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3373. León Felipe en un café de Madrid, después de diez años de peripecias y ausencia

León Felipe (a la derecha) junto a César González Ruano - Madrid 1932


Riesgo y retorno del poeta! Voces agrías me rompen en los oídos su pregunta: 

—¿Pero aun hay poetas? ¿Pero aun hay poetas? 

Cemento. Máquinas. Anuncios luminosos. Río de asfalto. Ni el cielo mantiene vivo de misterio su secreto. Las novias escriben a máquina. 

—¿Pero aun hay poetas? 

Y poesía es el cemento. Y las máquinas. Y los anuncios luminosos. Y el cielo, que pierde su secreto. Y las novias, que escriben a máquina, poesía son también. 

Poesía. «Tristeza honda y ambición del alma» —ha dicho precisamente el poeta. (Un poeta —dijo también alguien— es un hombre que sirve para todo lo que sirven los hombres, y además, para hacer poesía.) 

Poesía, tristeza honda. Esto lo leí hace mucho en un libro admirable. En Versos y oraciones de caminante, revelación de León Felipe. 


*


León Felipe era su nombre en la bella aventura de las letras. El se llama Felipe Camino. Felipe Camino es montañés. En Santander le recuerdan todos de boticario. 

Tenía Felipe Camino una farmacia. En la rebotica se hablaba de literatura. Pero nadie —acaso ni él mismo— supuso nunca que Felipe Camino podía encontrarse con León Felipe, que Felipe Camino podía ser poeta. El tenía, sí, una fina sensibilidad, un amor por los libros, un regusto de conversaciones literarias. 

El tenía, sí, una melancólica actitud meditativa, una especie de «cansancio de antemano». 

El cansancio, la «pura pena de no saber porqué», es el camino de la poesía. Tristes, vagabundos, amarillos y herméticos, los grandes poetas pasan en un coro mágico por nuestra memoria. 

«Y aquel que añada sabiduría, añade dolor.» Sí. Y aquel que añade esa tristeza honda de lo poético y lo patético, añade melancolía, añade ese mirar las cosas en dulce desmayo, ese contemplar la vida de costado, inhibiéndose del brutal argumento de vivirla, jugando, en suma, a perder. 

¡Jugar a perder! Buen juego noble. Buen juego que ha sido el lema de nuestro poeta León Felipe. Hasta que lo perdió todo, su bienestar burgués, su botica, en la que era capitán de draga y no navegante solitario, hasta que lo perdió todo no le concedió Dios el don de la poesía. 

Salió Felipe camino de las montañas cántabras. Dejó lejos aquellas calles de San Francisco y de la Blanca; aquel mundo de Puerto Chico y del Alta, y empezó su peregrinaje por los pueblos muertos, bajo los cielos intactos de litografía, por los pueblos de Castilla y de la Mancha. Entonces una luz vivísima le sorprendió el corazón, y la noche de su angustia tuvo un mediodía iluminado y melancólico. Oíd su voz: 

...en esta tierra de España, 
y en un pueblo 
de la Alcarria, 
hay 
una casa, 
en la que estoy 
de posada, 
y donde tengo 
prestadas 
una mesa de pino 
y una silla de paja. 

El poeta acaba de entrar en España. Acaba de entrar en Madrid. Está conmigo en este café del Paseo de Recoletos, cerca de la ventana. Su cabeza sin pelo, el rostro joven, la mirada serena, dan a este perfil condición estatuaria. 

—Diez años. 

—Sí, sí, diez años. 

—Su primer libro, aquellos versos y oraciones de caminante, tienen esta fecha: mil novecientos veinte. 

—Mil novecientos veinte. 

Deletrea la fecha, El año es largo en su boca. Hablamos casi en cifra. 

—Santander. 

—Sí, sí, Santander. Yo pasé allí mi juventud, mis mejores años. Nacía de una familia montañesa. 

Le digo sus propios versos: 

Debí nacer 
en la entraña 
de la estepa 
castellana, 
y fui a nacer en un pueblo 
del que no recuerdo nada; 
pasé los días azules 
de mi infancia 
en Salamanca, 
y mi juventud, 
una juventud amarga, 
en 
la Montaña; 
después... 
ya no he vuelto a echar el ancla. 

—¿Después de aquellos pueblos, después de aquel libro? 

—Después yo me quise ir a América. No conseguí un lectorado; nada. Juan José Ruano de la Sota, que era entonces subsecretario de Hacienda, me recomendó, me ayudó. Fui a Fernando Poo. De allí volví a España. Luego, México. Después, Nueva York. 

—Nueva York. 

Recordamos —inevitablemente, voluptuosamente— el horror al maquinismo de aquel indio nicaragüense con manos de marqués. Recordamos —inevitablemente, voluptuosamente— el amor al maquinismo de aquel cantor del hierro y la fuerza de aquel que templó, tal vez el primero, la lira del acero con afán de oído proletario. 

—Nueva York. Nueva York. No precisamente el Nueva York que linda con África, el de Waldo Franck. El Nueva York que me hacía un gran bien. Me daba disciplina, angustia y método. Poner el corazón en orden. Me casé en Nueva York. A mi mujer la había conocido en México, de donde era. Nos casaron en inglés. Aun no entendía bien las palabras. Entendí que sí quería. ¡Con toda el alma! Entendí dos, tres, cinco dólares. No recuerdo. Nuestro viaje de novios costó unos céntimos. Lo hicimos en un autocard alrededor de Nueva York. 

—Luego, el segundo libro. 

—Sí, sí, el segundo libro. 

—¿Y después? 

—Después, el fin de León Felipe. Haré mi tercer libro. Ya no haré nada más que eso. 

—¿Verso también? Perdón; ¿poesía también? 

—Sí; no sé hacer otra cosa. Nunca supe hacer otra cosa.

—¿Ahora? 

—Ahora, España. Sí; otra vez los pueblos de España. ¿Guardarán la misma emoción, el mismo silencio? 

¡Los mismos pueblos! ¡Claro que si! Allí, en su sitio, la higuera vieja. Allí, la piedra pequeña. 

Canto que ruedas 
por las calzadas 
y por las veredas. 

Si; allí la misma piedra humilde, la que no ha servido.

para ser ni 
de una lonja, 
ni piedra de una Audiencia, 
ni piedra de un Palacio, 
ni piedra de una iglesia. 

Allí, la estrella fija que guía al caminante. Allí, la luz en agonía, la luz como un solo ojo vacío y colgante en el portalón de la posada de camino. Allí, la misma serenidad, la misma tristeza. Es la eternidad. Es el dulce pasquín de la muerte segura que Dios ha mandado poner en los caminos para alivio de caminantes. 

Todo esmerilado, gris, humano. Todo humano, gris esmerilado, quieto. Esto no es una interviú, sino la introducción a la calma. Esto no es una interviú, sino la invitación a un sueño. 

No nos conocíamos. Nos hemos conocido hoy. No hemos hablado más. Nos hemos descubierto hoy. Quizá no nos volvamos a ver. 


César González-Ruano
Crónica, 21 de febrero de 1932









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