Tú que hiciste aquella obra y le pusiste un título.
Ése y no otro.
Siempre,
desde el primer
llanto del mundo,
las guerras fueron
conocidas,
las batallas
tuvieron cada una su nombre.
Tú habías vivido
una:
la primera más
terrible de todas.
Y, sin embargo,
mientras
a tu mejor amigo,
Apollinaire,
un casco de metralla
le tocaba las sienes,
tu desvelada mano,
y no a muchos
kilómetros de lo que sucedía,
continuaba
inventando la nueva realidad maravillosa
tan llena de futuro.
Pero cuando después,
a casi veinte años
de distancia,
fue tocado aquel
toro,
el mismo que
arremete por tus venas,
bajaste sin que
nadie lo ordenara
a la mitad del
ruedo,
al centro
ensangrentado de la arena de España.
Y embebiste con
furia,
levantaste hasta el
cielo tu lamento,
los gritos del
caballo
y sacaste a las
madres los dientes de la ira
con los niños
tronchados,
presentaste por
tierra la rota espada del defensor caído,
las médulas cortadas
y los nervios tirantes afuera de la piel,
la angustia, la
agonía, la rabia y el asombro de ti mismo,
tu pueblo,
del que saliste un
día.
Y no llamaste a esto
ni el Marne ni Verdún
ni ningún otro hombre merecedor del
recuerdo más hondo,
(aunque allí la
matanza fue mucho más terrible.)
Lo llamaste
Guernica.
Y es el pueblo
español
el que está siempre
allí,
el que tuvo el
arrojo de poner en tu mano
esa luz gris y
blanca que salió entonces de su sangre
para que iluminaras
su memoria
Rafael Alberti
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