Lo Último

3413. Ramón Sánchez Chapartegui el hombre que pasó cuatro meses metido en una carbonera esperando la República

En Irún, mucha gente está afónica. Se explica. Estos días no dejaron de oírse ni un solo momento los gritos que el día 13 eran aún "subversivos". El entusiasta recibimiento a Marcelino Domingo, a Indalecio Prieto, a Queipo de Llano, a Franco, a Martínez Barrios... Pero lo que me extrañó fué oir grandes ovaciones dedicadas a Ramón Sánchez. ¿Ustedes le conocen?... Yo, hasta ahora, tampoco le conocía. ¿Y qué ha hecho Ramón Sánchez?... Ramón Sánchez fué uno de los iruneses complicados en los sucesos de diciembre en San Sebastián. Los demás han permanecido cuatro meses en la cárcel de Ondarreta o expatriados en Francia. Ramón Sánchez, no. Ramón Sánchez ha hecho vida monástica. Se encerró en su casa. Y en una, carbonera, una carbonera pequeña —un metro de largo, otro de profundidad y medio de ancha— ha pasado la mayor parte del tiempo. Cada vez que sonaba el timbre, ¡zas!, a la carbonera. Pero dejemos que él mismo nos cuente sus peripecias. 


"¡Me parece que pierdo el tren!" 

—Pues verá usted... A los dos días de los sucesos regresaba yo a casa do trabajar. Serian las cinco de la tarde. Tres policías se acercan, a mí. 

—Haga el favor... ¿Usted es Ramón Sánchez? —Sí, señores... No lo trate de negar... Lo sabemos todo... Ustes estuvo en San Sebastián... No lo dejó terminar al que hablaba. —Sí, señor. —Bien, pues sígame. Los otros dos policías marcharon. En cuanto me quedó con uno solo pensé en la fuga. Dimos unos pasos. Al llegar a la Aduana, frente a las vías del tren, eché a correr con todas mis ganas. Al llegar a las vías recordé que siempre hay allí un carabinero de servicio. Efectivamente, estaba el carabinero. Y como ola policía venía tras de mi gritando, yo, para que el carabinero no lo oyera, también empecé a gritar: 

—¡Me parece que pierdo el tren!... ¡Me parece que pierdo el tren! El carabinero me miró asombrado. —¡Este hombro está loco!— debió pensar. 


La lancha del Bidasoa 

En los andenes de la estación, confundido entre los viajeros, me detuve un momento. Miré a ver si salía algún tren para Francia. No salía ninguno. Entonces decidí ir al barrio de Ventas, y seguí corriendo por las vías. En Ventas, entré en casa de una familia conocida. Les conté lo que me ocurría. Pedí, por favor, que me escondieran. Aceptaron de buen grado. Nunca podré pagarles el favor que me hicieron. A la mañana del siguiente día mandé un aviso a casa. Me contestaron. Por la noche me esperaría un hermano mío en un callejón de Irún, en las afueras, e intentaríamos pasar a Francia por el Bidasoa, en una lancha. Nos fracasó el plan. Otros habían pasado antes por ahí. Los carabineros se dieron cuenta, y se incautaron de la lancha que pensábamos utilizar. 


Frío 

Esa noche tuve que dormir en la cuadra de un carnicero amigo mió. Después pasé cinco días en un desván del taller de herrería de mi hermano. Pero allí no podía continuar. Hacía un frío horrible. ¡Qué noches! Era peor el remedio que la enfermedad. Si continúo en aquel desván me muero de frío. Mi padre decidió que fuera a casa. Y el día 24 de diciembre, a las seis de la mañana, vine. Traía un tabla grande al hombro, que me servía para ocultar tras ella la cara. Tan pronto estaba la tabla en el hombro derecho como en el izquierdo, según el lado con que me cruzaba con alguien.


Un policía 

—La Policía española interesó mi paradero a la francesa. Esta me buscó por los puntos donde tiene sucursales la agencia do Aduanas en que trabajo: Hendaya, Burdeos, Cette... Nada. No aparecía. Preguntaban a los emigrados políticos. Estos estaban tan asombrados como la Policía. —Pero no le han detenido en España? Y la Policía debió pensar: —¡Está en España!... 

Fueron interrogados mis amigos, se hicieron pesquisas por ahí... todo en balde. Al mes y medio de estar yo en casa, vino un policía. Mis hermanas le vieron subir por la mirilla de la puerta. Yo me metí en la carbonera, como hacía siempre que entraba o llamaba gente extraña en casa. Mi familia lo preparó bien todo, como estaba dispuesto: colocó un hule, sujeto con clavos mohosos, sobre la carbonera, y encima de él, cacharros, legumbres... 

Una de mis hermanas, la mayor, salió a abrir. 

—¿Vive aquí Ramón Sánchez? 

—Vivía... Ahora está en Francia. 

—Le advierto a usted que soy policía. En Francia le han buscado por todos los sitios, y no le encuentran. Ramón Sánchez se halla en España, y ustedes saben dónde... 

—Le digo a usted que está en Francia. 

—¿En qué punto? 

—¡Ah!... Eso no lo se. 

—¿No le ocultarán ustedes en casa?

—Puede usted pasar. 

El policía asomó la cabeza al pasillo. Todas las puertas estaban abiertas de par en par. Miró... Nada. Y se marchó. 

—¡Qué a gusto respiré... y estornudé ! Porque, claro está, aunque limpiabamos bien la carbonera quedó algún polvillo del carbón, que a veces se metía por las narices. ¡Cuántas veces tuve que hacer esfuerzos terribles para no estornudar!...


El huésped trasnochador 

—En otra ocasión también pasé unos apuros grandísimos. Solíamos quedarnos hasta las dos a las tres de la mañana jugando a la baraja. Cierta vez, aproximadamente a las tres, oímos fuertes golpes en la puertos. Con el apresuramiento con que me metí en la carbonera, coloqué las manos sobre la chapa de la cocina. Estaba caliente. Me quemé los dedos. Mire usted. 

Ramón Sánchez me enseña las manos. Efectivamente: en las yemas de los dedos se ven cicatrices. 

—Sufrí unos dolores agudísimos. Pero mí atención estaba concentrada a lo que ocurría en la puerta. Los golpes fuertes seguían. Abrieron. Y oí la voz ronca de un hombre que decía: —¿Dónde está mi cama?... ¿Dónde está mi cama? 

—Abajo, en el primer piso, ya lo sabe usted, hay un hotel. El huésped trasnochador se confundió. Llamó en casa. No sé quién es, pero guardo de él un recuerdo nada grato.


Las visitas

—¿Y las visitas?.. Era terrible. Venían con una frecuencia espantosa..Como todo el mundo decía que se ignoraba mi paradero, trataban de consolar a mi familia, darle esperanzas... ¡Y yo, mientras tanto, metido en la carbonera! 


¡Viva la República! 

—El día 14... ¡Figúrese usted mi alegría! Oímos los cohetes, la música... Mi hermana mayor salió a la calle. Se enteró de todo. Fué al Centro Republicano. Le contó mi caso al presidente. —¿Pero su hermano está en casa?— le preguntó asombrado éste—.¡Que venga en seguida!... ¡Que venga en seguida!  

Lo supo la gente. Frente a casa se formó una verdadera manifestación que me ovacionaba. Tuve que salir al balcón. Y dí el ¡viva la República! más sincero que se ha dicho nunca. Quise gritar también: ¡Viva la libertad! Pero no pude. La emoción no me dejó... 


C. del Esla
Ahora, 22 de abril de 1931







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