan agua! No es justo que mi juventud se consuma por rastrojas
y olivares, iQuiero estudiar, aprender más, saber más! ¿No cree usted fácil que
el Gobierno, las entidades oficiales, los señores que pueden, me ayudan en
este deseo mío? ¡Que me pongan a prueba! ¡Que me vigilen! ¡Que me den un pedazo
de pan y unos libros y Basilisa Fuentes Jiménez, la hija del tío Sandingas —así apodaban a mi padre en estos contornos—, acabará en un manicomio o logrará el
titulo de ingeniero agrónomo, como aprobó el latín y como se hizo
bachiller.
Aquí hemos dejado nuestra conversación.
Basilisa abandona sus sueños culturales y marcha al horno a ganarse seis
reales ayudando en su faena a la panadera.
Después sacará agua, zurcirá para las vecinas y llevará las ropas lavadas a
casa de los señores
Esta es la triste realidad de la moza mimbreña y enigmática, cuya fama de
sabiduría corre por las tierras que fueron cuna de nuestros conquistadores en
América...
*
Señor ministro de Instrucción Pública:
¿Hay algo más interesante en su departamento que este caso insólito de la
campesina de Zorita?
¿Puede concederse una beca con más justicia que ésta que precisa Basilisa
Fuentes Jiménez?
¿Es humano que pueda malograrse un cerebro tan excepcional como el de la
rapaza extremeña?
Esperemos confiados en que haya justicia y comprensión en las altas esferas
oficiales.
José Quilez Vicente
Estampa, 16 de febrero de 1935
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