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3367. El 14 de abril de 1931 en Jaca




¡Han ganado los republicanos!

A medida que avanzaba la larde del domingo, día 12, la cárcel de Jaca se iba animando. De toda Hispana se recibían noticias del resultado de las elecciones, que no podían ser más halagüeñas, y los presos, aquellos animosos muchachos que llegaron de Madrid una mañana helada de diciembre, hacía ya cuatro meses, iban de un lado para otro poseídos de un nerviosismo atroz. 

A las cinco de la tarde empezaron a llegar las primeras visitas. Siempre eran muchas, pero aquel domingo el pueblo en masa no quería otra cosa sino ver a los presos y charlar con ellos. 

—Por lo quí'hace en il pueblo, copo republicano, maño... Voy a tirar el bar por la ventana. 

El que así hablaba era Saín, que también había estado preso, y a la sazón seguía procesado. Su bar, situado en la misma calle de la cárcel, había sido el punto de reunión de los oficiales que prepararon el movimiento de diciembre. Por eso, a despecho de las autoridades de Jaca, las letras colocadas en la puerta de este entusiasta republicano, y que componían el pomposo rótulo "American Bar Saín", eran rojas, amarillas y moradas, como la bandera que un día ondeó en el Ayuntamiento, empuñada por el capitán Galán. 

—¿Qué dices Saín? —preguntó don Pío Díaz, a quien los nervios tenían inquieto y saltarín como chico de doce años. 

Lo que oye usted, don Pió. En el pueblo, copo republicano. En Huesca, otro tanto. Hemos ganado también en Zaragoza y en Barcelona, hasta creo que en Madrid. España es republicana, muchachos. ¡Viva la República! 

—¡Viva! —contestaron todos.  

Esto ocurría en el rellano de la escalera, lugar donde los presos recibían sus visitas. Los soldados de la guardia se alarmaron un poco. 

—¿Qué pasa? preguntó uno desde abajo. 

Pastoriza, un muchacho madrileño, que conservaba su buen humor a través de los cuatro meses de encierro, contestó, asomándose a la barandilla: 

—¿Cómo que qué pasa? Pues casi nada. Que le vamos a perder de vista, centinela; ¿le parece poco?


Calma, calma ...

Los muchachos cada vez estaban más agitados, y en la puerta se agolpaba una gran masa de gente.

— ¡Que salga don Pío!

— ¡Que salgan todos! 

—¡Que nos saluden, aunque sea desde la ventana! 

Así gritaban los de la calle, entre el asombro de los centinelas, que no sabían qué hacer. 

El jefe de la cárcel, un buen señor, que había tratado a los presos como si fueran hijos suyos, estaba un poco alarmado, sin atreverse a salir de su despacho. El teléfono le comunicaba sin cesar que los republicanos triunfaban en toda España. 

—A que va a resultar que tienen razón estos muchachos, tan vehementes y tan simpáticos —decía para si el pobre viejo. 

Pero aquello se ponía serio. El rumor de la calle aumentaba por momentos, la gente pugnaba por entrar. 

Por fin, don Francisco, así se llamaba el jefe, llamó a su despacho a Pepe Rico, joven abogado, hijo de un notario de Madrid, el cual, desde el primer día, le pareció de los más formalitos. 

—Por las noticias que me llegan de todas parles, veo que, por fin, se salen ustedes con la suya. Yo me alegro mucho, pero les suplico un poco de calma. Háganlo por mi, que ya soy viejo. Retírense a su celda, no sea que vayamos a tener alguna tontería. Un poco más de paciencia hoy. Ya veremos lo que pasa mañana. 

Rico prometió al jefe que se cumplirían sus instrucciones. 


La noche en la celda

Los presos se retiraron a descansar. ¿Pero quién dormía aquella noche? La coincidencia de que debido a las malas condiciones de la cárcel de Jaca, era preciso que durmiesen cinco en la misma habitación, hacía aún más difícil todo intento de conciliar el sueño. Afortunadamente, y gracias a la benevolencia del jefe de la cárcel, disponían de un magnífico altavoz que les llevó un amigo del pueblo. 

Hasta la madrugada estuvieron oyendo, por radio, los resultados de las elecciones, pero nada más. Desgraciadamente para ellos, la tranquilidad era absoluta en toda España. 

Por fin, amaneció el lunes, 13 de abril. ¿Qué pasaría? Como estaban rendidos por la emoción, decidieron no salir de la celda. Así podrían "cazar" cualquier noticia que llegase por radio. A las seis de la tarde, Radio Toulouse comenzó a dar noticias y todos se agruparon alrededor del aparato, con objeto de no perder una sola palabra. 

"Comunican de España —decía el "speaker" francés— que, en vista del triunfo alcanzado por los republicanos, el rey Alfonso ha decidido abandonar el país. Parece que en algunas ciudades ya se ha proclamado la República"... 

Una oleada de optimismo invadió la celda. ¿Sería posible aquello? ¿Pero por qué no decían nada las estaciones de Madrid? Decidieron vestirse y bajar al despacho del jefe. Garrido, un médico levantino, realista y zumbón, comenzó a preparar la maleta. 

—¿Pero tu, qué haces? —le preguntaron. 

—Ya lo veis. Me dispongo para el viaje. Menudo lío se va a armar después. 


¡Se va ...!

Cuando penetraron en el despacho del jefe, éste se hallaba comunicando con Madrid. 

—Sí. Aquí, la cárcel de Jaca... No... No, señorita...; le repito que los presos no pueden ponerse al aparato... ¿Urgentísimo? Ya comprendo, pero no es posible... 

La voz insistía, a través del hilo telefónico, y los presos parecían querer comerse el aparato con la mirada. Por fin, don Francisco tuvo compasión de aquellos corazones republicanos. 

—Es a usted Rico; le permito ponerse un momento. 

—¿Quién?... ¿Cómo?... ¿Que se va?... ¿Mañana? Aquí estamos impacientísimos... ¿No es seguro? ¿Cómo?... ¡Ah, sí! Hasta luego. 

Rico explicó su conferencia a los tres compañeros, que le escuchaban con los ojos fuera de las órbitas. 

—Parece que no son del todo falsas las noticias de Toulouse. En Madrid no pasa nada grave, pero corren insistentes rumores de que el rey se marcha esta noche. También se habla de una dictadura militar. En la calle no hay nada todavía, pero, según parece, el público de los cafés ha llegado a un grado de tensión como no se recuerda. Lo que sea ha de resolverse de esta noche a mañana. 


"La Marsellesa" desde Zaragoza

Los rumores de esta conversación telefónica se extendieron en seguida por la cárcel, y el despacho del jefe se vio invadido por presos y simpatizantes, que venían de la calle plenos de emoción liberal. A las diez y media llamaron de Zaragoza. Era un camarero, amigo de los presos, y que llamaba para decir que en la ciudad había sido proclamada la República. 

—No puede ser; si en Madrid no pasa nada —contestó uno de ellos con voz angustiosa. 

La voz del camarero insistía. 

—Es verdad lo que les digo. En este momento, todo el café, puesto en pie, escucha "La Marsellesa". Oigan ustedes... 

El que tenía cogido el aparato creyó desmayarse. Uno a uno fueron oyendo el himno simbólico que tocaban en el café zaragozano. En la cárcel se produjo un revuelo espantoso. Todos se abrazaban llorando y riendo a la vez. Don Pio Díaz, confundido entre los muchachos, parecía uno más. 

—¡No puede ser! —decía el primer alcalde republicano—, Esto es demasiado. En la calle y con la "Niña". Yo no merezco tanto. 

Pasado el primer arrebato, alguien insinuó que no bastaban las noticias de Zaragoza. Era preciso telefonear a Madrid. 

Llamaron al Ateneo. Les contestó un "botones", quien les dijo que los pocos señores socios que habían ido aquella noche a la docta casa acababan de salir corriendo detrás de una manifestación que iba por la calle al grito de "¡Ya se fué! ¡Ya se fué!", pero que él, a punto fijo, no sabía nada. 

Esta referencia del "botones" del Ateneo produjo cierto regocijo, pero no era bastante. Hacía falta más información. Por fin. Pastoriza logró comunicar con su madre, que por vivir próxima a la Puerta del Sol debía estar enterada de todo. Aquella conferencia amargó un poco ta alegría de los presos. 

—No sé —decía Pastoriza—; mi madre me ha dado unas noticias por demás absurdas y contradictorias; dice que a las doce, la Puerta del Sol estaba llena de gente que gritaba, mientras los guardias de a pie y a caballo permanecían quietos. Después ha salido una manifestación que iba hacia la casa de Alcalá Zamora, y parece ser que ha habido disparos y muertos. Pero dice mi madre que los que disparaban no eran los guardias. En fin, un lío horroroso. 

—Eso es la revolución, "la gloriosa" —decía don Pio recordando a su padre, viejo republicano del 68. 


Y amaneció el 14 de abril

A las ocho de la mañana comenzó a funcionar el altavoz transmitiendo el diario hablado de Unión Radio. Las noticias oficiales acusaban tranquilidad. El Gobierno dimisionario seguía en su puesto, hasta que se constituyera otro, empresa harto difícil. ¿Qué era aquello? ¿Se había esfumado el entusiasmo republicano de la noche anterior? ¿Les quedarían aún muchos meses de cárcel? 

A las doce empezó a oírse la radio de Barcelona. ¿Un discurso?... Prestaron atención. Efectivamente; era Maciá quien hablaba, ante millares de espectadores, comunicando que estaba proclamada la República en Cataluña. 

Los presos ya no sabían qué hacer, y corrían de un lado a otro por aquella cárcel que nunca les había parecido tan pequeña. 

En seguida empezaron a llegar telegramas de todas partes, menos de Madrid. La situación se hacía cada vez más angustiosa. 

Por fín, a las cuatro, llegó un telefonema que decía así: "Izada bandera republicana Palacio Comunicaciones. iViva la Repúblicaí" Ya no cabía duda; sin embargo, y para cerciorarse por completo, llamaron de nuevo al Ateneo. 

Les contestó un amigo con voz entrecortada por la emoción: 

"Si... es verdad. Todo Madrid está en la calle. Hay un entusiasmo delirante. De un momento a otro tomará posesión el Gobierno provisional." 


¡En la calle!

Mientras ocurría todo esto en la cárcel, el buen pueblo de Jaca hervía de entusiasmo. Los cinco mil habitantes de la población se congregaron en la calle Mayor, y en manifestación republicana se dirigían hacia la cárcel. Hasta el despacho del jefe llegaban los gritos: 

—¡Que salgan los presos! 

—¡Ahora mismo! 

—¡Viva la República! 

Las autoridades de la prisión no sabían que hacer. Don Francisco suplicaba: 

—¡Calma, un poco de calma! Esperen a que yo hable con Madrid...

No hubo manera de esperar. Un minuto más y la manifestación habría echado abajo las puertas de la cárcel. 

Una vez en la calle, todos se dirigieron a la Ciudadela, donde había más presos de Madrid y algunos militares. La puerta estaba llena de soldados que impedían el paso de la manifestación. 

De pronto, en el otro lado del puente que da acceso al recinto de la Ciudadela, se dibujó la figura del coronel gobernador. El pueblo tuvo un primer impulso, pero reaccionó de una manera noble, generosa. Abrió calle y dejó pasar al jefe monárquico. 

—¿Qué es esto? ¿Qué quieren ustedes? 

Rico y Pastoriza se destacaron. 

—Somos los presos de la cárcel que acabamos de ser libertados por la República, y queremos que salgan también a la calle nuestros compañeros encerrados en la Ciudadela.

—No tengo orden ninguna, pero para que vean que deseo complacerles, suban dos de ustedes conmigo y comunicaré con el capitán general de Zaragoza para obrar en consecuencia. 

Siguieron al coronel. Cuando atravesaban el patio de la Ciudadela vieron a los otros presos agarrados a los barrotes de las rejas y corrieron a abrazarlos. 

—Ahora mismo salís. Todo el pueblo viene por vosotros. 

Al jefe no le hicieron ninguna gracia estas expansiones, pero, sin decir una palabra, continuó su camino. 

Llegaron al despacho. La conversación telefónica fué breve. El coronel, al aparato, repetía simplemente. 

—Si, mi general... Bueno, mi general... No, mi general... Claro, mi general... A sus órdenes, mi general... 

Al terminar, extendió un recibo de entrega de los presos y una comunicación, diciendo que abandonaba la plaza por encontrarse indispuesto. 

Las celdas se abrieron, y militares y paisanos, confundidos con la muchedumbre delirante, emprendieron la marcha hacia el pueblo. 

En el Ayuntamiento ondeaba la bandera tricolor con los retratos de los capitanes fusilados en Huesca. La alegría republicana y el entusiasmo popular no pudo impedir que los ojos de aquellos valientes muchachos, recién libertados, se nublaran por las lágrimas ante el recuerdo de los mártires de diciembre. 


M. Clio
Estampa, 16 de abril de 1932







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